Mariano Ruiz Montani (Argentina) - Un hidalgo emprendedor
Los Ruiz tenían más apego a su finca de lo que exigía su felicidad. Hubiera uno dicho, por lo que la gente suponía, que no podía haber vida más afable, buena o próspera que la que transcurría en aquella casa llamada Miralrío.

Mimeógrafo
#151 | Diciembre 2025
Un hidalgo emprendedor
Mariano Ruiz Montani
(Argentina)
(2061)
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Desde “Miralrio” (historia de una quinta de San Fernando).
Los Ruiz tenían más apego a su finca de lo que exigía su felicidad. Hubiera uno dicho, por lo que la gente suponía, que no podía haber vida más afable, buena o próspera que la que transcurría en aquella casa llamada Miralrío. Clemente Segundo Ruiz, sobre todo, quería tanto la casa que acostumbraba decir que no la poseía, sino que era ésta la que lo poseía a él. Si no se hubiera dejado cautivar por aquella vieja quinta expuesta a los cuatro vientos, por las barrancas y su bosque, hubiera, sin duda alguna, continuado viajando y ocupándose de la gerencia del Banco de la Provincia de La Pampa, tarea para la cual parecía haber nacido. Pero, de vuelta en San Fernando, cuando estuvo al tanto de la situación, cuando supo que se imponía la venta de aquella propiedad heredada si no podía ganar rápidamente mucho dinero, hizo a un lado todos sus proyectos, y resolvió tomar la posta de su padre don Mariano, e instalarse en los aserraderos del oeste.
Su madre y su prometida Vera le imploraron y lo instaron a que vendiese la finca antes que sacrificarse así. Pero fue inflexible; compró maderas y se hizo a la empresa. Creyó que le bastarían un par de años para pagar las deudas y salvar su patrimonio.
El negocio fue afortunado, pero lo atrajo una terrible desgracia. Después de haber lidiado durante todo un año con el cantonado y el tronzado de las maderas, se le ocurrió la idea de una especulación que, de un solo golpe, le haría ganar mucho más dinero que el que necesitaba. Viajó a Estados Unidos y firmó un contrato que permitía instalar en Miralrío equipos de radiofrecuencia para comunicación inalámbrica, radiodifusión, enlace de microondas y telefonía móvil. Uno de sus antiguos compañeros de escuela y él se proponían extender la propagación con línea de visión a todas las fincas de la costa del río Luján, donde los acuerdos particulares para la instalación de dichas estaciones se pagaban el doble que en las regiones del sur. La ganancia, entonces, le prometía un rico beneficio.
Corría el mes de septiembre cuando los dos jóvenes pusieron en marcha su plan. Todo fue bien durante las primeras semanas. Pero luego, cuando se aproximaba la instalación de las nuevas estaciones en el Tigre, se desataron las lluvias de primavera.
Pronto les costó trabajo tan sólo excavar, aunque los ingenieros de la compañía no se daban por vencidos. Largos días e insufribles noches transcurrieron entre vientos huracanados y aguaceros. Clemente hizo cuanto pudo para que no desistieran de la empresa, pero algunos obreros resultaron accidentados mientras otros morían. El resto se negaba a seguir.
Las tormentas no cesaban. Era una lluvia dura, constante, que ahogaba el recuerdo de todas las otras lluvias conocidas hasta entonces. Caía a golpes, entraba como hachazos desde el río y seccionaba los árboles, cortando la hierba y horadando los suelos. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de anciano. Era una lluvia sólida como una catarata, la cual se sentía como un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Y no dejaba de caer.
-¿Cuánto nos resta aún, ingeniero?- se afanaba en saber uno de los jefes de cuadrilla.
- No sé. Unas tres, diez, cien estaciones.
- ¿Es que no conoce a ciencia cierta cuantas?
- ¿Cómo habría de saberlo?
- No me gusta esta lluvia. Si estuviéramos al tanto, por lo menos, a qué distancia se supone estará la última estación, me sentiría mejor.
Los dos hombres estaban de pie bajo la lluvia. Detrás de ellos se hallaba toda una partida de obreros empapados, agotados, derruidos, como arcilla deshecha.
- No debe faltar mucho.
- ¿Lo cree usted de veras, ingeniero?
- Por supuesto.
- ¿O sólo lo dice para que no desistamos?
Nadie hubiese podido jamás prever lo que depararon aquellas inmensas fincas. Ni in día de sol, ni un ápice de piedad, ni un momento de descanso. La impresión fue terrible para Clemente. Ningún hombre en sus cabales hubiera podido soportarlo. Sintió que se volvía loco. Tal vez no hubiera sido tan grande la desgracia si todo se hubiese limitado para él a la pérdida material, ya que una vez desistida la empresa para extender la línea de visión, fue a visitar a la única persona que podría comprenderlo. Tenía Vera que enterarse de la desgracia, y saber que la boda tendría que aplazarse por lo menos un par de años.
Fue, pues, Clemente a verla, para oírle decir que lo seguía queriendo a pesar de su infortunio. Esperaba que su ternura borrase el recuerdo de aquel diluvio. Pudo haberlo hecho la joven, pero no quiso. Aquella desventura de Clemente le causaba una gran desilusión y lo hacía a sus ojos menos grato que antes. Y cuando supo que el reponerse duraría aún varios años, le dijo que no podría esperarlo más. Fue entonces cuando Clemente no logró soportar su desconsuelo. Le quedaba, sin embargo, algo de fuerza para continuar con sus negocios.
En los años que siguieron la gente se divirtió recordando la alocada empresa, pero cabe aclarar que Clemente fue siempre bien recibido en las quintas sanfernandinas. Trabajó con esfuerzo y ganó con qué pagar todas sus deudas. Y, como acostumbran serlo los ancianos, se volvió paciente y sumiso. Ya no se atrevía a esperar ni a desear nada. Se contentaba con cruzar todos los días al convento de los monjes benedictinos y pronunciar en voz baja una plegaria, rogándole a Dios para recuperar lo que sin proponerse había perdido, el amor.
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