Premonición

El dolor asilado en mi costado derecho me impidió dormir. Después de las dosis ingentes de cafeína ingeridas durante la cena, me fue imposible pegar los párpados. Mi cuarto estaba oscuro por completo. Dos polillas se habrían colado por el tragaluz y ahora aleteaban bajo el neón de la lámpara de escritorio. El gato yacía echado en una esquina, cerca del agujero fabricado por la paciencia de la humedad que se filtraba de las tuberías del suelo y cobijado entre una montaña de ropa sucia.

NARRATIVA

J. Santiago Macías (México)

2/23/2024

Mimeógrafo #129
Febrero 2024

Premonición

J. Santiago Macías
(México)

Ahora sé que el dolor del alma se siente primero
en el cuerpo. Que puede nacer de improviso, en forma
de un repentino desaliento, de un aleteo en el estómago,
de náusea, de temblor en las rodillas […].

PIEDAD BONNET, Lo que no tiene nombre.

Para José.

                                                                                                  I

El dolor asilado en mi costado derecho me impidió dormir. Después de las dosis ingentes de cafeína ingeridas durante la cena, me fue imposible pegar los párpados. Mi cuarto estaba oscuro por completo. Dos polillas se habrían colado por el tragaluz y ahora aleteaban bajo el neón de la lámpara de escritorio. El gato yacía echado en una esquina, cerca del agujero fabricado por la paciencia de la humedad que se filtraba de las tuberías del suelo y cobijado entre una montaña de ropa sucia. El aire de la habitación tenía un aroma etéreo a huele de noche mezclado con melancolía. El reloj de pared, colocado a la derecha del crucifijo de yeso lleno de telarañas, marcaba las cuatro de la mañana. Me invadió una sensación de miedo.
La cabeza me pesaba, la sentía cargada de fastidio y remojada en un sudor agrio, cuyo sabor era tan repugnante como el que dejan en uno los gajos de una mandarina ya pasada de madura. Mis rodillas se enfrascaron en una guerra mínima contra el colchón, desajustando las sábanas. Aquél ejercicio nocturno me agotó, y sin saber de nada volví a caer dormido.
Los días eran crueles desde entonces. Los veía desfilar frente a mí como procesionan los cortejos fúnebres, cuando los deudos llevan a enterrar a algún desgraciado. Todo me parecía igual. En el calor hirviente y maldito de aquellas horas de sueño, la vi.

                                                                                               II                  

La visión de sus labios ruborizados en matices colorados me sobresaltó. Sus mejillas siempre estaban heladas. Eran rosáceas y pálidas como una barandilla marmórea. Venía hasta mí envuelta en una cadencia de pasos lentos. Había un vientecillo que mecía las copas de los árboles, pájaros graznando y partículas de polen flotando por todos lados. Pude advertir sus manos sobre las mías. Un anillo en su dedo medio reflejaba el sol de julio, cárdeno hasta más no poder. Nuestros brazos se engarzaron, y con una mano libre contábamos los pichones que revoloteaban en la torre del campanario. -Ciento treinta y cinco-, exclamó su voz azucarada muy cerca de mi oreja. Su aliento emitía una fragancia volátil y agradable a la nariz. Las horas transcurrían como queriendo suspenderse en una pausa eterna. Así cómo el crepúsculo, ella también se oscureció. Su cuerpo se soltó, se volvió más lánguida y exangüe. Un fragor de huracán la sacudía, pero ella permaneció inamovible. En medio de un pandemonio copioso de rumores y plegarias, emergió una decena de dedos desconocidos que en poco tiempo estaban incrustados en los bordes desgarrados de su vestido y tiraban con fuerza de ellos. Vociferaba mi nombre entre lamentos y maldiciones, se detuvo un instante frente a mí, besó mi frente salada y se dejó arrastrar por esas manos incógnitas.

                                                                                                  *

Desperté abatido de aquellos sopores. Un escozor acompañado de una sensación de oquedad se hizo universal en la región izquierda de mi pecho. Sólo mis ojos tenían capacidad suficiente para moverse. Sentía los huesos descoyuntados.
Dispuesto a recuperar el sonrojo de su rostro, escapé un momento de mi recámara con clima de viernes santo. Repentinamente me hallé frente a la torre del campanario. Un trago de saliva acerba atravesó mi garganta y se hizo más ácida en mi estómago, el sueño antecesor había barruntado lo que estaba sucediendo ahora. Vaya tragedia. Se había cambiado de anillo. Sus manos descansaban sobre otras manos. Sus índices contaban pichones junto a otros dedos. Su espejo eran otras pupilas...

                                                                                                 *

De vuelta en casa, lloré bajo el crucifijo y supliqué a Dios que me mandara la muerte.