San Juan Salvamento

Al poco tiempo Fátima quedó embarazada, aumentando la infinita alegría de los ocupantes de la finca. Largas charlas con la tía y tejer batitas con dos agujas soñando con el nombre del bebé o la beba. Algunas comadronas del pueblo la pasaban a saludar y vaticinaban, evaluando el contorno de la panza de Fátima, si sería varón o mujer[...]

OBRAS

Carlos Segovia Monti (Argentina)

3/28/2024

Mimeógrafo #122
Julio 2023

Introducción

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

Muchas historias se han escrito alrededor de este faro contadas de boca en boca a veces hasta susurradas por piratas, corsarios, bucaneros y gente común. Pueblerinos de las pocas tabernas que habitaban en los confines de la tierra donde los ingleses, dominadores de los siete mares se confundían con barcos balleneros. En esa época el coraje, la fiereza y, el andar solo con lo puesto, eran signo de distinción entre gente embrutecida de pocas palabras y gestos austeros. El clima hostil. Fríos extremos donde se congelaban las venas y la respiración se solidificaba. Un panorama fantasmal, exultantemente blanco como el alma en pena de cientos de naufragios. Una primavera que traía alivio a las coléricas almas de esos hombres curtidos por el resplandor y los vientos endemoniados, incesantes, encaprichados en sacar lo peor del ser humano: sus más bajos instintos. El encierro, el aislamiento habían dinamitado la confianza, el raciocinio, la camaradería. Se había adueñado de la ponzoña, las intrigas; el observar por horas la flama de un viejo candil. Encontrar en una sombra fieras que venían de las entrañas de la tierra; y en otros casos, objetos inanimados que se transformaban en parlantes adueñándose del paisaje. El fondo del mar con sus secretos, sus barcos hundidos por piratas o las inclemencias del tiempo. Tifones, maremotos; olas como montañas de piedras se estrellaban sobre las frágiles embarcaciones de madera y tiento. Rudolf: robusto y trigueño, con un amplio bigote y faja a la cintura. Pantalones amplios, camisa roída y botas al estilo militar cosaco. Vino hace años en barco de su Rusia natal, escapando de deudas de juegos y una muerte. Velázquez: bandeirante portugués, supo traficar esclavos africanos, y con la sed de oro y plata se trasladó a tierras sureñas. Fortachón con una cicatriz que surca su rostro de peleas a cuchillo y coraje. Luchiano: un viejo carabinero, había nacido en un pequeño poblado italiano del Piamonte muy cerca de Suiza; conocedor incansable de las rutas marítimas, recaló en unos de sus viajes en Ushuaia por motivo de un naufragio del bergantín “Sonniolo”, con ciento veinte almas a bordo, sufriendo las inclemencias del tiempo, tifones y aguas a punto de congelarse. Esa madrugada de 1891 fría y oscura como la noche misma, navegó por el pasaje de Drake o mar de Hoces. Anselmo: pueblerino nacido y criado donde el viento modifica los caracteres, conocía los recovecos de la isla como ninguno. Viejo pescador de centollas en las playas atiborradas de caracoles y restos de navíos. Seducido por el faro, en varias oportunidades de soledad y aislamiento juró en vano abandonarlo. Había una voz interior que frenaba sus impulsos y lo encadenaba, aprisionaba a esa luz, a esa fastuosidad casi irreal. Prefecto Ramírez, enviado desde Buenos Aires, para la custodia, encargado del instrumental y manejo del faro. Hombre de armas tomar con un carácter tortuoso y un caminar mal llevado. Prefecto Anchorena: hombre que proviene de una familia de la alta sociedad de Buenos Aires con aires de superioridad y altanería se ganó el puesto en ese lugar olvidado en los confines de la tierra.

Mimeógrafo #123
Agosto 2023

Capítulo 1

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

1

Varios meses de invierno y destemplanza habían socavado el carácter de algunos de los hombres hasta el punto de la locura. Uno de ellos, Velázquez, perjuraba haber visto un ánima en pena. Le hablaba en sucesivas noches de ronda, hasta podía describirla, casi tocarla y recorrer su rostro con la mano extendida. Sería, por deducción de los otros, unas de las tantas mujeres que sucumbieron a los naufragios y, sus cuerpos yacen dentro del mar helado en una tumba despoblada de recuerdos.

—¡Sí, ya sé, ustedes no me creen!, pero muchas noches me despierto jadeando como si ella estuviera recostada a mi lado en el catre con su tez de un blanco mortecino. Una cabellera roja igual a la sangre. Unos ojos verdes a semejanza de las más preciosas esmeraldas.

—Queda en silencio en un rincón sombrío —arguyó Velázquez.

Lo interrumpe Rudolf.

—¿Me creerán loco? en mis rondas cuando camino por el ala norte junto a la restinga, contando unos ciento veinticuatro pasos con el sol en el poniente, escucho una voz de un hombre maduro qué desde la nada, me incita a matar al prefecto Ramírez. En algunas oportunidades me despierto en las madrugadas con una sudoración impropia para el clima hostil, con una daga en mi mano mirando el catre del prefecto.

—¡Sí me pareció una actitud bastante extraña! en algunas noches de insomnio, sentir unos ojos clavados en mi nuca —aseveró el prefecto.

—Ya que estamos en una cuestión de deschave —aclara Anselmo—: saben que me crié muy cerca de este faro. En mis cuarenta y siete años de vida he escuchado miles de versiones. De gente que ha visto desde un fantasma, hasta un barco entero. Que han oído ruidos de cadenas y horrendos lamentos. Hace ya unos tres años que ando confinado en el faro. Y hasta que puse un pie en el mismo no creía en nada, ni en nadie. No sé si cayeron en cuenta, que nunca tomo la guardia de las tres de la madrugada. En los primeros años me daba lo mismo. Cualquier hora del día. Hasta que en una guardia, a las afuera del faro, empecé a ver ánimas vagando, como espectros sin ojos, solo una larga cabellera y vestidos muy claros. Soy una persona que se jacta de no tener por ningún motivo miedo. Pero esa noche me aterré. Mis piernas comenzaron a temblar. Unas de esas figuras cadavéricas me rozó el brazo. Un frío me carcomió los huesos. Nunca lo conté a nadie por miedo a las burlas, pero veo que estamos medio hermanados por el faro.

—He visto sombras en las ventanas que me miran a los ojos y me siguen hasta mi catre. En Italia nos aferramos al rosario. Traje uno desde el Piamonte y sigo con mi fe intacta —acota Luchiano.

El faro fue tomando el cuerpo y el corazón de esos hombres. Sus pensamientos comenzaron a turbarse, retorcerse, implicarse de un modo macabro. Se metió por sus venas junto con los espectros y las ánimas. Los hielos comenzaron a derretirse y varios ríos desembocaban en el faro. Inundando el estuario. Las rondas tornaron con los pies metidos en el agua. Los fantasmas de los naufragios se pegoteaban en el rostro. Rudolf caminaba por el ala sur y sus pies mojados le pesaban el triple. No podía bajo ningún concepto apurar el paso, se sentía tranquilo, la brisa mañanera imbricaba su rostro. Miraba atentamente una formación de gaviotas, hasta que volvió a escuchar una voz más fuerte que la anterior. “Que entre al faro y mate a todos sus compañeros”. Ese fue su último momento en la isla. Ya no quiso entrar. Se despidió de lejos de sus compañeros y saltó al vacío. Después de varios días y una búsqueda incesante, apareció en el ala norte, un cuerpo hinchado y morado. Sin vida con una mirada aterradora envuelto en un velo blanco. El prefecto Ramírez ya no podía seguir en la isla, lo había tocado internamente el suicidio de Rudolf. Varias semanas en un barco, soportando tormentas y el mal del mar: vómitos y dolores interminables de cabeza. Se alegró cuando sus pies se depositaron en el puerto de Buenos Aires. Su mujer e hija lo esperaban con lágrimas en los ojos. Subieron a un carruaje tirado por dos percherones y recorrieron las calles abovedadas de adoquines que producían sonidos huecos en las pezuñas.

—¡Por fin! —dijo el prefecto. Estoy en casa. La protección de mi familia, me borrará los malos recuerdos de la isla.

Acomodó la valija de cuero en su dormitorio, besó a su mujer y se aprontó a dormir. En la noche, los fantasmas y las ánimas comenzaron a rondar. Como si el faro estuviera pegado a su cuerpo. Sentía sus pies mojados por las rondas, y el viento en su rostro. El frío metiéndose en sus huesos “ya no era el mismo”, el faro lo había poseído. Como a Rudolf, las noches se hacían interminables, veía una y otra vez la imagen del gran ruso saltando al vacío, llevándolo con él. Solo la voz cálida de su hija lo volvía a la realidad y, entonces rompía en llanto.

Mimeógrafo #124
Septiembre 2023

Capítulo 2

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

2

En la isla las actividades continuaban con menos integrantes, habiendo distribuido las tareas, recargadas con las rondas. El aislamiento era más llevadero. El incipiente verano traía mejores condiciones para el cuerpo y el espíritu. El sol bañaba las costas y, el deshielo era imponente como si la Antártida sucumbiera a sus pies. Únicamente Anselmo se aventuraba a las heladas y mortecinas aguas. Las enfrentaba con un kayak esquimal de piel de foca con el cual perseguía y arponeaba a lobos marinos; acopiando carne y grasa para soportar el próximo invierno. Al volver a la restinga su tarea era destripar minuciosamente cada parte (con un cuchillo afilado con mango de alce), como un cirujano. Y Luchiano lo ayudaba con la faena. Un río de sangre y tripas recorría el suelo pedregoso vertiendo esa masa amorfa en el profundo mar tiñéndolo de bermellón. El olor a sal y yodo se mezclaba con el agrio y petulante triperío. Una tarde soleada con vientos suaves y mareas bajas era el momento propicio para seguir arponeando y obtener comida; que era almacenada para los inviernos interminables, abominables y desoladores. Anselmo, vestido a puro coraje remaba incansablemente en el kayak. Se había vuelto diestro con el arpón, mientras navegaba con la consistencia de su brazo izquierdo. Icebergs interrumpían su derrotero. Decidió rodearlos. Observaba las formaciones azulinas talladas a caprichos del viento que se perdían en la continuidad de las cristalinas aguas. Estaba absorto en esos menesteres cuando una imagen humanoide se elevó desde lo más profundo de las aguas. Transformó su rostro en pavor. Uno, de los cientos de naufragios, había traído por medio de las corrientes una figura totalmente deformada, hinchada, con la cara comida por los peces como salida del purgatorio. Tal golpe visual hizo tambalear su frágil embarcación al punto de perder el único remo que poseía. Encontrándose a la deriva. El viento comenzó a levantarse y era hora de volver en dirección contraria a su curso. No podía girar la embarcación. Comenzó a remar con sus manos y, a cada remada dolía como si metiera su brazo entre cientos de alfileres. El mar, ya lejos del faro, se había transformado en una fuente con miles de cubitos. Los vientos arrizaban y el kayak aumentaba sus nudos de navegación minuto a minuto. Las manos eran dos bolas moradas. Las sacó de entre las gélidas aguas y dejó que el derrotero haga su curso. La Antártida estaba, cada vez, más cerca. Perdió el conocimiento. Las pocas almas que quedaban en pie en el faro se desconsolaron. Velázquez no podía salir de su asombro. Era como si el faro, tomara un carácter diabólico en toda persona que trataba de pernoctar en él.

Hablaba con el prefecto Anchorena, de lo sucedido.

—¿Vio prefecto?, nuestro faro de la salvación se ha transformado en condena. No puedo sacar de mis retinas el momento en que Rudolf saltó al vacío entre las restingas. Y ahora lo perdimos a Anselmo, el único que se aventuraba en esas gélidas aguas por sus años de pescador de centolla. Prefiero morirme de hambre antes de poner un pie en esas aguas escalofriantes —arguyó.

—Sí, pero no se olvide que el pobre Anselmo nos proveyó de alimentos para todo el invierno. Estando en la estación más benévola, podemos caminar la costa, pescar desde las piedras y racionar los víveres. Además, solo quedamos tres integrantes.

—Quiere decir que si no mandan más gente de Buenos Aires, igual podemos resistir el próximo invierno —acotó.

En el sótano del faro trataron de ir acomodando los víveres. Tenían varias bolsas de papas y carne en forma de charqui colgada de alambres en gruesas tiras. En unas bateas grasa de lobos marinos. Serviría para prender los candiles en las frías y desoladas noches. Frijoles en lata, leche condensada y café en bolsas de arpillera. Estaban ya desprovistos de las verduras y frutas que había dejado un barco, meses atrás, por medio de cajones cuando los vientos eran favorables a la restinga. Pero quedaban: un cajón de whisky y otro de ron, tabaco para mascar y armar cigarrillos con papelillos franceses. Una colección de pipas. Varios cajones medianos con nueces y avellanas. Quince bolsas de harina con gorgojos. Y unos cuantos chacinados que había dejado el prefecto Ramírez, y quesos de cabra. En una buena época hasta habían tenido leche en diez tarros de metal. En el piso superior, una mesa de madera con patas talladas rectangulares para seis integrantes: con sus sillas con respaldo de esterilla. Juegos de dados de marfil y cartas españolas. Un ajedrez hecho a mano, tallado con huesos de costillas de ballenas. En el piso intermedio, armado en madera de pinotea, seis catres, apilados de a tres enfrentados con un vista privilegiada. Las grandes formaciones de piedra y la Antártida como horizonte. Icebergs flotando, encaprichados con los vientos, y las mareas en una danza dantesca. Una sinfonía de actores desplegando su papel.

Mimeógrafo #125
Octubre 2023

Capítulo 3

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

3

En Buenos Aires el prefecto Ramírez estaba enclavado en el seno familiar, transformado, trastocada su vida al seguir en comunión con el faro. Las imágenes se le aparecían a altas horas de la noche. Se despertaba jadeando con el terror en el rostro. Sentía una mano fría que lo llevaba a las profundidades del mar. Y, estando inmerso en él: observaba el final de los icebergs que dejan descubrir formas minúsculas, partículas suspendidas. Sentía el aroma salino y agrio del cangrejal. Hablaba con Velásquez —como en entre sueños —, y ya no sabía si la que está acostada a su lado era su mujer o, una de las tantas ánimas con rostro sin vida, osadamente blanca, con cabellos largos y vestido deshilachado.

Largas caminatas por el pedregal junto a la restinga pescando con líneas de mano y gruesos anzuelos. Cortando en tiras carne de foca y sacando cantidad de peces hambrientos y coloridos. Se había establecido una improbable amistad entre Luchiano y Velázquez. Mezcla de sorna y desparpajo. Los unía “la observación de las ánimas” y hablaban acaloradamente de ello. Las describían con sumo detalle y coincidían en un olor extraño que los invadía como a carroña. El prefecto Anchorena es un bastión inexpugnable nada lo perturba. En su ateísmo cruel niega tales habladurías sobre ánimas y fantasmas. Se quedaba solo, en la parte superior del faro, mientras sus compañeros comparten la ronda, tediosa y rutinaria por el ala norte y el ala sur, caminando con los pies mojados por el deshielo. Sumado a los pasadizos y senderos inundados. El viento desolador y el frío arrastraban hedor a muerte. Aunque estaban pasando la mejor temporada de verano, la Antártida expulsaba parte de sus entrañas, aires gélidos. Con largavistas se podía divisar el kayak y una figura blanca “sentada para siempre, encallada entre inmensos bloques eternamente azules”.

Al prefecto se le mezclaban las charlas e imágenes con Anselmo viéndolo arponear a los lobos marinos y navegar el kayak. Velázquez, en una de sus rondas, comenzó a hablar solo. Las ánimas se habían atascado en su cuerpo y no podía razonar por él mismo; se lo veía de lejos discutir y gritar, acalorarse con figuras imaginarias.

El prefecto se aisló de tanta locura. La proximidad a la luz del faro daría respiro y apaciguaría su ira, pensaba. No quería tener ningún contacto ni con Velázquez, ni con Luchiano. Hablaban de algo inexistente para la mente de un militar avezado, concluía.

Velázquez, empeoraba, día a día, ya no podía hacer sus rondas. Estaba aterrado, le temblaban las piernas y balbuceaba canciones de cuna. No sabía, si estaba viviendo una realidad o se encontraba rodeado por simples sombras con rostros horrendos, espeluznantes.

—¡Ayuda!, ayuda!, base Buenos Aires, necesitamos trasladar a uno de los ocupantes del Faro San Juan Salvamento, ¡urgente! cambio —dijo el prefecto.

No hubo respuesta. Optó por aislar parte del faro. Llevó un colchón y provisiones al sector superior. Aprovechando que Velázquez y Luchiano dormían. Bajó sin hacer ruido, tratando de no poner todo el peso de su cuerpo en los pies para que las viejas pinoteas no rechinen. Buscó charqui, algunas latas, alimentos y tabaco. Se apuró antes de que se despierten.

En Buenos Aires el prefecto Ramírez vivía alucinado: se acostaba y levantaba con pesadillas. Las ánimas lo llamaban desde lo profundo del mar y sentía un frío que corría por su cuerpo, bailoteando, acompasado con la marejada. Tenía sal en sus labios y el sol quemaba su rostro. Una noche, el espectro con pelo rojo y rostro mortecino se acurrucó a su lado en la cama. Él no aguantó más y tomó una daga (que guardaba debajo de la almohada) y, se la enterró en el corazón. Cuando volvió a su raciocinio, una mancha roja, gelatinosa, espesa, descendía por el lateral de la cama; vio, para su asombro, a su mujer ya sin vida. La policía llegó a la hora. Lo esposó y desde ese fatídico momento nunca más pudo ver a su pequeña hija Fátima que fue trasladada a la casa de una de sus tías.

En la isla, Velázquez y Luchiano estaban desquiciados y deambulaban como autómatas sin percatarse ya que existía un faro. Se alejaron totalmente de la restinga, uno hacia el ala norte y otro hacia el ala sur. Se escondieron en viejas cuevas, comiendo los desperdicios del mar. El prefecto Anchorena no supo más de ellos y siguió manejando el faro, haciendo sus rondas: bajaba al sótano a buscar provisiones y algo de ron. Las jornadas se tornaban interminables mirando dentro de su soledad. Caminar la restinga con el océano bañado por miles de estrellas; la costa de enfrente “la Antártida” con su áurea fantasmagórica aumentaba la desolación. Siguió sin entender por qué se quedó solo. Nunca ha visto nada raro, ni indicios de las descripciones que detallaban sus compañeros. Lo que sí ve, a través de los catalejos, es la figura del kayak con su ocupante encallado entre dos grandes bloques y es escéptico a cualquier versión. El tiempo se fue diluyendo como la arena atrapada al voltear el reloj. Uno de los desquiciados, Velázquez, comenzó en solitario a hablar entre líneas de la razón intrínseca del suicidio de Rudolf. Él, observó de lejos a las ánimas que arengaban a Rudolf a matar al prefecto Ramírez. Hasta lo siguió cuando saltó al vacío entre la restinga.

Mimeógrafo #126
Noviembre 2023

Capítulo 4

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

4

La hija del prefecto Ramírez Fátima quería develar el secreto de la muerte de su madre, y la transformación de su padre. Lo visitó en la cárcel ya siendo adulta. Un lugar lúgubre con paredes con moho y olor a orín. Cúmulos de hombres sin un presente, ni un futuro con entrañas a flor de piel. Pensaba. No pudo sacarle de mentira verdad. Ni una pista. Solo un sabor amargo de su definitiva pérdida de la cordura. Escribía en jeroglíficos y hablaba en forma incomprensible. Rotaba las palabras, les daba otro sentido. Dibujaba en el aire conversaciones con seres imaginarios. Ella, su hija, quedaba como un mero observador de actos impuros. Se sentía sola pergeñando un viaje al faro San Juan Salvamento. Comenzó una procesión de favores por parte de amigos y familiares. Había cumplido veinte años y, un mundo, se abría a sus pies. Sin renunciar al pasado quería entender, acallar las voces que guardaba en su cabeza, preguntas y respuestas. Aventurarse en un viaje donde la luz del faro traería la revelación, la sabiduría, poniendo un manto de piedad dentro de tanta locura. Juntó el dinero para el pasaje en barco desde Buenos Aires hasta Tierra del Fuego. Llenó una valija con intrigas y secretos. Fue acompañada por sombras intrínsecas de su infancia: la puerta entreabierta y la imagen de su madre muerta con la daga manchada por los desquicios de su padre. Abordó el barco Aurora con amplios camarotes, pisos lustrosos y olor a alcanfor. Se mezcló con turistas que hablaban varias lenguas refiriéndose en inglés, francés, portugués y ruso. Se refugiaba en el camarote cuando las sombras la aprisionaban y no la dejaban disfrutar el viaje. Encontrándose con una pequeña mesa de madera y rebordes altos con aristas de bronce. Un catre somero vestido con telas de lino y rematado por un ojo de buey donde divisaba la profundidad del mar; el vaivén y la búsqueda de un punto en el horizonte para atenuar sus descomposturas. Largas horas caminando por la borda acompañada de la brisa marina y el aire salino despejaba sus dudas. Seguía soñando con un encuentro épico, dialogar con el faro San Juan Salvamento, su mística, la restinga, el ala norte y el ala sur, la playa llena de despojos. Toda la información que había recabado en bares. La inmóvil imagen de un kayak en la lejanía atrapado por hielo eterno.

¿Por qué nunca le dijo una palabra?

Disfrutaba de los desayunos y su vestido coqueto con puntillas que le regaló la tía Dolores. El peinado recogido en su cabellera rubia, rizada, rematada con la peineta le daba un aire de aristocracia y le favorecía en años. El amplio escote escondía una figura esbelta, deseable para gran parte del pasaje, las miradas se cruzaban. Ella se sonrojaba. Algunos caballeros se aventuraban a dialogar, caminar por la proa y contemplar las cientos de gaviotas que acompañaban el derrotero y los saltos de delfines cortando el agua transparente con sus trompas y alegrándola con sus saltos. Algún beso discurrió en ese panorama romántico. Virginal. Los cafés al atardecer en popa, un regalo que cualquier citadino guardaría en sus retinas; se diluían en naranjas, azules y ocres formando una paleta policromática.

—Señorita, me estoy enamorando de sus rizos, su figura perturba mis amaneceres y debilita mi carne, me gustaría poder besarla ahora, mezclarme en sus fluidos, enredarme con su pecho y sentir mi corazón desfallecer —acotó Wilson.

—Qué cosas dice osado caballero tan impropias para una dama de Buenos Aires.

—Sí, señorita ¡osado y enamorado!, iría hasta los confines de la tierra misma si usted me lo pidiese.

—Sabe, ¿cómo dijo que se llamaba?

—¡Wilson, señorita!

Lo miró fijo a los ojos por un instante. Se retiró al cuarto. Dialogó con la almohada (no podía pegar un ojo). A la mañana siguiente se encontraron a tomar té. Una brisa envolvía el rostro de la bella dama y le daba mayor luminosidad. Él, al verla, corrió la silla y dejó caer los párpados. Suspiró.

Siéntese, por favor, señorita Fátima dijo en medio de una sonrisa.

Fátima tomó la falda del vestido, alzándola unos centímetros se acomodó en la silla. Él chasqueó los dedos. Se apersonó un mozo, con impecable traje a rayas, y una bandeja de plata en la mano diestra.

Dos té, ¿qué masas les gustaría, Fátima?

Tienen bombitas de crema y pañuelitos de hojaldre dijo el mozo.

No quiero ser indiscreta. En realidad, necesitaría un poco más de tiempo refirió y bajó la vista.

Esa mañana las miradas se cruzaron acarameladas y las gaviotas dieron un marco sublime. Al día siguiente se volvieron a encontrar a la misma hora a tomar el té.

—Voy aceptar formalmente su proposición. ¿Me acompañaría al faro San Juan Salvamento?

¡Sí!, en realidad, mi viaje era bastante aburrido. Ir a visitar unos parientes a Río Gallegos.

Mimeógrafo #127
Diciembre 2023

Capítulo 5

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

5

Se besaron. La brisa dejó paso a la noche. El firmamento les regaló una velada, única. Las estrellas refulgían con una luminosidad que baña los semblante y rostros de los enamorados. El viaje se tornó más llevadero. Ella se mudó a un camarote contiguo a Wilson. En las madrugadas le interrumpía el sueño un osado caballero con más lujuria que linaje. Los días transcurrían serenos. Una pareja de tórtolas con rutinas de desayunos y atardeceres con más misterio que revelaciones. Ella de a poco comenzó a contarle pequeños detalles de su viaje. Suavizando el relato. Situar a su padre en un papel más creíble. Inventándose una versión mejorada de su trágica infancia.

Wilson quiero indagar en el pasado de mi padre, bucear por los recónditos escondrijos de una mente confinada en su momento a la manutención y funcionamiento del viejo faro. Caminar por donde él caminó, observar lo que él observó, contemplar los témpanos, la costa Antártica y sentir un frío asfixiante. Poder llevarme recuerdos. Faltaban pocos días para llegar a Tierra del Fuego y encontrarnos en los confines del continente. El barco recaló en Río Gallegos. Wilson desembarcó junto con Fátima. Un carruaje a la espera con dos caballos briosos y un camino polvoriento con soles a plomo, le marcaban la nuca. El sudor ganaba sus rostros. Las huellas maltratadas se traducían en zamarreos y, Fátima se abrazaba fuerte a Wilson que dibujaba una sonrisa socarrona. Esa misma noche tenían que estar de vuelta, si no el barco partiría con las provisiones renovadas. Una casa de campo se divisaba a lo lejos, flanqueada por árboles añosos y un callejón de sauces marcaba el camino dando respiro al clima hostil de la Patagonia. El viento implacable despeinaba la prolija cabellera y volaba las galeras. Una servidumbre presta, aguardaba con sus mejor uniformes: cofia blanca en la cabeza, delantal a rayas blancas y carmín. Una limonada en bandeja de plata.

¡Hola! Tío, qué bonitos están los campos lindantes a la casa. ¡Vi, en el trayecto, muchas ovejas! dijo Wilson.

¡Sí, Wilson!, tenemos una gran producción de lana para exportar a Inglaterra.

¡Te felicito! tío Rogelio, has progresado mucho desde mi último viaje.

Cuando quieras ésta es tu casa. He hablado con tu tía y como no tenemos hijos… Te estaremos esperando, cuando desees establecerte y por supuesto: vimos que has traído una elegante y distinguida dama, también que se sienta como en su casa dijo.

Fátima escuchando el relato se le llenaron los ojos de lágrimas; unos simples desconocidos la trataban como una reina y le daban un lugar en el mundo, cariño, respeto. Comenzó a jugar y vanagloriarse de ser la mujer de Wilson. Volver del faro y casarse. Entrar a la casa del tío Rogelio con un vestido blanco y una larga cola con niños correteando felices. Un gran órgano ejecutando la marcha nupcial. Unas sortijas doradas, con un pequeño brillante, como usaba su abuela; esas imágenes “se le pegaron de niña.” Se sentaron en un amplio comedor con una mesa de algarrobo lustrosa. En el centro candelabros con velas altas prendidas. Charlaron animadamente. Wilson les contaba de las últimas novedades de Buenos Aires, del puerto con una actividad febril, grandes barcos con cargamentos de todos los países; y el centro con sus teatros, óperas, hermosos cafés con toldos a la calle y tertulias literarias.

Niña ¡qué contenta me pones!, no tenía con quien hablar en ésta chacra olvidada por caprichos de Dios. Me urge que me cuentes de Buenos Aires. En Río Gallegos llega de vez en cuando, algunas noticias en forma de chisme, por alguien que desembarcó. Son viejas y van cambiando con el tiempo y la intención del que las relata refirió.

Sí señora ¡con todo gusto!, voy a ser breve, porque a la tardecita nos volvemos al barco. En la gran urbe se vive con los lujos de los parisinos. Con las comodidades dignas de un hombre de bien, ataviado con frac y levita. Galeras negras, impecables. Las señoras con encajes blancos y vestidos primorosos. Asistimos al teatro de la calle Alvear y sus óperas. No la quiero aburrir estoy un poco cansada con el viaje, mejor me iré a recostar un rato.

Le muestro su cuarto, ¡que descanse! Señorita.

Entretanto Wilson dialogaba con su tío de cosas mundanas, y le confesaba que se estaba enamorando perdidamente de Fátima. Una bella dama, llena de intrigas y fascinación.

¿Sabés tío?, la voy acompañar al faro de Tierra del Fuego, creo que ella, tiene muchos entuertos con esa isla y los iremos develando juntos.

¿Te puedo dar un consejo?

¡Por supuesto!

Hay muchas leyendas, en torno de ese faro. De cómo enloquece la gente que pone un pie en el mismo. Hay un viejo custodio del faro, que no le tiene miedo, ni a la muerte. Dos hombres rondan como almas en pena por los alrededores: uno hacia el ala sur y otro hacia el ala norte. De un prefecto que volvió a Buenos Aires y mató a su mujer.

¡Tengan mucho cuidado y cuida de tu amada!

Si tío, lo vamos a tener en cuenta y a la vuelta, nos bajamos del barco y te contamos…

Dalo por hecho. Se quedan por lo menos una semana y, así la tía se pone contenta, le está tomando cariño a tu novia.

Continúa el viaje…

Wilson, acomodado en el camarote que ya comparte con Fátima, observa por el ojo de buey las costas y grandes formaciones de piedra. Están cada vez más cerca de su objetivo. Piensa.

Dime la verdad querida, ya no somos dos extraños, sos parte de mi vida y también de mi familia ¿Qué respuestas esperas encontrar en ese faro?

Wilson, tienes todo el derecho de saber cómo son los hechos. Vivía muy feliz con mi madre en Buenos Aires. Salíamos a mirar vidrieras donde nos alegrábamos con hermosos vestidos y elocuentes conversaciones. Mi padre, trabajaba en los confines de la tierra, en ese bendito faro San Juan Salvamento junto con camaradas y compañeros de soledades. Después de varios años sin verlo, extrañándolo como loca (era muy cariñoso). Volvió. Nosotras saltábamos de contentas. Lo fuimos a esperar con las mejores ropas y un carruaje lujoso que mi madre pidió prestado. Cuando lo vi. Vi a otra persona; triste, sin la sonrisa y sus ojos vivaces. Fue empeorando, no dormía de noche, se despertaba gritando aterrado y lo escuchaba desde mi cuarto discutir con mi madre. Hasta esa noche trágica donde se acallaron las voces y lo llevaron esposado. No me dejaron ver a mi madre, dijeron que estaba muy enferma. Con el tiempo descubrí la verdad. Que la había matado mi padre. Hace un tiempo lo visité en la cárcel y no me contó nada. Se me quedaba mirando y dos gruesas lágrimas recorrían su rostro. Con los ojos vidriosos como si me fueran a hablar. Anduve averiguando por aquí y por allá. Entrando en bares de mala muerte, y siempre queriendo develar... Lo último que me enteré es que está como custodio del faro el prefecto Anchorena, amigo de mi padre y dos almas en pena que rondan por el ala norte y ala sur pasando la restinga dijo.

Mi tío me adelantó algo, historias que se cuentan alrededor del faro, algunas deben ser verdad y otras mentiras. En pocos días revelaremos los secretos y estarás más tranquila dijo, quitándole importancia al asunto.

Fátima ¿subimos a desayunar? me parece que tendremos una mañana hermosa.

¡Sí, querido! me arreglo y vamos, ¿no viste mi espejito y la polvera de plata?

No, querida.

Ya la encontraré. Vamos subiendo.

El desayuno se podría denotar como rutinario, salvo por sus miradas que decían más que sus ojos. Un aire que sobrevolaba a su alrededor, los implicaba, desnudaba sus miedos y, las respuestas con las que no querían encontrarse. Las gaviotas revoloteaban iracundas en proa y popa buscando restos de comida que dejaban los pasajeros. Y las más atrevidas, sacaban las galletas de la mano extendida de Fátima para su asombro. La quilla del barco cortaba el mar como mantequilla caliente. Un centenar de delfines danzaba y una ballena franca, pasó a saludarlos. El faro era divisado por el capitán en sus catalejos de bronce. Las aguas se agitaban mortecinas en el mar de Hoces o pasaje de Drake. Era un tormento de sal, decía. Tuvieron que varar el barco con gruesas sogas lejos de la restinga. Y unos marineros a remo y coraje llevaron a la feliz pareja hasta los pies del faro. Con la promesa de que en unas semanas lo pasarían a buscar, después de terminar su derrotero con la visita de los ocupantes de la Antártida.

Desembarcaron a trescientos metros de la costa por medio de intrépidos marineros que le dejaron provisiones para quince días: agua fresca, su equipaje y una maleta grande de cuero. El primero en divisar a los visitantes fue el prefecto Anchorena. Mirando por el catalejo el vidrio le devolvía una imagen joven, angelical. Lo sorprendió que una mujer posara sus pies en ese paraje perdido en los tiempos y los confines de las tierras. Bajó la vieja y oxidada escalera caracol con una cojera que lo acompañaba desde hacía bastante tiempo producida por un terrible resbalón en el ala norte del faro en una mañana de bruma donde las piedras resbaladizas casi termina con su vida. Colgando del abismo sacó fuerzas de donde ya se habían ido, y logró con cierta dificultad volver al Faro San Juan Salvamento.

Me presento, soy el prefecto Anchorena, único personal encargado del faro

arguyó acomodándose el saco naval descolorido.

La primera en hablar fue Fátima, tenía unas ganas incontenibles de trenzarse en un diálogo interminable.

Hola, soy la hija del prefecto Ramírez, y mi compañero el Señor Wilson, en realidad mi novio refirió.

El viejo cuidador del faro trastabilló y sentándose sobre una piedra, no salía de su asombro, envuelto en estupor.

¿Cómo dijo señorita?… ¡usted… es la niña del prefecto Ramírez!, cuénteme de su padre. Perdón, qué descortés soy, ¿gustan pasar al interior del faro?

—Sí, gracias estamos exhaustos y hambrientos, además el barco pasará dentro de dos semanas y tendremos mucho para charlar —comentó Fátima.

—¡Qué alegría me dan! les voy a acondicionar el único cuarto que tengo. Y yo dormiré en el ático. ¡Entren, no sean tímidos! — dijo el prefecto.

El aire y el sol marino se colaban por las rendijas, sus rostros bañados de inocencia entrarían en un portal del que ya, no habría retorno.

Sí, lo seguimos prefecto acotó Wilson.

Cuando la pareja se introdujo en el faro se produjo una sensación rara, no descriptible con simples palabras; como si una horda de espectros atravesara sus cuerpos a través de los haces de luz que se colaban por las rendijas.

¿Sentiste algo… como sombras que se mueven a nuestro lado? susurró Fátima.

¡Sí!, me pasó lo mismo dijo Wilson.

Suban, ya les preparé el cuarto. Está un poco desordenado, pero con la mano de una mujer, quedará todo en su sitio, después guardamos la maleta y los víveres acotó el prefecto.

Gracias, no se moleste, lo limpiaremos. Mañana charlamos comentó Fátima.

El día estaba concluyendo. La pareja trapeó y acondicionó el dormitorio con los seis catres enfrentados en dos hileras apiladas; donde, hacía mucho tiempo había dormido su padre. La noche fue movida. Se escucharon ronquidos profundos y armónicos del prefecto. Sumado a los sonidos del viento y, el faro no dejaba de oscilar. Había otros ruidos cuyo origen era incierto. Durmieron con los ojos entreabiertos, abrazándose temblorosos. Las primeras luces del amanecer vislumbraron un paisaje desolador, miles de sombras en el interior del faro se ocultaron y, sin más desaparecieron. El tañido característico de la cojera del prefecto delató su presencia. Irrumpió en el desayuno. Viéndolo a contraluz su fisonomía se diluía como si se reflejara en otra dimensión. La pareja tuvo temor de que el secreto, guardado entre siete llaves, fuera verdad.

Niña, ¿me contarías de tu padre?, ¿cómo está? preguntó el prefecto.

Es una historia larga de contar, se la iré resumiendo; mi padre cuando volvió a Buenos Aires era otra persona, casi no lo reconocí. Estaba triste, encerrado en sus problemas y discutía mucho con mi madre. En un arrojo de locura la mató. Vengo a buscar respuestas. Ése es el motivo de mi viaje —convino Fátima.

—No soy de mucha ayuda niña, nunca vi nada. Sé que todos los que estuvieron en el faro algo les pasó. Rudolf se mató en las restingas. Dicen que escuchaba voces que tenía que asesinar a tu padre... y, por eso tu padre se volvió con ustedes. Y hay dos colegas que nunca más, vi. Velázquez y Luchiano. Pero hablemos de algo más lindo. ¿Qué les gustaría comer en el almuerzo?, tengo pescado fresco y harina —dijo.

—Nosotros trajimos verduras y frutas pensando que hace tiempo que no la degusta— acotó Wilson.

—¡Qué lindo gesto, Wilson!, ¿por qué no disfrutan de un paseo por la playa?

— refirió.

—¡Sí!, le tomamos la palabra y, vamos saliendo querida — dijo.

Comenzaron a caminar…. Bajaron a la playa cerca del cangrejal. El viento movía la hermosa cabellera de Fátima. Wilson con un caminar estoico rompió el silencio.

—Amada, ¡creo que las respuestas que venias a buscar ya están develadas! y no me aventuraría a preguntar nada más — acotó.

Mimeógrafo #128
Enero 2023

Capítulo 6

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

6

Un silencio invadió la playa hasta las olas dejaron de romper. Sólo un susurro desde mar adentro, se oyó. Una voz lánguida: la historia se repetirá. Wilson y Fátima continuaron caminando tratando de sacarle importancia al asunto. Tomaron el sol de la mañana y se trasladaron varias leguas internándose en unas cuevas, en la penumbra vieron una figura sentada. Wilson se adelantó dejando a resguardo a su amada. Caminó sigiloso, casi torpe y al acercarse divisó la imagen que se iba develando. Emitió un sonido agudo y no tuvo respuesta. Al encontrarse a la par, la imagen se corporizó y lo miró. Levantando la cabeza y apretando el rosario, habló:

—Sabía que en algún momento me vendrías a buscar, parca —concluyó Luchiano.

—No, señor, se está confundiendo. Soy Wilson, la pareja de Fátima, la hija del prefecto Ramírez —dijo.

Los ojos de Luchiano se iluminaron. —¿El prefecto Ramírez? ¿Cuántos años que no tengo noticias de él?, ¿vino con usted la hija? —gimoteó.

—Sí, ¡ven querida, encontré un conocido de tu padre! —dijo.

Fátima entró a la cueva.

— Señor, ¿cómo se llama? —preguntó mirando al hombre con curiosidad.

—Luchiano, vine del Piamonte muy cerca de Suiza. Traje este rosario de Roma, que me ha salvado de las ánimas y algunos otros entuertos. Les voy a contar. Vi al ruso cuando se suicidó para acallar las voces que tenía que matar a tu padre. Después asistí a la desaparición de Anselmo con el kayak cuando un ánima salió de lo profundo de las aguas haciéndole perder el remo. En las mañanas límpidas todavía se puede divisar, entre dos grandes témpanos, el kayak con su figura atrapada —dijo.

—A la otra persona que estaba con usted, ¿la sigue viendo? —preguntó Wilson.

—Velázquez, el bandeirante, salimos juntos del faro pero tomamos rumbos diferentes. No sé si pudo sobrevivir. Nos dimos cuenta de que el prefecto Anchorena no tenía miedo a nada ni nadie, ni veía ninguna ánima, porque él, es una de ellas. Está totalmente tomado en cuerpo y alma. ¡Yo que ustedes no volvería al faro! Si quieren hay bastante lugar en la cueva y si no están cómodos nos podemos trasladar a una más lejana. Por si los busca el prefecto. No podría entrar. Soy el único que sabe a la perfección el uso de las mareas en bajamar y pleamar. La entrada está casi todo el día, tapada por las olas — dijo y tocó el rosario.

—Estoy de acuerdo con Luchiano, amor. Vamos al faro, para no levantar sospechas cuando el prefecto Anchorena se duerma tomamos nuestras cosas, algunas provisiones y nos venimos a la cueva —refirió Wilson.

Volvieron caminando por la playa con el sol en el poniente. Las gaviotas volaban en forma rasante. Fátima estaba muy perdida con todo lo sucedido. Tenía demasiadas respuestas, más de las que podía digerir.

—Amor, no sé qué hacer… no quiero volver al faro. Ni con Luchiano. Están dementes y corremos peligro —acotó Fátima.

Bueno, al faro tenemos que volver por el momento; comemos y charlo con el prefecto mientras sea de día. Y vos juntas los bártulos, provisiones y los guardas entre las piedras de la restinga. Tratamos de dormir un poco, con los ojos entreabiertos y antes del amanecer caminamos hacia el ala sur donde no nos buscaría, es la zona inexplorada demasiado salvaje para su cojera dijo.

Volvieron y charlaron con el prefecto. Wilson le contaba sobre la playa y unas cuevas donde no encontraron nada, ni a nadie y, se volvieron. El plan estaba en curso. Fátima tomó todo lo que necesitaban (la valija con la ropa y alimentos frescos y otros enlatados), y buscó las piedras de la restinga para esconderlos. Se fueron a dormir y con el alba comenzaron la caminata explorando parte de la isla. Rocas, pedregullo, viento endemoniado con sales marinas. Se detuvieron en una gran formación de madera y observaron a un hombre sentado dentro de ella. Lo llamaron y el hombre salió aturdido del interior.

—¿Quiénes son? ¿Los manda el prefecto Anchorena? —preguntó.

—No, señor, soy Fátima, la hija del prefecto Ramírez, vine en busca de respuestas — arguyó.

El hombre se quedó perplejo. Después de unos segundos angustiantes dijo:

—Pasen a mi humilde morada. ¿Quieren comer? Tengo pescado fresco —manifestó.

—Sí, señor, ¿nos podría decir su nombre?, igual creo saber quién es, ¡Velázquez! —indicó Fátima.

—Efectivamente, señorita, soy Velázquez. Vi con mis propios ojos el fantasma que tenía el prefecto Anchorena dentro de su alma; junto con Luchiano no pusimos más un pie en el faro, tomamos distintos caminos y, ésta es ahora mi morada —dijo.

—Le cuento —interrumpió Wilson—. Venimos de hablar con Luchiano y está vivo en el ala norte del faro, caminando unas leguas por la playa y pasando las restingas. En unas cuevas lejos del prefecto. Si quiere podría ponerse en contacto con él.

—Me alegra el corazón saber que está bien y me gustaría que nos reencontráramos.

Lo invitaría… su estadía en la casa haría más llevadera mi vida —refirió.

—Cuentéme, ¿cómo armó solo esta estructura de madera? Y, ¿dónde sacó…? —insistió Fátima.

—Está bien, señorita, y distinguido caballero, paso a contarles: hace ya como unos diez años me retiré del faro, aventurándome por el área sur. ¡Vieron qué difícil es llegar hasta acá! Me atrapó el lugar y me tapaba con unas ramas del cocotero en un improvisado refugio. Sobreviví tomando agua de su fruto y pescando. Me había traído del sótano del faro una cuerda de una pulgada y unos viejos anzuelos de alambre, un machete inglés, bidones con agua dulce y este pequeño farol. Las noches son muy frías, oscuras y tengo que admitir por miedo a las ánimas. Al tiempo, un barco se despedazó en una descomunal tormenta. Encalló a unas leguas en el extremo sur de los arrecifes. Lo vi desde mi refugio, y una mañana tomé coraje y me aventure en las gélidas aguas, trayendo, de a poco, lo que observan en mi morada. Con el armazón del barco armé la estructura y después fui colocando de a una todas las piezas de madera. Me llevó meses de acarreo cortar maderas y clavar tirantes; hasta herramientas encontré. ¿Gustan un poco de ron? —preguntó.

—Gracias, Velázquez, le pediría un favor, si pudiéramos quedarnos unos días hasta que regrese el barco a buscarnos. Hablaría con el capitán si usted quisiera volver con nosotros —comentó Wilson.

—Me encanta que se queden, podemos conversar y les mostraría lugares ocultos de las islas: como la selva con cascadas y, lo de volver con ustedes déjenme pensarlo —respondió rascándose la barbilla. Ya me acostumbré a esta vieja vida sin preocupaciones con la brisa del mar y dormirme con los sonidos propios de la isla.

—Está bien, es una simple sugerencia, nada más —dijo Fátima. Si no le molesta, acomodaríamos los bultos en el interior de la vivienda y nos recostaríamos un rato, anoche no pudimos ni pegar un ojo por temor al faro y esas cosas extrañas que pasan ahí adentro.

Los huéspedes fueron vencidos por el sueño; entretanto, Velázquez se las arregló sin hacer ruido, acomodando el desorden de tantos años en solitario, la felicidad se reflejaba en su rostro. El prefecto Anchorena los buscó sin resultados positivos, se aventuró unas leguas por el ala norte y por el ala sur caminando con dificultad por la vieja cojera que lo tenía preso en el faro. Cuando se sintió desfallecer claudicó su búsqueda, estaba desconsolado. Otra vez solo, confinado a sus recuerdos y las sombras que salían de su cuerpo y no dejaban su alma en paz. La casa de Velázquez tenía por ventanas unos ojos de buey, y el comedor estaba adornado con el timón del barco y gruesas sogas pendían del techo abovedado armado con costillas de ballena. Muchos enseres, platos de las más finas porcelanas y juegos de té; hermosas decoraciones traídas de Francia, Italia, vidrios de Florencia, alfombras de la India y un alhajero de estilo victoriano. Parecía un pequeño palacio con una vista inmejorable y comida a discreción. Los días transcurrieron entre charlas animadas y paseos enriquecedores; sintiendo el aroma del mar y degustando sus frutos: cangrejos, ostras, calamares, besugos, fueron cocidos en ollas de bronce y sazonados con vegetales de la isla. Wilson proyectaba un plan junto a Velázquez: bajar por un desfiladero entre la cerrada selva y llegar a la playa en el extremo sur de los arrecifes donde se visualizaba un promontorio que se introducía varios metros en las gélidas aguas. Observando desde lo alto de la casa de Velázquez, Wilson podía determinar el lugar exacto del emplazamiento de una gran fogata que los ayudaría a ser divisados cuando el barco retomara su viaje a Buenos Aires, y marcara el rumbo al faro y el derrotero los llevara por dicho promontorio. Una vez pergeñado el plan sólo faltaba montar guardia y esperar las mejores circunstancias para prender el fuego, pensaba Wilson.

Mimeógrafo #129
Febrero 2023

Capítulo 7

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

7

Al llegar el barco, unos días después, los marineros remaron en las aguas implacables, demoledoras, que sacaban el aliento a los hombres más rudos. La larga despedida con Velázquez y los intercambios de regalos. Wilson en agradecimiento le dejó la mayor parte de su ropa y los elementos que había sacado del faro, toda la comida en lata y un abrazo sincero.

¡Esperen! Antes de retirarse llévense este alhajero —dijo Velásquez, mirando a Fátima y, poniendo la mano en el abdomen de la joven mujer—, es para su hija —aclaró.

¡Pero si no estoy embarazada! dijo Fátima.

Algún día lo estará remató Velázquez.

Los seis marineros cargaron el equipaje y ayudaron a la señorita Fátima, quien levantó su falda y dejó ver la entrepierna. El viaje fue placentero. Las aguas calmas trajeron alivio y sosiego a sus perturbadas almas. Volvieron a la normalidad habiéndose alejado del faro. Las charlas en el camarote y los paseos en la proa. Ni un resquicio de los momentos devastadores que habían soportado en la isla. Las gaviotas revoloteando fieles amigas de los navegantes. Volvieron los delfines con sus danzas, saltos circenses y unas amigables ballenas verrugosas los acompañaron por varias leguas.

Wilson, qué lindo la estamos pasando, el mar nos tranquiliza, nos cobija en su seno y siento mucha paz susurró Fátima.

Ya estamos llegando a la casa de los tíos. Veo el río volcar sus aguas en el mar. Estuve pensando desde que pusimos un pie en el barco y te quiero pedir algo amada mía dijo.

—Sí, lo que quieras, ¡mi amor! —respondió Fátima dejando dispensar una amplia sonrisa.

Sé de tu lealtad, pasamos tantos momentos juntos, buenos y malos pero aferrados como animales fieles: “que no tienen egoísmo, no guardan nada para ellos, sólo el amor que le dispensan a su amo.” ¡Que te cases conmigo! remató Wilson.

¡Sí!… ¡sí!… ¡sí! gritó Fátima, y explotó en un llanto de alegría.

Todo el pasaje aplaudió un acontecimiento tan noble. Hasta el capitán bajó a estrechar las manos de las dos jóvenes esperanzas. Wilson no aguantaba para darles la noticia a sus tíos.

En el término de dos horas desembarcaron y un carruaje reluciente los esperaba.

Hola, tío, ¿cómo andan las ovejas, y tus ocupaciones? preguntó.

¡Muy bien!, el negocio es próspero, estamos deseando que te quedes con nosotros y compartas nuestra finca respondió.

Ya hablaremos de eso… tengo varias noticias que comunicarles aclaró Wilson.

Sus ojos brillaban, tenían un candor distinto y una flama se encendía cada vez que miraba a Fátima. El carruaje tironeaba entre las huellas. La fila de sauces se divisaba de lejos dejando entrever el casco de la finca y, a la tía en el pórtico esperándolos.

Llegamos. Ataré las yeguas en el cobertizo y bajaremos sus valijas acotó el tío Rogelio.

Señora, ¡cómo la extrañé!, me siento tan feliz en su casa dijo Fátima.

Lo mismo digo, es como si mis hijos volvieran a casa. Pero pasen, ¡no se queden afuera! acotó la tía.

Pasaron y se sentaron en los cómodos sillones cerca del hogar y se quedaron dormidos. Y los tíos viéndolos, soñaban con un futuro venturoso y poder tener una continuidad en sus vidas, con esa sangre joven, emprendedora que transformaría la vieja y olvidada chacra librada a los vientos, a las destemplanzas y los sinsabores.

El primero en despertar fue Wilson y llamó a Fátima.

Discúlpenos, es una falta de respeto, pero estábamos extenuados aclaró Wilson.

No se hagan problema, disfrutamos tanto de su compañía repuso el tío Rogelio.

Lávense, ya está la cena, y se enfría la sopa. Además tenemos cordero asado por las manos avezadas de Rogelio. ¡Se van a regodear los labios!dijo la tía.

Mientras se lavaban y se les hacía agua la boca, cuchicheaban sobre la sorpresa y se emocionaba. Se acomodaron en la impecable mesa oval con sillas al estilo Luis XVII. Wilson, como todo un caballero, les acercó las sillas a las damas y quedó parado en la cabecera junto a su tío.

¡Pido su atención! Con mi amada Fátima queremos darle la primicia de nuestras buenas nuevas. ¡Nos vamos a casar! —dijo, sacando de su bolsillo una cajita forrada en terciopelo, turquesa y la depositó sobre la mesa y arrodillándose la abrió. Unos anillos de oro y zafiro resplandecientes inundaron el recinto. Los tíos se pusieron a llorar de felicidad y les rogaron que se quedaran a vivir con ellos, lo cual aceptaron gustosos de tener el privilegio de estar con personas inmensamente bondadosas y queribles. La dicha se apoderaba de esas cuatro almas caritativas, que comenzaban a vivir juntas en plena felicidad y regocijo. Al día siguiente Fátima guardó el alhajero junto con los elementos de costura de la tía en un cuarto abrumado de telas y encajes. La tía, secundada por Fátima, armaba los festejos de la boda. Rogelio les comunicó que podían gastar todo lo que quisiesen, y que invitaran a gran parte del poblado. De a poco, la finca se vistió de fiesta. Una horda de invitados sucumbió a los encantos del día inmensamente esperado. La ceremonia fue sencilla a pedido de Fátima que le contó a la tía, omitiendo detalles, algunos de los hechos que marcaron su vida. La muerte de su madre y su padre preso, con un delirio importante. La flamante esposa llegó vestida de blanco, con un diseño sencillo confeccionado con las mejores telas que contorneaban una figura envidiable. Un peinado exótico, destacaba sus rizos que dejaban abrumada a la muchedumbre de invitados junto al embrujo de sus ojos azules. La fiesta fue sublime, un centenar de personas danzaron toda la noche, comieron los mejores corderos y tomaron un vino extasiándose de placer.

Mimeógrafo #130
Marzo 2023

Capítulo 8-9

Carlos Segovia Monti
(Argentina)

8

Al poco tiempo Fátima quedó embarazada, aumentando la infinita alegría de los ocupantes de la finca. Largas charlas con la tía y tejer batitas con dos agujas soñando con el nombre del bebé o la beba. Algunas comadronas del pueblo la pasaban a saludar y vaticinaban, evaluando el contorno de la panza de Fátima, si sería varón o mujer. Unas decían que era en punta, por lo cual tendría que ser un varón, otras veían una panza redondeada que auguraba la llegada de una nena. Eran todas las preocupaciones y las simpáticas peleas por el futuro sexo del párvulo.

Regalos por parte de Wilson y el tío se sumaban acondicionando el cuarto para el bebé con la atenta mirada de la tía y Fátima que no se perdían un detalle. “¡Qué las puntillas son muy pequeñas! y ¡las guardas demasiado estrafalarias!” decía Fátima. Quería que su futuro hijo se sintiera como un rey o como una reina. El tiempo pasó volando, y en el pueblo ya se hablaba de la felicidad que invadía la finca de Rogelio, esperando al niño o niña como a su propio nieto. Las mujeres lo veían pasear por el pueblo sacando pecho y con una sonrisa amplia. Llegó el día indicado: ya habían pasado nueve lunas y una mañana de primavera con los pájaros cantando en la finca y los sauces meciéndose, un llanto rompió la parsimonia del alba trayendo a una hermosa niña a este viejo mundo. Le pusieron de nombre María Esperanza. El regocijo y la alegría se contagiaban de finca en finca, venían desde todos lados a conocerla trayendo regalos como si fuera una reina. Los tíos no podían entran en sus cuerpos con tanta felicidad. Al igual que sus padres. “Por suerte, de una vez y para siempre habían dejado atrás el faro y toda esa serie de maldiciones” pensaba Fátima. La niña crecía rodeada de afectos, correteaba por las largas galerías de la finca y comenzaba a decir papá, mamá, abuela y abuelo. El clima era una fiesta constante de sonrisas y lágrimas a punto de romper con tanta dicha. Con el tiempo su mamá le enseñó a hacer los ruedos de las polleras y la nena cosía con mucha dedicación. Con su cabellera dorada, rizos y esos ojos azules embriagadores hasta parece la reina de Inglaterra” decía su tío abuelo.

Unas de esas tardes entre juegos y escondidas se metió en el cuarto de costura y tropezó con una mesa de madera que por el impacto se entreabrió la tapa del alhajero. Algo oscuro, gelatinoso se introdujo en su boca: ella sintió escalofríos pero siguió jugando. Al rato cayó desmayada junto a la vieja mesa del cuarto de costura. Los padres la llamaron y, al no tener respuesta se desesperaron. Buscaron como locos por toda la finca, ya con sus tíos acompañándolos. La vieron acostada al lado de la vieja mesa de madera con la tapa entreabierta del alhajero. Wilson se agachó y la zamarreó pero la niña no respondía. Salió corriendo a buscar al médico del pueblo. A caballo, al galope, su pecho se partía junto con su corazón. La tía y la madre de la niña, arrodilladas a su lado lloraban desconsoladas. El médico llegó a caballo, lo más rápido que pudo. La niña todavía respiraba. La revisó y su cara enmudeció. Sacó del maletín piel de cocodrilo un martillo romo y una pinza larguísima con una punta muy pequeña. Llamó al padre para que lo ayudara a sostener a la niña. ¡Y que no se mueva, la podría lastimar!, ordenó. Con la mano izquierda le abrió la boca e introdujo la larga pinza en su garganta. Comenzó a extraer un tul negro interminable. La niña se aliviaba y, al instante se ponía azul, asfixiándose. No podía terminar de extraerle todo el contenido del interior del cuerpito y cuando ya llevaba contabilizado unos cuatro metros de extracción. De repente, de la nada, la niña se ahogó, y su corazón se detuvo. En el siguiente segundo esos cuatro metros viscosos volvieron a introducirse ante la vista atónita de los presentes. El médico fijó la hora y anotó el momento justo del fallecimiento. Sus padres y abuelos lloraban desconsoladamente. Lo que hasta ese momento les daba infinita alegría se había ido sin que ellos pudieran entender. Entender el porqué. Todo el pueblo participó del velatorio. La vistieron de reina a ese pequeño angelito que había partido sin retorno. El padre y su tío abuelo se retorcían de ira. Su madre y su tía abuela rezaban por su alma. El único cura de la iglesia del pueblo estaba iracundo, nadie entendía qué le había pasado a la pobre niña y la desgracia que se había radicado en la familia. Al volver a la finca las mujeres entraron y se desplomaron en los sillones, sin emitir palabras. La consternación se había instalado en el recinto. Mezclado con un aire pesado, difícil de digerir. Los hombres enfilaron hacia el cuarto donde la tía guardaba sus costuras: querían reconstruir el hecho y encontrar respuestas. Lo primero que divisaron fue la vieja mesa de madera, y el alhajero cubierto de telarañas. Hacía años, Fátima, lo había depositado en ese lugar. Y se habían olvidado de él, y a quién perteneció. Una película en blanco y negro corría por el cerebro de Wilson. Y lo vio a Velázquez cuando se lo entregó a Fátima. El viaje en barco y el alhajero entre su equipaje. El traslado en carruaje y Fátima, su mujer, depositándolo en el cuarto de telas y encajes. Wilson se aventuró a abrirlo y, para su sorpresa, el interior estaba vacío. Quedaron perplejos y cayeron en la cuenta de que “la maldición” tenía que ver con el alhajero y la persona que lo entregó. Ya me acuerdo… ¡Velázquez!, hasta dormimos en su casa y comimos con él. Yo, a cambio de su hospitalidad le di todo lo que poseía: ropa, alimentos, objetos que había tomado del faro. Quedó pensativo y compungido. Estaba seguro de donde venía “la maldición”. Ayudado por el tío Rogelio prepararon el viaje al faro. En pocos días estaban embarcados y, con decisión firme y desesperada de arreglar cuentas con Velázquez. Era un pacto secreto. Las mujeres solo sabían que irían al faro en busca de respuestas. Fátima le suplicó, le rogó hasta arrodillarse que no fuera. Era lo único que le quedaba en la vida y no lo quería perder. A él, la ira, le salía por los ojos. Nada, ni nadie, lo podrían detener. Y a su tío Rogelio la cólera lo había poseído. Cuando arribaron después de una brava navegación con tormentas y tifones que los descomponían. Estaban bastante enfermos. En la isla el clima hostil les jugaba en contra. Caminaron con pasos decididos sin mirar el faro hacia el ala sur. Wilson sabía el recorrido de memoria. Caminaron... caminaron… y no encontraron la casa de Velázquez. Wilson vio un trozo de costilla de ballena en el camino que lo dejó perplejo. “Con la última tormenta fue arrancada la casa con Velázquez en su interior; llevándose sus secretos a los confines del mar”, pensó. Una impotencia demoledora lo invadió. Volvió por sus pasos con el tío siguiéndolo y se encaminaron al faro. Salió el prefecto Anchorena a saludarlos. Wilson sacó un pistolón del saco y batió de un solo tiro al prefecto en la cabeza. Entró al faro y roció la escalera caracol con el combustible de los faroles, prendió fuego.

Veían de lejos, las flamas y las ánimas quemándose.

Tomó el sendero que llevaba hacia el ala norte, buscó las cuevas y lo vio a Luchiano rezando. Se acercó con el arma en la mano. Luchiano al levantar la vista recibió un tiro entre los ojos finalizando así su miserable vida. Wilson agarró el rosario que se le cayó al piamontés. Lo puso en la mano de su tío y le cerró el puño. Le hizo jurar que lo enterraría en la tumba de su nieta y cuando pasaron por la restinga saltó al vacío. Rogelio quedó solo en ese desolado y tétrico paraje, esperando el barco y pensando cómo llevaría tan malas noticias a su mujer y a Fátima. Lo pensó pocos segundos y también saltó aferrado al crucifijo.

9

En Río Gallegos, las dos mujeres vivieron sumidas en la tristeza el resto de sus días. Ya nadie nombró al faro. Ni su título de San Juan Salvamento. Los pocos que osaron murmurar la historia la contaron con el nombre de:

“El faro del fin del mundo”.