Tokio blues — Haruki Murakami
“La muerte no es lo contrario de la vida, sino una parte de ella.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Noviembre 2025

Tokio blues (Norwegian Wood)
deHaruki Murakami
La memoria que nunca termina de irse
El viajero de las palabras
“La muerte no es lo contrario de la vida, sino una parte de ella.”
— Haruki Murakami, Tokio blues
Apenas pongo un pie en el universo de Tokio blues, la ciudad se abre como una habitación demasiado silenciosa. Hay un olor a lluvia reciente, a asfalto húmedo, a hojas que comienzan a pudrirse bajo los zapatos de estudiantes que caminan sin mirarse. El viento trae consigo un acorde remoto de los Beatles, como si alguien hubiera dejado caer la aguja sobre un viejo vinilo en un cuarto que ya no existe. Y entonces avanzo, siguiendo esa música que parece brotar de la memoria misma, hasta que me encuentro caminando detrás de un muchacho de veintiún años que mira el mundo como si estuviera a punto de deshacerse entre sus dedos.
Ese muchacho —Toru Watanabe— no sabe que lo observo. Yo, viajero de las palabras, camino unos pasos detrás, viendo cómo el peso de su pasado cae sobre él como una llovizna persistente. No estoy aquí para juzgarlo, ni para rescatarlo, ni para modificar la ruta que la historia ya le tiene trazada. Solo camino, escucho, siento. Habito ese mundo que Murakami levantó con una delicadeza casi insoportable, hecha de silencios, de gestos mínimos, de habitaciones pequeñas donde la soledad se convierte en una forma de compañía.
Porque Tokio blues no es una novela de grandes acontecimientos: es una novela de atmósferas. Y al entrar en ella, uno no puede evitar sentir que ha traspasado una frontera invisible hacia un lugar donde cada emoción se escucha como si ocurriera dentro de un cuarto cerrado. Aquí las voces no se gritan; se murmuran. Aquí los recuerdos no se recuerdan; se duelen.
Camino junto a Toru por los pasillos de la universidad, entre manifestaciones que nunca terminan de perturbar su ensimismamiento. El ruido político, el hervidero social de fines de los sesenta, es apenas un murmullo detrás de la verdadera batalla: esa que se libra en el interior de un joven que intenta, con torpeza y honestidad, descifrar el mapa de su corazón.
Los estudiantes pasan corriendo, levantan pancartas, discuten sobre justicia y revolución; sin embargo, Toru parece vivir en un Japón aparte, uno hecho de cafés donde las conversaciones se extienden como sombras, de habitaciones donde la luz entra tímida, de encuentros que nunca se terminan de comprender del todo. Él es un muchacho que no sabe aún cómo sostener las pérdidas que la vida le ha dado demasiado pronto.
Y mientras lo observo, siento que la novela me abraza con una tristeza antigua, esa que no necesita tragedias explícitas para ser devastadora. Basta la mirada extraviada de Toru. Basta la herida que se abre cada vez que piensa en Kizuki, su amigo de la adolescencia cuya ausencia lo sigue como una sombra que no sabe desaparecer.
Un día —un día cualquiera, uno de esos días que el tiempo podría confundir con cualquier otro— aparece Naoko. La veo caminar junto a Toru por las colinas de Tokio, y hay algo en su paso silencioso que presagia una fragilidad imposible de sostener. Ella habla poco, pero cada palabra que pronuncia parece cargada de un peso que amenaza con quebrarla.
Me acerco un poco más. Camino a su lado. Escucho.
Toru la mira con un amor que no sabe cómo nombrar, un amor hecho de melancolía, de protección, de un deseo casi infantil de reparar aquello que la vida ya dañó. Pero Naoko pertenece a otra frecuencia: la de los que viven demasiado cerca del borde, la de los que cargan un dolor antiguo que no puede explicarse sin que se quiebre la voz.
Murakami la dibuja con una delicadeza desgarradora. No la juzga, no la dramatiza, no la convierte en arquetipo. Simplemente la deja ser: un alma que camina en puntas de pie sobre un mundo que se deshace bajo sus pasos.
Y yo, viajero, siento que la lluvia cae un poco más fuerte cuando ella habla. Hay algo en el aire que se tensa, algo que me dice que la historia no la dejará marchar indemne.
A veces, cuando la sombra de Naoko se vuelve demasiado pesada, la novela abre una puerta hacia la luz. Y por esa puerta entra Midori: desordenada, vital, impredecible, con una manera de mirar que parece capaz de incendiar cualquier cuarto. Ella no camina; irrumpe. No susurra; pregunta. No se esconde; se ofrece.
La sigo mientras sube por las escaleras de la universidad, mientras ríe de manera escandalosa en un bar donde todos fingen no oírla, mientras habla de su vida con una honestidad que desconcierta a Toru. Hay algo en ella que parece decirle al mundo: “Aquí estoy, tomen lo que quieran, pero no esperen que me quede quieta”.
Midori es, quizá, una de las apariciones más luminosas de la novela. No porque no cargue sus propias heridas —todas las personas en Tokio blues sangran de algún modo— sino porque su manera de enfrentarse al dolor es distinta: como si decidiera vivir aunque duela, como si el sufrimiento fuera un río que se navega, no un mar donde hay que hundirse.
Y Toru, atrapado entre la sombra suave de Naoko y la luz inquieta de Midori, descubre que amar es también elegir la forma en que uno quiere recordar la vida.
La isla de reposo donde Naoko se interna aparece ante mis ojos como un lugar suspendido en el tiempo. Camino por sus senderos silenciosos, escucho el sonido de los pasos sobre la hierba húmeda, siento el frío que baja de las montañas. Es un refugio y, al mismo tiempo, un recordatorio de todo lo que se ha roto.
Aquí el mundo parece hablar en un lenguaje distinto: el de las voces que han perdido algo que no se puede recuperar. Naoko camina entre esos árboles como si buscara un hilo invisible que la mantenga unida a la vida. Reiko, con su guitarra y sus historias que duelen como verdades demasiado viejas, la acompaña como quien acompaña a una hermana que no quiere quedarse sola en la oscuridad.
A veces me siento en la puerta de la cabaña y escucho la música. Una música que parece llegar desde un tiempo al que solo se puede acceder mientras el corazón está quieto. Una música que, de algún modo, sostiene a la novela entera.
Regreso a Tokio. Regreso al ruido. Regreso a Toru, que intenta comprender lo incomprensible: que hay dolores que no se curan, que hay personas que no regresan, que la memoria es una habitación donde la luz apenas se atreve a entrar.
Y sin embargo, hay algo en él que insiste en vivir. Algo que, a pesar de la nostalgia que lo arrastra una y otra vez hacia los días compartidos con Naoko, le dice que la vida continúa. Que la vida —como la música, como el amor, como la pérdida— no se detiene para esperar a nadie.
Mientras camino a su lado hacia el final de la novela, siento que el mundo de Tokio blues se vuelve cada vez más transparente. No porque la historia se simplifique, sino porque las emociones se han vuelto tan nítidas que ya no requieren explicarse. Basta respirar para comprenderlas.
Murakami logra algo extraordinario: construir un libro íntimo, pequeño en apariencia, pero tan vasto en su eco emocional que uno siente que podría vivir dentro de él durante años. Tokio blues es la memoria convertida en novela. Es el canto tenue de una juventud que sabe que ya está perdiéndose. Es la aceptación de que la vida no siempre responde, no siempre cura, no siempre ilumina.
Y sin embargo, mientras observo a Toru detenerse en un cruce de calles, con la ciudad latiendo al fondo como un corazón demasiado grande, siento una certeza suave, casi imperceptible: la vida —con sus heridas, sus silencios, sus nostalgias— merece ser vivida.
No porque sea fácil. No porque sea justa. Sino porque, incluso en los momentos más oscuros, hay algo que nos llama desde el interior: una voz que dice “continúa”, un hilo que se niega a romperse, una música que sigue sonando aunque ya no sepamos de dónde viene.
Salgo del mundo de la novela con un nudo en la garganta y la sensación de que he acompañado a un par de almas que intentaban, desesperadamente, comprender quiénes eran. Y mientras cierro la puerta detrás de mí, escucho una última nota de “Norwegian Wood” que se desvanece en algún lugar del recuerdo.
Y sé —como lo sabe cualquiera que haya amado, perdido y recordado— que esa música no se irá del todo.
Porque Tokio blues no es una novela que se lea:
es una novela que se queda.
Contexto de la obra
Publicada originalmente en 1987, Tokio blues (Norwegian Wood) marcó un punto de inflexión tanto en la carrera de Haruki Murakami como en la literatura japonesa contemporánea. Aunque Murakami ya gozaba de cierto reconocimiento, fue esta novela —melancólica, íntima, profundamente emocional— la que lo convirtió en un fenómeno internacional. Escrita con una claridad casi hipnótica, se aleja del tono más fantástico o surrealista que caracteriza gran parte de su obra posterior y previa, para adentrarse en un territorio más silencioso: el dolor, la formación emocional y la fragilidad de la juventud.
Ambientada en el Japón de finales de los años sesenta, la novela captura un país en transformación: movimientos estudiantiles, tensiones políticas, grietas culturales y un sentimiento generalizado de incertidumbre. Sin embargo, Murakami utiliza ese contexto histórico solo como un murmullo: lo que realmente importa es la vida interior de Toru Watanabe, un joven universitario que intenta comprender el amor, la pérdida y las heridas invisibles que definen el paso hacia la adultez.
La obra dialoga con la música —especialmente con “Norwegian Wood” de The Beatles— como un hilo emocional que acompasa la memoria. También está atravesada por la soledad, la sexualidad, la enfermedad mental y la imposibilidad de retener aquello que inevitablemente se desvanece. Tokio blues es una novela de atmósferas: suaves, grises, suspendidas como una luz que nunca termina de amanecer. Un libro que mira hacia atrás con nostalgia, pero que también interroga el presente con una honestidad desarmada.

