Leiru Racso (México) - La sed sin fondo

Nadie habla de lo que viene después del primer siglo. Al principio cuentas lunas, cuerpos, ciudades saqueadas de madrugada. Luego aprendes rutas, criptas, pozos donde el sol no toca. Después llega la costumbre, que es peor que el hambre.

8/15/2025

Fotografía:

Mimeógrafo #147
Agosto 2025

La sed sin fondo

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Leiru Racso
(México)

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Nadie habla de lo que viene después del primer siglo. Al principio cuentas lunas, cuerpos, ciudades saqueadas de madrugada. Luego aprendes rutas, criptas, pozos donde el sol no toca. Después llega la costumbre, que es peor que el hambre. Y tras doscientos años, la sed deja de ser necesidad y se vuelve paisaje: un zumbido insistente bajo la piel, como si alguien golpeara tu cráneo desde dentro con un vaso vacío.

No me maldigas: ya estoy maldito. No necesito absoluciones ni estacas; ya cargo la peor condena: vivir, siempre, aunque quiera morir. Cada vez que me he arrojado al sol, a la hoguera, al filo del hierro, el cuerpo retrocede, la carne se rehace, la sombra manda. Es un instinto viscoso, animal, un freno que no controlo. Me gustaría llamarlo cobardía. Ojalá lo fuera. La cobardía se puede vencer; esto no.

Así vagaba. Ciudades cambiaban de idioma; fronteras de trazo; reyes de cabeza. Yo seguía. Yo y la sed.

Hasta la noche de la ventana. Entré por hambre. Salí enamorado. Era una casa de piedra húmeda, en una ladera donde la niebla aceptaba sobornos. El pueblo dormía como ganado cansado. Yo había olido sangre joven desde el camino: limpia, sin enfermedad, sin vino, sin especias. Fina como agua fresca.

Subí al alféizar. La ventana mal cerrada. Adentro: una vela exhausta, una mesa con libros humildes, un ramo seco, y ella. Dormida de costado, cabello desbordando la almohada, respiración lenta. Cuando abrí la boca—cuando los colmillos ya tocaban el aire que la cubría—me golpeó algo peor que la sed: paz. Una paz absurda, insensata, humana. Me quedé inmóvil, ridículo, un depredador paralizado por la belleza provincial de una muchacha que jamás había visto el mal.

Volví la noche siguiente. Y la siguiente. Yo, espectro en la esquina; ella, sueño respirante. La miraba como otros miran amaneceres que yo no puedo ver. Imaginaba imposibles: correr con ella por campos mojados; sentir luz en los párpados sin quemarme; viajar sin ataúd, sin tierra, sin miedo. El deseo no era sangre. Era vida prestada.

Una noche abrió los ojos.

Me vio. Salté a la sombra por reflejo, como rata sorprendida en bodega. Pero no gritó. Se incorporó lento, buscando con la mirada la esquina donde yo temblaba de vergüenza. Dijo: “Si vas a quedarte, muéstrate.” Su voz tenía sueño, pero no terror.

—No puedo —le respondí—. Yo soy la oscuridad.

Ella encendió una vela nueva. La luz me quemó apenas, pero no tanto como su insistencia. Me vio la cara y no huyó. Dijo que había miedo en mí, más que en ella. Que ningún demonio tiembla así.

Me acerqué. Pedí perdón por irrumpir en sus noches. Juré no volver. Ella sonrió—ese gesto que hace que los vivos insistan en seguir vivos—y dijo que podía regresar al amanecer para tomar té. Reí. Le expliqué que el sol es ácido para mi carne; bello, sí, pero letal. “Entonces regresa cuando caiga la noche. Te esperaré despierta.”

Volví. Y siguieron noches. Se vestía a veces de blanco, como si jugara a ser luna. Me tendía la mano con graciosa solemnidad; yo la besaba sin morder. Su pulso me cantaba en la boca. Podía beberla. No lo hice. Ante ella la sed se aquietaba, como perro viejo que reconoce amo.

Hablábamos. Ella me contaba nimiedades: el patio, la lluvia, una gallina que escapaba, el cuidado de su padre enfermo. Yo evitaba mi historia. Terminó por arrancármela en pedazos: sí, siglos; sí, sangre; sí, soledad que pesa más que la tierra que cargo en el ataúd. Le dije que junto a ella no había hambre. Que me hacía sentir —qué palabra tan oxidada— humano.

Una noche pidió lo imposible: “Hazme como tú. Seré tu señora de la noche. Caminaremos juntos por siempre.”

La negué. No por piedad decorativa, sino por experiencia. La eternidad roba más de lo que da. Pierdes a todos. Ves pudrirse lo amado. No hay amaneceres. No hay campos en flor salvo a través de relatos ajenos. Hay sed, y hay memoria, y un hueco que nada llena. No. No iba a condenarla conmigo.

Lloró. No la mordí.

Los años pasaron como estaciones mal contadas. Nos veíamos de noche. Caminábamos donde la oscuridad era espesa: bosques, ruinas, claustros abandonados. Ella reía con mi miedo al canto del gallo; yo me burlaba de sus manos frías en invierno. El mundo fuera de ese pacto siguió rodando.

Y un día, sin que yo notara el primer hilo de plata, ella empezó a envejecer. Primero las manos manchadas de sol. Luego el cabello. Los pasos más lentos. Seguimos viéndonos. La amé igual. Tal vez más. Su mortalidad la hacía brillar.

Entonces, una tarde —yo aún dormía— algo me despertó. Llamemos a eso presagio. Dolor seco, vacío feroz en el pecho. Salté de la cripta antes de tiempo; el sol me mordió la piel como brasas lanzadas. Crucé tejados, humo, campanas. Llegué a su cuarto incendiado de luz roja. Ella estaba en cama, rodeada de gente que rezaba. Me vio. Sonrió. Extendió la mano.

La tomé, la besé. Su piel era pergamino cálido. El olor a sangre era ya hilo débil, casi silencio. Su corazón esperó a que yo llegara para detenerse.

Los presentes se congelaron: demonio en la habitación. No grité. No lloré. Salté a la ventana y me lancé hacia el sol, buscando desintegrarme. Pero la condena hizo lo suyo: cuanto más ascendía, más se escondía el día; la noche me recogió como madre cruel y reparó las quemaduras.

Ella había calmado mi sed, espantado mi soledad, devuelto un corazón a esta carcasa. Muerta ella, quedaba yo. Yo y la sed, ahora llenas de dolor.

Los años siguientes fueron un sótano sin lámparas. Todo tenía su rostro: las calles, el viento, el olor del pan recién hecho. No podía cruzar un umbral sin verla al fondo, durmiendo, esperándome como antes. Decidí irme.

Desenterré mi ataúd, llené el fondo con la tierra de mi tumba —sin ella no resisto el día— y me colé en la bodega de un barco mercante. Nadie mira dos veces una caja claveteada en la oscuridad. Pensé que podría perderme. Pensé que el océano era olvido.

Pero el mar no es hospitalario con criaturas de tierra. La vastedad líquida me revolvía el alma. Todo se movía: las maderas, el aire, las voces ebrias de los marineros. No había refugio firme, no había sombra segura.

Y la sed volvió.

No como antes: no un susurro, no una punzada. Era una estampida. Un alarido subterráneo que trepaba por mi espina dorsal. Intenté sofocarlo. Me aferré al ataúd como si fuera un ancla contra la locura. Pero fue inútil. El hambre era un dios antiguo, y yo, su mártir.

No recuerdo los primeros gritos. Recuerdo la sangre. Caliente, densa, gloriosa. Recuerdo una mandíbula abierta —la mía— y el crujido de una tráquea entre mis dientes. Manos que suplicaban. Ojos que ya no veían. Pies arrastrándose entre la madera mojada y los restos humanos.

Yo no estaba ahí.

Solo quedaba el cuerpo, poseído por algo ancestral, ciego, miserable. Cuando recobré algo parecido al sentido, estaba en la cubierta, con la lengua quemándome por dentro y el pecho lleno de aire salado y mugre. A mi alrededor, el silencio era absoluto. El mar seguía allí, indiferente, y la sal comenzaba a secar los charcos de sangre entre las tablas.

Oculté los cuerpos como pude. No por compasión. Por vergüenza. Por miedo a mí mismo.

El barco siguió a la deriva, cargado de muerte y sal.

Quise abandonar el ataúd, hundirme con ellos. Pero el instinto me sujetó por dentro como un garfio. Necesitaba la tierra para vivir. Necesitaba destruirla para morir. Quedé atrapado entre ambas órdenes. Como un perro encadenado, girando en círculos, buscando un lugar donde morderse la garganta.

La locura empezó a morderme a mí.

El amanecer se abrió paso como una herida. El barco crujió con un sonido final —no era madera, era hueso quebrándose— cuando la quilla chocó contra una escollera. El casco se abrió como un vientre herido. Agua y sal subieron a devorarlo todo.

Yo desperté con la garganta ardiendo y la piel en llamas. El sol venía. El ácido. El castigo. Tomé el ataúd. Mi única trinchera. Mi tumba portátil. Lo cargué a duras penas. Intenté volar. Avancé unos metros. El aire era cuchilla. Caí. El mar me tragó. Me empapó con su sal.

Cada ola me arrancaba un trozo de cuerpo. Pero más profundo que la carne, se deshacía algo dentro de mí. Arrastré la caja a empujones, con uñas partidas y rodillas abiertas, hasta que sentí arena bajo los pies. La playa estaba ahí, dorada, cruel. Un horno.

Cada rayo me rajaba la espalda como si el cielo me azotara con látigos de fuego. Vi sombra bajo unos árboles. A metros. Pocos. Pero el ataúd pesaba como si en él se guardara todo mi castigo. Y entonces vino la fractura. Quería ambas cosas. Vivir, porque la condena me obligaba. Morir, porque ya no soportaba existir.

Me partí en dos. No como una metáfora: sentí la rotura. Una guerra sorda en los músculos. Una voz me gritaba que soltara el ataúd. Otra, más honda, más monstruosa, me obligaba a arrastrarlo. —¡Déjame morir! —grité. Pero no era mi voz. Era algo más antiguo que yo.

Solté la caja. Las olas la tomaron sin ceremonia. Se la llevaron como a un cadáver más. Me arrastré bajo los árboles. Las heridas no cerraban. La carne seguía abierta. No había más tierra. No había más consuelo. Y por primera vez en siglos, el sueño vino. No el sueño del vampiro. No el sopor del ataúd. El sueño que los vivos llaman muerte. Cerré los ojos. No por paz, sino por hartazgo. Por fin, pensé. Por fin termina.

Horas después —ignoro cuántas— llegó la marina. Hallaron el casco hundido, los cuerpos destrozados, el eco reciente de algo que no sabían nombrar. En la orilla, el mío: pálido, frío, inmóvil. Flotando cerca, un ataúd lleno de tierra oscura. Sin nombre. Sin papeles. Sin historia.

Me metieron en la caja con torpeza, sin saber que enterraban algo que no debía ser tocado. Arrojaron sobre mí la misma tierra que me sostuvo durante siglos. Lo llamaron piedad. O trámite. Esa misma tarde, me enterraron en un campo común, lejos de todo, donde nadie vendría a preguntar. Y entonces cayó la noche sobre la fosa fresca. Y desperté.

Desperté no a la vida, sino a la conciencia de seguir muerto. El descanso me fue negado. Un horror denso —primitivo, absoluto— me inundó como una marea.

Y grité.

Un grito salido de lo más profundo, largo, rajado, desesperado. La tierra se abrió como una herida y me recordó, de un solo golpe, que aún sigo condenado. El lamento fue tan hondo que hizo temblar a los perros y a la propia noche. Nadie se acercó. Nadie quiso comprobar. No había espacio para la duda.

Y sigo aquí. Aquí donde la tierra me pesa como el recuerdo. Aquí donde sueño amaneceres que nunca he visto y una mano que ya no late. Aquí donde cada vez que la sed me despierta, lo primero que siento no es hambre. Es su nombre.

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