Un día más
¡Chorotis! —gritó el guarda. Alimara se paró en el vagón comedor y caminó hacia el fuelle. Edmundo Erdosain la siguió de cerca. Descendieron con las primeras luces de la mañana. Un terraplén de pastos altivos y más allá campo, todo era campo. Ella miró la formación y suspiró.
OBRAS
Mimeógrafo #111
Agosto 2022
Payana
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Rolando Baltes está atado al conventillo de la Boca que destroza sus momentos de lucidez. Señor de una casta que descree en finas encarnaciones o avatares, se debate entre la escritura y la mujer que ronda su lecho: alta, morena, de cabellera infinitamente negra. Alimara. En días de soles ponientes Rolando Baltes se apoltrona en su escritorio de madera maciza con incrustaciones de nácar. Las teclas resuenan y él deja pasar al descuido dos dedos sobre sus bigotes en punta que enmascaran los ojos negros, profundos, en una tez blanquecina. Saca la hoja del carro y la estruja contra el pupitre. Lee dos palabras que se destacan en negrita: “Amor salvaje”. Levanta la barbilla y el haz de luz resplandece y se pierde en un hueco. Las paredes de chapas rumorean entre sí. Alguien, a quien no conoce, grita repetidas veces: gol, gool, goool. Él se seca los labios con una sucia y deslucida servilleta de trapo, que supo tener flores amarillas. Dos chicos juegan con piedras de canto rodado a la payana. Un bandoneón se escucha en el fondo de la tarde. Las piedras en su ajetreo regodean el aire que sibilante corrompe la parsimonia de ecos. Se hunde en la máquina de escribir y ve a un caballo que arrastra las pezuñas por los adoquines del frente. Resuena los nudillos y se deja transportar por el humo del segundo cigarrillo, carraspea en torno a aureolas, escribe:
“La noche doliente acarrea las farolas del puerto. El agua salpica hedionda a los distraídos y desparejos transeúntes. Dos estibadores estiran redes y putean farfullando una vieja canción. Los barcos bostezan entre movimientos cíclicos de la marejada. La luna corre entre manchones de aceite que el río acuna y mece. Uno de los marineros toma el cabo y formando un ocho lo pasa por la cornamusa. Escucha el tango, ‘La cumparsita’, y tacos que repiquetean dejan aflorar el silencioso aire”.
Baltes se levanta intempestivamente de la silla, pasándose la mano por la entrepierna, e inclina la espalda hacia atrás. La mujer que se acurruca en el camastro extiende la larga y puntiaguda pierna. Uno de los pechos cobrizos se desliza entre las sábanas. Los pezones duros, violáceos, apuntan al techo acanalado. Las telarañas se descuelgan en líneas que discontinúan hacia el piso. Alimara aquieta un grito que vibra dentro de su pecho. Acaricia el sexo invitándolo. Su cabellera revuelta contornea el borde del camastro. Baltes camina desabrochándose el pantalón. Restriega las manos. La tela de jersey junto al cinturón se desliza hacia los tobillos. Ella al verlo se muerde el labio superior, en un rictus inconsciente y Rolando Baltes levanta el brazo y toca la telaraña que se descuelga con absoluta parsimonia. Su rostro improvisa una mueca de asco. Con la otra mano intenta desprenderse los botones de la camisa que alguna vez fue blanca. Ya de rodillas sobre el camastro, la mujer le arranca los últimos dos botones sin desprender. Se escucha un sonido hueco que corrompe el murmullo; niños correteando por el patio de ladrillos desparejos. Alimara se pasa la mano abierta por la mejilla y hunde las palmas debajo de la almohada. Se puede ver marcas de agujas. Él toma su miembro erecto y lo hunde en el sexo. Alimara suspira corto y entre cierra los ojos. El líquido viscoso le moja la entrepierna y realiza espasmódicos movimientos seguido de aletargados suspiros. Rolando Baltes mueve su pelvis con velocidad inaudita; sus ojos giran mostrando dos bolas blancas. Ella se sienta en el camastro, acomoda el acolchado azul con flores de lis y enciende un cigarrillo. El humo envuelve los brillos descolgándose por la cenefa. Baltes adelanta su mentón desde el otro lado del camastro, abrocha el cinturón con el cigarrillo entre los labios. Alimara apoya con suavidad el extremo candente de su cigarro. Rolando Baltes pita, la línea anaranjada se enrojece en el borde mismo del cigarrillo. Da inhalaciones largas, sentado en el camastro. La mano cobriza, con dedos sedosos dejan ver las uñas bermellón que se deslizan por el torso blanquecino de Baltes.
—No me puedo sacar de la cabeza esos chicos en el puerto, sus caras parecían diabólicas —refiere Alimara con un dejo de intimidad.
—Alucinas mujer, yo no he visto nada de eso —concluye Baltes en tono cortante.
—Vos siempre tratándome como un despojo —dice acomodándose su enraizada cabellera detrás de las orejas
Él da una larga pitada imbuido en sus pensamientos.
—Me voy a dar una vuelta.
Ella asiente con poco oficio.
Tras caminar unas cuadras, las voces sordas resuenan en su cabeza. La mujer, a la cual dejó con un niño a la espera, del otro lado del mundo, la presiente caminando a su lado: muy cerca de la cancha y la vía muerta. ¿Por qué tengo que pensar en ella?, si eso indudablemente quedó atrás, muy atrás, se cuestionó. Una comparsa de niños en trajes multicolores irrumpe sus pensamientos. Él sin darse cuenta comienza a seguir el ritmo de los tambores con las puntas de sus trajinados mocasines. Mientras en la calle adoquinada, en la lejanía, una comparsa de platillos, bombos, tamboriles y luces multicolores se iban acercando con musitadas estrofas, que se repetían entre paredes de chapa, coloridas fachadas que ilusionaban la mirada. Las farolas en su máximo esplendor son circundadas por miles de pequeños insectos que esplenden reflejos de plata. Su cuerpo vibra, acelerándose el corazón, la música lo atraviesa como si estuviera disgregado en sus fibras. Pensó en los ojos de los niños en el puerto y ahora sí, los vio con las pupilas en blanco, veladas, tísicas y sonrisas de lata. Sacudió con fuerza la cabeza. Una voz le retumbó en oleadas de pequeños fragmentos, que giraban en derredor de su cuerpo. Sintió que sus pies flotaban a lo ancho del riachuelo. Apretó los párpados: —Me estoy volviendo loco—.
La gente sonriente danza en una marea humana. Él, es el único quieto entre la muchedumbre. Una cámara lo toma desde arriba, y su cabeza silenciosa no sigue el ritmo de los tambores. Trató de salir de ese lugar, a empujones, chocándose con otros cuerpos que rutilantes se bamboleaban en un compás frenético. Caminó ya alejándose de sus pasos. Los sonidos se iban apagando por las callejuelas. Tomó Araoz de la Madrid y dobló en la calle Palios y de lejos vio la cancha de Boca Junior y continuó arrastrando los pies hasta Villafañe al 1250: el tercer conventillo con patio interior y restos de un aljibe. Sus ojos negros rotaron por unos breves segundos y escuchó, sintió un sonido a cascabel que latía dentro de su cuero cabelludo seguido por imágenes de tiras amarillas y violáceas que viboreaban más allá de la comparsa. Apoyó en la barbilla dos dedos.
—La puta —dijo en voz baja.
—Disculpe que me entrometa —acotó un transeúnte— ¿Usted está hablando solo?
—Esteee… no, ¿Por qué?
—Me llamo Nicolás Eschiafino, pero me dicen Nico —dijo extendiendo la mano.
—Estaba por tomar algo…
Mimeógrafo #112
Septiembre 2022
Cielo
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Alimara tomó una ducha en el pequeño receptáculo. Enjabonó su espalda y la espuma blanquecina discurrió hasta perderse entre las piernas. Volvió a tomar la esponja, una vez embebida en el jabón y la apoyó por encima de sus turgentes pechos; el agua recorrió el contorno descolgándose por los ennegrecidos pezones. Su mano, en un acto automático, se deslizó hasta el bajo vientre. Su rostro, como si tuviera máscaras, iba transformándose. Buscó del pequeño ropero, el vestido floreado que tanto le gusta a Baltes y tomó la calle. Subiendo por J.D. Filiberto escuchó el envolvente ritmo de la comparsa, se dejó llevar por el sonido y, casi sin pensarlo, se adentró en la muchedumbre. Comenzó a danzar descalza. Un portuario la tomó del brazo y ella se quiso zafar dando tirones cortos. El hombre estrechó sus labios posándolos en las finas comisuras de Alimara. Ella apoyó las palmas de las manos en el pecho joven y musculoso con todas sus fuerzas y, a los segundos con el intercambio de fluidos, relajó las manos y estas recorrieron el contorno de la espalda viril. Lo abrazó.
—Me llamo Roberto Salustro —dijo, arrastrando las palabras.
Ella deslizó una caída de ojos y se acomodó la larga y renegrida cabellera. Roberto intentó ocultar con la palma de la mano el miembro erecto que abultaba el pantalón.
—¿Tomamos algo? —preguntó abriendo los ojos.
Ella se quedó unos momentos pensativa y dibujó una mueca de intranquilidad.
—Mejor lo dejamos para otro día —pensó en voz alta. Al escuchar su voz, se produjo un silencio casi cómplice.
—Baltes debe estar por aparecer en cualquier momento en el conventillo —pensó sin mover los labios.
Comenzó a caminar apurando los pasos. El hombre estiró la mano y no tuvo respuesta. Un tibio perfume barato se suspendió por unos segundos en la esquina de Bransen y Martín Rodríguez.
El hombre dio media vuelta al ya imperceptible aroma.
A unas cuadras en el bar…
—Mire, ¿cómo me dijo su nombre?
—Rolando, Rolando Baltes.
—Lo puedo tutear, Rolando —convino, mientras extendía la mano hacia el mozo.
—Señores, ¿qué se van a servir? —comentó y acomodó el chaleco negro que brilló con las luces de neón.
—¡Cerveza tirada!
—¿Y usted, caballero?
—Lo mismo —murmuró sin mirarlo.
El mozo caminó hacia la barra.
—Mire… —dijo tomando por el asa el jarro de la espumante cerveza—, no soy una persona que use muchas palabras, es más, nunca pude terminar mis estudios primarios, pero tengo un don —tomó aire—: sé cómo es la gente con solo mirarla a los ojos.
Rolando asintió.
—No sé si puedo comprender hasta dónde llegan las fuerzas del mal, pero de algo estoy seguro: que usted la posee, ¿es consciente de eso?
—A, este hijo de puta. ¿Quién me lo mandó? Lucifer, el diablo, Belcebú… quién por amor de Dios… quién…— pensó Rolando Baltes. Puso “cara de póker” y se levantó.
Deambuló por la calle Ministro Brian hacia el riachuelo y una imperceptible cojera lo acompañó de improviso. Medio cuerpo se entumeció en espasmos. El hombre se paró a su lado. Baltes sintió que su cuerpo rígido se estaba convirtiendo en una figura de yeso, como las que los niños en edad escolar pintan con témperas de colores. Por unos segundos dejó de parpadear. El hombre sonrió complacido y un fulgor intenso se depositó en el iris. Rolando Baltes frunció el ceño y entrecerró los ojos: pensó en números, veía docenas de cifras agarradas a sus temporales como babosas. Quedó fijo en un punto. El número 217 y una palabra se reflejó en el espejo: “Espectros”. Entrecerró los ojos y dejó que se desvaneciera la imagen. Tenía un sueño recurrente: veía dos sillas vacías en el fondo de una cocina y un poni cabalgaba entre los espacios que dejaban las sillas. Sacudió la cabeza y el número 217 seguía rebotando y dando vueltas. Abrió al máximo los ojos. Quedó paralizado. Por el rabillo del ojo vio la crisma blanca reluciente flotar. Restregó los ojos. Dos niños con camisetas azules corretearon por la vereda. Uno de ellos, a simple vista pelirrojo, lanzó una tiza sobre la palabra tierra y saltó juntado y abriendo las piernas hacia el fin de la rayuela. El otro, expectante, lo siguió con la mirada. Baltes inclinado hacia adelante en la silla deslizó los antebrazos en la mesa. Jugueteó con el dedo índice-pulgar describiendo círculos con las yemas que, al rozarse, se detenían en cada una de las huellas dactilares. Miró instintivamente el techo de chapa donde la grasa y telarañas se depositan en cada recodo. Enderezó la silla y acodó la espalda en el sólido respaldo. Uno de ellos -se podía entrever por el vidrio, el más alto- se detuvo en seco y apoyó el mentón en el alfeizar de la ventana. Los cabellos negros se mal acomodaron en la pequeña frente. Sus ojos, por momentos, tendieron a apagarse. Baltes lo miró y el gen del mal (lo oscuro) le recorrió límpido el cerebro. Frunció el entrecejo y dijo para sus adentros: que ese estúpido niño se golpee la cabeza contra el vidrio de la ventana. Estuvo más de un minuto con ese pensamiento. Escuchó con los ojos cerrados, un golpe seco y el vidrio resquebrajarse por el impacto. Dos gruesa líneas discurrían por la frente manchada en derredor a las fosas nasales y dibujaban dos semicírculos que, bajando por la comisura de los labios, comenzaron a gotear. Pasó la mano por la boca y sacudió la cabeza. El niño aún dolorido caminó sin rumbo. Rolando Baltes se transfiguró por el espanto. Se levantó, corrió la silla de madera y caminó rumbo a la puerta vidriada. Una vez en ella, estiró el cuello girando la cabeza y vio una soga blanca (de la que usan para saltar), tirada en la desolación de la vereda. Sintió un olor agrio seguido de uno dulzón al de naranjas en la casa de su abuela paterna. Tuvo repentinas arcadas. El viento del río traía un aroma rancio. Se echó a andar. Estaba a las puertas de la Bombonera. Aquietó un grito y caminó de regreso al conventillo.
Un grupo de muchachones sobre las vías muertas fumaban porros. Baltes intentó alejarse, pero una fuerza extraña lo tenía atado a las vías…
El grupo, a unos pasos, comenzó a reírse a carcajadas. Baltes los miró despidiendo furia por los ojos. Uno se destacaba por tener el diente emplomado y el rostro cubierto de pecas. Sus ojos negros, ahora enrojecidos, se centraron en un punto fijo. El muchacho de estatura pequeña dejó de reírse y comenzó a temblar, el porro se le cayó de los dedos y una sucesión de arcadas lo hizo revolcarse por el suelo de tierra. Rolando Baltes caminó hacia el conventillo y un aroma agrio y dulce a la vez se aposentó en sus fosas nasales, que se mezclaba con la briza que venía del río. Sintió, sin haber llegado, una presencia en el conventillo. Un aurea a campanillas de pequeñas luces que se reflejaban frenéticas hacía que él fuera otra persona, incluso, a veces se desconocía. La mirada perdida como dos gotas que se empalaban en el alambre, sus ojos negros se tornaron en un gris perlado. Se volvieron a enrojecer al punto de chorear sangre, unas venas varicosas discurrieron por su frente. La noche cerrada entorpecía sus pasos. Tímidas farolas desprendían mustios y enflaquecidos relumbrones y cientos de pequeños insectos revoloteaban en enjambre. Quiso ver entre los reflejos del puerto: ojos relucientes sin rostro, solo dos luces que parpadeaban al compás de la marejada.
Pensó en Alimara y caminó decidido en dirección al conventillo. Doblando la esquina de Araoz de la Madrid vio a un gato anaranjado con líneas irregulares blancas que se descolgó del zaguán. Por unos instantes los ojos verdes del animal se aposentaron en Baltes. Éste se sacudió y continuó caminando.
Mimeógrafo #113
Octubre 2022
Azul y oro
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
En el conventillo Alimara puso la pava sobre el fuego, tomó el mate de calabaza y lo apoyó en la mesa con incrustaciones de nácar. Introdujo yerba desde un tarro. Agarró la bombilla de metal plateado con un pequeño escudo del Club Boca Junior en el extremo superior y la empujó por el centro del receptáculo hasta el fondo. Se detuvo y escuchó el rechinar de la puerta de chapa. Dirigió la mirada hacia el dintel y vio como el picaporte giraba a un ritmo lento.
Dos pasos resonaron sobre el amachimbrado piso.
—Hola, ¿cómo te fue en tu caminata?
—Bien… Me tomé unos tragos y unos estúpidos chicos corretearon por la acera.
Ella se llevó el cabello hacia atrás. Dos matas negras rozaron la entallada cadera. Él la miró y se desprendió el cinturón del pantalón de gabardina azul eléctrico que se deslizó hasta los tobillos. La mujer se arrodillo y él sintió como si un rayo le atravesara el cuerpo. Ella pasó la mano por el labio inferior y caminó hacia las dos chapas con un hoyo en el piso de portland que oficiaba de baño. Se bajó la pollera de sarga y orinó en posición de cuclillas. Baltes sacó la pava del fuego que bullía sobre una luz redonda y azulada con pequeñas lengüetas anaranjadas. Acercó el mate y dejó que el agua caliente produjera su oficio. Sintió el henchir de los palos y yerba embebida por el líquido acuoso. Chupó imbricando los ojos, dos gotas de transpiración discurrieron por la frente. La pequeña puerta de chapa tableteó por unos segundos. Alimara se subió la pollera y acomodó el cierre.
—¿Querés un mate? —farfulló en voz ronca.
—Sí —respondió mientras se pasaba un cepillo de cerda por la cabellera.
—¿Amargo? —volvió a preguntar.
—Ya sabes cómo me gusta, no entiendo por qué la insistencia.
La pava bullía expulsando volutas de vapor que resonaban en la boquilla. Baltes caminó hacia la mesada y giró la perilla de la cocina con dos puntitos rojos.
—¿No la habías puesto al fuego?, escuché la pava desde el baño —refirió ella enarcando una de las cejas.
—Es verdad —contestó sin mirarla, la saqué muy pronto, estaba tibia.
Ella se acomodó el corpiño por debajo del vestido y estiró un brazo tratando de alcanzar el respaldo de la silla. Rolando Baltes movió unos centímetros la silla y Alimara se sentó pesada descargando su cuerpo sobre el respaldo. Él deslizó el mate hasta la mano lánguida y ella sorbió con prontitud la infusión, mordiéndose el labio. Baltes se levantó de golpe y al pararse detrás de ella sin emitir palabras, le acarició el cuello, metiendo las manos entre el manojo del cabellos que se desplazaron suaves rozando la piel y contornearon la garganta. Por un instante sintió campanas, retumbones en su cerebro. Imbricó los ojos ejerciendo algo de presión.
—¡Estás loco, me ahorcas! —gritó Alimara.
Rolando Baltes inmediatamente retiró las manos. Una sumatoria de imágenes se sucedieron… su padre borracho con el cinturón blandiéndolo en la mano —entrecerró los ojos y los apretó con fuerza—, y la hebilla de bronce despedía fulgurosos haces de luz. Por un instante su mente se puso en blanco como una tabla rasa que no dejaba que alguna idea o destello de humanidad se colara por el pedúnculo cerebeloso. Restregó las manos con fuerza y alejándose dio un portazo a la endeble estructura de chapa. Alimara intentó emitir un sonido que se silenció. Buscó con premura algo de alcohol que guardaba en un cajón de manzanas: entre gasas, apósitos adhesivos y algunas vendas. Destapó la botella plástica con la inconfundible cruz roja y la embebió en un trozo de algodón despanzurrándose entre sus dedos. Algunas gotas de alcohol mojaron el piso. Se pasó con firmeza el algodón por el contorno del cuello, sintió un ardor seguido de una sensación fría. Sus fosas nasales se expandían y cerraban en un ritmo alocado. Dio dos pasos y se desplomó junto al camastro. Unas cucarachas cruzaron la superficie del piso de este a oeste. A los minutos tomó conciencia de los hechos y un gusto agrio, horripilante se aposentó en su boca, como las aguas oscuras del riachuelo que bañan el perímetro de la terminal de colectivos y el museo de Quinquela Martín. Enjuagó los labios con un pañuelo que pendía en el extremo inferior de la cómoda. Salió al patio interno del conventillo. Las sogas con ropa mal colgadas irrumpían la visión; unos tachos con agua enjabonada se apostaban en las esquinas. Ella entró en diálogo con dos mujeres que con tablas de lavar ropa y pan de jabón arqueaban las cinturas, movían en un vaivén simétrico sus ajetreadas manos.
—Cuando hay partido, casi no podemos dormir —aseveró Alimara.
—Ni me hable, con la cercanía a la Bombonera a solo unas pocas cuadras, decí que acá somos todos del azul y oro —se pasó la mano enjabonada por la cintura— y no deja de ser una fiesta, pero a veces se torna insoportable —dijo la Chechu.
—Bueno guachi, vo te tirá el ropaje encima y salí igual a la calle, no sé de qué te quejá. No tené pibe. En cambio —se miró la panza de unos seis meses— con dos pendejos y el que viene en camino estoy alambrada a este chaperío de mierda —dijo y se le hundieron los ojos.
Alimara dio un respingo y se acomodó el cabello por detrás de las orejas y salió a la calle. Un olor hediondo penetró sus fosas nasales; el aire a río inundaba —estoy acostumbrada—: se dijo y resopló por la bajo…
Dos monjas que venían de la calle Rocha hablaban entre ellas, cuchicheando, como al descuido:
—Viste, el nuevo cura que mandó el monseñor —la codeó—, no te hagas la tonta.
La otra bajó la cabeza y se sonrojó.
—Sí, lo vi, es tan churro… con sus ojos azules y el pelo revuelto, volcado hacia el lado derecho —ponderó suspirando.
—Claro, ahora me doy cuenta de dónde vienen esos suspiros. Qué para mí, eran inmotivados.
—Cállate sino dices más que sandeces, boberías…
—¿Le dice boberías a enamorase?
—¡Pero si sos de lo que no hay!, como me voy a enamorar de alguien de carne y hueso, mi amor está depositado en el señor, en Dios… ¿lo dudas?
—Claro que lo dudo, pero… si para vos está tan claro, me callo la boca y ya.
—Sí, mejor cállate la boca o hablemos de la hermana Paula.
Las voces se perdieron…
En el parque Lezama unos ancianos establecían sendas batallas entre el alfil y los peones. Otro acariciaba la bocha liza como suplicando un lamento y aspaventaba un movimiento en el aire.
Una gitana cortaba barajas mientras Baltes daba vueltas repiqueteando sobre sus pasos.
—¿Te tiro la suerte?, niño, majo.
Rolando Baltes estiró su cuello y extendió la mano.
La mujer, le tomó la muñeca y comenzó a pasarle la yema del dedo índice por los surcos de la palma y al llegar al centro se detuvo y dijo:
—¡Vete…! ¡Lucifer! ¡Vete… lamia!, ¡vete… hijo del demonio…maligno, Belcebú!
Baltes sacó abrupto la mano y se retiró sin mirarla. Se escuchaban risas inmotivadas en la lejanía.
—¡Largue de una vez la bocha liza! —exclamó uno de los ancianos.
Los otros asintieron con un imperceptible movimiento de la cabeza. El más encorvado se agachó casi tocando el suelo de tierra en la cancha. Con su pie izquierdo se afirmó a la madera que oficiaba de lateral derecho y dejó deslizar la bocha. Ésta recorrió en línea recta los metros que la separaban del bochín, se detuvo, casi pegándose a él. El resto de los hombres aplaudieron. Rolando Baltes se subió al colectivo que lo depositará de vuelta en su barrio, la Boca. Una anciana con vestido borravino y collar de perlas lo miró fijo a los ojos, como queriendo o intentando echar una maldición. O eso pensó, o se imaginó él, giró la cabeza y sosteniendo la mirada agrandó las pupilas que se duplicaron por unos segundos y el contorno negro se tornó gris perlado. La anciana se pasó la mano derecha por el rodete que dejaba entrever su cabello sedoso infinitamente blanco y bajó la cabeza y la esquinó perdiendo pie. Baltes miró por la ventana la noche reflejada en las farolas del parque Lezama: las borlas blancas circundadas por miles de pequeños insectos, le daban un aire fantasmagórico al rubicundo suelo y sus escaleras se perdían adentrándose en el follaje como dos pasajes paralelos. Quedó con la cara pegada al vidrio, la mejilla adormecida se blanqueó extendiendo en la superficie lisa. Varias fotos veladas se le agolparon intentando salir a flote como en un largo sueño donde él no tenía le menor intención de despertarse. Escuchó un cuchicheo que venía del sector posterior del pasillo. Un niño pequeño pelirrojo lamía la paleta multicolor. Dejó de pasar la lengua para mirarlo. Baltes absorbió esa imagen hasta la última gota. Liberando el poder maléfico hizo que el niño rotara la mano y clavara el palillo de la paleta en el diminuto hombro de la mujer joven que tenía a su derecha, la mujer le propinó al niño una cachetada que resonó entre el murmullo de los indiferentes pasajeros.
—¡Te has vuelto totalmente loco, niño! —gritó la mujer.
El niño se encogió de hombros. Se lo veía hasta más pequeño en el asiento. Baltes suspiró y dejó deslizar una mueca que se asentó en la comisura de los labios. —¡La boca! —gritó el chofer bamboleándose en el asiento con tiras azules que envolvía los dos caños donde apoyaba la cabeza. El amplio parabrisas era recorrido en su extremo superior por una tela liza, arrugada, que alguna vez supo tener borlas doradas y dos grandes dados blancos colgaban del único y central espejo que se zamarreaban al compás del empedrado. Baltes ya en el último escalón que daba al cordón del empedrado llenó el pecho con el aire enrarecido del riachuelo. El museo de Quinquela Martín como un pasajero mudo contemplaba los albores de la calle Caminito. Baltes comenzó un viaje interior mientras caminaba por la calle Olavarría, sintió un escalofrío seguido por un espasmo, sus ojos que alguna vez fueron negros se blanquearon de golpe. El mal, lo oculto, lo siniestro, se apoderó de los pocos sectores de su cuerpo donde todavía sentía algo humano. Iba aplastándose como una colilla de cigarrillo en plena avenida Almirante Brown. Unas palabras se le vinieron de improviso: asmodea-demon-luzbel; quedaron flotando… Al llegar a la calle Villafañe encaró hacia el conventillo. Se introdujo en el patio y la ropa mal colgada se movían, los tachos con agua enjabonada se desplazaban de una esquina a la otra, chocándose. Apresuró a subir los escalones y escuchaba a cada paso, el rechinar de la putrefacta y endeble estructura. Abrió sin golpear la puerta y entró. El patio se silenció. Buscó la máquina de escribir. En la silla movió el carro y escribió:
“Dos marineros deambulaban por la calle Caminito, buscan desahogar su sed de sexo y lujuria. Ingresaron al primer bar: La Perla y observaron a una mujer al final de la barra.
—Señorita, ¿la podría invitar a una copada?—manifestó en voz clara el primer marinero.
Ella se retocó la cabellera con la punta de los dedos. El cantinero estiró el brazo y dos chopp tomaron impulso desde el fondo del bar. La mujer detuvo el dedo índice que giraba sobre el borde cristalino de la copa. El primer marinero agarró el chopp e hizo fondo blanco. Golpeando la barra dijo: —Otra.
La mujer pasó la mano por el abultado pecho. El segundo marinero intentó acercarse a la barra y el primer marinero lo paró en seco.
—¿No le pregunté su nombre? —dijo el primer marinero
La mujer lo miró por unos instantes y con una voz extremadamente dulce dijo: Alimara”.
Baltes dejó de escribir porque escuchó sonidos que se colaban por la única ventana. Se paró y caminó hacia la puerta. Una multitud colmaba el patio interior. Entusiastas que desplegaban banderas azules y oro. Bombos, platillos, fuegos artificiales se escuchaban por todos los rincones. Tomó la calle y vio decenas de purretes con camisetas azul y oro.
—Nene, ¿qué es todo este quilombo?
—Le ganamo, le… ganamo a los puto gallina, en el Monumental, su casa —dijo y empinó el pico de la cerveza Quilmes Cristal.
Baltes vuelve a enfrascarse en su escritura…
“--Marinero, veo en sus ojos que le urge….
El marinero mueve unos centímetros la copa y dice:
—¿No hay un lugar más íntimo? —dice acercándose al bello y diminuto rostro.
Alimara lo toma de la mano y meneando la cadera comienza a recorrer el largo pasillo. Una escalera enhiesta se deja ver. Ella, en el apuro, clava el taco derecho y se tambalea. Los pechos se mueven al compás. Abre la puerta sin cerradura, solo un pasador. De a poco se va despojándose del vestido que recorre sus redondos y turgentes pechos, los pezones se hinchan y erectan con la brisa que viene del río. El primer oficial sentado en la sucia cama contempla y espera con su desnudo cuerpo. Alimara se sube a la cama de dos plazas y de un tirón arrastra el edredón hundiendo las uñas en el torso musculoso y casi lampiño. Él emite un suspiro corto y sus manos acarician todo lo que alcanza tocar. La mujer abre las piernas. Él se mueve como una hiena devorando a su presa. La larga y renegrida cabellera de Alimara toma un ritmo frenético entre goce y oficio. Una gota de transpiración recorre la espalda cobriza perdiéndose en la cadera. El primer marinero incorporándose busca a tientas su ropa. Alimara toma tres billetes de la mesa de luz”.
Rolando Baltes se para y camina hacia el pequeño chaperío que oficia de baño. Baja con premura la bragueta y un sonido claro resuena en el hueco ennegrecido y ve una espuma blanca en el líquido amarillo. Se pasa la mano por la cara y la refriega. La tarde corre bulliciosa en el patio. Las mujeres en ronda se pasan un mate amargo y una de ellas con los brazos tatuados escupe en los ladrillos gastados y desparejos.
—Eh, vo, piba. ¿Cuándo carajo me toca? —dice y sus manos se tornan en puño.
—Pará, gato.
Se demora con las palabras.
—¡Ehhh, puta barata, qué bardeá!
La mujer, con los brazos tatuados, la agarra de las mechas con la mano izquierda y con la mano derecha le propina dos cachetazos.
Baltes descorre la cortina grasienta de la ventana y ve la escena como en una película de Fellini. Se ríe de buena gana y pone a calentar la pava.
Mimeógrafo #114
Noviembre 2022
Estigmas
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Pensó maquinalmente en la mujer, hacía días… es más semanas que no sabía nada de ella. Algunas prendas todavía colgaban del pequeño armario: dos vestidos y una bombacha rosa, desteñida. Se paró y caminó tres pasos hundiendo la nariz en la minúscula bombacha. Un dejo, un rescoldo. Abrió los ojos y le echó una maldición:
—¡Que en tus muñecas y pies se corporicen los estigmas de la crucifixión del Señor! Agujeros ponzoñosos, carne putrefacta, sangre coagulada, dolor punzante, sangrado…—sangre repetía.
Alimara en una pequeña habitación de San Telmo, cerca del Mercado de Pulgas, sintió por oleadas un dolor impropio seguido por un ardor y un sangrado profuso, húmedo, pegajoso, como brea que se iba derritiendo dentro de su cuerpo. Tocó sus muñecas y dio un respingo. Una mueca de asco se aposentó en su rostro el hombre que yacía semidesnudo en el sofá comenzó a vestirse con prontitud y sin mediar palabra pateó la puerta del frente. Un vendedor ambulante gritó a viva voz: ¡Churros-bolitas!, dos señoras se cruzaron de vereda hablando contra la voz de la otra. Alimara acomodó su pollera y caminó hacia el baño y con la mano sangrándole abrió la pequeña puerta del botiquín. Unas gotas se despanzurraron en la loza blanca. Tomó una gasa y envolviendo la muñeca la ató. Sacó otra gasa y dejó que recorriera la muñeca izquierda. Con la mano derecha ya vendada le hizo un nudo. Levantó las dos palmas y al juntarlas, a la altura de los ojos, dejaron ver señales de la crucifixión por debajo de las blancas gasas. Se refugió en la soledad del cuarto. De improviso sintió puntadas que la hicieron caer de bruces. Sus pies con signos de crucifixión emanaban aroma a pétalos de rosas mezclado con una horripilante pestilencia. Se arrastró. Sus pies sangrantes auguraban la petite mort. Escuchó sonidos que venían del otro lado de la puerta, pasos certeros y vio un sobre con dos estampillas descoloridas y un sello. Miró por el rabillo del ojo y el sobre comenzó a danzar. Entre sollozos aplastó el sobre, un refucilo se desprendió entre sus ojos de perlas negras. Con el sobre en la mano se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Se sacó los vendajes y los signos de la crucifixión habían desaparecido. Salió a la calle y escuchó un bandoneón con acordes roncos de la Cumparsita. Las calles estaban atestadas de un bullicio constante producido por el desfile de extranjeros atraídos por el Mercado de Pulgas y la Plaza Dorrego. Ella se demoró en un pintoresco variopinto, un librero, que le mostró algunos almanaques de la firma Alpargata, donde el pintor Molina Campos, rasguea como en un antiguo acorde la guitarra: el campo, la aguada, el paisano a caballo y la tapera. Anque alguna china suelta, morena, con trenzas y ojos saltones. Alimara estaba ávida de conocimientos, voltea de a una, las grandes hojas del amarillento almanaque.
—¿Hace mucho que lo tiene?
El librero, sentado bajo la sombra del ombú, agrandó sus ojos azules casi achinados.
—Mi padre, que con Dios descanse, me lo regaló hace unos cuarenta años, más o menos. Acérquese —convino.
Alimara adelantó un paso.
—Mire…con mi pensión no llego a fin de mes (puso la mano a la altura del corazón) y bueno tengo que ir liberándome de algunos recuerdos. La voz se le entrecortó y sus ojos se vidriaron. Alimara sacó de la minúscula cartera tres billetes y los depositó en la mano entre abierta del anciano. Éste dio un respingo y sonrió. Ella tomó el almanaque y caminó presurosa, los acordes de una milonga se estiraron por las callejuelas y los bares con mesas de chapa redonda en las veredas.
Baltes prendió un cigarrillo y se acercó a la máquina de escribir, colocó una hoja en el carro y dejó deslizar los dedos por el carrete. Un sonido metálico amortiguó la ya denegada siesta. Intentó mirar en dirección a la ventana, la cortina engrasada temblequeó y sus pensamientos viajaron por un túnel blanco con ribetes rojos en sangre.
Escribió:
“El segundo marinero se demora en la escalera, su traje con bordes azules transpira tabaco rancio. Se mal acomoda el cabello con los dedos y mira la estampita que llevaba en el bolsillo interior izquierdo junto a varios billetes. Se le cruza la imagen de su madre. Desciende apesadumbrado la escalera y sale a la calle. Alimara vestida con bombacha negra y un diminuto corpiño, entre abre la puerta y mira la desolada escalera. Se viste con el transparente y ajustado traje que contornea la cadera y deja entre ver las infinitas piernas cobrizas. Ya en el bar, en el rincón de costumbre, acomoda con los largos y finos dedos sus turgentes pechos, que sobresalen del corpiño. Un marinero muy joven entra al bar y hunde la mirada en la morena al final de la barra…”
Baltes prende otro cigarrillo y deja que la voluta de humo le envuelva la cara y una imagen se pegotea del otro lado del vidrio. Una mujer joven, demasiado joven, de tez lechosa y cabellos rubios, desprolijos, hace señas que se acerque. Él se levanta y camina hacia la puerta.
— Sí.
—Estoy buscando a una tal Alimara, me dicen en el barrio: que vive con usted.
—Hace días que no aparece por acá, dejó algo de ropa y se fue sin más.
—Cualquier cosa, por las dudas, le dejo mi teléfono, vivo a unas cuadras y hemos estudiado juntas… en el colegio… hay una fiesta de reencuentro, ¿me entiende?
Baltes asintió con la cabeza. Sus ojos se depositaron en los pequeños y redondos pechos que se asomaban por la camisa translucida.
—¿No me dijo su nombre?
—Analía —dijo y dejó deslizar una leve sonrisa.
Se escuchó el cerrar de la puerta.
Rolando Baltes dio una pitada larga y pensó automáticamente en Analía, es más cerró los ojos y esplendió una furibunda idea.
Analía ya a unas cuadras se tocó con los dedos las fosas nasales, éstas goteaban sangre que comenzó a manchar la camisa.
— “Qué raro pensó, esto nuca me había pasado antes”
Entró en un bar y por el pasillo llegó al baño. Mirándose en el espejo vio la camisa con una mancha que de a poco se iba alargando. El goteo no cesaba, buscó papel y lo introdujo, haciendo unos bollitos en las fosas nasales. Se sacó la camisa y la lavó con rapidez en la diminuta pileta.
Baltes prendió el tercer cigarrillo y tomó la calle…
Mimeógrafo #115
Diciembre 2022
Señal de la cruz
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Dos chicos jugaban a la pelota en la plaza cerca de la vía muerta. Un anciano con un tarro de lata en su mano pedía arrumbado en el escalón, su cuello arrugado y con costras estaba recubierto por una bufanda azul y oro desteñida, hecha girones. El balón de cuero cruzó la calle deteniéndose en el cordón. Baltes lo pateó en dirección a los niños y uno de ellos, el más pequeño, sonrió dejando ver la falta de dos dientes. Rolando Baltes agrandó los ojos y los entrecerró. El niño alto con pantalones cortos comenzó a temblar y por la boca le salió baba blanca. Espuma. Se desplomó. Baltes se cruzó de vereda y caminó hacia el puente Alsina silbando una vieja canción. El niño más pequeño comenzó a llorar. Rolando Baltes se puso la mano en los bolsillos y pateó el tarro que resplandecía con luz de la farola. El mendigo junto al tarro comenzaron a temblar. Baltes dibujó una sonrisa en el aire y pensando en Alimara vio los estigmas. Alimara que en ese momento viajaba en el colectivo hacia la capital siente que miles de cuchillos le perforan la carne. Cae del asiento y comienza a revolcarse por el pasillo atestado de pasajeros.
—¡Llamen a un médico! —dijo una anciana del tercer asiento. Los del cuarto se pararon y dos jóvenes estudiantes trataron en vano de asistir a la bella mujer. Al ver su imposibilidad caminan en dirección al chofer. Uno de ellos dijo:
—Por favor detenga el colectivo, o diríjalo hacia el hospital más cercano, la mujer se está desangrando.
El chofer detuvo el colectivo y marchó por el pasillo.
—¿Qué le ha sucedido mujer?, ¡por Dios!
Uno de los pasajeros sacó una biblia del portafolio y dijo: Estigmas del señor y dibujó en el aire la señal de la cruz. En el último asiento, otro de los jóvenes sacó de un bolso dos vendajes y se lo acercó a otro. El señor de la biblia comenzó a vendar a la mujer que todavía estaba tirada en el piso. Alimara agradeció con un leve pestañeó y se incorporó. Pasadas varias paradas tocó el timbre y se bajó en medio de la penumbra. Los demás pasajeros miraron por el vidrio. Ella caminó como autómata por las calles sin rumbo, sin fe. Con su soledad ensimismada en pensamientos, quería apartarse de todo. Estar lejos del barrio y lejos de Baltes. Ahora veía cómo era realmente. Un hombre oscuro, sádico, maligno, que podía a su antojo lastimar a un inocente niño con el solo beneficio de su diversión de su regocijo. Se tocó las muñecas y un líquido sanguinolento discurrió por los antebrazos. Dijo en voz alta: Tengo que dejar de pensar en él, lo estoy atrayendo, como la miel a las abejas y eso me da escalofríos. Buscó una calle que la lleve a alguna terminal. “Tengo que llegar a retiro, de ahí a algún pequeño pueblito”, pensó. Esperó por varios minutos en la calle desierta, un perro ladró en la lejanía. Dos hombres de mediana edad, pasaron caminando por la vereda de enfrente y la miraron en forma sostenida. Ella extendió el brazo y el colectivo se detuvo. Alimara se acomodó la pollera y comenzó a ascender.
—A Retiro —dijo.
Al rato llegó a la terminal y cayó en la cuenta de que no tenía plata ni poseía ropa para el viaje. Caminó entre los negocios al paso y en uno de ellos leyó: Se busca camarera con buena presencia. Cruzó unas palabras con el dueño.
—Señor, estoy sin dinero, necesito…
El hombre se pasó la mano por la cara y parloteo:
—Empieza ahora mismo morocha, son unos pocos pesos por días, más las propinas.
En las diminutas mesas: albañiles, changarines y algunos borrachos ocasionales la miraban de arriba abajo. Se colocó un delantal negro con bordes rojos y una cofia. Los días pasaron rutinarios, baldear, limpiar las mesas, llevar pedidos y alejarse de las manos como pulpos del dueño. Ella juntó unos pesos, compró algo de ropa en oferta y un bolso de mano y en seis semanas adquirió un boleto a un pequeño pueblo de la provincia del Chaco. Charata. Con el boleto en mano comenzó a vislumbrar una vida mejor lejos de todo lo conocido.
Baltes camina por las vías, el aroma dulzón colmaba las enredaderas y los alambrados. Las desvencijadas chapas como marcos de ruinosas desidias transpiran óxido multicolor. En la calle Suarez, de espalda a la Bombonera y la intersección de la esquina Juan de Dios Filiberto tres muchachos lo rodearon, salieron de la nada. Uno de ellos con campera y zapatillas claras sacó como en un ritual del interior de las ropas una pistola similar a la que usa la policía departamental. Baltes comenzó a tener imágenes, entrecerró los ojos y el frío del caño le rozó la sien. Levantó los brazos y el delincuente metió sus dedos en los despoblados bolsillos de Rolando Baltes. Salieron corriendo con un celular y cincuenta pesos que contenía la billetera. Rolando Baltes sacudió la cabeza y caminó en dirección a la calle Almirante Brown. Uno en la carrera dejó caer el portafolio. Rolando Baltes adelantando los pasos la tomó apretándolo contra el pecho. Abrió con lentitud el cierre y agrandó los ojos: las hojas sueltas de su insipiente novela se dejaron ver. Por un breve instante se cruzó con la cara del malviviente. Una frase resonaba en su cabeza: Dame todo o te quemo. Apretó dientes y dirigió el poder de las fuerzas oscuras a esa persona. El ratero apodado Trapito se apoyó contra la pared de un conventillo en la calle Aristóbulo del Valle y comenzó a vomitar. Un tercero le acercó merca y empezó a aspirar. Baltes metió la mano en el bolsillo y lo sintió vacío. Por unos segundos pensó en Alimara. El Rati entre dos paredes mugrientas prendió la pipa de paco, una sensación de bienestar se expandió seguido por una inconfundible ganas de conseguir merca de la buena.
—Eee, cumpa, tranqui, que sogaca se llevó el del portafolio. Es más, creo que se meó.
El otro levantó en forma intermitente la cabeza.
—No seas pelotudo, es del barrio, veo que la pasta te afecto el cerebro. Debajo del puente naranja con veinte mangos te compras algo de merca. Trapito caminó hacía el riachuelo. La noche se cerró detrás de ellos. Dos turistas corrieron por la calle y los timbales resonaban en una rutina casi animal. Las chapas acanaladas pintarrajeadas se acallaban. La luna alumbraba las aguas oscuras del riachuelo. El puente se dejaba ver…
—Eh, eh, puto… viejo —dijo el que estaba pitando.
—¿Y la merca? —pregunta Rati sin levantar la vista del piso.
El que estaba fumando da una larga calada y se apoyó contra el puente. Dice:
—¿Y la biyuya?
Trapito saca dos billetes.
—El de ventanas azules.
—¡Vamos! —dice Rati apurando los pasos.
La lluvia tempranera deja huellas y zanjones anegadizos. El Rati mete los pies en la zanja hasta el cuajo.
—¡La puta, qué mierda, esto! —vocifera.
Mimeógrafo #116
Enero 2023
Conventillo
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Alimara se acomoda en el vagón. Levanta la ventana de chapa hasta la mitad y estira una de las piernas. El cabello renegrido se mueve hacia el lado derecho de su cuerpo. Pasa la mano por la muñeca y siente los estigmas. La piel está colmada de viejas cicatrices. Escucha el sonido característico del guarda picando boletos.
—Señorita, ¿adónde se dirige? —preguntó el guarda acomodándose la gorra.
—A un pueblito de Chaco —exclama.
—¿Cuál? —dice el guarda sonriendo—. Soy de Roque Sáenz Peña —aclara.
—Charata. ¿Conoce a la familia Rivamontal?
—La verdad, no.
El guarda mira el boleto y camina hacia el fondo del pasillo.
Alimara es sacudida por un repentino zamarreo de la formación. El fuelle resopla. Dos pequeños corretearon hacia el vagón comedor. Unas líneas grumosas discurrieron por su muñeca. El polvo se cuela por las rendijas de la persiana de chapa. Ella siente, percibe los ojos de Baltes clavados en su nuca. Alimara instintivamente levanta los pies como si algo animal la asechara, lamiera sus viscerales instintos. Una señora estornuda a dos asientos detrás de ella. Alimara suspira. Sus pensamientos la llevan al patio del conventillo en un trajinar de voces y griterío. La mujer con la camiseta de Boca expulsa improperios.
—Eeeee vos, puta de cuarta —alardea.
—A mí, a mí, me habla bien, bien, gorda mal parida.
—Con mi mamá no te metá. Que está arriba, con los otros de Boca.
—Mira, prostituta, deja de arrodillarte en el puerto.
—Y vo, que te meté con mi vida, con mi boca hago lo que quierooo.
—Sí, pero no te metas con mi Juancho, a él cualquier carne le viene bien.
Alimara entreabrió los ojos. Sacó del bolso una revista: Gente, y hojeó la tapa y algo del interior. Se detuvo en una vieja noticia, sobre un tema que en un verano estuvo en boga: Rial y la niña Loli. Cabeceó en el asiento. Una película en blanco y negro de desplegó ante sus ojos: se encuentra entre dos mundos. Los estigmas y la forma de invocar a Rolando Baltes, al maligno. Se despabila y se le cae la revista de la mano. Un hombre de mediana edad se agacha y en un solo movimiento toma la revista desplegando una pequeña sonrisa. Alimara asiente.
—Me llamo Edmundo Erdosain —dice y le estira la mano.
Ella se adelanta y desliza los lánguidos dedos por la revista.
—Me haría un lugar señorita.
Ella se corre contra la ventanilla. El vestido por un segundo deja expuesta la entrepierna.
—Me decía.
—Soy un escritor.
Ella lleva hacia atrás la renegrida cabellera y acomoda el vestido.
—¿Sobre qué escribí?
—….
Ella adelanta la cara y lo interrumpe.
—¿Tiene algún libro que pueda mirar?
El hombre abre el portafolio de cuero y sustrae un libro, y estirando el brazo se lo acerca a la falda de la bella mujer.
Ella mira la tapa y despliega la solapa.
Alimara comienza a leer en voz alta...
El guarda grita: ¡Rosario!, y la formación disminuye la velocidad.
Ella se acomoda el vestido y se para. Camina por el pasillo.
—¿La acompaño?
Las palabras quedaron flotando en el acotado espacio.
Alimara se recluye en el baño. Saca de entre sus pechos un lápiz labial bermellón y deja que sus labios jugueteen con él en suaves roces. Camina hacia el vagón comedor y se acerca a la mesa que estaba libre. El aroma a medias lunas crepitantes invade. Levanta con suavidad la mano y el mozo se acerca.
—¿Qué se va a servir señorita?
—Una lágrima y medialunas.
El mozo enfila en dirección a la barra.
Alimara se cruza de piernas y mira hacia el fondo del vagón. La puerta de chapa comienza a abrirse.
—¡Te busqué como loco! —dice el hombre y corre la silla.
Ella no lo miró.
—Perdón, ¿cuándo le di tanta confianza?
—Disculpe, me tomé un atrevimiento que no me corresponde, parezco un tonto, es que no me va a creer. Igual se lo digo. —Hace una pausa, duda—, no sé si estoy hablando de más.
Ella levanta la cara mirándolo a los ojos.
—Creo, o estoy seguro…
Las miradas se cruzaron. El mozo interrumpe el pequeño idilio. El café recorre los escondrijos con su aroma y las pequeñas luces en el techo abovedado chisporrotearon para culminar dando una luz blanca.
—¿Puedo tutearla?
—Sí.
Saca del portafolio un libro de poesía y recita.
—Es verdad que es suyo… o me está, me estas…
La interrumpe.
—Si empezamos así morocha.
Alimara se ríe con ganas.
Edmundo Erdosain guarda el libro en el portafolio de cuero y toma otro pequeño de tapas blancas y lee. El guarda grita: —Santa Fe—, desde el otro lado del vagón. Edmundo Erdosain estira un brazo y bosteza. Alimara se restriega la cara.
—Buen día, ¿dormiste bien? —dice Edmundo Erdosain.
Ella asiente con poco oficio.
Unos lúgubres haces de luz se cuelan por las rendijas de la persiana de chapa.
Ella acomodándose el pelo se levanta.
—Permiso —susurra.
Edmundo Erdosain se hace pequeño en el asiento.
Alimara pasa sus entalladas piernas por las rodillas de Erdosain, que se le pone la piel de gallina. Le acaricia la cadera y un mechón de la profusa cabellera se le enreda en la mano derecha. Ella lleva hacia atrás la cabeza y se deja transportar. Toma con firmeza el rostro de Erdosain, apoya sus labios y baja la mano hasta la entrepierna. El miembro se comprimió en la tela del pantalón. Los dedos lánguidos de ella recorren en forma fantasmagórica el glande y él comenzó a eyacular por la estrechez de la tela, en pequeños espasmos. A Alimara los pezones se le endurecen. Edmundo estira la mano y le acaricia los pechos. Ella lo tomó de la mano y caminan al pequeño baño del tercer vagón. Un espejo oval es testigo de la pasión. Alimara se acaricia la vulva y Edmundo Erdosain hunde su miembro entre goces y fricción. Ella a medio vestir se higieniza en el pequeño lavado.
Mimeógrafo #117
Febrero 2023
La pava bullía
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
Baltes puso la pava en el fuego y buscó una hoja que comenzó a rodar por el carro. Escribió:
“Alimara meneo la cadera y su cola erecta deambuló por el salón. El marinero hundió la mirada en los pechos; ella poniendo las manos debajo del corpiño los levantó al límite de aflorar los pezones por el borde de seda negro. El marinero le pasó la mano por la cola y comenzó a subir la escalera… Ella le desprendió el pantalón y hundió la boca en el miembro del marinero, este se retorcía de placer. Ella llevó la larga cabellera hacia atrás y con la punta de la lengua dejo que el hombre acabara en forma precoz. El marinero la sacudió contra las sábanas y la penetró en diferentes posiciones… dejó tres billetes en la mesa de luz y bajó la escalera acomodándose la ropa.”
La pava bullía y expulsaba bocanadas de vapor blanco por la boquilla.
Rolando Baltes se levantó de la apoltronada silla y giró la perilla blanca con tres puntos rojos. Tomó el mate de calabaza y lo sacudió apoyando la palma de la mano en el extremo abierto. De la alacena agarró el paquete de yerba Unión, con suavidad dejo volcar el contenido sobre uno de los laterales del recipiente. La bombilla hundida sobre el otro lateral dejo ver el pequeño escudo azul y oro debajo de la boquilla. El agua con su clamor fue hinchando los palos y dando cuerpo al polvillo de la yerba. Apoyó la boca y succionó.
—Amargo —dijo.
Buscó un libro de la improvisada biblioteca, armada con cuatro cajones de manzana y leyó:
«Tableau de Iínconstance des mauvais anges el des démons, en el que trata sobre todo del aquelarre de las brujas y de la licantropía, lo cual como es sabido, no es más ni menos que el poder sobrehumano que poseen el brujo o la bruja para convertirse mediante la ayuda de ciertos ungüentos y brebajes en lobo o loba, con el único fin de aterrorizar a la comarca. Se quedó pensativo y miró algunas hojas sueltas. Había un demonio que era temido por las mujeres que daban a luz, así como por las madres lactantes. Se trataba de Lamashtu, a quien los amuletos presentaban como un monstruo con torso de mujer y cabeza y garras de león en actitud de amamantar a dos cachorros, mientras duraba el parto, Lamashtu trataba por todos los medios de apoderarse de la vida de la mujer. Más tarde, en la época de lactancia del niño, intentaba vaciar los senos o producía grieta en los pezones o cualquier otro mal».
Deja el libro y camina por las cuatro paredes de chapa, comienza a mirar por la pequeña ventana que da al patio. Entrecierra los ojos y hace fuerza con los párpados. Un niño de edad pequeña intenta jugar al dinenti, con poca suerte las pequeñas piedras se escapan de la palma de la mano y en un movimiento torpe golpea su cabeza contra una de las macetas.
Baltes sonríe y se ceba otro mate.
Un griterío interrumpe la siesta, dos mujeres robustas discuten acaloradamente.
—¡Ehhh, come gato, gorda bofe!
—Que boqueas, come mierda, no te dije, no te dije, que este lugar del patio es mío.
—Callate chiruza, que te poné la gorra ahora, eh ahora.
—Y se me la pongo y queee, me lo va a impedí vo, y cuanto má.
Se escuchó un estruendo y la mujer pelirroja con los brazos tatuados, le propinó una bofetada a la morocha rechoncha con el pelo hasta la cintura.
Rolando Baltes desde la ventana se ríe con todas las ganas.
Da vuelta la perilla blanca con los tres puntos rojos y prende un cerillo, el fuego azulino abarca la circunferencia de la hornalla con destellos y lengüetazos anaranjados. Apoya la pava y toma otro de los libros de la improvisada biblioteca y lee: Todos los fuegos el fuego. Autopista del sur:
«Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque el ingeniero del Peugeot 404 le daba lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha el bip de la radio mediaran otra cosa, fuera del tiempo de los que han hecho la estupidez de regresar a París por la autopista del sur un domingo a la tarde y, apenas salidos de Fontainebleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse seis filas a los lados…»
La pava bullía bailoteando por la boquilla. Baltes apagó la hornalla. Dio unas vueltas en el vano de la tarde bajando por la destartalada escalera que lo transportó al corazón del patio. Una cumbia de Los Palmeras se escuchó en la lejanía. Caminó por la empedrada calle sobre las orillas del riachuelo, comenzó a sentir un insoportable olor a naranjas, su cabeza se estrujaba como el cuero de un potro. Le latían las sienes y vio a pocos pasos a la mujer regordeta de cabellos negros, tiznados y ensortijados. A él se le encresparon los cortos cabellos de la nuca y sintió un deseo enfermizo de poseerla, como alguna vez fueron poseídos sus antepasados por el maligno o mal lucido, miró fijamente el tatuaje que cruzaba por encima de los pechos de una indefinida redondez e intento descifrarlo…la mujer movía las caderas como timbales y se perdió en la calle Olavarría. Él, caminó por la calle Palos, hasta la intersección de la calle Suarez y vio a un grupo de vecinos que bailaban al compás de frenéticos tamboriles…
Se sustrajo en un poema:
«Bañar de ocasos el horizonte falsear tu nombre. Arropar la farola de mustios velones. La luz produce chinescas sombras en tu eterno rostro. El puente de Alsina Ilumina la noche denegada de borracheras y cumbias. El chaperío achaparrado bosteza en las aguas somnolientas Y tres luciérnagas cruzan la desazón. Un tranvía lustra las azoradas vías y dos mujeres cruzan el empedrado hacia el bar la Perla».
Se quedó mirando un punto fijo, a una mujer que con un ritmo peculiar, movía las finísimas y alargadas piernas, pensó inmediatamente en Alimara.
Mimeógrafo #118
Marzo 2023
Pituto
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
La formación se detuvo en la estación San Cristóbal; Alimara se acurrucó en el asiento y Edmundo Erdosain salió a estirar las piernas. Al caminar por el andén se sintió invadido por vendedores ambulantes, compró queso y salame. En la aletargada galería el guarda movió la lámpara que pendía de su diestra y tocó dos cortos silbatos. Edmundo se apresuró a subir al estribo.
—¿Dónde estabas? Me quedé dormida.
—En el andén. Te traje… —desplegó la bolsa improvisada, el aroma a salame invadió el vagón, ella relamió su labio inferior.
—¡Qué rico y queso casero!
—Sí, ¿vamos al comedor y nos armamos una picada?
—Bien —contestó Alimara y se acomodó el escote.
Los vagones se abrieron paso.
Ella lo tomó de la mano y suspiró. Se detuvo en seco, y su rostro se desencajo. Le apretó tan fuerte los dedos que Edmundo Erdosain los retiró de cuajo.
—¿Qué te pasa, mujer, te volviste loca?
Ella no contestó.
Sus muñecas comenzaron a chorrear sangre…
—Lleguemos al comedor… ¡por Dios!
Sacó un pañuelo y le rodeó las muñecas, apresuró los pasos. Ella pálida llegó al comedor y se desplomó en el primer asiento.
—¿¡Otra vez esto!? —exclamó.
Él no supo qué contestar.
—Por qué crees que estoy en este tren, en medio de la nada, con alguien que no conozco.
—Mirándolo de ese lado pienso que tenés razón, no sabes casi nada de mí, te quiero ayudar, si puedes decirme desde un principio lo que está pasando, juntos, podemos resolver o reparar algo.
—Veo tu bondad, mejor dejemos eso para más adelante…
—Mozo, dos cafés —dijo Edmundo Erdosain, tratando de salir de ese momento incómodo.
Ella empezó a temblar y dos clavos oxidados fueron expulsados, entre estertores, por la boca. Un hilo grueso de sangre discurrió hasta el canto de la mesa.
—¡Mujer!, ¿qué es eso que te salió por la boca? ¡Por Dios!
—Ella, intentó limpiarse los labios con varias servilletas y tomó un trago doliente de café.
—Y esos estigmas, ¿de dónde vienen?
—Te podría mentir diciendo desde mi interior —tosió—, en realidad pensé que podía escapar… alejarme de ellos. Al principio creía que mi cuerpo generaba los estigmas, el primero en llevarlo fue Francisco de Asís. ¿Sabías? —descansó un instante—. Rolando Baltes mi… ex pareja… tiene el mal adentro, parece que eso le viene de muchas castas, puede ser desde los principios —se aquedó pensativa… Asirios... —dijo.
—Me dejas con lo boca abierta, yo que me jacto de dominar el idioma… y no puedo en este momento articular dos palabras.
Ella bebió otro trago.
Baltes, hace un instante, hurgueteaba entre sus manos un pedazo de arcilla, la moldeó a imagen de una mujer, e introdujo por la boca dos clavos pequeños a simple vista oxidados. Sintió como en vagas imágenes a Alimara.
Volvió a releer el libro Historia del Satanismo:
«Entre los Babilónicos, Anu es posteriormente sustituido por Marduck, quien en la genealogía divina es nieto de Anu. En Asiria, Anu es sustituido por Assur. No se encuentra una relación que pudiera dar origen al nacimiento de los siete dioses malos y a los demonios, los cuales no solo atacan a los hombres, sino también a los dioses”. Ellos (los israelitas) no ofrecerán más sus sacrificios a los se’irim, los espíritus del macho cabrío, con los cuales se prostituye. Aparecen en el Levítico: El desierto se había convertido en refugio de todo pecado, morada del mal, que en el Levítico se identifica con la figura de Azazel. El nombre del demonio Belial no se cita en el Antiguo testamento, pero aparece en algunos textos religiosos del siglo II antes de Cristo, el libro de los jubileos y de los Testamentos de los Patriarcas. En Enoch, uno de los libros apócrifos, se hace mención de Samyaza o Semiazas, Capitán de los espíritus caídos. A su estado mayor pertenece Azazel. Por tanto puede identificarse con el propio Satán».
Caminó dentro del cuarto minúsculo del conventillo, una rata chilló desde el entretecho y se dejó ver por los agujeros del cartón prensado. Baltes lanzó una puteada al aire. Se pasó la mano tosca por la cara. Un viento repentino se coló por las rendijas del alfeizar y una sombra se arrastró del otro lado del vidrio. Aplastó con la punta de la escoba y destripó con un viejo tenedor oxidado una cucaracha. Tomó una de las hojas junto al cajón de manzanas y la puso en el carro, se dejó llevar por el sonido de las teclas y escribió:
“Alimara bajo la inútil escalera y caminando salió a tomar el fresco de la calle empedrada. —El último marinero sí que estaba caliente —se dijo y dejo correr una larga y triste risotada. Dos chicos pequeños pasaron a prisa hacia la calle Araoz de la Madrid y el más bajo la miró a los ojos. Ella se quedó paralizada y vio en la mirada del niño, reflejado en el iris, a Rolando Baltes, le dio escalofríos. Caminó por la calle Palos hasta Pinzón, se detuvo a la media cuadra y golpeó las manos con prontitud. Levantó la cabeza y en el segundo piso con balcón al frente, entre malvones, un rostro amigable se dejó ver y oír. Sube mujer, hacía días que te esperaba. Ella taconeó entre harapientos escalones. ¿Todavía sigues en esta pocilga? Se encogió de hombros. Alimara dio un medio giro en la diminuta habitación y comenzó a sentir, percibir un aroma a naranjas que se le impregno en las fosas nasales. Cayó en un sueño aletargado, los párpados le pesaban el triple, no podía bajo ningún concepto abrirlos. En el sueño vio su propia muerte, como si ella estuviera suspendida en el techo de la habitación, donde a cajón abierto la velaban entre mustios y desgranados malvones. Ella tenía un pituto de tres centímetros de largo clavado en su cien. Una vez había escuchado una historia sobre un asesino serial que mata niños, y a uno de ellos le hundió un trozo oxidado de metal, por puro placer, en la sien derecha. Trató en vano despertarse, el sueño se había transformada en algo insoportable, viscoso, aletargado donde ella ya no encajaba. Hasta quiso abrir y cerrar las manos entre dormida y buscar el pituto en la sien derecha, ya sin suerte su corazón se detuvo. Tomó una bocanada de aire y abrió los ojos famélicos… sin más se recostó sobre el piso y movió las piernas. Con la mano hábil tanteó un trozo de azulejo rotó a pocos centímetros de su cuerpo, esperó que el hombre cumpla con sus instintos y cuando sintió que el joven estaba a punto de acabar; ella sonrió y en un movimiento animal ensartó el trozo de azulejo en la sien del ahora moribundo que a borbotones expulsaba una sanguinolenta y grumosa línea que discurría hasta el piso. Pasó la mano extendida en actitud de limpiarse los dedos en la camisa del occiso y un resplandor se aposento en el rabillo del ojo. Dejo que su larga y plumosa cabellera se asentara en sus caderas y sin mediar palabra acomodándose la diminuta bombacha roja se levantó dejando bambolear los pechos con los pezones erectos. Una sonrisa se desplegó por la comisura de sus labios”.
Baltes hizo girar el carro y la sacó. Prendió un cigarrillo de los que venden en el quiosco, sueltos. El humo en volutas giraba en su rostro, unas arrugas lo surcaban y dejaban expuesta una vieja cicatriz en el pómulo derecho hecha a navaja. Un gato anaranjado con líneas blanquecinas se descolgó por el alfeizar de la ventana, ronroneó y pasó su cola por la rodilla del hombre detrás de la máquina de escribir. Éste estiró la mano y lo acarició. Levantándose algo entumecido abrió el cajón de madera del ruinoso bajo mesada, y se vio reflejado en la única ventana. Agarró la cuchilla con mango de plástico blanco y la movió con una velocidad tal que cercenó una parte la cola del animal. Sin prestar interés tomó el libro de la mesa y comenzó a leer: «La voz se enronquece hasta desaparecer; el enfermo experimenta ahogos y echa espuma por la boca; sus dientes chocan entre sí, sus manos se retuercen y sus ojos giran, pierde el conocimiento y, a veces, arroja excrementos por el ano. En algunos, el ataque incide sobre el lado derecho o el lado izquierdo; en otros, se generaliza a todo cuerpo. Dio vuelta la página y continuó leyendo: El milagro de Cristo sería, no ya expulsar al espíritu impuro, sino más bien el hecho de impedir que se metiera otra vez en el cuerpo. Y, evidentemente, la causa de este mal sería el Mal en persona: el demonio. Está escrito en el Deuteronomio (VI, 13-15).Teme al Eterno, tu Dios, sírvele a Él y jura por sus nombre. No vayas en busca de otros Dioses, de los muchos que habrá en vuestro alrededor. Porque es un Dios celoso, el Eterno, tu Dios». Insufló los pulmones y dio una pitada endemoniada al cigarrillo o lo que aquedaba de él, se mojó el dedo índice con saliva y dio vuelta la hoja, leyó: Satán sentía especial predilección en seducir a quienes se distinguían especialmente por su celo religioso. No se ven, en efecto, estos intentos de tentación hacia personas carentes de fe y religiosidad. La defensa contra tales ataques se manifiesta de formas muy diversas. La cruz es sin dudadas la más poderosa de las protecciones, a las que siguen la invocación del nombre de Dios y de la Santísima Virgen. Oraciones, aspersiones con agua bendita, el incienso quemado y otros. Más peregrinos eran el diente de ajo, se desconoce el origen de su problemática influencia protectora, si bien se sabe que en Egipto era una planta sagrada. El demonio penetraría por un orificio del cuerpo. Y de la misma forma solo podría abandonar el cuerpo saliendo por un orificio. Generalmente se trata de la boca, tal vez por ser la cavidad que más se presta a la observación. San Gregorio habla de cierto demonio que entró en el cuerpo de una monja…»
Baltes escuchó pasos en los ruinosos escalones y cerró el libro. Algo le molestaba, le daba vueltas en la cabeza, lo rumiaba a fuego lento. No sabía expresar qué, podía ser la lejanía, un lugar donde él no podía hostigarla. Ni tenía la más remota idea de su paradero. Escuchó un golpe en la puerta de chapa. Se acomodó la camisa dentro del pantalón.
—Sí —preguntó.
Una cara joven estiró el cuello…
—Señor viene la yuta por una razia, si tiene droga, tírela.
—Gracias —farfulló.
Rolando Baltes sacó los libros de los cajones de manzana, y los dio vuelta. En la base tenía unas bolsitas de marihuana adosada. Se apresuró a tomarlas y verter el contenido en el agujero negro del piso mugriento de portland que oficiaba de letrina. Se volvió a sentar a la máquina, pero antes acomodó con obsesión de orfebre sus libros. Las teclas comenzaron a resonar:
“Alimara caminó entre la gente como si no existiera… un obsoleto sentimiento de culpa la acongojaba se adueñaba de ella en un rictus animal al punto de llevarla a la locura. Comenzó a ver espectros, animas vagando sin rostro, solo con un dedo acusador que le apuntaba a su tercer ojo. En la frente, justo en la juntura de las cejas, se tocó la cara para comprobar si tenía un viso de realidad; desorientada retiró la mano y se la pasó por la barbilla en un gesto de profundo pensamiento y, se dejó llevar por sus pasos”.
Baltes dejó la máquina de escribir y abrió la pequeña y desvencijada heladera en busca de una cerveza. La yuta irrumpió en el patio. Se escucharon portazos, pasos, que repiquetearon en el gastado suelo. Baltes percibió sonidos a botas que rechinaban los escalones. Un oficial vestido con un impecable uniforme azul, abrió con fuerza la endeble puerta.
—¡Contra la pared y abra las piernas! —vociferó.
Rolando Baltes dejó que lo cachearan. Revisaron, sin emitir sonido.
—Se puede sentar.
—¿Busco merca, pasta base, marihuana? —dijo el oficial.
—Pierde el tiempo, no consumo.
— ¿Y, esa ropa de mujer?
—De mi pareja —miró en dirección a la puerta—, hace meses que se fue, en realidad tendría que tirar todo eso… pensándolo bien, lo voy a hacer ahora mismo.
El oficial fue derecho a los libros y movió el cajón de manzana. Puso cara circunspecta y caminó hacia el camastro mal oliente, dio vuelta el colchón y un vaho le penetro las fosa nasal. Miró el baño desde afuera y levantando la cabeza dijo:
—Está limpio, no encontré nada. ¿A qué se dedica?
—Escribo…
—¿Qué escribe?
—Novelas.
—¿Policiales?
—No.
El aire se cortaba a cuchillo, el oficial comenzó a bajar la escalera… el patio estaba despoblado.
Mimeógrafo #119
Abril 2023
Migas de pan
Carlos Segovia Monti
(Argentina)
¡Chorotis! —gritó el guarda. Alimara se paró en el vagón comedor y caminó hacia el fuelle. Edmundo Erdosain la siguió de cerca.
Descendieron con las primeras luces de la mañana. Un terraplén de pastos altivos y más allá campo, todo era campo. Ella miró la formación y suspiró.
Edmundo Erdosain dialogó con el guarda:
—¿Tenemos tiempo para tomar un café?
—Sí, quince minutos —dijo y se acomodó la gorra.
—Ven mujer —farfulló estirando la mano.
Ella adelantó un paso.
La pequeña estación de estilo Inglés todavía conserva la dignidad de otras épocas, techo a dos aguas, cenefas y bancos con pequeños blasones de hierro. Una mini confitería en su interior donde se podía percibir el aroma a pinotea. Un café tirado desde la máquina a vapor imprimía un aroma exquisito. Ella se acomodó la falda y se sentó. Él hizo un gesto de reverencia. Las miradas se cruzaron. Discurrió la mano por sobre la diminuta mesa y los dedos se entrelazaron. Sin más recitó un pasaje de Macbeth: “Lo que a ellos les ha embriagado a mí me presta osadía; lo que les ha dominado, a mí me anima… ¡Eh, silencio! Es el Búho, que con su graznido da la sensación que da el carcelero con su visita nocturna a los condenados.” Ella intentó deslizar una palabra y quedó muda contemplándolo. Él se regodeó con la mirada. El guarda dio aviso de partir…
Subieron, los mínimos roces le producían piel de gallina. Ella llevó para atrás su renegrida cabellera. Él tomo la libreta de apuntes y escribió: “Una flor entre muchas flores, que resplandece en una tarde callada, se inclina ante la cegada luz, enmudece ante la mirada”.
Alimara se acomoda en su asiento y Edmundo Erdosain corrige el poema. Toma de su portafolio de cuero un libro y comienza a leer:
“Además, aquel niño huía de los espejos porque temía que ellos conocieran el verdadero rostro de mi alma, soberbia, defensiva y aterrada. En el dormitorio había un gran espejo de tres lunas en un armario hamburgués. Debían cubrirlo con tela para que pudiese conciliar el sueño (Sí, entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo). Los espejos son insomnes y fatales. Fueron creados por Dios, junto con los sueños, para recordarnos que solo somos espejo y vanidad: por eso nos alarman”.
El libro se le cayó de la mano, cabeceó y se quedó dormido. Alimara caviló entre sus pensamientos y entrecerró los parpados, al despertar, jugueteó con unas migas de pan que tenía guardadas desde el desayuno y comenzó a moldear un esbozo de cuerpo con rostro y clavó un mondadientes en el pecho de la diminuta figura. Rolando Baltes en el conventillo comenzó a retorcerse en la silla. El dolor en el pecho era insoportable, ardía como lenguas de fuego. Las oleadas eran imposibles de sobrellevar y se desvaneció sobre la mesa; su brazo derecho golpeó el teclado. Alimara estrechó sus labios con premura en la boca de Edmundo Erdosain que estirándose la rodeó con los brazos.
—Hola, que forma tan maravillosa de despertarme —dijo Edmundo Erdosain.
Ella hurgueteó la pestaña que se le incrustó en el ojo y sonrió.