Ray Bradbury (Estados Unidos) - El Sonido del trueno
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. / SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. / USTED ELIGE EL ANIMAL / NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, / USTED LO MATA.


Índice:
Cuento: Ray Bradbury (Estados Unidos) - El Sonido del trueno
Ensayo: La mariposa que pisa el tiempo: ética, caos y conciencia en ‘El sonido del trueno’ de Ray Bradbury
Bibliografía
El Sonido del trueno
Ray Bradbury
(Estados Unidos)
(Cita)
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO.
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ,
USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es…
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…
Eckels enrojeció.
– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
– Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
– Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco…
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.

La mariposa que pisa el tiempo: ética, caos y conciencia en ‘El sonido del trueno’ de Ray Bradbury
B. Itzamaná
Entre la palabra y el trueno
Hay cuentos que nos sorprenden por la historia que narran; otros, por la sensación persistente que nos dejan cuando terminamos de leerlos. El sonido del trueno, de Ray Bradbury, pertenece a una categoría más rara: la de aquellos relatos que condensan, en pocas páginas, una reflexión vertiginosa sobre el ser humano, el tiempo y las consecuencias de sus actos. Es un cuento que no solo plantea una aventura fantástica —un safari al pasado para cazar dinosaurios—, sino que nos coloca frente al abismo de nuestras elecciones y su repercusión en el tejido más sutil de la realidad. El texto nos obliga a hacernos una pregunta inquietante: ¿hasta qué punto somos conscientes del peso de nuestros pasos?
Publicado por primera vez en 1952, A Sound of Thunder se ha convertido en un referente de la ciencia ficción y una pieza clave dentro de la narrativa especulativa del siglo XX. Ray Bradbury, autor conocido por su sensibilidad poética y su mirada crítica sobre la modernidad tecnológica, no utiliza aquí un lenguaje complicado ni teorías científicas complejas; al contrario, su estilo es sencillo, casi lírico, pero cargado de profundidad simbólica. La premisa central del cuento, la posibilidad de alterar el presente con una mínima intervención en el pasado, ha dado lugar al concepto popular del "efecto mariposa", ampliamente adoptado en el imaginario contemporáneo. Sin embargo, más allá de la anécdota científica o del ingenio narrativo, hay en esta historia un núcleo filosófico que merece ser explorado.
Este ensayo propone un análisis hermenéutico y filosófico del cuento, siguiendo paso a paso el desarrollo de la historia y desentrañando sus elementos clave: los personajes, el tiempo, la tecnología, la naturaleza, el lenguaje y la muerte. Más que una simple interpretación, el objetivo es entrar en diálogo con el texto, dejarnos interpelar por su ambigüedad, por su atmósfera de amenaza silenciosa, por la forma en que nos muestra que la realidad —y la historia misma— puede pender de un hilo tan frágil como las alas de una mariposa.
Bradbury no nos ofrece respuestas cerradas, pero nos obliga a mirar lo invisible: el instante, el gesto mínimo, la palabra mal dicha. En ese sentido, El sonido del trueno no es solo una advertencia sobre los peligros del poder sin conciencia; es también una metáfora sobre la responsabilidad que tenemos, incluso cuando creemos que nuestras acciones son inofensivas o privadas. Cada decisión, cada paso, cada elección —por más pequeña que parezca— puede resonar como un trueno en el porvenir.
La era del safari temporal: ciencia ficción y responsabilidad
Desde las primeras líneas del cuento, Bradbury nos sumerge en un futuro en el que los viajes en el tiempo han sido domesticados, incorporados al mercado y convertidos en un espectáculo turístico. La empresa Time Safari Inc. no es una organización científica ni un experimento controlado: es una agencia de viajes exóticos que ofrece la posibilidad de cazar dinosaurios como una experiencia de ocio extremo. Lo que para la humanidad durante siglos fue un misterio insondable —el pasado remoto, los orígenes de la vida— aquí se ha transformado en un negocio, una atracción vendida a los caprichos de clientes adinerados. Este escenario, tan fantástico como familiar, nos sitúa frente a una de las primeras preguntas profundas del cuento: ¿qué ocurre cuando la tecnología sobrepasa a la ética?
Bradbury, con su estilo sutil, no necesita largos discursos morales. Le basta con mostrarnos una civilización que ha alcanzado la hazaña imposible —viajar a través del tiempo—, y que sin embargo la utiliza para satisfacer deseos banales: cazar un Tyrannosaurus Rex, obtener adrenalina, demostrar valor. Esta banalización de lo extraordinario no es solo una crítica al consumismo, sino también una advertencia sobre la tendencia humana a trivializar lo sagrado cuando se vuelve accesible. ¿Qué ocurre cuando el pasado, ese archivo delicado e irrepetible, se convierte en un parque temático?
En este sentido, el cuento anticipa muchas de las ansiedades actuales en torno a la ciencia y la tecnología. La posibilidad de alterar el tiempo plantea dilemas que no pueden resolverse únicamente con cálculos o protocolos. La pregunta central no es “¿se puede hacer?”, sino “¿deberíamos hacerlo?”. Aquí entra en juego la noción de responsabilidad, que en el cuento se representa en los protocolos estrictos del viaje: no tocar nada, no salirse del camino flotante, matar solo al animal previamente marcado para morir. Sin embargo, estas reglas, aunque precisas, están constantemente amenazadas por algo mucho más caótico: el miedo humano, la fragilidad de la voluntad, la imprevisibilidad de la conciencia.
Time Safari Inc. representa un modelo de civilización que ha perdido el asombro, que domina lo imposible sin entenderlo, que explora el pasado no para conocerlo, sino para poseerlo. La paradoja es brutal: el pasado, que debería ser intocable y reverenciado, es ahora un terreno donde se permite la violencia, siempre y cuando se maquille de experiencia turística. Así, Bradbury no sólo nos habla de ciencia ficción, sino de una enfermedad espiritual más profunda: la desconexión entre conocimiento y sabiduría.
Hay aquí una intuición muy cercana a la filosofía: el verdadero problema no es la tecnología en sí, sino el modo en que se la integra en la vida humana. Cuando el poder técnico avanza más rápido que la reflexión ética, la catástrofe es solo cuestión de tiempo. Por eso Bradbury no construye una historia de acción, sino una advertencia disfrazada de aventura. Nos recuerda que incluso las herramientas más asombrosas, si están en manos inmaduras, pueden provocar consecuencias desproporcionadas. Y que, a veces, basta con una pisada fuera de lugar para alterar el curso entero de la historia.
Eckels: el miedo, el deseo y la caída del hombre
En el centro del cuento se encuentra Eckels, un personaje que, más allá de su papel como cazador novato, representa la complejidad del ser humano frente al poder y al temor. Él no es un héroe ni un villano, sino alguien común, quizá demasiado humano, arrojado a una experiencia que le supera. Su presencia en la historia es crucial: todo el entramado temporal y sus consecuencias dependen de su fragilidad. Y es precisamente esta vulnerabilidad la que convierte su figura en un símbolo profundo de la condición humana.
Desde el inicio, Eckels encarna una contradicción esencial: el deseo de dominar lo inmenso y el miedo paralizante frente a su manifestación. Paga una gran suma para viajar al pasado y cazar al mayor depredador de la historia, pero su entusiasmo no tarda en quebrarse. Al ver al Tyrannosaurus Rex, no solo siente miedo: se desmorona, pierde el control, rompe las reglas. El dinosaurio —ese cuerpo gigantesco y monstruoso— le devuelve al límite de lo humano, lo confronta con su pequeñez y lo obliga a enfrentar una verdad que quizás no quería conocer: no está preparado para lo que deseaba.
Aquí aparece un paralelismo mitológico que enriquece la lectura: Eckels es como Ícaro, aquel que quiso volar demasiado cerca del sol y terminó cayendo por no medir las consecuencias de su ambición. También recuerda a Prometeo, cuya osadía de traer el fuego a los hombres trajo consigo el castigo. Pero a diferencia de estos arquetipos, Eckels no es un héroe trágico ni un semidiós castigado: es un hombre cualquiera, un turista del tiempo, lo cual vuelve su caída aún más inquietante. No hay grandeza en su error, solo desconcierto y desorientación. Y sin embargo, ese desliz insignificante —pisar fuera del sendero, aplastar una mariposa— será suficiente para alterar el curso de la historia.
Eckels encarna entonces una doble caída: la caída interior, al ser vencido por su miedo, y la caída histórica, al alterar con su error un mundo entero. Su personaje revela que el mayor peligro no proviene de una amenaza externa (el dinosaurio, el tiempo, la tecnología), sino de la incapacidad humana para sostener el peso de sus propias decisiones. En otras palabras, lo que está en juego en el cuento no es solo el viaje al pasado, sino el viaje al fondo de una conciencia que no logra estar a la altura de su libertad.
El acto de desobedecer no es deliberado, sino impulsivo, casi inconsciente. Pero en el universo de Bradbury, esa inconsciencia no lo exime de responsabilidad. Al contrario: nos recuerda que incluso los actos no intencionados pueden tener consecuencias descomunales. Es una visión dura, casi trágica del ser humano, pero también profundamente realista: no siempre hacemos daño por maldad; muchas veces lo hacemos por miedo, por ignorancia, por debilidad.
Y es ahí donde el cuento alcanza una resonancia filosófica: ¿qué significa ser libre, si no somos capaces de prever el alcance de nuestras acciones? ¿De qué sirve el poder, si no viene acompañado de sabiduría? Eckels no es solo un personaje que huye; es un espejo donde se refleja la fragilidad del sujeto moderno, ese que cree controlar el mundo pero no logra controlarse a sí mismo.
El dinosaurio y la magnitud del instante
El momento en que el Tyrannosaurus Rex aparece en escena marca un punto de inflexión en el relato. Hasta entonces, El sonido del trueno había sido una preparación cuidadosa: los controles, las advertencias, los protocolos. Pero la aparición del dinosaurio, descrito con una mezcla de asombro y horror, desborda cualquier expectativa. Bradbury no presenta simplemente a un animal prehistórico; presenta a una fuerza de la naturaleza, a una entidad casi mítica cuya sola presencia suspende el tiempo narrativo y sacude la conciencia de los personajes —y del lector.
Lo interesante es que el dinosaurio, más que un enemigo, se presenta como una figura que impone sentido. No es una amenaza arbitraria, sino la manifestación de lo absoluto: representa lo inmenso, lo incognoscible, lo anterior al hombre. Su cuerpo descomunal no está ahí para ser vencido, sino para revelar la pequeñez del que lo observa. Bradbury describe sus pasos como “cañonazos” que hacen temblar la tierra; su respiración y su piel parecen dar vida a un mundo que no pertenece al tiempo humano. Es como si la historia regresara a su estado primordial, y la civilización, con sus contratos y sus máquinas del tiempo, se viera reducida a un murmullo frágil ante el rugido de lo originario.
Este encuentro con lo colosal tiene un valor simbólico: el dinosaurio no es solo un animal, sino una prueba. Es el instante que pone a prueba no sólo el valor físico de los personajes, sino su conciencia ética y ontológica. ¿Qué hacemos cuando el mundo nos presenta algo más grande que nuestras palabras, que nuestros deseos? ¿Cómo actuamos cuando lo real supera todo lo previsto? La reacción de Eckels —el pánico, la huida— no es simplemente cobardía: es la respuesta humana ante lo sublime, en el sentido más filosófico del término. Lo sublime, como lo entendía Kant, es aquello que nos sobrepasa, que despierta una mezcla de terror y admiración, y que pone en evidencia los límites de nuestra razón.
Pero Bradbury añade otra capa más: ese momento sublime no es solo emocional, sino también causal. El temblor que produce el dinosaurio no se disuelve en el asombro, sino que se extiende en el tiempo, se traduce en consecuencias futuras. La emoción intensa se transforma, sin transición, en una crisis de responsabilidad. Porque el dinosaurio, con su tamaño y su poder, hace que el instante se vuelva total: un segundo de distracción, un paso en falso, una pisada fuera del camino, puede modificar toda la historia humana.
Aquí el cuento conecta con una idea profundamente filosófica: la irreversibilidad del instante. A menudo pensamos que nuestras acciones pueden ser corregidas, que todo error tiene una solución. Pero el relato de Bradbury nos recuerda que hay momentos que no admiten marcha atrás, decisiones que, una vez tomadas, marcan el resto del tiempo. La grandeza del dinosaurio no está solo en su presencia física, sino en su capacidad para transformar el instante en destino.
Por eso el dinosaurio no muere en vano, ni su presencia es solo decorativa. En el centro de esta criatura descomunal late una pregunta silenciosa: ¿eres capaz de soportar las consecuencias de tus deseos? Y esa pregunta, lanzada sin palabras al cazador que vacila, resuena no como eco, sino como trueno.
La mariposa, el lenguaje y la fragilidad del mundo
La escena del regreso, en apariencia tranquila, encierra el momento más inquietante del cuento. Tras la agitación del viaje y el encuentro con el dinosaurio, los viajeros regresan a su tiempo original. Todo parece idéntico: las paredes, el aire, los uniformes. Pero algo se ha desplazado, apenas perceptible, y sin embargo decisivo. El lenguaje, ese código invisible que ordena la realidad, ya no es el mismo. Las letras en el cartel han cambiado. Las palabras se han vuelto extrañas. Y en ese momento, el lector —como Eckels— comprende que el mundo ha sido alterado desde su raíz.
Este giro no solo funciona como recurso narrativo: es una revelación ontológica. Lo que se ha modificado no es únicamente un hecho histórico, sino la estructura misma del sentido. La realidad, tal como la conocíamos, ha dejado de existir, y la señal de ese cambio está en el lenguaje. Bradbury sugiere, con maestría, que basta una leve variación en el pasado para desencadenar una metamorfosis total del presente. Es el “efecto mariposa” en su versión más poética y devastadora: una mariposa aplastada hace que el idioma evolucione de manera distinta, que el mundo se diga de otra forma.
La mariposa, hallada pegada en la suela de Eckels, se convierte así en el símbolo más poderoso del cuento. Es pequeña, frágil, casi insignificante. Pero su muerte ha desencadenado un efecto desproporcionado. Su presencia silenciosa encarna el principio filosófico de que no hay gesto que no tenga consecuencias. Bradbury no se limita a mostrar un cambio en los hechos: muestra una mutación en la urdimbre misma de lo real. Como si el tiempo fuera un tejido delicado y continuo, y una sola hebra arrancada deshilachara todo el telar.
Este episodio también plantea una reflexión profunda sobre el lenguaje. En el mundo alterado, las palabras siguen estando ahí, pero ya no significan lo mismo. ¿Qué es un mundo donde el lenguaje se ha desviado? ¿Cómo se sostiene la identidad si el idioma, ese mapa invisible de la realidad, ha cambiado? Bradbury no responde de forma explícita, pero el desconcierto de los personajes —y del lector— evidencia una verdad inquietante: la realidad no es solo lo que sucede, sino cómo lo nombramos. Si el nombre cambia, cambia también lo nombrado.
En la mariposa, entonces, se cruzan dos fuerzas: la biológica (su cuerpo aplastado) y la simbólica (su poder para modificar el curso de lo real). Es un ser efímero, y sin embargo eterno en su huella. Con ella, Bradbury pone en escena una paradoja esencial: lo más pequeño contiene lo más grande. El universo entero puede pender del aleteo de una criatura delicada. Y esta intuición no es solo científica —como en la teoría del caos—, sino profundamente moral. Nos recuerda que el mundo no es estable, que está en constante tensión, y que nuestras acciones —incluso las más mínimas— tienen peso.
Al final, lo que Eckels aplasta no es solo una mariposa: es la confianza en un mundo ordenado, la idea de que lo real se puede controlar. Lo que se rompe es la ilusión de que el tiempo es una línea recta y el lenguaje, un reflejo fiel. Lo que se revela es el abismo entre intención y consecuencia, entre acción y efecto. Y ese abismo, por más que tratemos de ignorarlo, siempre nos espera.
El regreso y la distopía: lenguaje, política y fatalidad
Cuando Eckels regresa al presente, todo parece igual, pero algo invisible ha mutado. Es en el lenguaje donde el primer signo de la alteración se manifiesta. El cartel del centro de viajes ha cambiado: las letras son distintas, las palabras suenan incorrectas. No se trata solo de un cambio estético, sino de una fractura en el código mismo con el que la realidad se construye y se transmite.
Bradbury insiste en que no hace falta ver ejércitos, desastres naturales ni ciudades arrasadas para percibir una distopía: basta con un giro en el lenguaje, con una desviación en la forma de nombrar el mundo. En este universo alterado, la alteración no se impone con violencia física, sino con el deslizamiento silencioso de los signos. El poder del lenguaje, entonces, no es decorativo ni neutro: es el tejido mismo de la realidad. Cambiar el lenguaje es cambiar la historia, el pensamiento y la posibilidad de libertad.
En el nuevo presente, se informa que el presidente electo no es Keith —el símbolo de la razón, del progreso, del equilibrio— sino Deutscher, un personaje previamente descrito como autoritario, xenófobo y populista. Bradbury no da muchos detalles, pero lo necesario queda claro: se ha instaurado un régimen opresivo. Este cambio de líder político, desencadenado por el aplastamiento de una mariposa en el pasado, revela una verdad estremecedora: los grandes cataclismos no siempre requieren grandes gestos. A veces, basta un acto aparentemente banal para que lo peor se imponga.
Aquí se percibe una lectura muy cercana a la advertencia que hiciera Hannah Arendt con su noción de “la banalidad del mal”: el horror no siempre nace de monstruos conscientes, sino de pequeñas decisiones irresponsables, de la pasividad de quienes no miden las consecuencias. Eckels no es un tirano, ni un asesino; es un turista, un cazador despistado. Pero su falta de juicio, su falta de respeto por el equilibrio del mundo, permite que la barbarie ascienda al poder. Bradbury denuncia así una forma de mal más sutil y más peligrosa: aquella que se cuela por los márgenes, que no necesita gritos para imponerse, que avanza mientras la gente cree que todo sigue igual.
Lo que vuelve este giro tan potente es su radical humildad. El mundo ha cambiado de forma irreversible por una acción microscópica: una pisada fuera del sendero. El destino no se decide en grandes asambleas ni en batallas épicas, sino en un descuido, en un gesto ínfimo. Este es el núcleo filosófico de la distopía de Bradbury: el tiempo no es un río amplio donde nuestras acciones se disuelven sin consecuencias, sino una red sensible donde cada vibración se propaga con fuerza implacable.
Así, la fatalidad no se presenta como algo impuesto desde fuera, sino como el resultado directo de nuestras decisiones más triviales. En el nuevo presente, todo está torcido, pero no por azar: está torcido porque un hombre, en un segundo de miedo, se salió del camino. La distopía no llegó por invasión, sino por descuido. Esta idea transforma la historia en una advertencia ética: somos responsables, incluso de lo que no vemos, incluso de lo que aún no ha sucedido.
Bradbury no nos muestra la distopía como un futuro lejano, sino como una consecuencia inmediata de nuestros actos. Y al hacerlo, nos recuerda algo profundamente humano y profundamente inquietante: cada decisión es una apuesta por el mundo que será.
El sonido del trueno: muerte, redención y silencio
El cuento se cierra con una frase enigmática: “Hubo un sonido de trueno”. Esta línea final, que da título a la narración, encierra una ambigüedad poderosa. ¿Qué representa ese trueno? ¿Es el disparo que Travis, el guía, lanza contra Eckels como castigo por haber alterado la historia? ¿Es un eco metafórico del caos desatado, del desajuste irreversible del tiempo? ¿Es, quizás, una forma de revelación, un despertar tardío ante la fragilidad del mundo?
Bradbury no responde de forma explícita. Como ocurre en los relatos verdaderamente filosóficos, deja el sentido suspendido en la mente del lector. El trueno, en este contexto, puede leerse como castigo: un gesto de justicia ruda, que busca restaurar un orden imposible. Travis, al matar a Eckels (si es que eso sucede), ejecuta un acto desesperado de control, como si la sangre pudiera reparar el error. Pero también puede leerse como iluminación: el ruido que marca el fin de la inocencia, el instante en que el personaje —y el lector— comprende que el tiempo no perdona y que cada paso deja una huella.
El trueno es un sonido primordial. En muchas culturas, es la voz de los dioses, el estallido que anuncia revelaciones, guerras o nacimientos. En este cuento, sugiere el retorno brutal a una verdad que el ser humano moderno ha querido olvidar: no somos dueños del tiempo. Lo podemos recorrer, quizás, pero no sin pagar un precio.
La posible muerte de Eckels —narrada con ambigüedad, apenas sugerida— puede interpretarse como una forma de destino trágico. No como venganza, sino como consecuencia. En Bradbury, la muerte no suele ser el fin en sí, sino el reflejo de un proceso moral. No es gratuita, sino significativa. La ejecución de Eckels, si ocurre, no es solo un castigo individual, sino una advertencia universal: actuar sin pensar en las consecuencias puede desencadenar fuerzas que luego no se pueden controlar.
En este sentido, Bradbury recupera un sentido casi griego de la tragedia: el héroe no es destruido por el azar, sino por sus propias decisiones. La hybris de Eckels —su arrogancia, su deseo de cazar por placer, su desprecio por el orden natural— provoca su caída. No se trata de un castigo divino, sino de un equilibrio que se cobra su deuda.
La muerte, en este marco, no redime, pero sí esclarece. Hace visible lo que antes estaba oculto: la interdependencia de todos los elementos del mundo, la imposibilidad de actuar sin consecuencias, la necesidad de responsabilidad. El silencio posterior al trueno, si lo hay, es más elocuente que cualquier diálogo: es el momento en que todo queda dicho sin necesidad de palabras.
El cuento termina, pero el eco del trueno persiste. Bradbury no cierra con una moraleja, sino con un estremecimiento. La literatura, aquí, no sirve para tranquilizar, sino para perturbar la conciencia. Nos deja frente a una escena muda, sin justicia restaurada, sin héroes claros. Solo queda la sospecha de que todo ha cambiado, y que no hay vuelta atrás.
Ese es uno de los gestos más poderosos del relato: su renuncia a la restauración. A diferencia de muchos relatos de ciencia ficción que terminan resolviendo el conflicto temporal o restaurando el equilibrio, Bradbury se atreve a dejarlo roto. Nos obliga a contemplar las ruinas sin promesas de redención. En eso radica su fuerza ética: la literatura como memoria del error, como conciencia del daño, como acto de vigilia.
El sonido del trueno es, finalmente, el sonido de lo irreversible. El eco de una elección mal tomada. El recordatorio de que toda acción, por mínima que parezca, puede arrastrar consigo la totalidad del mundo. Y que la conciencia humana no puede evadirse eternamente de esa verdad.
La mariposa que somos
“El aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo”, reza el proverbio popular derivado de la teoría del caos. En “El sonido del trueno”, esa mariposa no es solo un insecto accidentalmente aplastado: es símbolo de las decisiones humanas, de los actos que, aunque parezcan insignificantes, tienen un peso incalculable en el tejido del tiempo y la historia. Somos esa mariposa: frágiles, imprevisibles, capaces de transformar destinos enteros sin ser plenamente conscientes de ello.
Ray Bradbury, con la sencillez de un relato de ciencia ficción, logra una profunda lección ética y filosófica. Nos recuerda que cada elección, por mínima que parezca, está conectada a una red compleja de causas y consecuencias. Desde la responsabilidad individual hasta la colectiva, el cuento cuestiona nuestra tendencia a actuar sin medir las implicaciones futuras. El personaje de Eckels no es un simple turista en el tiempo; es una metáfora del ser humano moderno: impulsivo, arrogante ante las leyes de la naturaleza, y muchas veces ciego ante los efectos de sus acciones.
Bradbury convierte la literatura en un acto de conciencia. Lejos de ofrecer un simple entretenimiento, plantea preguntas inquietantes sobre el poder humano frente al tiempo y la historia. ¿Hasta qué punto somos responsables de lo que desencadenamos? ¿Cómo enfrentamos el pasado, el presente y el futuro en nuestras decisiones diarias? La ciencia ficción, bajo su pluma, se convierte en un espejo ético que confronta al lector con su propia fragilidad temporal.
Al cerrar el cuento, queda una sensación de inquietud: la certeza de que cada paso que damos deja una huella, que nuestras decisiones resuenan más allá del ahora. La mariposa que pisa Eckels es, en realidad, la que todos llevamos dentro: una presencia pequeña pero decisiva que nos obliga a pensar, a actuar con conciencia, a mirar el tiempo —nuestro tiempo— con respeto y humildad. En este sentido, El sonido del trueno no es solo un relato sobre viajes temporales; es una advertencia, un llamado a la responsabilidad, y un testimonio de cómo la literatura puede —y debe— hacernos pensar sobre el poder que tenemos al decidir.
Bibliografía
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Gleick, James. La teoría del caos: Una nueva ciencia. Ed. Crítica, 2014.
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Todorov, Tzvetan. La literatura en peligro. Ed. Galaxia Gutenberg, 2007.
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Ballard, J. G. Ciencia ficción y el tiempo interior. En Pasaporte a la eternidad. Ed. Minotauro, 2006.