Ley agria

No hay mayor anhelo para quien practique la abogacía, que llevar a los criminales a la cárcel. Es el orgullo de todo abogado aplicar la ley a quienes han cometido faltas en la sociedad, complaciendo los deseos de los afectados, encerrar a los criminales por dicha falta. Ese era mi mayor anhelo, cuando llegué a “Farrera y Asociados”, el cual consideraba el mejor bufete de abogados en la ciudad.

NARRATIVA

Irving Antonio Aréchar (México)

6/27/2024

Mimeógrafo #133
Junio 2024

Ley agria

Irving Antonio Aréchar
(México)

Las reglas nunca cambian. Están hechas
de hormigón. Esculpidas en granito. Grabadas
en la roca.

JOHN GRISHAM

No hay mayor anhelo para quien practique la abogacía, que llevar a los criminales a la cárcel. Es el orgullo de todo abogado aplicar la ley a quienes han cometido faltas en la sociedad, complaciendo los deseos de los afectados, encerrar a los criminales por dicha falta. Ese era mi mayor anhelo, cuando llegué a “Farrera y Asociados”, el cual consideraba el mejor bufete de abogados en la ciudad. Por desgracia, descubrí tras el caso que les voy a revelar, que por mucho que la ley y la justicia se parezcan, casi nunca juegan juntas en este mundo amargo, cuyas reglas son tan agrias, como el juego mismo.

El caso pertenece a Romelia Flores, quien por medio de su madre, Rosalinda Juárez de Flores, reportó su desaparición, luego de que un par de días antes, ella le revelara mediante una conversación telefónica que sostuvo con su hija en la casa que compartía con su esposo, Gerardo Saldívar, y su hija, Florinda Saldívar Flores, confesándole el maltrato físico y psicológico que sufría a manos de su esposo, durante un año, luego nacer su bebé. La señora Juárez explicó que fue a la casa para sacar a su hija y su nieta, pero su yerno le explicó que se habían marchado anoche.

La señora no le creyó una palabra y fue a las autoridades a reportar la desaparición de su hija. La policía le indicó que debía pasar un día entero después del aviso para realizar la investigación. Rosalinda no quiso perder tiempo y fue de inmediato a los juzgados a buscar ayuda rápida. Es cuando acudió conmigo, quien con todo el entusiasmo de abogado primerizo, acepté llevar a cabo la investigación, no sin antes tener más evidencia, el cual pudiese darles a mis superiores, para tener el permiso de realizar la demanda contra Gerardo Saldívar y exigir, de inmediato, el paradero de Romelia y Florinda. Es cuando el infierno comenzó para mí, Romelia y el resto de la familia Flores Juárez.

Los días pasaban y el implicado no mostraba señales de saber acerca de las desaparecidas. Rosalinda, a diferencia de muchas mujeres, que después del primer día de no saber nada acerca de sus hijos e hijas extraviadas, se olvidaban del caso, ella estaba más involucrada en la investigación. Esa dedicación la tomé en cuenta para explicarles a mis jefes sobre el seguimiento del caso, y su cooperación para darle al acusado todo el peso de la ley. Ellos aceptarían, sólo si había suficiente evidencia que lo condenara. De lo contrario, el asunto quedaría “frío”.

Habían transcurrido un mes desde que se reportó la desaparición de Romelia y Florinda. Rosalinda, junto con su esposo, Augusto, y sus dos hijos, Juan y Rogelio, acompañados por varios residentes de la comunidad en la que vivía la familia, buscaron en toda la ciudad, sin tener éxito.

Las autoridades, luego de una semana de investigación a Gerardo, dejaron de buscar un motivo que indicase que él tuviese algo que ver, por lo que la propia familia retomaría el seguimiento del joven. Luego de tres noches de acoso excesivo al acusado, la familia recibiría una nota anónima, donde se explicó lo que pasó con las desaparecidas, y donde se encontraban. Mi mundo se detendría por un tiempo muy prolongado al saber la verdad. Pero el de Rosalinda, como el resto de su familia, se detendría rotunda y severamente.

Fuimos al cerro del mirador, donde la cima aborda una flora abundante, impidiendo la visión de su colina, evitando saber los secretos que oculta. Fue allí donde encontramos los cuerpos sin vida de Romelia y Florinda. Llamé a las autoridades forenses para realizar la autopsia de reconocimiento. Luego de cinco minutos de revisarlos minuciosamente, habían llegado a la terrible conclusión. Eran ellas.

La familia sufrió una conmoción total por el horrible hallazgo, Rosalinda quedaría peor. Haber encontrado a su hija y nieta la abrumó a niveles que el resto de la familia no era capaz de llegar por cuenta propia. Sin embargo, poco le duró la angustia. Al día siguiente, llegaría a la procuraduría para solicitar, nuevamente, mi asistencia. Esta vez, para encerrar a Gerardo, en definitiva, y obtener justicia por Romelia y Florinda.

Comenté el asunto con mis superiores, exponiendo lo que era claro, un feminicidio doble, a manos del acusado. Ellos, como al principio del caso, se mostraron negligentes con la ayuda que les estaba pidiendo. Argumentaron no haber evidencia suficiente contra Gerardo. Se necesitaba más que un par de cuerpos muertos, para acusarlo de los crímenes. Le expliqué aquello mismo a Rosalinda y al resto de la familia. Estaban anonadados.

-¿Qué se necesita para llevar a ese hijo de puta a la cárcel, abogado?-me preguntó Rosalinda de frente. Sus ojos denotaban un fuego que sentía quemarme. No supe responderle en ese momento.

Traté nuevamente de convencer a mis jefes de continuar con el caso. El asunto no podía quedarse así nada más, sólo porque no podían encontrar a Gerardo. Después de una hora ardua de hablar y exponer la poca evidencia que tenía, dieron el permiso de realizar una persecución al acusado, invitándolo, obligadamente, a declarar lo sucedido con su esposa e hija. Esta vez, buscaríamos en todos los rincones del país, hasta encontrarlo.

Finalmente, lo ubicamos en una localidad llamada Punta Arenas, localizada en la frontera entre Chiapas y Tabasco. El tipo se encontraba tan pálido que apenas le quedaba color en su piel. Afirmó que no vio la luz del sol hasta que lo sacamos por la fuerza. Le notificamos el hallazgo a la familia Flores Juárez. Rosalinda fue la primera en contestar: “Allí nos veremos”. Desde el teléfono, podía percibir la esperanza en ella. Lamento que esta haya tenido que romperse, poco después.

El día de la audiencia se llevó a cabo. Esposado, sin ningún lugar a donde ir, ni a nadie a quien pedir ayuda, Gerardo no tuvo más remedio que contar la verdad.

-Pues qué les puedo decir. Cuando nos juntamos todo andaba bien, hasta un mes después, cuando me despidieron de mi trabajo. Anduvimos con nada más que miseria. A esa estúpida se le ocurrió irse con mi hija. ¿Qué podía hacer? Tenía que detenerla. Así que agarré un destornillador grande y la golpee en la cabeza. ¡No era tan fuerte, se los juro! Pero despertó a nuestra hija, quien no dejaba de llorar. Me harté de sus gritos y su llanto, tomé la manta en la que descansaba y le tapé la cara. Luego de un minuto dejó de llorar. Dejó de hacer ruido. No supe qué hacer en ese momento. Dejé los cuerpos donde estaban hasta el día siguiente. Fui a casa de un amigo, a preguntarle si tenía unas cobijas grandes. Me preguntó para qué y le respondí que eran para mi mujer y mi hija que las necesitaban. Me las prestó. Regresé a casa, dejé las cobijas en la sala y fui por los cuerpos. Las dejé en la sala y luego desenrollé las cobijas. Una vez que estuviesen extendidas, las puse encima de Romelia y Florinda, y la enrollé. Las dejé como estaban. Una vez entrando la noche, me llevé los cuerpos a mi camioneta, y me las llevé al cerro del mirador. Las arrojé adonde nadie pudiese verme. Y regresé a mi casa. Al día siguiente, recibí la visita de mi suegra, que preguntaba por Romelia y Florinda. Le dije que me habían abandonado en quién sabe dónde. Ella no me creyó. Allí lo entendí. Tenía que irme de inmediato. Antes de salir el sol al día siguiente, tomé un camión hacia Comalapa. De allí tomé otro hacia Punta Arenas. Al llegar allí, una persona que se iría de vacaciones me preguntó si quería quedarme en su casa para cuidarla. Le dije que sí. Y de allí no salí en absoluto. Hasta que me encontraron.

La forma en que Gerardo declaraba lo ocurrido con Romelia y Florinda, las cosas que les hizo, cómo se las hizo y lo que pasó después de haberlas matado, me causó una repugnancia terrible. Sentado, frente a él, sentía ganas de vomitar. Creí que se me saldría algo más que el desayuno. No podía imaginar cómo pudo hacer sido esa escena para Rosalinda y el resto de su familia. Sólo me permití escuchar los gritos y llantos de desesperación que salía detrás de mí. Nunca me atreví a verles a la cara. Presentí que también derramaría lágrimas si lo hacía.

El abogado defensor abogó demencia por parte de Gerardo. Argumentó haber sufrido una especie de trastorno mental, producido por el estrés que padecía, debido a los constantes intentos por mantener a su familia y no tener éxito. Una vez que me tocó hablar, les di con todo. Hablé de la premeditación elaborada por parte del acusado, la sangre fría para elaborar los crímenes y las fechorías de las que se le acusaba; les expuse los mensajes de texto que compartía con sus amigos y conocidos, afirmando lo feliz que sería, ya no tener a su esposa e hija en este mundo; les mostré las fotos de la autopsia de las víctimas al jurado. Su horror era tan grave, que sentí, en ese aspecto, había llegado demasiado lejos.

Pero sentía que debía hacerlo. Podía percibirlo en la mirada de Rosalinda. Sabía que tenía que mostrarle toda la artillería, para que tomaran en serio la urgencia de meter a ese “animal” a la cárcel. Sólo era cuestión de esperar el veredicto final. En mi corazón, apostaba una sentencia condenatoria perpetua hacia Gerardo. Todos los sabíamos, incluso Gerardo y su abogado. Lo pude notar en su semblante cuando les mostré a todos las fotos de las asesinadas.

Para mi desgracia, la de Rosalinda y su familia, como al resto de los clientes que me tocó defender antes, la justicia no lo imparto yo, ni el abogado contrario. Lo aplican cuatro personas de toga y batas negras, con manta blanca debajo, cuya idea de esta misma les vale igual que el derecho de vivir y morir. Aquel anuncio de liberación, dejó a todos conmocionados.

El grito de dolor y furia por parte de Rosalinda, se sintió en toda la sala, que alteró a todo mundo. Gerardo miraba aterrado a ella y al resto de su familia, mientras intentaban abalanzarse sobre él, intentando hacerle lo mismo o peor, que lo que él les hizo a las pobres víctimas. Se sentiría después, cuando salieron todos, luego de que se llevaron al acusado, esposado, para su seguridad.

Para mí fue una desilusión enorme. Estaba enojado, pero más que eso, estaba desilusionado con los jueces y avergonzado con Rosalinda. No podía verla a los ojos, luego de que un par de días, le aseguré que podía mandarlo a la cárcel. La desesperación que mostró ella, luego de escuchar el veredicto final, fue demasiado, que fui a mi oficina en el bufete, y me escondí allí, hasta el día siguiente.

Me preguntaba una y otra vez, “¿En qué falle?”, “¿Qué hice mal?”. Revisé los archivos una y otra vez, tratado de encontrar mi error. Pero no hallé nada. Todo estaba perfecto para que todo se llevara a cabo la condena. Me sentía fatal. Me tragué solo la botella de Tequila que mis compañeros dejaban al término de un caso. Me sentía fatal. Pero luego recibí la visita de Rosalinda, quien con el mismo fuego en sus ojos, me dijo lo siguiente: -¡A seguirle otra vez, que ese cabrón no se la libra todavía!

En mi mente, sabía que ya todo estaba perdido, cualquiera que fuera los suficientemente optimista, entendía que el caso no podría continuar, después del veredicto que dictaron los jueces, con respecto al caso. Pero Rosalinda no iba a desistir. Su familia tampoco. Por lo tanto, también debía seguir. Pero mis jefes estaban necios con seguir las pistas. Ellos estaban firmes en su decisión de dar por terminado el caso, que no me dejaron otra alternativa. Esa misma noticia se la haría saber a Rosalinda, quien permanecía abnegada a las circunstancias. Decidió hacer justicia por cuenta propia. Más tarde, la terminaría pagando caro.

Recorrieron todo Chiapas, desde las ciudades más visitadas, hasta las localidades más prohibidas. Los propios residentes demandaban un monto de entrada, para que ella y la familia pudiesen entrar a sus pueblos, si estaba o no su exyerno. Pero no lo encontraron en ninguna parte. El tipo había desaparecido por completo. Pero Rosalinda no desistiría. Dejaría volantes con la cara de Gerardo en ella, pidiendo que cualquiera que lo haya visto les comunique al respecto, para estar presente y aprehenderlo. Haría ruido, mucho ruido.

De repente, su caso fue muy sonado, ya no sólo en Chiapas, sino también en todo México, que varios canales de televisión llegaban hasta la capital chiapaneca, para entrevistar a Rosalinda y también al resto de la familia Flores Juárez. Explicaban, cada vez que podían, lo que Gerardo les hizo a su hija y nieta, como la ley les falló a ella y a su familia, y el intento inalcanzables por volverlo a intentar aprehender su exyerno. El pueblo mexicano se conmovería de su historia, y se motivaría con ayudarla en su búsqueda. Pensaba para mí: “Ahora sí, no te la vas librar, cabrón de mierda”.

Pero muy pronto, aquella esperanza que se había formado con la ayuda de todos, se esfumó tras saber que el acusado, tenía refuerzos muy grandes y muy temidos. Lo último que se supo de Gerardo Saldívar, es que se encontraba en Morelia, donde formaba parte del cártel, “La familia Michoacán”. Hablando en todos los sentidos posibles, ahora sí, todo estaba perdido. Pero Rosalinda no se dio de brazos cruzados. Seguiría en la lucha. Haría justicia, aunque tuviese que hacerlo sola.

Nuevamente, Rosalinda iría a la procuraduría a pedir mi ayuda, pero ya no para intervenir en el caso, sino para pedir la intervención de las autoridades michoacanas, para detener a Gerardo, regresarlo a Chiapas y hacerle otro juicio, donde esperaba, por fin, se hicieran bien las cosas. Le expliqué que estaba fuera de mi control. Luego de la última vez que les insistí a mis jefes de seguir con el caso, me dieron un Ultimátum: O lo dejo o me quedo sin trabajo. Por lo tanto, no me podía arriesgar. Ella denotó una mirada de desilusión hacia mí, luego de que le dije que no ya podía esta vez. No dijo nada más. Dio la vuelta y se fue. Sería la última vez que la vería en persona.

Rosalinda y su familia se arribarían a Morelia para hablar con el procurador general del estado de Michoacán y convencerlo de buscar a su exyerno. El hombre se resistió, afirmando que no podía hacerlo si no estaba avalado en donde se realizó la primera investigación. O sea, en Chiapas. Otra vez, la madre acudiría a mi ayuda para tratar en convencer a mis jefes de solicitar el permiso para que en Michoacán hicieran el trabajo que nosotros no nos atrevimos a hacer.

Les expliqué el asunto a mis jefes, de nuevo se mostraron negligentes, con enojo incluido a mi persona, que resultaba molestarles desde hace tiempo. Les hice la jugarreta de no salir involucrados esta vez. Sólo consistiría en darles permiso y nada más. Lo demás sería su responsabilidad de los michoacanos. Ante esa idea, finalmente, desistieron de su negativa, y me otorgaron el permiso. Mi secretaria pasaría el permiso firmado por mis jefes al procurador en Michoacán. Una vez que se enteraron, le hablé por teléfono a Rosalinda por teléfono, para notificarle que ya estaba hecho. Por fin, tendrían éxito.

Rosalinda, llena de júbilo y hambrienta de justicia, se encaminó con toda su familia, acompañado de todas la fuerzas policiacas de Morelia, a aprehender a Gerardo. Pero no pudieron agarrarlo. El tipo, con ayuda de varios compañeros del narco, y al parecer, de una fuente anónima que les avisó que ya venían por él, se libró de la cárcel. Cruel ironía.

La familia Flores Juárez estaba cansada de tanto fracaso, no podían creer tanta incompetencia. Un escuadrón entero no pudo atrapar a un solo hombre. Era inaudito. Su odio se hacía ver en televisión nacional, sobre todo el de Rosalinda. Pero el odio era rebasado por esa necesidad de hacer justicia. No desistiría, aunque tuviesen que pasar cien años. Lo intentaría una y otra vez, hasta ver al asesino de hija y su nieta pudriéndose en la cárcel.

Por desgracia, el procurador de Michoacán dio por concluido la persecución, después de recibir la llamada del Gobernador del estado, explicando el peligro que se podría enfrentar, debido a la relación que tenía el acusado con el crimen organizado. Nuevamente, a Rosalinda le habíamos fallado. Todos creímos, después de la negativa de ellos, que lo daría por sentado. Pero no fue así.

Rosalinda sabía que se debía aprehender a Gerardo allí mismo, ya que de lo contrario escaparía de nuevo, desapareciendo de la faz de la tierra. Se quedaría aguardando en la entrada del palacio de justicia, esperando que le dieran otra vez el permiso de buscarlo. Esperaría cinco noches seguidas, con su esposo y sus hijos, aguantando hambre, sed y frío. La última noche que esperó, sería también, la última que su familia y el pueblo mexicano la verían con vida.

Gerardo, acostumbrado a escapar de la ley y la justicia en repetidas ocasiones, pensó en ya no hacerlo. Tenía los medios y la gente adecuada para callar a su suegra y al resto de su familia, definitivamente. Irían con un grupo de tres hombres, armados hasta los dientes, al palacio de justicia, donde le darían a Rosalinda, el adiós definitivo. Al llegar al palacio, rápido, prepararon sus armas, salieron de inmediato del carro, y arremetieron a balazos a la familia, Flores Juárez.

Rosalinda, muy alerta, previno el peligro mucho antes de que se llevara a cabo, advertiría a su familia la llegada de los sicarios, saldrían corriendo por su vida a todo pulmón. La señora haría lo mismo, pero a diferencia de su esposo e hijos, no tendría la misma suerte. Correría por las puertas del palacio, para pedir ayuda, ¡nuestra ayuda!, la cual se la negamos, de principio a fin, y su exyerno se acercaría a ella, encañonándole la pistola en la cabeza, matándola de un balazo fortuito, para luego escapar con su grupo de asesinos en el mismo coche en el que abordaron.

Una vez que acabó la balacera, la familia Flores Juárez fue hacia el cuerpo sin vida de su esposa y madre. Pero nada podían hacer. Había dejado esta vida tortuosa. Se regresaron a Chiapas, para darle un funeral memorable, como se merecía, uno que tuvo la atención de las noticias, que grabó, de mala gana, la ceremonia luctuosa, de principio a fin.

La muerte de Rosalinda lo supe en las noticias del día siguiente. Me quedé estupefacto. No sólo por cómo la habían asesinado, sino en dónde. Justamente en un lugar donde la gente está segura de que se llevará a cabo la ley, punto por punto, otorgando a los afectados de cualquier crimen, la seguridad de que se hizo justicia. Pero la dejamos morir, como un perro callejero.

Fui al funeral para dar mis condolencias, pero la familia no me dejó quedarme. Podía notar el odio que sentía la familia hacia mí, sobre todo sus hijos, que perdieron a su madre, quien depositó sus esperanzas en mí, desde el principio, y le había fallado. No tuve más remedio que retirarme, no sin antes, dejarle flores al sepelio de Rosalinda, que no tardaron los mismos hijos en sacarlas de allí y arrojármelas a la cara, para luego gritarme que me fuera de inmediato. Hice caso y salí de allí. Al día siguiente, presenté mi renuncia a Farrera y Asociados. No volvería a ejercer el trabajo de abogado, jamás.

El caso de Gerardo concluiría, por fin, un mes después del asesinato de Rosalinda, cuando el mismo terminaría muerto de un conflicto con la policía local de Guadalajara, Jalisco. El crimen sería “robo a mano armada” en una tienda de abarrotes, donde el dueño le debía al cartel al que pertenecía, y llegaron a cobrarle la deuda. No contaría con que habría policías revisando la calle y le arremeterían en lleno, encajándole cinco balazos, cuando éste se resistía al arresto. Todo había terminado. Pero, ¿para quién?

El caso que debía haberse hecho desde el principio, quedó deshecho por otro sin mera importancia. Que final tan turbio para todos quienes estuvimos involucrados desde el inicio. En especial para la familia Flores Juárez. No habría justicia para Romelia, para Florinda, mucho menos para Rosalinda. La ley les falló y la justicia se les arrebató, al igual que la vida.

Cuando puedo, visito las tumbas de las tres, a dejarles flores a cada una, hablándoles de lo que ha ocurrido conmigo y el país desde lo que pasó con Gerardo. Igual, ofrezco mis sinceras disculpas, por haberles fallado cuando más me necesitaban. Hice lo que estaba a mi alcance. Pero me pidieron más, y con justa razón, y no pude otorgárselos. El sistema en México está tan agrio, como las leyes que las componen, facilitando que le culpable salga libre, y la victima quede olvidado, o ente caso, olvidada. La ley y la justicia, por mucho que se parezcan, casi nunca juegan juntas.