Verminofibia
Las personas viven en total ignorancia sobre el caos que existe en el mundo, no saben cuántos peligros existe en él. El más peligroso es el que originan los gérmenes. Desde que nacemos nos llenamos de aquellos seres diminutos que nos van chupando la vida, poco a poco. Es espantoso si te das cuenta de las implicaciones que padece la gente si no se cuida. Ahora lo estamos pagando con la muerte. Desgraciadamente, la gente sigue de ignorante.
Mimeógrafo #136
Septiembre 2024
Verminofibia
Irving Antonio Aréchar
(México)
“¡No podía soportar más tiempo
sus sonrisas hipócritas! ¡Sentía
que tenía que gritar o morir…”
EDGAR ALLAN POE
Las personas viven en total ignorancia sobre el caos que existe en el mundo, no saben cuántos peligros existe en él. El más peligroso es el que originan los gérmenes. Desde que nacemos nos llenamos de aquellos seres diminutos que nos van chupando la vida, poco a poco. Es espantoso si te das cuenta de las implicaciones que padece la gente si no se cuida. Ahora lo estamos pagando con la muerte. Desgraciadamente, la gente sigue de ignorante.
Desde que tenía nueve años he tenido miedo de contagiarme de gérmenes. Ellos son los peores asesinos de la historia. Te matan y te succionan el cuerpo, hasta dejarte seco. Son como vampiros pero mil veces peores. La gente se ríe cuando les digo lo que estoy contando ahora. Me dicen que estoy exagerando, que estoy enfermo pero del cerebro. Si supieran lo que he visto, no se portarían tan altaneros conmigo.
Estudié la carrera de medicina porque quería salvar a la gente de los gérmenes, de los microbios y de todo aquel monstruo pequeño del que me ha atemorizado desde que era un infante. Pero, al entrar a mi primera clase de anatomía, observé a los cadáveres, y allí estaban lo gérmenes más aterradores que he vito. No eran verdes como se veía en la televisión o los libros de Ciencias Naturales en la secundaria. Tenían un color negro oscuro, con puntos rojos alrededor, más otras clases de seres que parecían ser insectos.
Esos insectos eran peludos, con la boca llena de colmillos y sus ojos brillaban con aquel rojo intenso cuando volteaban a verme. El miedo me volvió como en mi niñez, sentí un escalofrío en la espalda, en mi frente emanaba sudor que caía por mis ojos y después por las comisuras de mi boca. Estaban en el cuerpo y en la camilla de hierro. Se deslizaban lentamente, como esperando que metiera mi mano en el cadáver.
Aquellos insectos abrían sus bocas y los gérmenes se levantaban segundo después, retrocedí al ver esa escena, el doctor que me asesoró se acercó y preguntó qué me pasaba. Sentí su mano tocando mi hombro, es cuando reaccioné y vi esos mismos gérmenes en su mano. La aparté y salí de inmediato del lugar. Ya no quería más gérmenes, ni mucho menos personas llenas de ellas.
Terminé la carrera pero no ejercí la profesión de médico, no quería llenarme de gérmenes, ni mucho menos estar en un solo lugar con personas que se contagiaran de esos seres y que no les importara. Opté por dar clases. Todo a cierta distancia, sin que esos niños molestos me llenaran de sus gérmenes de casa.
No falta los padres que se quejan de la manera tan distante que trato a los alumnos, me dicen que los asusto. ¿A caso les importa el susto que me generan a mí? Ellos van a la escuela de sus casas, trayendo consigo esos horripilantes gérmenes, contagiando a todo el mundo y se molestan porque trato de ser precavido.
Nuevamente, me dicen que estoy enfermo, que necesito ayuda, yo les digo que son ellos los que no me entienden, no creen que estamos en crisis por no cuidarnos de esos gérmenes, que pronto nos arrepentiremos. Ahora sí pueden arrepentirse todos.
Siempre que salgo me traigo mis toallitas humedad para cuando paso dinero o tengo que abrir la puerta. También uso un cubrebocas para no andar respirando el aire tóxico que emana la ciudad y que hemos respirado siempre No toco el dinero ni la perilla de la puerta con nada que no sea la toallita. Llevo conmigo un suéter que lavé al día siguiente, por si acaso me piden que me siente. Me preguntan sí me siento bien, yo les contesto que sí. Hablan a mis espaldas como si fuera un marginado. Exacto me han marginado, pero porque son ignorantes. Ahora son presas de su propia ignorancia.
Con la comida, siempre le digo a Gloria que me la prepare sin condimentos y sin aceite. La sal y la pimienta, el aceite, todo eso atrae a los gérmenes y a los insectos. Yo lo he visto. Le pido que me lo traiga la comida a mi cuarto, donde estoy a salvo de esas alimañas amenazadoras. Me cercioro de que esté tapado el plato con un traste de plástico que compré, especialmente, para cubrir la comida de aquellos seres. La gente dirá que soy exagerado, hasta demente, pero en este momento, es cuando todos estamos muriendo por no hacer lo mismo que yo.
Por las noches tengo mi cama resguardada con una cortina de tela alrededor. Mi esposa, Gloria, a la que conocí en la universidad, y quien sí ejerce la carrera de doctora, me dice que la quite, pues hace calor al momento de dormir. Yo me estremezco con ese comentario y le respondo que “jamás la quitaré”. ¿Cómo podría desprenderme de aquello que me salva de morir?
Desde que empezó esta enfermedad he estado resguardado en mi casa, no salgo para nada, a no ser que sea necesario, lo cual tampoco tengo la necesidad de salir, pues Gloria es quien se encarga de atender esas necesidades. Yo me quedo en mi casa, encerrado en mi cuarto, con todas las aberturas de la puerta y ventana, tapadas. No podía correr ningún peligro.
Pero un día, postrado en la cama y su tela “protectora”, comencé a sentir dolores en la cabeza y pequeños espasmos en el cuerpo. Era como si los órganos del cuerpo intentaran salirse de mi cuerpo por sí mismos. Gloria había salido, no había nadie a quien alertar. El sudor salía de mi cuerpo a montones, a los cinco minutos podía sentir la almohada y el resto de la cama empapadas. Sentía ganas de vomitar pero no me podía levantar. Parecía un vegetal.
Es cuando el horror que sentí en mi primera clase de anatomía volvía para atormentarme de nuevo. Los mismos gérmenes negros, que eran más grandes esta vez, los mismos insectos con aquellos ojos rojos brillantes y enormes colmillos, más aterradores que en aquella ocasión. Mi miedo se intensificó, intenté mover los brazos y las piernas pero seguían sin responderme. Cuando estaban junto a la cortina de tela que cubría mi cama, pensé que eso sería todo.
De repente, vi que se detuvieron esos seres, pasó un minuto, antes de que uno de los insectos acercara su cara a dirección mía. Emanó una sonrisa burlona que me pareció diabólica. Puede ver como una de sus patas abría el cierre de la cortina para entrar. Es cuando me convulsioné, la mirada se me nubló y ya no supe más. Cuando desperté, estaba la cara de Gloria pegada a la mía, preguntándome qué me pasó.
-¡Fueron ellos!-le respondí débil, aún estaba aturdido.
-¿Quiénes?-preguntó Gloria.
-Los insectos de los que te platiqué en la escuela. ¿Te acuerdas?-era un comentario con respuesta que no era nuevo para ella. Como el resto del mundo, tampoco me tomaba en serio.
-Yo no vi nada-dijo Gloria de forma estupefacta, como si fuera producto de una pesadilla.
-¡Estaban aquí hace poco, Gloria!-le dije exaltado. Era como hablarle a la pared.
-¡No las veo, en serio!-contesta igual de exaltada.
-¡Estaban aquí cuando tú no estabas, igual los gérmenes negros, ellos debieron de hacerme algo. Necesito ir con el doctor. Me siento mal, Gloria. Debieron haber sido ellos.-dije a Gloria, esperando que, por lo menos, me creyera lo de mi enfermedad.
-Está bien. Pero tendrás que espera una hora, máximo, porque voy a preparar la comida.-dijo Gloria, mostrando esa reacción de convencimiento que había buscado por años.
-Gracias. No entiendo que me pasó. Esto no debería pasar-dije preocupado. Efectivamente, jamás me había enfermado de esa forma.
-Necesitas calmarte. Estás muy estresado desde que empezó todo este asunto. No se va a acabar el mundo. ¡Relájate!-dijo esto último Gloria, como si hubiera cometido una falta desde hace muchísimo tiempo.
Es frustrante cuando la gente que quieres no te respalda, es como si no les importaras. Es como el resto del mundo que cree que debería tratarme del cerebro. Yo no estoy loco. Los gérmenes son reales, y son peores de lo que nos han dicho de niños. Casi puedo jurar que se han puesto más dañinos con el paso del tiempo. Nadie lo nota pero yo sí. Están por todas partes.
Llegamos al hospital para pedir cita con el doctor, nos pidieron esperar a que llegara nuestro turno. No pasó un minuto después de sentarme cuando observó, detalladamente, el interior de la sala: gérmenes en las puertas, en las paredes, en la ventanilla donde Gloria habló con la enfermera. Cierro mis ojos después de presenciar esa escena, no me permito ver nada más, siento que voy colapsar de nuevo.
Es cuando le pido a Gloria que me ayude con mi situación. Ella no se inmuta en absoluto pero accede ayudarme a soportar mi pánico, en lo que pasa mi turno con el doctor. Reposo mi cabeza en sus piernas, intento cerrar mis ojos, pero luego me entra el miedo de un contagio por los gérmenes. Ahora es por Gloria.
Será mi esposa pero no quiero que sea la causante de mi inminente muerte. Le doy unos guantes de látex que tenía en mi bolsillo y le digo que se los ponga. Gloria se los pone, como buena compañera que es, y se los pone, dejando cualquier pendiente con esos horribles gérmenes.
Es cuando escucho que dicen mi nombre, la voz suena de un hombre, abro mis ojos y descubro que, efectivamente, es un hombre, con bata blanca. Era el doctor. Nos levantamos gloria y yo y fuimos a dirección del doctor. En eso, vuelvo a observar a los horribles y nauseabundos gérmenes que se deslizan por las paredes, puertas y ventanas. Puedo ver cómo varios de ellas se encontraban en una de las manos del doctor, estoy seguro de que era la que utilizó para abrir la puerta. Ahora está contagiado de esos asquerosos seres pequeños y dañinos. Ya no quería entrar. Gloria se puso a mi espalda, impidiendo mi escape.
El doctor me vio y preguntó si yo era quien había nombrado hace poco, le contesté que sí. Quiso saludarme con la misma mano llena de gérmenes. De nuevo, me entró el pánico, le dije a Gloria que lo saludara por mí, ella lo hizo, cortésmente.
El doctor, confundido ante mi reacción, me preguntó si estaba bien. Yo le dije que estaba bien pero que no me sentía cómodo saludando con la mano al descubierto. El doctor seguía sin entender. Fue hasta que Gloria, le susurró al oído algo que no pude escuchar bien. Tras terminar de escuchar a mi esposa, el doctor pareció haberse convencido. Mostro cara de antipatía hacia mí. Como si yo fuese el malo. No sabe que está infectado. Tampoco que está a punto de morir.
-Buenas tardes, señores. Soy el doctor Grimaldo.-dijo el doctor con el tono profesional que tienen los doctores siempre.
-Buenas tardes, doctor.-dijo Gloria con el mismo tono cortés. Yo no quise responder, sólo pensaba en los gérmenes y que él los tenía ya.
-¿Cuál es el problema, señor?-me preguntó el doctor, tomando su distancia conmigo, como debía ser.
-Me siento mal, doctor. Me duele la cabeza y me tiembla el cuerpo a cada rato. Me toco la frente pero no la siento caliente, el cuerpo lo siento diferente pero no se ve nada fuera de lo normal.-dije al doctor, exasperado por aquella situación que me tenía incómodo.
-¿Apenas ha presentado estos síntomas?-preguntó el doctor calmado. ¿Cómo puede estar calmado mientras los gérmenes se lo devoran vivo como a mí.
-No, es apenas que me está pasando. Doctor, creo que estoy infectado.-dije esto último, más como un pase de salida del consultorio, que como una evidencia para darme un tratamiento.
-¿De qué cree que está infectado?-pregunta el doctor, esta vez de forma sarcástica.
-De gérmenes. Están por todas partes, son horribles y enormes. Ya me han contagiado, igual que a gran de parte de la gente. Igual que a usted.-revelé el secreto, esperando que él me creyera.
-¿Cómo sabe que estoy infectado de esos gérmenes?-pregunta el doctor con el mismo tono sarcástico de la pregunta anterior.
-Lo vi hace rato. Cuando nos saludó desde la puerta de su consultorio. Están en su mano.-estaba al borde del éxtasis. Ya quería irme.
Es cuando gloria me agarra de la mano, intenta calmarme como antes en la sala de espera. Respiro hondo y cierro los ojos. Cinco segundos después los abro y veo abajo, y noto los mismos gérmenes que había en el doctor en la mano de Gloria. Se quitó los guantes que le di. Ahora ella también está infectada.
Me paro rotundamente de mi silla y me dispongo a salir del consultorio. Ya no puedo más. De nuevo, Gloria intenta detenerme de la mano y me frota el brazo para que me calme otra vez. Me dice que no pasa nada. El doctor se levanta y se dirige hacia nosotros y me dice que tengo que quedarme para unos estudios, que no estoy bien. Le respaldo la teoría, aunque noto una pequeña mirada en el doctor hacia Gloria. Es la misma que he recibido de la gente desde siempre, la que me indica que no me creen nada de lo que digo, la que dicen más “estás loco” que “yo te creo”. Ella también está de acuerdo. Siempre lo han estado. Me quieren encerrar.
Busqué la manera de zafar mi mano de la de Gloria, hasta que el doctor Grimaldo en mi hombro la misma mano que contenía esos gérmenes. Los podía ver desde cerca. Ya no eran unos cuantos, eran miles de ellos, pasaban como manada a mi hombro, pude observar también a aquellos insectos de ojos brillantes. Ellos se fueron siguiendo hasta mi cuello, donde incrustaron sus enormes y sangrientos colmillos en él. El dolor fue intenso, era como si me mordiera un perro grande, me entró la desesperación, y de nuevo quise salir.
El doctor Grimaldo y Gloria estaban asustando ante la escena que estaba haciendo, intentaron sostenerme entre los dos, pero no los dejé. Repetía mil veces que me dejaran salir, que “me están comiendo los insectos”. Alejé a los dos de mi camino, pero aún tenía a esos terribles insectos y sus enormes colmillos encima.
Ya estaba a punto de abrir la puerta del consultorio, cuando sentí algo en el pie. Era Gloria. Me estaba deteniendo. Aún sentía las punzadas de la mordida. Le grité que me dejara salir. No se soltó para nada, pasó un minuto y no me quería dejar salir. Es cuando el doctor se acerca a mí, con una jeringa en su misma mano infecciosa.
-Con esto te sentirás tranquilo.-me agarró del brazo con su otra mano. Intenté impedir que me inyectara lo hubiera dentro de esa jeringa. Gloria se levanta sin soltarme. Me dice que todo estará bien. Pero no puede calmarme. Me quieren matar. Me intentan matar. El sudor empezó a emanar de mi frente, hasta llenar mi rostro. Es cuando perdí los estribos e hice lo impensable.
De un puñetazo, me quité de encima a Gloria, quedó noqueada tras golpearse uno de los estantes del doctor. Después, quise zafarme del doctor Grimaldo, quien aún tenía la jeringa en su mano podrida por los gérmenes negros. Siguió sujetando mi brazo con su otra mano, pero me solté de inmediato, con un zarpazo que le puse en su mano. Lanzó un grito tras recibir el golpe. Soltó la jeringa, y de repente, se escuchó el vidrio romperse, dejando salir el líquido que iba a poner en mi cuerpo. Entré en un estado de angustia, que dicen, era parecida a la locura. Lo siguiente que recuerdo, fue agarrar uno de esos cuchillos que utilizan en las cirugías.
Al agarrar el cuchillo, sentí una ira que no había sentido antes, por los gérmenes, por Gloria, por el mundo entero. Lo miré encolerizado al doctor Grimaldo, quien en ese momento, tenía el pavor expresado en sus ojos, tras verme con el cuchillo en la mano. Él retrocedía y yo me acercaba hasta que lo vi que se detuvo por culpa de su escritorio, es cuando mi enojo se desbordó a niveles más allá de mi comprensión. Es cuando todo se me nubló.
Cuando recuperé el sentido, logré escuchar a Gloria y a la enfermera que nos atendió llorar de desesperación. No entendía por qué estaba llorando, hasta que percibí mis manos. Estaban manchadas de algo parecido a la sangre. Observé mi playera e, igual estaba manchada de lo mismo. Miré más abajo y, observé al doctor Grimaldo tirado en el suelo, boca abajo, con el piso alrededor de él bañado en sangre, su sangre. Tenía la boca abierta y los ojos desorbitados. Pero no se movía, ya no estaba vivo.
Mi impresión fue tanta, que salí solo de la habitación, Gloria no me acompañó, no quiso hacerlo. No la culpo. Cometí un crimen. Sin embargo, en este caso, puedo argumentar que no fue mi culpa. Seguí avanzando hasta salir completamente del hospital. Enfermeros, doctores y el resto del personal y algunos pacientes en la sala de espera, intentaban ver por el interior del consultorio. Querían saber lo que había hecho. Lo que me habían obligado a hacer.
En ese momento, siento algo que me carcome los brazos, me rasco sin mirarme aún. Todavía estaba impresionado por lo que había hecho. Es cuando la comezón se hacía más grave, que me miro los brazos y veo la peor de las escenas. Los gérmenes negros que me llenan los brazos hasta llegar a los hombros. Los insectos de siempre que no paran de morderme. Ya no sentía los brazos. De nuevo, sentí el mismo pánico que me desbordé a tal punto, que lancé un grito estruendoso, que creo que todos la oyeron en el hospital.
Tuvieron que amarrarme las manos y las piernas para que no me escapara, mucho menos hacerme daño. Y desde entonces estoy aquí.
Todo ha sido dividido entre momentos bueno y momento malos, sin embargo, no puedo quejarme al respecto. Finalmente tengo el cuidado que siempre quise. Me siento solo pero, me traen comida y no tienen que abrir la puerta para servirme, me miran por una ranura para saber que no me haré daño. Idiotas, si supieran que me hicieron un favor. Ahora estoy libre de todos, hasta de los gérmenes y los insectos rastreros, nauseabundos y asesinos.
La comida me la llevan igual que me la llevaba Gloria: sin condimentos y tapado con un traste de plástico. Yo sé que lo hacen más por sentir lástima hacia mí, que por cuidado a mi persona. Pero no me molesta ni me entristece. Está bien para mí. Ellos son los que pierden la oportunidad de vivir más por no seguir el mismo protocolo que yo.
Ahora que el mundo se está acabando por culpa de su ignorancia, lo único que tengo que hacer es esperar a que ellos mismos se consuman por su mismo error. La mayor tragedia hecha por el hombre, de la que nunca quisieron prevenir.