Macario (1960) - Roberto Gavaldón

“¿Qué queremos realmente los seres humanos? ¿Comer en paz? ¿Vivir para siempre? ¿Ser libres, ser amos de nuestro destino? Macario, el leñador hambriento, no es solo un personaje: es todos nosotros.”

Sabak' Ché

Macario

Un espejo fúnebre del deseo y la condición humana

Sabak' Che

“¿Qué queremos realmente los seres humanos? ¿Comer en paz? ¿Vivir para siempre? ¿Ser libres, ser amos de nuestro destino? Macario, el leñador hambriento, no es solo un personaje: es todos nosotros.”

La película Macario (1960), dirigida por Roberto Gavaldón y basada en la novela del enigmático escritor Bruno Traven, es una obra que se desliza con naturalidad entre lo real y lo fantástico, lo cotidiano y lo sobrenatural, para ofrecer una meditación profunda sobre la existencia humana. Enmarcada en el México virreinal, esta historia se sitúa en el corazón de una cultura donde la muerte no solo es parte del paisaje, sino también una interlocutora constante, una figura familiar que acompaña al hombre desde el nacimiento hasta el último aliento. En este escenario, Macario —un humilde leñador— se convierte en el protagonista de una fábula sombría y luminosa a la vez, que indaga en los anhelos más íntimos del ser humano: el hambre, la justicia, el poder sobre el propio destino y el misterio de la muerte.

La grandeza de esta película no reside únicamente en su narrativa, sino en su capacidad de sugerir, a través de símbolos sencillos y poderosos, una filosofía de la vida que no pretende dar respuestas absolutas, sino invitar a una introspección honesta. ¿Qué significa vivir dignamente? ¿Qué es la libertad en un mundo donde todo parece estar condicionado por la pobreza, el miedo o el castigo divino? ¿Y qué relación tiene el hombre con la muerte, cuando esta no es un final abrupto sino una presencia que observa, espera y, al final, decide?

En Macario, cada elemento del relato está cargado de sentido: desde el pavo que el protagonista desea comerse en soledad, hasta la vela que arde con la fragilidad de su vida. La historia se mueve entre la tierra y el más allá, entre los bosques fríos y los altares de veladoras titilantes, para construir una metáfora compleja pero accesible de lo humano. Esta es una película profundamente mexicana en su visión del mundo, pero también universal en su interrogación de lo que somos. Por eso, más allá de su tiempo y lugar, Macario nos sigue hablando, nos sigue mirando desde la cueva donde aguarda la Muerte, preguntándonos con voz tranquila y firme: ¿has entendido ya lo que significa estar vivo?

El hambre como metáfora del alma

Desde el primer plano de Macario, el espectador es confrontado con la imagen del hambre. No es solo el estómago vacío lo que pesa, sino todo el cuerpo, la mirada, la palabra. El hambre lo domina todo. Macario, el leñador, no es solo un hombre pobre; es un hombre cuya existencia ha sido reducida a la supervivencia. Pero esa hambre que lo persigue no es solamente fisiológica: es una metáfora que atraviesa todo su ser. El hambre, en esta historia, no solo se come con el cuerpo, sino también con el alma.

La insistencia de Macario en comerse un pavo él solo —sin compartirlo con nadie, ni siquiera con sus hijos— puede parecer, a primera vista, egoísta o hasta absurda. Sin embargo, ese deseo encierra una profundidad conmovedora. “Quiero comerme un pavo, pero comérmelo solo, sin que nadie me lo quite, sin que nadie me lo mire,” dice Macario. Esta frase resuena con una fuerza poderosa porque revela la dimensión espiritual de su hambre: no es solo alimento lo que busca, es dignidad. Es el acto de tener, por una vez en la vida, algo que sea solo suyo, algo que no tenga que repartir, negociar o sacrificar. El pavo se convierte así en símbolo de libertad, de identidad, de un instante de plenitud en una vida de privaciones.

Este deseo tan humano nos recuerda que la pobreza no solo empobrece el cuerpo, sino también el espíritu. Quien no tiene, no puede soñar. Quien siempre cede, se borra. En ese contexto, el hambre de Macario es también el hambre de ser. Es la necesidad de existir plenamente, aunque sea por un solo momento. En un mundo donde todo le ha sido negado —el descanso, la seguridad, el derecho a decidir sobre su tiempo, su cuerpo, su comida— ese deseo de comerse un pavo entero se vuelve una declaración silenciosa pero poderosa de individualidad: yo también merezco vivir, yo también tengo derecho a un deseo.

Además, la historia se inscribe en una cultura donde el acto de compartir la comida tiene un valor sagrado, casi ritual. Negarse a compartir es visto como un acto de ruptura, de resistencia. Pero en el caso de Macario, ese acto es también un grito silencioso: ha dado tanto, ha compartido siempre, que ya no queda nada de sí mismo. Este acto se transforma en una súplica por recuperar algo de humanidad perdida.

El hambre, entonces, no es solo una circunstancia trágica, sino también una metáfora que atraviesa la película. Es hambre de justicia, de reconocimiento, de sentido. Es la sed de una vida que no se limite a la supervivencia, sino que alcance algo parecido a la plenitud. En ese sentido, Macario se convierte en un símbolo de todos los desposeídos del mundo, de todos los que alguna vez han sentido que no tienen derecho a disfrutar, a desear, a tener algo solo para ellos.

Incluso su silencio —frecuente a lo largo de la película— puede interpretarse como otro rostro de esa hambre: un hombre tan acostumbrado a no ser escuchado que ha aprendido a callar. Su lenguaje es el de los gestos, las miradas, los actos mínimos, pero cargados de un profundo significado. Por eso, cuando decide esconderse en el bosque para comerse su pavo en soledad, no está escapando de su familia, sino tratando de reencontrarse consigo mismo.

Finalmente, el hambre que habita en Macario es también la de una humanidad entera, sumida en desigualdades, sacrificios injustos y estructuras sociales que repiten la tragedia de siempre: unos pocos lo tienen todo, mientras los otros deben renunciar incluso a su intimidad. Y en ese hambre del alma, el leñador se convierte en un espejo para todos. Porque, en el fondo, ¿quién no ha sentido, al menos una vez en la vida, el deseo de tener algo —por mínimo que sea— que sea solo suyo? ¿Quién no ha querido alguna vez una pequeña victoria en un mundo de renuncias?

El encuentro con lo sagrado: Dios, el Diablo y la Muerte

Uno de los momentos más significativos y cargados de simbolismo en Macario es el encuentro del protagonista con tres figuras sobrenaturales en el bosque: Dios, el Diablo y la Muerte. Esta tríada representa mucho más que una simple prueba moral o un episodio fantástico; se trata de una confrontación con las fuerzas que rigen el destino humano. Cada personaje representa una forma distinta de poder, y la actitud de Macario ante cada uno de ellos revela su visión del mundo, su sabiduría intuitiva y su resistencia espiritual.

Cuando Dios se le aparece disfrazado de peregrino y le pide un pedazo del pavo, Macario se niega. Este gesto, lejos de ser un acto de impiedad, es una expresión de honestidad brutal: “Usted todo lo tiene, no necesita de esto”, parece decirle, con los ojos llenos de cansancio. En ese momento, Dios no es un padre misericordioso, sino una figura omnipotente que ha permitido el sufrimiento del pobre. Su negativa no es blasfemia, sino una súplica silenciosa de justicia. Se trata del reclamo de quien ha dado todo sin recibir nada a cambio.

Luego aparece el Diablo, elegante y astuto, ofreciendo riquezas a cambio de un trozo del festín. Macario también lo rechaza. Comprende que el precio de ese trato no sería solo el pavo, sino su alma. Su decisión refleja una integridad ética profunda: no desea la riqueza si esta le arrebata su paz, su libertad, su ser. Esta negativa, mucho más que moralista, es la de un hombre que, pese a la miseria, ha mantenido su dignidad intacta. No quiere deberle nada a nadie, mucho menos al Diablo.

Finalmente, aparece la Muerte. A diferencia de las otras dos figuras, esta no le ofrece nada, no le promete, no le exige. Solo le habla con una verdad fría y directa. Le dice: “Tengo hambre, como tú”. Es en ese punto donde Macario cede, no por miedo, sino por reconocimiento. La Muerte es la única que le habla como igual, sin superioridad, sin manipulación. Ambos comparten una necesidad básica, y por primera vez en la película, Macario encuentra una figura que no se le impone, sino que le acompaña. Le da entonces la mitad del pavo, no como una ofrenda de súplica, sino como un gesto de solidaridad. La Muerte, agradecida, le otorga el don de curar, pero también le advierte: no puede curar a quien ella esté a los pies de la cama.

Este episodio es un núcleo simbólico y espiritual del relato. Dios representa la fe institucional, el poder que no se mancha pero que tampoco se involucra. El Diablo representa la tentación, la ambición fácil y seductora. Y la Muerte representa lo ineludible, lo humano, lo justo dentro de su imparcialidad. La elección de Macario —compartir con la Muerte— es una afirmación profunda de sabiduría popular: más vale pactar con lo que es cierto que dejarse seducir por lo que es incierto. En un mundo injusto, la única ley verdadera es la de la muerte.

Este momento también refleja una antigua cosmovisión indígena que pervive en la cultura mexicana: la muerte no es enemiga, sino parte de la vida. No es un castigo, sino una figura que acompaña, que vela, que observa y que finalmente recoge. En la festividad del Día de Muertos, donde los vivos ofrecen comida y compañía a los muertos, la película encuentra su raíz cultural más profunda. La Muerte en Macario no es tenebrosa, sino serena, casi maternal. No viene a arrancar, sino a recordar.

Este simbolismo se refuerza con la escena final en la cueva, cuando Macario, perseguido, termina en el reino de las velas: cada vela es una vida, y la suya, frágil, titila a punto de extinguirse. La Muerte le muestra que no hay manera de escapar del destino. Al final, el poder que ella le dio —el don de sanar— no era un regalo, sino una lección. “No eres dueño de la vida de nadie, ni siquiera de la tuya,” parece decirle. Y esa enseñanza es quizás la más profunda de toda la obra: vivir es caminar hacia la muerte, pero en ese trayecto lo único que nos pertenece es cómo elegimos caminar.

El don imposible: curar sin poder salvar

Cuando la Muerte otorga a Macario el don de curar, lo hace bajo una condición esencial: sólo podrá sanar a aquellos en cuya cabecera ella no esté sentada. Esta limitación, que al principio parece una simple regla, encierra una verdad más profunda y dolorosa: el poder que Macario recibe no es absoluto, y está siempre bajo la sombra del destino. Así, el don de curar se convierte, paradójicamente, en una forma de impotencia. Puede retrasar la muerte, pero no abolirla. Puede aliviar el sufrimiento, pero no vencer al fin.

En este punto, la película plantea una reflexión filosófica poderosa: la diferencia entre curar y salvar. Curar implica aliviar un cuerpo, reparar un daño visible, pero salvar —en el sentido más hondo— implica redimir, proteger la vida en su totalidad, arrebatarla del abismo. Macario puede hacer lo primero, pero no lo segundo. Su poder es práctico, pero no metafísico. Está atrapado entre la ilusión de controlar la vida y la certeza de que, al final, nadie escapa del designio último.

Esta ambigüedad hace que el don no sea un privilegio, sino una carga. Cada vez que alguien enferma, Macario debe enfrentarse al juicio de la Muerte: si está o no a los pies de la cama. Se convierte en una especie de sacerdote laico, un mediador entre el mundo de los vivos y el umbral de lo invisible. Pero su mirada no es de júbilo, sino de ansiedad. Como un oráculo cansado, debe decirle a las familias si hay esperanza o resignación. La gente lo venera, pero él carga el peso de saberse limitado. Esta tensión se ve con claridad cuando intenta salvar a su propio hijo y a la esposa del virrey. En ambos casos, la Muerte está presente, y Macario —desesperado— intenta burlar el pacto. Pero no hay truco posible: quien ha sido tocado por la Muerte, no puede volver atrás.

Aquí surge otra dimensión simbólica: Macario es castigado por intentar ir más allá de los límites humanos. Su deseo de salvar a su hijo no es egoísta, sino profundamente humano. Pero en ese deseo también se manifiesta la tragedia del hombre que quiere ser más que hombre. Como Ícaro que vuela demasiado cerca del sol, Macario paga por querer modificar lo que no le pertenece. Esta escena no condena su intento, sino que lo enmarca en la tragedia clásica: el héroe que, por amor, se atreve a desafiar el orden del mundo, y por ello es vencido.

El castigo no viene de la Muerte —que nunca actúa con ira—, sino del equilibrio cósmico que ha sido alterado. Macario, al intentar salvar vidas que no le correspondía salvar, rompe el pacto sagrado. Su caída no es moral, sino existencial. Descubre que el don que parecía milagroso es en realidad un espejo de la finitud humana. No hay medicina capaz de detener el tiempo. No hay poder que pueda transformar la muerte en eternidad.

La película, con este giro, desmonta la idea de que el conocimiento o el poder pueden ofrecer salvación. A diferencia de los relatos heroicos donde el protagonista domina las fuerzas de la naturaleza, Macario nos recuerda que el verdadero poder está en reconocer los límites. Como dice la Muerte en un momento crucial: “Todos tienen su hora.” Y no hay milagro que la altere.

Este pasaje también resuena con la sabiduría popular: no se puede jugar con la muerte. En la tradición mexicana, la muerte es respetada, honrada, incluso celebrada, pero nunca desafiada con soberbia. Macario aprende esta lección de la forma más dolorosa: perdiendo aquello que más ama. Y en ese momento, ya no es un curandero milagroso, sino un hombre solo, enfrentado a lo inevitable.

En última instancia, esta sección nos lleva a una conclusión triste pero luminosa: el verdadero valor no está en curar o salvar, sino en acompañar. El gesto de Macario, sentado junto a los enfermos, tocando sus frentes, observando con ternura, es más importante que cualquier milagro. Porque en ese gesto hay compasión, humanidad, presencia. Lo que la ciencia o la magia no pueden resolver, a veces lo puede la compañía, el amor silencioso que no evita la muerte, pero la hace menos fría.

El juicio y la caída: entre la fe y el poder

El momento en que Macario es llevado ante el inquisidor representa la irrupción de otra fuerza: el poder institucional, la sospecha sobre lo sagrado que no está controlado por la Iglesia ni por el Estado. El curandero milagroso se convierte en una amenaza para el orden establecido. Y aquí la película introduce una crítica sutil pero potente: lo que no se puede controlar, se persigue. Lo que no puede explicarse, se castiga.

El juicio no es una búsqueda de la verdad, sino de obediencia. El inquisidor no quiere saber quién es Macario, sino qué poder lo respalda. ¿Es enviado de Dios o del Diablo? En un mundo binario, donde todo se reduce a cielo o infierno, no hay espacio para lo ambiguo. Y Macario, profundamente humano, no puede responder. No tiene doctrina, ni discurso. Solo sabe que quiso curar, que quiso ayudar, y que no entendió del todo su don.

Este momento recuerda la figura de los mártires laicos, aquellos que son juzgados no por sus crímenes, sino por encarnar una diferencia. Macario no ha hecho daño a nadie, pero su existencia misma pone en cuestión el sistema. Su condena es el reflejo de una cultura que, históricamente, ha reprimido el conocimiento popular, la medicina tradicional, la espiritualidad no institucional.

El juicio, más que una escena histórica, es una alegoría del conflicto eterno entre el misterio y el poder. Y en medio, Macario, el hombre humilde, el hombre que solo quería comer un pavo, se convierte en símbolo de esa sabiduría popular que no cabe en los dogmas, pero que respira en el corazón del pueblo.

La cueva y las velas: el destino y la fragilidad de la vida

En la escena final de Macario, el protagonista entra en una cueva junto a la Muerte. Allí, le es revelado un espectáculo inquietante y profundo: miles de velas encendidas, cada una representando la vida de un ser humano. Algunas están recién encendidas, vigorosas y firmes; otras, apenas un pabilo titilante a punto de extinguirse. Esta imagen, poética y brutal, se convierte en el clímax simbólico de la película. En ese espacio subterráneo y sagrado, donde la luz se sostiene sobre la sombra, se encierra toda la filosofía del relato: la vida es breve, frágil, y nadie —ni siquiera quien ha sido tocado por lo sobrenatural— puede escapar de su fin.

La cueva es una imagen arquetípica y poderosa: representa el vientre de la tierra, el misterio del origen, pero también el retorno inevitable a lo oculto, al silencio. En muchas tradiciones, la cueva es el lugar de revelación, pero también de muerte. En este caso, se transforma en un santuario del tiempo, donde el soplo de la vida se revela como llama prestada. La Muerte actúa como guardiana de ese espacio, no como verdugo, sino como cuidadora. Las velas son todas iguales en valor, aunque no en duración: esta es la gran enseñanza. No importa cuánto dure la vida, sino lo que se hace con ella. La desigualdad entre las llamas no es justicia ni injusticia: es el misterio.

La vela de Macario es pequeña, débil, y tiembla con el más leve aliento. Él intenta protegerla, intenta salvarse, pero descubre que todo esfuerzo es inútil. Esa lucha, sin embargo, no es absurda; es la lucha de todo ser humano ante lo inevitable. Sabemos que vamos a morir, pero no dejamos de cuidar nuestra llama. Esa es, quizás, la forma más íntima de valentía: resistir aun sabiendo que no hay victoria posible. Como escribió Octavio Paz: “La muerte mexicana no es la muerte triste de los otros. Es la presencia constante que da sentido a la vida”. La cueva, entonces, no es solo el lugar donde termina el viaje de Macario, sino el lugar donde todo sentido se revela.

El regreso del protagonista al mundo exterior nunca ocurre. Lo encuentran tendido junto al río, con el pavo intacto, como si nada hubiera sucedido. Esta ambigüedad final deja al espectador suspendido entre el sueño y la vigilia. ¿Fue todo una ilusión? ¿Un sueño de agonía? ¿Un viaje espiritual? En realidad, no importa. La lección está dada: el hombre puede aspirar a comprender los misterios de la vida y la muerte, pero al final, su mayor gesto es aceptar, con humildad, su condición finita. Macario no muere derrotado; muere sabiendo algo que pocos comprenden: la vida no se mide por el tiempo vivido, sino por el significado encontrado.

Además, el simbolismo de las velas tiene una resonancia especial dentro de la cultura mexicana, particularmente en la tradición del Día de Muertos. Las veladoras se colocan en los altares para guiar a las almas en su regreso. Iluminan el camino de los que vienen del más allá, pero también recuerdan a los vivos que la vida es tenue, y que todo lo que se ama es, en algún momento, fugaz. Macario recoge este simbolismo y lo transforma en una imagen universal: todos somos llamas en el viento, y nuestra única certeza es que, tarde o temprano, se apagará la luz.

Esta escena final, por tanto, no es trágica, sino profundamente humana. Macario no logra cambiar su destino, pero en su encuentro con la Muerte alcanza una verdad que muchos esquivan: que lo importante no es huir de la muerte, sino entenderla, aceptarla como parte de la vida misma. Solo así se puede vivir con plenitud.

La cultura de la muerte en México

Macario no puede entenderse plenamente sin considerar el sustrato cultural desde el que fue concebida: México, un país donde la muerte no es un tabú, sino un rostro familiar, una presencia íntima que habita los hogares, los altares, las canciones y los mitos. En esta película, la muerte no es un evento final que irrumpe de manera trágica, sino una figura que acompaña la existencia desde su inicio, como una sombra sabia que observa, espera y, llegado el momento, recoge. Esta visión es radicalmente distinta a la concepción moderna occidental, que suele rechazar, negar o invisibilizar la muerte. En cambio, la tradición mexicana —heredera del pensamiento indígena y resignificada por el mestizaje— la abraza con una mezcla de respeto, humor y reverencia.

La Muerte en Macario no es un ser temible, ni monstruoso. Aparece como un hombre silencioso, con rostro tranquilo y palabras justas. Es imparcial, serena, casi compasiva. No hay maldad en su actuar: simplemente cumple su función. Este retrato bebe directamente de la tradición popular mexicana, donde la muerte se personifica, se decora, se canta. Basta pensar en las calaveras literarias, en La Catrina de José Guadalupe Posada, o en los altares del Día de Muertos para notar cómo la muerte ha sido incorporada no como un castigo, sino como una parte vital del ciclo. El pueblo mexicano, como diría Octavio Paz, “la domestica y la celebra, la burla y la venera, la tiene como destino y como espejo”.

Esta familiaridad con la muerte proviene, en gran parte, de las cosmovisiones prehispánicas. Para los pueblos originarios, la muerte no era un castigo ni un fin, sino una transición. El alma viajaba a diferentes mundos —el Mictlán, el Tlalocan, el Omeyocan— dependiendo de la forma en que se había vivido o muerto. El concepto de una vida cíclica, donde el alma no desaparece, sino que se transforma, perdura aún en muchas regiones del país. Macario refleja esta visión profundamente arraigada: la muerte no destruye, sino que devuelve al orden universal. Macario, al final, no desaparece: regresa al río, a la tierra, a ese lugar donde los hombres sencillos descansan y se funden con el paisaje.

Pero también hay en la película una crítica silenciosa al modo en que el poder colonial impuso una visión más punitiva y dolorosa de la muerte. A través del personaje del inquisidor, se muestra cómo las creencias populares —más libres, más intuitivas— fueron vistas como peligrosas, demoníacas. La religión institucionalizada impuso un cielo y un infierno, una culpa y una condena, que contrastaban con la cosmovisión ancestral de tránsito y reconciliación. Así, Macario no solo retrata la cultura de la muerte en México, sino el conflicto entre dos formas de comprenderla: una que castiga, y otra que acompaña.

En este contexto, el gesto de Macario de compartir su pavo con la Muerte cobra un nuevo sentido. No es solo un acto de resignación, sino de aceptación profunda. No le ofrece comida a un enemigo, sino a un igual, a una parte de sí mismo. Al hacerlo, Macario se inscribe en la sabiduría ancestral que reconoce a la muerte no como el fin del camino, sino como parte del camino. Por eso, aunque muere, no lo hace con miedo, sino con paz. En su rostro no hay desesperación, sino una suave comprensión. Ha comprendido —como muchos antes que él— que morir no es perder la vida, sino regresar a ella.

Esta concepción de la muerte como parte de la vida impregna no solo el contenido simbólico de la película, sino también su forma. La fotografía de Gabriel Figueroa —con sus contrastes de luz y sombra, su manejo del claroscuro y su estética cercana al muralismo— transmite esa ambigüedad entre lo visible y lo invisible, entre el cuerpo y el alma. Todo en la película parece estar a medio camino entre el mundo tangible y el espiritual. Es una obra profundamente mexicana no solo por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta: desde la calma, desde el respeto, desde esa conciencia de que cada instante de vida es también un paso hacia la muerte, y viceversa.

En definitiva, Macario es una meditación sobre el alma mexicana: humilde, trágica, luminosa, resistente. Una cultura que no huye de la muerte, sino que la mira a los ojos, le ofrece asiento y la invita a cenar. Esa actitud, entre la sabiduría y el amor, entre la poesía y la carne, es lo que hace de esta película una obra inmortal.

Ecos del México virreinal: cultura, religión y desigualdad

Macario no es solo una fábula sobre la muerte y la dignidad: es también un retrato profundo del México virreinal, una época marcada por la rigidez de las estructuras sociales, la omnipresencia de la religión, y la permanente tensión entre la vida popular y el poder colonial. La película, con su estética cuidada y su atmósfera cargada de simbolismo, revive ese mundo con una precisión que va más allá de lo histórico: lo hace desde la mirada del oprimido, del que sobrevive en los márgenes, del que apenas tiene voz.

Desde las primeras escenas, se deja ver un sistema social brutalmente estratificado. Macario, como leñador indígena, vive en una constante sumisión. Carga leña para otros, sufre el hambre mientras los hacendados gozan de banquetes. El pan que no alcanza, la ropa raída, el trabajo sin descanso: todo habla de una sociedad profundamente desigual. La cámara lo muestra siempre en posición baja, rodeado de niños que piden comida, mujeres que cargan cántaros, hombres agotados. En contraste, los poderosos aparecen montados a caballo, vistiendo ropajes lujosos, comiendo en vajillas opulentas. Esta dicotomía no es solo estética, sino profundamente política. La película interpela al espectador: ¿cómo puede haber justicia en un mundo donde unos nacen para gozar y otros para renunciar?

Uno de los elementos más intensos de esta crítica cultural es la representación del inquisidor. En cuanto Macario adquiere el don de curar, es visto con sospecha. El saber popular, cuando no pasa por los canales de la autoridad, es rápidamente condenado. Se le acusa de herejía, de pacto con el Diablo. Esta escena remite a la historia real de la Santa Inquisición en América, que no solo perseguía desviaciones teológicas, sino también cualquier forma de resistencia cultural. El conocimiento indígena, las prácticas médicas tradicionales, los rezos y curaciones populares eran vistas como amenazas al orden establecido. En Macario, ese enfrentamiento se actualiza con crudeza: el poder teme a quien no puede controlar.

En este punto, la película se convierte también en un canto a la sabiduría de los humildes. Macario no ha leído libros, no ha estudiado en universidades. Pero posee un saber antiguo, intuitivo, que viene de la tierra, del cuerpo, del dolor. Cuando cura, no lo hace con prepotencia, sino con respeto. Nunca cobra, nunca presume. El pueblo acude a él porque lo siente cercano. Esta figura del curandero se enlaza con la tradición mesoamericana del ticitl, el sanador que curaba con plantas, palabras y manos. Al ser perseguido por el tribunal, se hace evidente que no es el mal lo que molesta al poder, sino la libertad.

Otro aspecto clave es la religiosidad popular. A lo largo de la historia, se muestran numerosas expresiones de fe cotidiana: mujeres rezando el rosario, velas encendidas, cruces, altares. Pero esta fe no siempre coincide con la oficial. Es una fe híbrida, sincrética, donde conviven el catolicismo impuesto por la colonia y las creencias ancestrales de los pueblos originarios. La Muerte, por ejemplo, se presenta con un rostro sereno, casi maternal, que recuerda a la figura de la Santa Muerte venerada en muchas regiones de México. No es la Muerte apocalíptica de los textos cristianos, sino una presencia que camina al lado del hombre, que lo acompaña, lo cuida, y al final lo recoge.

Asimismo, el Día de Muertos, aunque no es nombrado directamente, late en todo el filme. La convivencia con los difuntos, la comida ofrecida, las velas, el sentido de la muerte como tránsito y no como final: todo esto forma parte del imaginario mexicano más profundo. Macario, al situarse en esta tradición, no solo narra una historia individual, sino que recoge una cosmovisión completa, donde los vivos y los muertos se entrelazan, y donde el sentido de la vida solo puede comprenderse a través del reconocimiento de la muerte.

Por último, la figura del protagonista como indígena es central. No es casual que sea un hombre del pueblo, un leñador, quien se convierte en el centro de una historia que cuestiona el poder. La película, basada en un cuento de B. Traven, encuentra en el cine mexicano de los años cincuenta una forma de hablar desde los márgenes. Macario representa la sabiduría silenciada, la dignidad que resiste. A través de su historia, se nos invita a mirar el pasado no desde los palacios, sino desde las chozas. Y en esa mirada, descubrimos que la historia del México virreinal no es solo una sucesión de fechas, sino una lucha constante por el derecho a vivir con sentido.

Una lección de humildad y misterio

Macario es mucho más que una película sobre la muerte; es un espejo que nos devuelve el rostro de lo humano, con toda su fragilidad, su hambre, su deseo y su temor. En su sencillez aparente, se esconde una complejísima meditación sobre el sentido de la vida, el dolor de los límites, la injusticia de las estructuras sociales y el misterio de lo que no podemos controlar. Al final, la figura de Macario, ese leñador silencioso que solo quería comer su pavo en paz, se convierte en símbolo universal del ser humano enfrentado al destino.

Su gesto inicial —negar el alimento a Dios y al Diablo, y dárselo a la Muerte— ya anuncia el eje filosófico que guía toda la obra: la aceptación de lo inevitable. Macario no busca vencer a la muerte, sino comprenderla, dialogar con ella, ganarse un respiro. Su hambre no es solo corporal, sino espiritual: es el deseo de tener un momento propio, de afirmar su existencia en un mundo que lo borra. Y, sin embargo, incluso en ese pequeño acto de afirmación personal, la muerte está presente. Porque así es la vida: nunca estamos solos, siempre hay una sombra que nos acompaña.

El don que recibe —poder curar— es una bendición envenenada. Como todo poder, conlleva una carga. Y ese poder, que parecía un alivio frente a la pobreza, se convierte en una forma nueva de sufrimiento: ya no es solo el hambre del cuerpo lo que lo tortura, sino la impotencia ante el dolor ajeno. Al final, Macario entiende que hay algo que ni los milagros pueden cambiar: la hora exacta en que la muerte nos llama. No importa cuánto sepamos, cuánto deseemos, cuánto resistamos. Hay un límite que no se puede negociar.

Pero lejos de ser una lección amarga, Macario ofrece una forma de reconciliación. La muerte no es una enemiga, sino una presencia. Su serenidad, su imparcialidad, su tono pausado y casi compasivo, nos recuerdan que morir no es necesariamente un castigo. Es simplemente parte del ciclo. En este sentido, la película recoge con sabiduría la visión ancestral mexicana, esa que entiende que vivir es aprender a morir, y que solo quien convive con la muerte puede vivir en paz.

La cultura mexicana, con su danza de calaveras, su poesía fúnebre y sus altares coloridos, aparece aquí no como folclor, sino como filosofía. En México, la muerte no se esconde: se honra, se decora, se canta. Se le da un lugar a la mesa. Como Macario, aprendemos que compartir con ella no es rendirse, sino aceptarse. Porque solo al aceptar la muerte, se puede abrazar verdaderamente la vida.

Finalmente, Macario nos deja una enseñanza profunda: no se trata de evitar el destino, sino de vivir con dignidad hasta el final. No se trata de dominar los misterios, sino de caminar con ellos, de escucharlos, de hacerles espacio. En una época que idolatra el control, la velocidad, el éxito, esta película nos ofrece una ética de la humildad, una espiritualidad del límite. Nos recuerda que somos finitos, sí, pero también capaces de ternura, de compasión, de belleza.

Y eso basta. Porque en esa humildad, en ese misterio que no se resuelve, está la más alta forma de sabiduría.

Bibliografía

  • Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica, 2000.
    → Obra clave para comprender la simbología de los espacios íntimos, la cabaña, el bosque y la casa como refugio y mundo interior.

  • Eliade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. Ediciones Paidós, 1998.
    → Aborda el sentido simbólico del ritual, el tiempo mítico y la figura del umbral, fundamentales para entender la dimensión sagrada de Macario.

  • Gavaldón, Roberto, director. Macario. Filmadora Panamericana, 1960.
    → Película base del análisis. Guion de Emilio Carballido y Roberto Gavaldón, basado en el cuento de B. Traven.

  • Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica, 1999.
    → Ensayo esencial para comprender la relación del mexicano con la muerte, el silencio, el ritual y la identidad cultural.

  • Traven, B. Macario. Ediciones Era, 2001.
    → Cuento original que inspiró la película. Aporta el trasfondo literario y simbólico de la historia, con un enfoque crítico hacia la pobreza y la religión.

  • Todorov, Tzvetan. La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI Editores, 2003.
    → Permite enmarcar el trasfondo colonial de la película y las tensiones entre el poder, la religión y el conocimiento popular.

  • Valdés, Mario J. Hermenéutica y literatura. Fondo de Cultura Económica, 1992.
    → Introducción accesible al enfoque hermenéutico aplicado a textos narrativos y culturales.

  • Zambrano, María. El hombre y lo divino. Fondo de Cultura Económica, 1993.
    → Refleja el pensamiento filosófico-poético sobre la muerte, el misterio y la trascendencia desde una perspectiva lírica y profunda.

  • López Austin, Alfredo. Cuerpo humano e ideología: las concepciones de los antiguos nahuas. UNAM, 1980.
    → Aporta la perspectiva indígena sobre la muerte, el alma y el cuerpo como elementos claves en el imaginario mesoamericano, relevante para el contexto cultural de Macario.

  • Monsiváis, Carlos. Los rituales del caos. Ediciones Era, 1995.
    → Reflexiona sobre la cultura popular mexicana, la tradición, la muerte y la vida cotidiana desde una óptica crítica y estética.