Las uruguayas (1909)
Juana Bazzano tenía apenas algo más de trece años. Era ese año en que el corazón de la joven latía aún con prisa ante el asombro de su nuevo poderío, mientras que con suave dignidad su semblante aceptaba la sagrada coronación de su naturaleza de mujer.


Mimeógrafo #140
Enero 2025
Las uruguayas
Mariano Ruiz Montani
(Argentina)
(1909)
(Tomado de “Miralrío”, historias de una quinta de San Fernando).
Juana Bazzano tenía apenas algo más de trece años. Era ese año en que el corazón de la joven latía aún con prisa ante el asombro de su nuevo poderío, mientras que con suave dignidad su semblante aceptaba la sagrada coronación de su naturaleza de mujer.
Un ataque había acabado recientemente con la salud de Don José, su padre. El facultativo que acudió desde Montevideo con más pompa que luces, declaró que se había producido una afección en sus pulmones. Aconsejó reposo, pues las consecuencias podrían ser fatales.
El buen tiempo retardaba la convalecencia de Don José. Durante los primeros días de la enfermedad, Juana quiso atenderlo, pero tenía las manos torpes y no sabía desenvolverse. En cambio, las manos de Doña Josefina, su madre, tenían una dulzura para tratar el cuerpo enfermo y su presencia era como un bálsamo para el padre.
Pocas cosas habían sido tan profusas como el amor que se profesaban Doña Josefina de Muslera y Álvarez y Don José Bazzano. La chacra de la familia en Villa Reinaldo Piñeiro databa del año 1780. La casona colonial era amplia y acogedora. Sus paredes de tapia asentadas en barro habían resistido el embate del tiempo. Sus ventanas de rejas voladas avanzaban por umbrosos corredores y estaban decoradas con macetas y flores.
Había un camino lateral que conducía desde la casa hacia el jardín. Estaba abovedado en parte por lo que quedaba de una vieja glorieta cubierta de enredaderas y mburucuyá cerca de cuyos delgados troncos se hallaba un rústico banco. A Doña Josefina y a su hija Juana les agradaba sentarse allí en los crepúsculos apacibles o cuando la luna era clara.
-Querida - dijo Doña Josefina en uno de esos atardeceres, -¿en qué estás pensando?
Hablaba en voz baja, lo cual resultaba más ameno a su hija. La joven miró a su madre y sonrió, después bajó la mirada hacia las manos que tenía en su regazo, jugueteando distraídamente con la punta de una cinta. No se animaba a contestarle. Los hechos se sucedían con tan vertiginosa rapidez que le parecían un sueño, un sueño que se confundía con los pensamientos que de noche la desvelaban en el lecho pese a sus pocos años.
Cantó un pájaro en el timbó. A la joven niña se le estremeció el corazón al volver a mirar a su madre. La cabeza de Doña Josefina estaba descubierta. Los cabellos rubios y trenzados pendían por detrás y se enroscaban hacia adentro. Su casto ropaje era de aquel diseño clásico restaurado que el mundo de la moda estaba dejando de lado para retornar la acostumbrada esclavitud del corsé, pues Villa Reinaldo Piñeiro se hallaba atrasada con respecto al mundo de la moda. Una vieja chalina, caía desde ambos hombros hasta sus manos.
Juana suspiró y entornó hacia ella los párpados. Su madre repitió la pregunta:
-¿En qué estás pensando?
La muchacha tomó las manos de su madre, las alzó, y las besó suavemente.
La madre no se opuso. Su actitud denostaba algo de molestia, pero sus labios parecían sonreír. En el silencio que siguió, Juana sintió no haber contestado. Y un instante después, mientras las dos permanecían allí sentadas, con la mirada en el cielo, la hija decía:
-Estaba pensando en el baile de la Sociedad Italiana.
Doña Josefina lo temía. Juana había quedado prendada de todo el interés que le había demostrado, durante las visitas efectuadas recientemente, Don Vicente Montani, procurador de los Pagos de la Costa. El muchacho florecía en el esplendor de sus veintinueve años. Conservaba un dejo del dialecto del Val Martello que era más bien una cadencia y que añadía a la conversación un tono singular. Guapo, con la gallardía de su raza antigua, remozada por el aporte de sangres nuevas a lo largo de generaciones, pero nimbada por la incuestionable nobleza de su origen, no había querido oír a la madre la sola vez que, tímidamente, trató de hacerle entender la otra cara de un casamiento desigual.
Doña Josefina no lamentaba haberse expresado su recelo al hidalgo. Con casi cincuenta años contaba la dama. Su cuerpo menudo y descarnado tenía extraordinaria agilidad, y habiendo conocido la pobreza y la estrechez de los tiempos de la inmigración, no se avenía a llevar la vida sedentaria propia de la gente de su rango y de las señoras de su edad. Compartía las ideas conservadoras de su marido, y por ese motivo hubiera preferido que su hija emparentase con una familia de tendencias más afines, pero el amor florecía donde menos se lo esperaba y, en verdad, Juana era una muchachita deliciosa y nada tenía que reprocharle. Sólo esperaba que el corazón de su hija no fuese arrastrado por deseos alternados, fugitivos y contradictorios.
Juana adivinó el pensamiento de su madre; sabía que ella también conocía el suyo. Ahora que le había abierto su corazón le haría la pregunta.
- Madre, ¿crees que Vicente Montani se ha fijado en mí seriamente?
- Sí -respondió Doña Josefina-; estoy segura de que lo ha hecho.
De nuevo preguntó, más tímida.
- ¿Crees…crees que padre lo aprobaría?
- Sí, lo haría. Eso puedes darlo por sentado.
Ambas permanecieron en silencio un largo rato, observando cómo la luna se deslizaba entre las pequeñas nubes blancuzcas. Finalmente la hija volvió a hablar.
- Desearía ser… Desearía ser tan buena como para que él me quisiera.
- Hija mía – dijo Doña Josefina. El tono de voz traicionaba el penoso esfuerzo que hacía a fin de cobrar valor para pronunciar aquellas palabras.
-Ruego a Dios no permitas que tu corazón vayas tras el de un hombre que no viva lo suficiente como para subsidiarte.
Los ojos de las dos mujeres se encontraron. La hija echó los brazos alrededor del cuello de su madre, apoyó un instante la cabeza sobre su mejilla, y luego, percibiendo la lágrima materna, se incorporó, y besándola suavemente, exclamó:
-¡No lo haré! No lo haré!
Su voz no expresaba un acatamiento ciego, sino una desesperada resolución. Juana la besó de nuevo con devoción.
-En nadie pienso sino en ti-susurró la madre-, por eso quiero que lo tomes con calma. Ser paciente demandará ahora más esfuerzo. La preocupación por ti es mayor que la que siento por mi misma.
La joven iba a besar a su madre por tercera vez cuando un ruido entre los arbustos las sobresaltó.
-¿Quién anda ahí? – exclamó doña Josefina con voz temblorosa, mientras ambas se ponían de pie, abrazadas.
No hubo respuesta. La brisa desprendía las hojas de los árboles, que revoloteaban por el jardín y se amontonaban bajo la glorieta y en los escalones de las veredas. El cielo estaba plagado de estrellas y nubes plumosas corrían por lo alto. Un aire fresco subía desde el río.
-Sólo fue la caída de una ramita - murmuró después, tras contener el aliento durante un largo rato; - habrá que cortar la rama gruesa del aguaribay, porque ya roza el alero- Pero entraron luego sin demora a la casa y la atrancaron por completo.
Ya no resultaba agradable pasearse por las noches. Se acostaron y no sin tardanza, se durmieron, bien arropadas, pero temiendo, aún en sueños, volver a escuchar la caída de otra ramita.
El río de la Plata persistía en alejarse; una gran quietud adormecía las aguas amorronadas, muertas en lontananza. Habían quedado al descubierto las primeras toscas. Una leve ondulación rizaba la superficie del estuario, que parecía acercarse al pueblo.