Mundo de cristal

Puedo decir lo feliz que era cuando el mundo era sencillo, sin tanto interés en la gente. Es difícil vivir con ella pero es más difícil decir que te importa cuando, ciertamente, a ellos no les importas. La gente vive en un mundo de cristal, reflejando su esencia positiva para salir a la calle y enfrentar lo que sea. Ellos no lo ven aunque tú se los muestres. Es hasta que alguien rompe el vidrio de tu subconsciente. A mí me pasó eso.

NARRATIVA

Irving Antonio Aréchar (México)

1/24/2023

Mimeógrafo #116
Enero 2023

Mundo de cristal

Irving Antonio Aréchar
(México)

“Este teatro mágico no era un puro paraíso,
todos los infiernos se ocultaban bajo su linda
superficie.”

HERMANN HESSE

Puedo decir lo feliz que era cuando el mundo era sencillo, sin tanto interés en la gente. Es difícil vivir con ella pero es más difícil decir que te importa cuando, ciertamente, a ellos no les importas. La gente vive en un mundo de cristal, reflejando su esencia positiva para salir a la calle y enfrentar lo que sea. Ellos no lo ven aunque tú se los muestres. Es hasta que alguien rompe el vidrio de tu subconsciente. A mí me pasó eso.
Fue un día como cualquier otro, me desperté, me bañé y preparé ara ir al trabajo, el día resultaba tranquilo, todo estaba de maravilla. Me miré en el espejo, y me gustaba lo que veía, porque era la versión buena de mí mismo, como en mis últimos diez años. Jamás vi una diferencia que me preocupara o asustara. No pasaba nada conmigo.
De camino al trabajo, el tráfico estaba terrible, por más que apretaba el claxon para que fueran más rápido que iban adelante mío, estos no me escuchaban. Me decía: “¿Qué les pasa?”, ¿por qué no se mueven?”, “¿qué ganas tienen de perder el tiempo?” Te señalan con el dedo y te dicen majadería y media, mientras tú te aguantas las ganas de devolverles los insultos. La gente es buena para su propia inutilidad. Una cuestión que al principio no entendía.
Llegué a la escuela y veía los jóvenes estaban sentados en sus respectivas sillas en el salón. Entré y empecé la clase. En el trascurso de la hora estaba explicando un tema en el pizarrón cuando escuché un pensamiento que venía de mi cabeza, decía: “Él tiene algo tuyo. Quítaselo antes de que sea de él”. Lo que dijo no me alarmó, sino el cómo lo dijo. Era una voz aguda y chirriante, dándole ello, un ambiente siniestro dentro de mi cabeza. Parecía el personaje de “Golum” de El señor de los anillos.
Mis alumnos andaban en su mundo, como acostumbran todos los adolescentes hoy en día. Todo es distinto. Ya nadie respeta tu jerarquía. Ahora les tienes que servir. “¿Qué pueden saber ello que yo no?”
Acabó la hora y me dispuse a salir cuánto más rápido posible. Es cuando escuché una voz reconocible pero lejana dentro de mi cabeza. Era Armando, un alumno de último año, a quien lo consideraba el mejor dentro de mi materia. Le gustaba la literatura, igual que a mí. Sus padres venían tarde por él en la escuela, así que, nos poníamos a hablar sobre literatura, lo cual era agradable para los dos. Pero ese día, no estaba de humor para platicar.
—Buenos días, profe —dijo Armando animado.
—Buenos días, Armando —le devolví el saludo de la misma forma animada.
—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó Armando.
—No muy bien. Ando un poco enfermo. Me voy a retirar en este momento —le dije en directo. Quería darle a entender que estaba apurado.
—Está bien, profe. Parece ser que no vamos a poder hablar hoy —dijo Armando un tanto desilusionado.
—Esta vez no, Armando. Perdón —me disculpé con Armando, sintiendo mayormente no poder quedarme para nuestras conversaciones.
—No se preocupe profe —dijo Armando.
—Nos vemos mañana, si Dios quiere —me despedía de Armando, no sin antes, interrumpirme mi marcha con la voz de mi alumno que me llamaba de nuevo.
—Quiero hacerle una invitación a mi fiesta, profe —dijo Armando, entonando un brillo en sus ojos por su invitación.
—¿Cuándo será tu fiesta? —dije a Armando, mientras me aguantaba el dolor de cabeza que cada vez iba siendo más fuerte.
—Será este fin de semana, profe —dijo Armando. Mi cabeza la sentía como la atornillaran por dentro, pero no quise hacerle de malas al chico.
—¿A qué horas sería? —lo dije sin tener en cuenta mi dolor de cabeza. Esperaba que esa pregunta tuviera una respuesta definitiva.
—A las cinco va a empezar —dijo Armando, quien se le notaba más ilusionado.
—Bueno, trataré de llegar —dije a Armando y me fui de allí. Ya no me quedé para escuchar lo demás.
Pedí mi permiso a la dirección por cuestiones médicas, ellos me la dieron sin preguntarme si era cierto. No tenía que verme en el espejo para darme cuenta de lo pálido y enfermo que me veía ese día. Todo me estaba dando vueltas. Ya no quería saber nada más.
Fui al doctor y le comenté lo que me pasó un rato antes en la escuela, me checó la cabeza y los ojos, y dijo que no había nada raro en mí. Aseguraba que era un “problema de nervios” que tenía. Que con reposo me aliviaría en un día o dos. Yo sabía lo que era un problema de nervios. Lo había visto en mi familia antes. Lo que yo sentía no eran nervios. Pero no había forma de decirle al doctor. “¿No hay forma de ser más pendejo?”
Tomé un reposo repentino, tenía que calmar mis nervios o lo que fuera que me estaba pasando. Cuando me di cuenta, era ya sábado, día de descanso, ya no me dolía la cabeza ni tampoco la cara y el resto del cuerpo. Por fin estaba bien. Era yo otra vez. Me alarmé por nada.
De repente, me doy cuenta que es el cumpleaños de mi alumno, no quería ir, nunca he sido muy sociable, no, jamás lo he sido, la gente me produce un fastidio rotundo dentro de lo que considero interesante. Son como “nada”. Mi vida está envuelta el éxito, y lo que veo en la gente con la que trabajo y atiendo, no veo nada de eso. He sido así desde la prepa, y no he pedido más desde entonces.
Antes, todos en la escuela me molestaban sin razón, sólo por el gusto de hacerme sufrir, de observar mi sufrimiento en todo su haber. Eso era una tortura que me quitaba el sueño todas las noches, pero no desistí de lo que quería. Fui avanzando en la vida, y llegué a donde estoy, por mí y mi familia. Jamás pedí nada a la vida, excepto perfección. Al parecer, eso no ha sido posible obtener.
Al final, me tuve que conformar con lo que he conseguido y las personas con quienes he convivido en la escuela y el trabajo. Nunca fue agradable pero tampoco me quejo, hasta ahora. Convivo con la gente por obligación, converso con ellas por necesidad y me río de sus babosadas por conveniencia. Es como ver la misma película mala una y otra vez.
La vida pierde sentido cuando sales al mundo, es simple e inútil, y eso es más peligroso que ensimismarte en tus pensamientos. Al menos, allí estás a salvo. Y lo bueno es que tú puedes incluir a gente de acuerdo a tu semejanza, tal y como a uno le gusta. Eso debería ser parte de la vida. Pero todos somos iguales. Lo comprendí la noche de la fiesta de Armando, tristemente.
A veces la gente ha notado mi timidez y mi hastío por las conversaciones, me dicen que debo ser más sociable. La verdad, yo no entiendo cómo pueden sostener una conversación sobre algo insignificante. No le veo el chiste. No hay nada interesante en este mundo que no sea lo que yo piense y diga. Por eso disfruto mi propia compañía. Y la de un buen libro, si se amerita la ocasión.
En la fiesta, el ambiente era feliz, animoso en todo su esplendor, los que llegaron antes que yo estaban sentados en mesas divididas de forma aleatoria. Los niños estaban conviviendo entre sí y jugando en la sala con la música a todo volumen. Los papás que optaron por quedarse en el lugar, estaban sentados en mesas puestas, específicamente, para ellos.
Sin verlo venir, Armando se acercó a saludarme, me abrazó como era su costumbre y me dijo lo feliz que estaba de haber venido. No se me ocurrió un regalo que pudiera gustarle, hasta que recordé la última plática que tuvimos, donde salió el tema sobre Ernst Hemingway. Pensé que podía ir a alguna librería clandestina, y encontrar algo sobre ese autor. Entonces vi Por quien tocan las campanas. Imaginé que sería una historia muy complicada para él en ese momento pero no importaba, porque era un regalo y apostaba a que lo que más quería, era que yo estuviese en su fiesta.
Compré papel para regalo y lo envolví el libro, hasta hacerlo lo más presentable posible. Se le entregué a la madre de Armando. Ella me indicó donde me iba a sentar. Me indicó una mesa muy cerca de lo que era la pista de baile. Me senté en una de las sillas, y lo siguiente que vino fue un estado de aburrimiento total.
Había pasado por varios momentos de cámara lenta en esa semana pero la que más había perdurado era en esa fiesta. Tenía la compañía de los padres que se sentaron en la misma mesa que yo. Yo no me dignaba a hablar con ellos, sólo los oía. Como ya dije, la gente me parece insignificante y aburrida. Iba al baño constantemente, no porque tuviera ganas de ir, sino porque no quería seguir escuchando las conversaciones que había en mi mesa.
Lo único reconfortante era la música con la que los muchachos sacaban a relucir su baile, con sus parejas escogidas. Parecía ser tan sencillo sacar a alguien a bailar. Yo nunca pude hacerlo. Requiere mucho esfuerzo, sobre todo, soportar a la chica a quien sacaste a bailar. Todo está bien cuando sólo bailan. Cuando me cuentan de su vida me lleno de tedio. No me interesa lo que les pase. ¿Por qué no lo entienden?
Regresando de uno de mis viajes inesperados del viaje, me encontré a quien resultó ser el papá de Armando. Lo saludé y me sacó plática de la nada.
—Hola, maestro —dijo el papá de Armando.
—Hola. Buenas tardes, señor —dije yo en mi tono serio para no llamar las apariencias.
—¡Qué bueno que haya podido venir a la fiesta de Armando! No sabe lo feliz que está de tenerlo aquí —dijo emocionado el papá de Armando.
—Me imagino. Es un buen muchacho.-dije yo indiferente. Ya quería salirme de allí y volver a mi asiento.
—De verdad lo es. Por él es que me complace cada día de mi vida —dijo el papá de Armando como expectante a alguna reacción mía.
—¿Cómo es eso? —dije yo, no por el hecho de saber un poco más sobre Armando, sino por la reacción de él.
—Yo era un lector entusiasta cuando era joven, igual que mi hijo. Me gustaba todo tipo de literatura. Hasta que conocí a mi esposa. Empecé a ir a los bailes, al cine, a algún cerrito a ver la puesta del sol, a tomar alguna cervecita. Después nació Armando. Todo lo que a mí me gustaba antes le empezó a gustar a él también. Los libros de ficción y demás, todo lo leyó desde los siete años —dijo el papá de Armando con el mismo entusiasmo que su hijo.
—Eso es bueno, ¿no? —le respondí con desgano. Su plática me aburría. No quería saber lo que sacrificó para tener a su familia feliz.
—Al principio no, pero tras conocer a mi esposa, me di cuenta de que hay otras cosas en el mundo que sólo leer libros de ficción. La literatura es buena, pero también es la música, el baile, el cine, el amor.
—¿Cómo puede ser posible eso? —el comentario me crispó totalmente. ¿Cómo puede desviarse de lo que lo hace uno importante?
—Viendo el mundo, viviendo la vida, como mi esposa me enseñó —dijo el papá de Armando con convencimiento.
—Pero eso lo convierte igual que al resto del mundo. Dejas de ser especial. Y no hay peor cosa en la vida que ser uno más —me tenía tan furioso, que estuve a punto de escupirle a la cara.
—No creo, maestro. Todos somos iguales, ninguno resalta más que los demás. Desempeñamos diferentes labores pero somos de la misma calidad y, por lo tanto, nuestra forma de vivir es semejante el uno del otro. No existe la diferencia que usted proclama —dijo esto último como si yo fuera un ignorante, un idiota sin razonamiento. Me indignó tanto que me seguí delante de la mesa que me habían escogido y me salí a tomar aire.
Ahorita pienso que aquella reacción mía pudo haberle parecido muy repentina y descortés por parte del papá de Armando. Pero no me interesa. Ni tampoco a Armando ahora. Él fue el culpable de todo, y su papá también. ¿Cómo pueden igualarse a mi nivel sin haber atravesado lo que yo atravesé? Era feliz hasta que gente como ellos se cruzaron en mi vida.
En ese momento, sentí una mano tocarme la espalda, me volteé y era Armando, parecía contento pero consternado al mismo tiempo. Me preguntó qué estaba haciendo afuera.
—Tomando aire fresco —dije con calma, mis nervios estaba en su tope.
—¿Se siente mal, profe? Lo noto muy pálido —se le notaba el semblante de preocupación. No había tenido un estudiante tan pendiente de mí.
—Estoy bien. No te preocupes por mí-le dije con el mismo suelto, convenciéndole de que estaba bien.
—¿Seguro, profe? —preguntó Armando para cerciorarse por última vez.
—Sí, seguro —le respondí con tono un tanto fuerte. No era mi intención, sólo quería que me dejara un momento tranquilo.
—De acuerdo, profe —dijo Armando, feliz como siempre lo estaba.
—Ve adentro. En un momento estoy contigo —le expliqué para que no se preocupara nuevamente.
—Está bien, profe. Me alegra que haya podio venir. Usted ha sido siempre mi profesor favorito —dijo Armando, dejándome con un buen sabor de boca por el momento.
—Gracias, Armando. Eres muy amable —dije complacido por el comentario de Armando.
—Cuando sea grande, me gustaría ser como usted —sentí un angustia terrible tras escuchar lo que dijo Armando, que después se convirtió en una ira incontrolable.
—¡No, no, no, no! ¡NO! —le agarré del cuello con las dos manos a Armando. Estaba fuera de sí, veía borroso, hasta que escuché una voz que me dijo que parara.
Algunos padres de familia se dieron cuenta de que el cumpleañero no estaba en el lugar de la fiesta y salieron a observar que estuviese afuera. Presenciaron el asesinato de Armando, lo más brutal que se habían dejado ver, hasta el momento. Sus padres lo levantaron e intentaron despertarlo. Pero no resultó. El chico había muerto.
Las lágrimas de los padres, como los invitados que presenciaron mi acto de locura ensañada al chico, se hizo surgir de forma desesperada. Cómo sus compañeros de escuela y sus padres que estaban presentes en aquel hecho tan horrible, después de que hace poco, celebraban el mejor día de su corta vida.
—¿Quién fue? —preguntó el padre mientras agarraba a su esposa, quien lloraba desconsoladamente.
—¡Fui yo! —confesé ante aquellas personas que estaban alrededor del cadáver de alguien que querían mucho.
Me miraron consternados ante mi confesión, no podía creer que quien lo matara fuese su maestro favorito. Ni yo podía creerlo en ese momento. Yo también lo quería. No de la manera que un profesor puede querer a sus estudiantes pero le tenía estima. También me dolió lo que hice. Sólo estaba harto.
De repente, lo que fue al principio una consternación, se transformó en ira total, se podía ver en cada rostro de los que estaban presentes en esa escena tan horrible. Ya casi se me iban encima, en especial los padres de Armando. Fue cuando una patrulla llegó a la escena del crimen. Dos policías salieron del coche y preguntaron lo ocurrido. Me sorprendí por la forma inmediata de aparecer en una escena del crimen.
Me esposaron y me llevaron de inmediato. A la semana, me levantaron mi sentencia, que fue la de estar en el psiquiátrico de por vida. No me pareció tan mala idea. Al fin nadie me molestaría. Todos preguntan por qué maté a Armando, sabiendo que yo era un ejemplo a seguir para él. La respuesta fue muy obvia hasta para el más ignorante.
¿Por qué maté a Armando? Porque me iba a quitar mi “individualidad”. ¿Qué significa eso para el mundo? Absolutamente nada. Para mí lo era todo. Como lo dije antes, el mundo me parecía simple y aburrido. Yo era feliz porque me creía único en el mundo. Y eso me hacía especial. El padre de Armando me hizo ver aquella noche en la fiesta que no era así. Luego Armando quiso copiarme eso mismo, lo cual me dejaría sin nada que me hiciera especial. Por eso lo maté.
Ya no tiene importancia. Todos hemos vivido, al menos una vez, en un mundo de cristal, donde nos vemos reflejado todos los días, notando, únicamente, nuestras virtudes. Hasta que alguien trae un enorme martillo llamada “realidad” y rompe el vidrio, para saber lo iguales que somos del mundo entero. No somos más que un masa de carne, aburrida, incoherente, sin remedio alguno.