Sonrisas de papel

Dicen por ahí que el matrimonio es un acto de amor incondicional, entre dos personas que se juran gran fidelidad; otros dicen, que es un contrato firmado por gentes interesadas en contraer experiencias maritales con intereses personales. Una difícil percepción, sobre todo en una época, donde el amor ha pasado a nada menos que un producto comercial.

NARRATIVA

Irving Antonio Aréchar ​(México)

1/25/2024

Mimeógrafo #128
Enero 2024

Sonrisas de papel

Irving Antonio Aréchar
​(México)

Tenía que seguir sonriendo,
oír cómo le repetían lo feliz que
era, fingir serlo, hacerlo creer”.

GUSTAVE FLAUBERT

Dicen por ahí que el matrimonio es un acto de amor incondicional, entre dos personas que se juran gran fidelidad; otros dicen, que es un contrato firmado por gentes interesadas en contraer experiencias maritales con intereses personales. Una difícil percepción, sobre todo en una época, donde el amor ha pasado a nada menos que un producto comercial. Y es que, la frase, “felices para siempre”, pasa a ser algo más que un puñado de palabras convencionales. Muchas veces, indica una alegoría que anuncia el acompañamiento de las más puras y alegres intenciones, como también, los más oscuros y retorcidos pensamientos.

Verónica Luna experimentó el tormento de su familia, a temprana edad, a causa de su padre, quien asediaba a su madre en todo momento, con comentarios desalentadores acerca de sus labores domésticas, desacreditándola frente a todos, llamándola “fea”, “estúpida”, “inútil”, y por último, “puta”.

El padre de Verónica, aparte de ser un tirano con su madre, y más tarde con ella, también era un alcohólico. Muchas noches, la señora aguardaba en vela la llegada de su esposo, con su pequeña, ya dormida, sólo para que éste la recibiese con golpes e insultos, reclamaba las constantes desveladas que tenía que aguantar, por su culpa. El hombre, más que sentir pena por su mujer y su hija, que dormía tranquilamente en su cuarto, le dejaba en claro que “mejor no se metiese en sus asuntos”. Cuando no entendiera el mensaje, él se encargaría de recordárselo por las malas.

Pero llegando a la edad adulta, Verónica consiguió liberarse de sus monstruos, consiguiendo el trabajo de sus sueños, como vendedora de bienes raíces, siendo la mejor en una ambiente dominado por hombres. Su gran desempeño ante el sexo opuesto, la hizo ganarse el apodo de “la encantadora de hombres”. Sería un reconocimiento que muy poca satisfacción le vendría, ya que ella recordaría en su niñez las veces que no pudo calmar el temperamento de su padre, ni tampoco evitar el estrés y dolor que aquello le causó a su madre. Aunque, le vendría mucho a la mente: su sonrisa, suave y sentimental, que la convencía en todo momento de que todo estaría bien después.

Verónica tenía el encanto que se les caracteriza a los vendedores, pero también tenía una mirada intimidaba a cualquier macho alfa. Sin embargo, para aquellos que la conocían desde niña, su actitud tiránica y su semblante de hierro, no eran más que una máscara para ocultar su verdadera personalidad. Ella era lo más parecido a un “sol de primavera”, destellando brillo en donde fuera feliz y a quien mereciera su felicidad. Eso sí, ganarte su cariño era, para cualquiera, un reto muy difícil. Fue entonces que conoció Sebastián Corrales.

Era un nuevo empleado en la empresa que manejaba Verónica, recién graduado de la UNACH, en Administración de empresas. De inmediato, la chica lo consideró al tipo un “novato sin cerebro”. Sin embargo, para sus compañeras de trabajo y amigas de vida, lo consideraban un “buen partido”. Eso a ella no le impresionó para nada, hasta que lo vio en acción.

Sebastián demostró ser algo más que una “cara bonita”. El tipo era apasionado con las ventas que le mandaba a hacer su jefa, e implacable con los clientes de la empresa. De inmediato, hubo una conexión entre empleado y jefa, que más tarde terminó en amor a primera vista. Cada encuentro entre empleado y jefa sacaría en Verónica las sonrisas más puras que hayan podido ver todos en el trabajo. Es cuando pensaron: “Finalmente, llegó el indicado”.

Y, como si hubiera habido una bola de cristal que afirmaba el futuro, Verónica tendría su primera relación formal. Más pronto de lo que pensaron en la empresa, vivirían en una misma casa y seis meses después tendrían su boda. La mujer, aseguraban sus amigas, estaba en una especie de trance mental, debido al encanto de su pareja. Verónica manifestaba no entender el sentimiento que tenía hacia Sebastián, mucho menos describirlo. Con el tiempo, se le olvidó pensar en ello.

El día de la boda llegó, la ceremonia tendría una orquesta sinfónica, con las canciones favoritas de cada uno. La comida, las bebidas, las mesas y sillas con su número correspondientes, estaban en su respectivo orden. Los invitados presentes: amigos y familiares más queridos por los dos, presenciaban lo que para Verónica se definiría como “el mejor día de su vida”. La hora del baile presentó a los ahora esposos en la pista, danzando con todo su esplendor, no viendo a nadie más que a ellos mismos. En ese momento, Verónica no pediría nada más.

Seis meses más tarde, Verónica y Sebastián le darían la bienvenida a la que sería la niña más hermosa del mundo. La noticia de la llegada del bebé tendría emociones divididas. Mientras que a la futura madre le vendría un júbilo de felicidad, al futuro padre, la noticia le traería pesar y enojo. Afirmaba que él aún tenía mucha diversión por experimentar, y que un bebé le quitaría esa oportunidad. La pareja discutiría sobre la realidad que en dentro de poco tendría que enfrentar. A Sebastián no le quedó más remedio que aceptarlo. El día que Verónica dio a luz, el hombre no dio señales de vida.

Resultó ser una niña. Su nombre sería Cristina. Al principio quedó decepcionada, al notar varias facciones en su hija muy parecidas a Sebastián: el color de piel, los ojos café oscuro, el cabello ondulado. Pero fue cuando la bebé le sonrió por primera, luego de ver a su madre, que Verónica sintió la felicidad, nuevamente. Se dijo a sí misma: “Eso es mío”. Ella le devolvería el gesto a su hija. Sería el segundo mejor día de su vida. Por desgracia, también sería el último.

Debido a su condición, Verónica faltaría al trabajo para reposar y atender a Cristina. Sebastián se encargaría de la empresa, atendiendo el trabajo que a su esposa le tocaba hacer. Pero Verónica jamás consideró las oscuras intenciones de su esposo. Pronto se dio cuenta de que Sebastián le arrebataría su puesto, su empresa, y más tarde, su dinero. Pero no se quedaría así nada más. Más tarde, el hombre de adueñarse de algo más: su integridad.

Sebastián impondría las reglas en la casa. Todo lo que hiciera y dejara de hacer, tendría que llegar a oídas de él. Verónica, quien se había considerado una mujer dura y difícil de dominar, encontraría su talón de Aquiles. Cristina también tendría que acatar los mandatos de su padre, quien más tarde, le haría ver una de las escenas más traumáticas de su vida.

Una noche, como las que Verónica había estado acostumbrada desde su infancia, Sebastián llegó a la casa con la ropa del trabajo desarreglada, los ojos rojos y aliento a alcohol. La esposa, recordando su experiencia de niña, a su padre llegando a altas horas de la noche, causándole a su madre la peor de las angustias. Pero esta vez, a Sebastián no se lo dejaría pasar. No sólo lo encontraría en estado de ebriedad, también le detectaría en su vestimenta, un aroma diferente. No de alcohol, sino a perfume. No de hombre, sino de mujer.

Verónica sabía reconocer la fragancia que utilizaba para ir al trabajo, y aquella esencia en la ropa de su esposo no era la suya. Era de otra mujer. No importaba si era conocida o no, si lo había hecho una vez o varias, en cuanto reconoció el perfume de aquella “usurpadora” (según lo imaginaba Verónica) en su ropa, una sensación de rabia y celos se apoderó de ella. Le había tolerado sus juergas clandestinas y llegadas tardías a la casa. La infidelidad, jamás.

Las quejas de su esposa retumbaban sus oídos, sin entender la razón de su molestia. Fue hasta que Verónica le hizo notar el aroma a perfume de mujer en su ropa, que Sebastián entendió la referencia. Él no fue capaz de negarlo. Al contrario, se sentía orgulloso de haber saboreado la carne de otra fémina.

Verónica sintió más indignación. Le haría pagar a su esposo su infamia con ella y con su hija, quien no merecía que su padre engañara a su madre por puro gusto. Pero Sebastián le recordaría que fue decisión de ella haber tenido a Cristina en primer lugar. Afirmó nunca haber querido a su hija. Y aseguró jamás sentir nada por ella, aunque muriese ese mismo día. Al escuchar esas palabras, Verónica se abalanzaría sobre él, en un arranque de furia incontrolable que desató contra su esposo, que por desgracia, perdería la batalla.

Sebastián sólo necesitó un pequeño esfuerzo físico para lanzar a Verónica hasta la mesa de la cocina, dejándole una herida en la ceja izquierda, manchando su rostro de sangre. En cuanto se sintió la cara, Verónica dejó a un lado su furia, a cambio de un dolor que la quemaba por dentro. A pesar de ello, no quiso despertar a Cristina con sus gritos. Sebastián aprovecharía el silencio de su esposa, para decirle lo siguiente:

—Espero que te quede claro con quien te metes, estúpida. Yo soy el dueño de todo esto. La casa, tu trabajo, tu hija. Todo es mío ahora. Puedo mandarte a la chingada cuando yo quiera. Incluso puedo hacerte desaparecer cuando a mí se me dé la gana. No puedes ganar. ¿Está claro, pendeja? —la pobre Verónica, sujetando su ceja lastimada, no tuvo más remedio que aceptar su derrota.

Después de esa noche, Sebastián ya no sería nunca más el esposo y padre generoso, encantador y apasionado con quien Verónica contrajo nupcias, y más tarde, formarían juntos a Cristina. La vida que pretendió formar con él, se había convertido en el peor de los infiernos.

La vida de casada resultaría peor que un calvario, recibiendo ordenes en todo momento, atendiendo sus mandatos sin descanso y recibiendo fuertes castigos físicos, lo cuales, Cristina presenciaría la mayoría de ellos. Era el mismísimo Diablo. Estaba dispuesta a torturarla de la peor manera posible, hasta oírla suplicarle terminar con su sufrimiento. A verónica no le importaba en absoluto recibir semejante tortura, mientras tuviese que recibirla su hija.

Más temprano que tarde Cristina, con seis años de vida, sería el blanco de la ira de su padre. A Sebastián ya no le complacía sólo descargar su ira con su esposa. Ahora era la infante, quien menos tenía la culpa de todo, pero la que más, severamente, recibiría los castigos. Si no era con el cinturón, sería con un zapato los artefactos que aplicaría en la niña, provocando un terrible dolor en ella en su parte baja, llorando a todo pulmón, siendo imposible para Verónica incapaz de calmar su angustia.

El cariño incondicional que Cristina alguna vez le tuvo a su padre, se esfumó de pronto, dejando paso a un terror que le provocaría pesadillas constantes, mojando la cama. Verónica perdería la cuenta de las veces que tuvo que lavar la sabana de su hija. La madre no sabría qué hacer ante el sufrimiento de su hija, que jurarle que “pronto acabaría”, con una de sus mejores sonrisas calmarla a ella y a sí misma.

Pero no podría estar tranquila. Cada día que pasaba con el Diablo que tenía por esposo, temía lo que pasaría si su enojo escalaba a niveles más peligrosos. Sufría insomnio por las noches, acostada en la cama con Sebastián, roncando a todo pulmón, disfrutando del sueño que a su esposa le estaba quitando.

Mientras Sebastián salía al trabajo y Cristina a la guardería, Verónica aprovecharía la ocasión para salir a hacer visitas clandestinas con amigos y familiares. No eran por placer o diversión. Sino para escapar del mundo de dolor y sufrimiento al que se veía encerrada. Necesitaba salir a tomar aire fresco, como también, buscar personas que la ayudasen a liberar la tensión y, por qué no, buscar una solución.

Su madre falleció siendo niña, y su padre moriría diez años después, a causa de infarto. Era curioso que lo supiera, pues no se hablaban desde que Verónica estudió la universidad. Con sus suegros tampoco encontraría una solución. Incluso cuando les contó lo sucedido y mostró los moretones que tenía en la cara y el cuerpo, ellos mantenían su postura de padres protectores. Sería la última vez que los visitaría. Con sus amigas tendría más suerte para expresar todo el dolor y sufrimiento que llevaba acumulado. Una de ellas, su mejor, según Verónica, le recomendó una absoluta: “Denuncia”.

La idea de imponer una denuncia al padre de su hija, con el riesgo de que podría quedarse en la cárcel por un corto tiempo, para después volver a la casa y desquitarse con ella de una forma aún peor de lo que había experimentado hasta ahora, no le daba buenos presentimientos. Le reclamaría a la amiga por pensar en aquella barbaridad

-Sé que es el padre de tu hija. Pero te ha hecho la vida imposible por mucho tiempo. Sólo mírate, amiga. Te ves igual que a un esqueleto. Ya no comes, ya no duermes. Ya ni siquiera puedes ver al frente, sin asegurarte primero de que no haya nadie detrás de ti. Te estás desmoronando, amiguita chula.-Le daba vergüenza a Verónica saber que su condición era notoria para su amiga. Se preguntaba si había sido notoria para todos los demás a quienes visitó.

—Aún así, amiga, no voy a denunciar a Sebastián. Él es quien maneja todo mi mundo, aunque me cueste aceptarlo. No puedo hacerlo. ¿Quién sabe lo que pasaría si sale libre en el proceso? No sé qué sería capaz de hacernos a mí y a Cristina —el miedo que sentía Verónica era notorio para la amiga, que hasta ella se sintió abrumada.

—Será mucho peor si no haces nada. Fíjate en tu hija. Ya te ha visto ser golpeada por Sebastián. ¿Quieres que te observe cuando te remate de un puñetazo? Encima de que te mata, puede que le haga lo mismo a Cristina. Ve a la policía y haz la denuncia. Demándalo también. Voy contigo a la delegación, si es necesario, amiga —suplicaba la amiga, esperando que ella lo hiciese.

—¡No! Ya no quiero seguir hablando de esto. Ya se me hizo tarde. Ya debe estar por llegar Sebastián a la casa. Se molestará si no estoy allí —su semblante de Verónica denotaba angustia al mirar el reloj en su muñeca. Imaginaba lo peor si llegaba tarde.

Las amigas se despidieron, no sin antes recordarle a Verónica que llamara, en caso de tener un problema. Verónica le respondería que no habría necesidad, que “todo estaría bien”. Le enseñaría una sonrisa, como señal de confianza. Pero ésta era diferente: voluble, cambiante. Como una hoja de papel que arrugas y desarrugas al mismo tiempo, sólo para saber que aún es como tal. Sobre Verónica, era su manera de convencerla a la amiga de que “vendría la calma después de la tormenta”. Pero, muy en el fondo, la amiga sabía que aquella tormenta se había convertido en tempestad, arrasando hasta el mínimo pedazo de humanidad de Verónica.

Sebastián se enteró del escándalo que había causado su esposa, al contarles sobre la situación que estaba viviendo ella a causa suya. Esa imprudencia se la cobraría esa noche, azotándola con el mismo cinturón con el que reprimía a su hija. Para desgracia de Cristina, la pobre no sólo presenciaría la acostumbrada escena de su madre siendo golpeada, sino que también recibiría una pequeña parte del castigo: diez azotes, con el cinturón.

El castigo que recibió la niña resultaría peor que el de su madre, siendo ella la menos culpable. La razón que tenía Sebastián de arremeter contra su hija, era porque Verónica estaba inconsciente por los azotes que le propinó. La pobre mujer se desvaneció tras el tercer latigazo con el cinturón, dejándole con ganas a Sebastián de seguir golpeándola. Para desquitar su ira, la utilizaría a su hija, utilizando toda su fuerza contra ella, haciendo caso omiso ante la clemencia de Cristina, que suplicaba que dejara de golpearla. Cuando terminó, la pobre niña lloraba a todo pulmón, mientras intentaba pararse, a causa del dolor. Cuando se paró, se fue a su cuarto, y no salió hasta el día siguiente.

Verónica, por desgracia, presenció el castigo inhumano de su esposo a su hija. Eso fue suficiente para ponerle el ultimátum definitivo. La había lastimado por última vez. Ya no más. Al día si siguiente, mientras Sebastián estaba en el trabajo, Verónica alistó sus cosas y las de Cristina y salió de inmediato de la casa. No vería por la espalda, ni daría marcha atrás. Había sido suficiente para ella, al igual que para Cristina.

Pero no podían ir tan lejos como quisieran las dos. Le bastó sólo dos semanas a Sebastián para encontrarlas, con ayuda de amigos influyentes, capaces de localizar el paradero de cualquiera, logró localizar a su esposa e hija. Verónica y Cristina miraban aterrorizadas a su esposo y padre, abriendo la puerta del rancho de Camacho, en las afueras de Villacorzo, donde se escondieron durante tres días, para arrastrarlas al infierno al que habían tratado de escapar.

Sebastián no podría dejar pasar aquella falta. Esa misma noche, como las acostumbradas previo al escape mal ingeniado, se las haría pagar a las dos. Utilizaría, ya sea el cinturón o una vara de hierro delgada, para azotar la humanidad de su esposa e hija. Verónica podía soportar el dolor, pero Cristina lloraba a pulmón batiente cuando le tocaba la vara, siendo testigo su madre de cómo la golpeaba salvajemente.

Las idas a la escuela se volvieron para Cristina una situación de estrés excesivo, pues debía llevar cualquier ropa que la ayudase a ocultar los moretones causados por los golpes propinados por Sebastián. La peor situación venía más tarde, cuando sus compañeros y maestros le preguntaban, cada vez que la veían angustiada o temerosa de algo o alguien, qué le ocurría. En ese momento, se volvía una bomba del tiempo. Era cuestión de que alguien presionara un poco, para hacerla estallar. Es cuando recordó lo que Verónica le recomendaba cuando salía de casa: “Diles que te caíste del baño. Procura sonreír cuando lo digas”. Y así lo hacía, dejando a los curiosos satisfechos por un tiempo. Pero para Cristina, era revivir una vorágine de tristeza, al que nadie, ni siquiera ella misma, podía calmar.

A Verónica le iría igual o peor que a Cristina. Se ocultaba en el cuarto de su hija, llorando en silencio, avergonzada por no poder salvarla del infierno al que estaban sujetas las dos. Es cuando deseaba morir, para acabar con su sufrimiento. Pero no podría hacerlo. Cristina la necesitaba. No podría dejarla sola, a merced de su esposo, que quien sabe lo que sería capaz de hacerle, sólo por puro placer. Los amigos y familiares que la visitaba todos los días, no ocultaban su pena al verle el rostro demacrado, con moretones que la marcaban de la frente hasta el mentón, ofreciéndoles el mismo consejo: que lo denunciara. Como la primera vez, Verónica se negaría a tomar esa opción.

Es cuando Verónica recodó las incontables veces que su padre atormentó física y emocionalmente a su madre, con ella observando desde un rincón de la casa, temiendo que algún día, le pasara lo mismo a ella. Su padre jamás cambió, pero con Sebastián había oportunidad de que pudiese cambiar, según Verónica. Se miraba en el espejo de su baño, y le decía a su reflejo: “Yo sé que puede cambiar. Él me ama, y yo sé que algún día amará a Cristina. Sólo es cuestión de tener fe”. Se daría una sonrisa a sí misma, como muestra de convencimiento, que muchas veces le haría entrever a amigos y familiares. Un error terrible.

A Sebastián jamás se le ocurrió parar con la agresión, pues para él, le hacía sentir dominante. Igual que en su trabajo, en su casa, él se sentía ser el “rey absoluto”. Con el tiempo, Verónica y Cristina fueron perdiendo su brillo. No dejaron de recibir visitas. Para la madre y la hija, tener visitas representaba un alivio para ellas, pues era el momento donde no podían recibir los castigos de quien se autoproclamaba a sí mismo: “el hombre de la casa”. Verónica ya no era capaz de hablar, sin antes sufrir un ataque de nervios. Mucho menos Cristina se atrevía a salir de su cuarto, sin asegurarse de que su padre no se encontrase afuera. Todo estaba mal, y podía ponerse peor.

Pero Verónica aún mantenía la esperanza, recordándoles a sus familiares, a sus amigas, y sobre todo, a su hija, quien ya tenía sus ya cumplidos doce años, de que “muy pronto mejorarían las cosas en casa”. Pero ya nadie le creía. Todos la consideraban histérica, debido al sufrimiento que recibía a manos de su esposo. Por más que quisieron ayudar, la misma mujer no se los permitía. Ella vivía en una utopía que repetía una y otra vez en su mente, imaginando ese mundo feliz que nunca llegaría. Pero Verónica debía perseverar ante todo, y la mejor manera de probarlo, era ensayando su sonrisa de papel.