Peor es nada

​Supe de mi condición en la adolescencia. La edad no la recuerdo con exactitud, pero estoy seguro de que fue en esa etapa donde una lanza de pulsiones acribilla al cuerpo y el carácter se configura en la exploración de esta jungla pasional llamada vida.

NARRATIVA

Jorge Solís Cisneros (México)

1/30/2024

Mimeógrafo #128
Enero 2024

Peor es nada

Jorge Solís Cisneros
(México)

​Supe de mi condición en la adolescencia. La edad no la recuerdo con exactitud, pero estoy seguro de que fue en esa etapa donde una lanza de pulsiones acribilla al cuerpo y el carácter se configura en la exploración de esta jungla pasional llamada vida. Si bien es cierto que en esos años la visión del mundo se forja a partir de los revolcones emocionales provocados por los primeros amores, por la aspiración a la popularidad social o por el horizonte de expectativas profesionales fincado en la calidad de estudiante que se debe ser, nada me marcó tanto como los mantras dados por la competitividad del deporte callejero.

Precisamente, el infortunio aconteció en el ardor de un partido de futbol en la colonia. El marcador estaba en contra; el ánimo era una mezcla de coraje, orgullo y angustia colectiva por alcanzar el empate como premio de consolación. Y es que, en el ambiente incisivo del barrio, el “peor es nada” mantiene intacta la reputación de quienes sobreviven a las inclemencias de la calle a través de los juegos que en ella se vierten.

Nos quedamos con el “peor” y el equipo contrario con la “nada”. El tanto del empate estuvo a mi cargo gracias a un portentoso centro venido desde el canto de la banqueta izquierda. La parábola fue perfecta, digna de un cálculo matemático rústico por parte del Chompipe, el joven albañil del grupo. No hubo la necesidad de esbozar un salto para encontrarme con la esférica; sólo giré el cuerpo y convertí la cabeza en martillo para que la trayectoria del balón siguiera un curso válido para el árbitro, que no era nadie más que la ética callejera.

El partido no siguió más. La espesura de la noche, junto con el nulo alumbrado público, anunció el silbatazo final. Al no haber ganador, cada uno se tuvo que retirar a su casa sin beberse la satisfacción de la victoria en un vaso de refresco. Pero yo me quedé sentado en la banqueta donde el Chompipe mandó aquel centro preciso. Estaba absorto. Asustado y confundido. Un poco más lo segundo que lo primero.

Luego del gol triunfal, seguido del cabezazo, una fina brizna blanca se desprendió de mí. Parecía como si de repente estuviera nevando, fenómeno extrañísimo para un lugar donde sólo hay sol y en el que ni siquiera llueve. Llevé las manos a la frente y me sobrevino un largo escalofrío en toda la extensión de mi anatomía. Tenía la cabeza hundida. ¡Hundida! Tal cual de un balón desinflado se tratara. Seguí palpando la deformidad en afán de encontrar consuelo, esperando que con cada tacto volviera a la normalidad, pero no fue así. Sólo conseguí darme cuenta de que aquella nieve que figuré ver no era más que un polvo blanco que caía de la concavidad de mi cabeza.

La cara se desmoronó después. Aparecieron huecos grandes y porosos con el pasar de los días. No pude evitarlo. Intenté prevenirlo con los menjunjes faciales que mamá tenía en su tocador. Esfuerzo infértil. Luego traté de esconderlo: usaba gorras, sombreros, lentes, cubrebocas, bufandas, playeras de cuello alto… Pero más que ocultarlo, sólo aumentaba la comezón y las sospechas de los demás de que algo me estaba sucediendo. Además, con el tiempo resolví que de nada servía la labor prolija del camuflaje.

En un descuido producto del cansancio por evitar ser descubierto, papá, luego de estar a cargo de cuarenta irritantes alumnos, entró a la casa con la vehemencia de un soldado desfallecido y me vio expuesto. Estaba cayéndome a pedazos. Los ojos eran los únicos que se conservaban incólumes ante lo que alguna vez fue mi rostro. Había perdido en gran parte la nariz, las orejas y las mejillas. Se deshicieron gradualmente para luego largarse en polvaredas blancas. Pero papá no reparó en ello. Sostuvo su mirada en la mía y me exigió que saliera de ahí porque en unos minutos se transmitiría la eliminatoria del Barcelona en la Champions League, y él era completamente aficionado a quedarse dormido mientras transcurría el juego.

Salí de la sala con el embrollo de no haber sido sorprendido en mi desgracia. Quizás papá estaba muy cansado y por eso no se dio cuenta. O tal vez me estoy volviendo loco. Recuerdo que en una de las consultas con el psiquiatra que me trataba la depresión había mencionado algo de una personalidad esquizofrenifornosequé, un asunto de alucinaciones potenciales. Probablemente fuera eso.

Para librarme de dudas, comencé a experimentar. Primero quise hacerlo con una persona de confianza para proceder después a exponerme en público. Tomé una gorra, me puse unos lentes y fui en busca del Chompipe. No estaba en su casa. Lo esperé todo el día, viendo una y otra vez hacia la entrada de la colonia para apresurar su llegada con la fuerza de la mente. Apareció. A lo lejos se divisaba una silueta escuálida con un caminado desgarbado y sin ganas. Sin duda era él.

—¿Qué pasión, carnalito? ¿Qué te trae por mi cantón? ¿Por qué los lentes y la gorra? Se me hace que andas de caliente espiando a la Chayito, ¿verdad, condenado? —dijo el Chompipe con tono jocoso apenas notó mi presencia.

—Cómo crees, Chompi. Yo respeto a la Chayito, además, nunca se fijaría en mí, mucho menos como me encuentro ahora. De hecho, te estaba esperando precisamente para pedirte un favor —dije avergonzado y con la cabeza gacha.

—Ah, no maaaaa… ¿Te madrearon? Por eso andas todo encubrido, ¿veá? Pues nomás dime quién fue y junto a la plebe para partirle su pinche madre —esgrimió el Chompipe con la misma seguridad con que golpeaba repetidas veces su puño derecho en su palma izquierda.
—No, mi Chompi, esta vez no me madrearon ni nada de eso. Es algo mucho peor que me ha estado quitando el sueño y necesito tu ayuda. Dime, ¿ves algo raro en mí? —dije al compás de quitarme los lentes y la gorra.

—Simón. A ver, vamos a ver. Pero hazte pa acá, porque no te mirindas bien —dijo tomándome bruscamente de la cabeza para ponerme debajo del único poste de luz que servía en la colonia—. Pues, la verdad, carnalito, nomás te veo más güero, más blanco. Tas todo rumbroso, eso sí. Tu piel está casi, casi como los callos de mis manos. Pero nada de que asustarse.

—¿No ves los hoyos de mi cara? Ya no tengo nariz ni nada. ¿El hueco de mi cabeza sí lo ves? Mira mis brazos: los codos se me están deshaciendo. Mis rodillas están hechas cenizas. Me estoy desmoronando, Chompi, como si un bulto de cal se hubiera desfondado —dije desesperado buscando su aprobación.

—¡Saca para andar igual! Nelson, nada de eso. Nomás lo que te dije. Nada de cal ni de pedacerías. Sólo más blanco y rasposo y ya. Pero bueno, te dejo porque me están esperando dos caguasaquis en el refri. Y ya deja de fumarte el pasto, carnalito, tas bien ido —dijo el Chompipe cerrando la conversación con una risa burlesca.

¿Sólo blanco y rasposo? Si yo sentía en ese momento que me desintegraba en pizcas de cal. En cada refriega que me hacía a causa de la comezón y la ansiedad, se me desprendía la piel en partículas blanquecinas. Me estaba haciendo polvo y nadie se daba cuenta. Nada tenía el mínimo sentido; no podía entender qué era lo que pasaba. La única certeza que aguardaba era la fiabilidad del Chompipe. Su palabra valía más que la del papa y la del presidente juntos, si es que aún guardan algo de valor. Así que decidí seguir experimentando, ahora en público.
Un día desperté con la consigna del atrevimiento. Me paré al pie de la cama dispuesto a salir a un mundo que me había negado por el miedo de caer hecho polvo en sus calles. En un gesto cauteloso, volteé a ver el colchón y la almohada y, en efecto, continuaba dejando limaduras níveas de lo que aún quedaba de mí. No me detuve. Prescindí de la parafernalia del disfraz y me arriesgué a salir como antes lo hacía. Nada de lentes, bufandas ni gorras. Por un lado, tenía que asirme al binomio del coraje y la resignación y, por el otro, ya no había mucho que ocultar. Las gafas no tenían de dónde sujetarse; la gorra caía a los hombros cuando intentaba embonarla en la curvatura de la cabeza; y la bufanda, reposada en el cuello, resaltaba la inexistencia del rostro. En ese punto daba igual si disimulaba o no las imperfecciones.

Puse el objetivo en el parque central. En Ciudad Candela la gente acostumbra a sentarse en las bancas del parque sin hacer nada. Sólo miran y miran y miran. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Miran parsimoniosamente como si la celeridad de la vida se detuviera en el tiempo de sus ojos. A veces he llegado a creer que la vista de sus habitantes está interconectada en una suerte de panóptico. Lo que se ve en el sur se sabe simultáneamente en el centro y se esparce por toda la rosa de los vientos. Por eso enfrenté la circunstancia en esas condiciones, pues resulta imposible pasar desapercibido ante la mirada de la ciudad y, en caso de que algo malo me estuviera sucediendo, el rumor acecharía por todos lados.

Ahí estaba, sentado en el borde de una jardinera con los antebrazos en los muslos, sintiendo el frío recorrido de las gotas de sudor por todo el tramo de la espalda. El sol abrasaba con la intensidad propia del mediodía, provocando reverberaciones en el pavimento que deformaban el horizonte, como si se abriesen pasadizos a otras realidades. Intenté verme al otro lado de las ondas de calor en búsqueda de un escenario favorable, uno en el que me hallara íntegro, sin estos vacíos en el cuerpo.

No pude y nunca he podido. Ni siquiera soy capaz de imaginar un entorno en el que todo marche bien. Incluso, en los momentos más lúcidos y felices que he presenciado, la negrura de un manto me envuelve súbitamente a traición, poco a poco hasta cubrirme por completo, jalándome hacia abajo hasta el sometimiento y el escepticismo ante la bonanza del mundo. Ironías de la vida: por dentro la totalidad de una sombra, por fuera la fragmentación nacarada. De un modo u otro, ambas consumen.

Me perdí en ensoñaciones que, lejos de brindarme asomos de confianza, me hicieron sentir aún más desgraciado. Quise claudicar ante las nulas posibilidades de esperanza, pero en el momento en que apoyé las manos en las rodillas para levantarme y regresar a casa, una voz entró como rayo en mis oídos. Era Chayito. ¡Qué maldita suerte la mía! Yo ahí hecho pedazos —tanto en la literalidad de la expresión como en su sentido figurado— huyendo de todo contacto social para eludir el escarnio público, y fue Chayito con quien tuve que encontrarme.
Chayito se presentó con un saludo efusivo, seguido de un beso en la mejilla que tronó en lo más profundo de los retazos de mi alma. La sensación del roce de su mejilla con la vaciedad de la mía logró por primera vez en mucho tiempo que me sintiera completo. El espacio compartido con ella era ese mundo inimaginable en el que todas mis conclusiones existenciales se disipaban. Estaba invadido de una seguridad provista en gran medida por la manera tan natural con que Chayito me saludó. Eso atisbaba señales de que no había nada de malo en mi rostro. Además, pude sentir la tersidad de su piel en lo que creía espacio muerto. A lo mejor, después de todo, tenía razón el psiquiatra, no eran más que alucinaciones consecuencia de no haber terminado el tratamiento recomendado.

Antes de retomar la postura ya había practicado en el pensamiento el rumbo de la conversación:

—Hola, ¿cómo has estado?
—dije abriendo la plática imaginaria con mucha seguridad.

—Hola. Ahora muy bien, ¿y tú?
—me respondía la Chayito de mis entelequias con voz suave y unos ojos fulgurantes por verme.

—¿Yo? Excelente; no tengo de qué quejarme
—aseveraba con la falsa convicción propia de la fantasía.

—Se nota que no le pides nada a la vida, eh. Te ves de lo mejor
—contestaba la Chayito del ensueño en aras de continuar con mi mentira.

—Gracias, gracias. Se hace lo que se puede… Oye, a propósito de que te veo, no sé si te gustaría salir conmigo por un café o a cenar
—aventuré de forma abrupta en un intento frustrado de no sentir vergüenza de mí al visualizarme confiado en el cortejo ficticio.

—Encantada. De hecho, el fin de semana estoy libre, ¿te parece bien el sábado a las 6 en el café de don Arnulfo?
—aceptó, como era de esperarse, inmediatamente la Chayito sin obstáculo alguno. Sería el colmo un escenario desfavorable hasta en mis desvaríos.

—Órale. Me parece perfecto. Nos vemos el sábado
—concluí la conversación y sellé la cita imaginaria con la Chayito imaginaria en el café imaginario de don Arnulfo imaginario.

Tenía todo preparado para seguir adelante con el encuentro y con mi vida. La ilusión que creía extinta se avivó de nueva cuenta gracias a las pavesas soltadas por aquel beso resonante de Chayito. Me sentía renovado, listo para enfrentar los días con la misma decisión de aquel cabezazo triunfal, con la misma convicción del Chompipe cuando había que defender a un camarada de algún cabrón. Estaba preparado para dar la campanada y empatar este partido en el que antes pedía con ansias su final, y que en ese instante quería extenderlo hasta los tiempos extras para tratar de remontarlo. Ya no iba a conformarme con una anotación de la honra, ahora buscaba dar el “todo por el todo”, todo por Chayito.

Pero, a la usanza de las alegrías, ésta también hizo alarde de su fugacidad en el momento en que, concluido el saludo, nos alejamos el uno del otro para proceder a entablar alguna especie de plática protocolaria de los encuentros caminantes. La entelequia se desvaneció abruptamente en el maldito momento en que despegamos las caras y nos pusimos de frente. El último pedazo sobrante de mi pómulo colgaba de la mejilla inmaculada de Chayito, y el hombro en el que me apoyé para saludarle se había quedado con algunas migajas perladas desprendidas de la palma de mi mano. Quise palpar, con golpecitos errantes de los dedos, algún indicio de superficie para cerciorarme de que estaba delirando, pero lo único que hallé fue una corriente de aire suspendida en lugar del rostro.

Bajé la mirada para verme desde los pies hasta donde alcanzase la vista y al menos asegurarme de que el resto de mi cuerpo mantenía su integridad. Ingrata sorpresa: Los brazos, las piernas y el torso se desmoronaban cual reloj de arena. Me quedé, paradójicamente, petrificado en mis pensamientos. No tuve siquiera el valor de encontrar los ojos de Chayito para atizar, a través de su impresión, la esperanza de que todo estaba bien.

Una voz agitada y distante repetía mi nombre con desesperación, nombre que no tiene caso mencionar porque en esa tarde se terminó de borrar conmigo. Era, precisamente, Chayito quien, azorada por la situación, intentaba volverme a la realidad mediante el estruendo de sus gritos. Colocó sus manos sobre mis hombros y, en afán de reactivarme la consciencia, me sacudió vertiginosamente sin darse cuenta de que en cada movimiento no hacía más que acelerar mi derrumbe. En vista de sus esfuerzos vanos, no tuvo otra opción que pedir ayuda a la gente que se encontraba en el parque. Recorrió impetuosamente todas las bancas de la plaza y suplicó apoyo a cada persona hasta el cansancio, pero todos se mantuvieron impávidos ante su angustia. Sólo recibió silencios como respuesta, los silencios de miradas vacías.

En cuanto regresó al sitio donde me había dejado, ya con la voluntad menguada por la resignación, no había nadie. Volteó a todos lados con la expectativa de encontrarme en los puestos de frituras, en la calle o doblando en alguna esquina. No consiguió verme. Era evidente el cansancio y el desconcierto en su semblante, por lo que, en un gesto reparador, se puso en cuclillas para tomar un respiro de la viñeta convulsa de la que fue parte y, al levantarse, en esa transición descubrió con extrañeza en el suelo un puñado de tierra blanca en el lugar donde estuvo mi cuerpo paralizado.

Miró el pequeño montículo por unos segundos, cerró los ojos, movió violentamente la cabeza de lado a lado en actitud de negación, y siguió su camino. Chayito no entendía lo que estaba pasando, pero muy en el fondo sabía que me había ido, no a mi casa, no con los amigos, sino para siempre. Y así fue. Ya no habría aquel intento por citarla en el café de don Arnulfo a las 6 de la tarde de un sábado. La idea de un futuro con ella se desperdigó junto con el polvo de mi ser.

Busqué por tanto tiempo y hasta el último momento el “peor es nada” de mi condición, tratando de meter, aunque sea, ese gol del empate en los minutos postreros para estar en paz con la vida: ni yo con la zozobra del perdedor, ni la vida con ínfulas de ganadora.
Pero fallé, y esta vez me tocó quedarme con la nada.