Las toninas
Al ingresar Olga Montani por el zaguán de la calle Belgrano, la casa pareció recuperar su ritmo habitual. Bajo el gran techo de tejas, se erguían dos cuerpos adosados entre sí por galerías de mosaicos andaluces, extendiéndose hacia los cuadros del patio y del jardín, que crecían sin cuidar. Ambas construcciones quedaban unidas por enredaderas y ramajes con flores, todo ello cerrado entre medianeras, en una mezcla extraña de raíces afloradas y muros cubiertos por hiedras y llúpulo.
Mimeógrafo #136
Septiembre 2024
Las toninas
Mariano Ruiz Montani
(Argentina)
(Tomado de “Miralrío, historias de una quinta de San Fernando”)
Al ingresar Olga Montani por el zaguán de la calle Belgrano, la casa pareció recuperar su ritmo habitual. Bajo el gran techo de tejas, se erguían dos cuerpos adosados entre sí por galerías de mosaicos andaluces, extendiéndose hacia los cuadros del patio y del jardín, que crecían sin cuidar. Ambas construcciones quedaban unidas por enredaderas y ramajes con flores, todo ello cerrado entre medianeras, en una mezcla extraña de raíces afloradas y muros cubiertos por hiedras y llúpulo. Ésto se había conjugado raramente, a favor de una humedad confinada, esa que existe tras las grandes paredes de arenisca y cal, cuando amarillean. Los fondos eran construcciones que los hongos, el moho y el verdín enfermaban, a la manera de espaldas viejas, descascarando la pintura exterior de los blanqueos suprimidos desde hacía muchos años.
-¡Ah, querida hermana! Un mechón de sus cabellos grises le resbaló hacia atrás entre los hombros, que ella se apresuró a acomodar con las manos, mientras que de la canasta que había dejado caer, con un ramo de flores pendiente del asa, rodó sobre el piso la carga de manzanas verdes prontas para el pastel.
-¡Yolanda, querida! -insistió-. ¡Bésame! ¡Bésame!
-Pero, ¿es buena la noticia que traes, o mala? -exclamó la anciana.
-¡Dios lo sabe, querida, yo no puedo saberlo!
Olga tomó asiento sobre una silla, cubrió su rostro con el delantal y estalló en lágrimas, después levantó el rostro haciendo un esfuerzo por sonreír, y volvió a llorar otra vez.
-¿Qué es lo que ha ocurrido? -preguntó Yolanda alargando las palabras con tono suave. Se inclinó hacia adelante y trató de acomodar los cabellos de su hermana que volvían a resbalar-. ¿Por qué lloras?
-Por nada, querida, por nada… soy una tonta.
Los ojos de Yolanda se llenaron de lágrimas. Olga levantó los suyos y la miró en el rostro, diciendo:
-No, no es nada, nada, sólo que…- contestó girando la cabeza de uno a otro costado con un énfasis lento, apasionado- Vicente Álvarez es el mejor…el mejor hombre que hay sobre la buena tierra de Dios.
Yolanda acercó una silla junto a su hermana, se sentó, tomó las menudas manos rosadas de ella y las puso en su propio regazo blanco mientras la miraba con ternura en los ojos. Olga sintió que estaban vencidas sus resistencias; tenía que consentir en darle la noticia.
-¡Él se ocupará de la heredada Miralrío! ¡No la dejará caer!
Yolanda echó el rostro hacia atrás. Olga se dio vuelta, tratando vanamente de ocultar su llorosa sonrisa, y se echaron a reír juntas, mezclando Yolanda con su risa un amoroso beso fraternal.
-Hay algo más -dijo ella- y tú tienes que decírmelo.
-Sí -contestó Olga-, primero deja que me recobre.
Pero su hermana se las compuso para no hablar.
Más tarde, esa mañana, Olga le hizo con cierta timidez la sorprendente propuesta de que deberían hacer lo posible por acondicionar la sala de adelante, tanto tiempo descuidada. Yolanda quedó perpleja, y hasta preocupada, pero accedió, por lo que su hermana se sintió más animada.
La labor comenzó. Todo era golpear, rodar, alzar y bajar, levantar polvo y sacudir alfombras, y olores de trementina, bronce, piedra pómez y trapos de lana que caracterizaban los trastes de un ama de casa. Y sin embargo, a medida que el trabajo iba adelantando, el corazón de Olga cobraba alas y sus pequeños ojos cafés se tornaban relucientes.
-A nosotras, querida hermana, nos gusta tener la sala limpia aunque nadie venga a vernos, ¿no es acaso cierto? -dijo cuando pasadas las primeras horas de la tarde, al entrar a la habitación, pudo finalmente sentarse. Se había puesto sus mejores ropas. Era el 11 de diciembre, día de su cumpleaños.
Yolanda no se hallaba allí para contestarle. Su hermana la llamó, pero no obtuvo respuesta. Se puso de pie con el corazón intranquilo y la encontró a pocos pasos, más allá de la reja que daba al jardín, en un sendero que partía desde una vieja glorieta oxidada. Yolanda se aproximaba con lentitud, el semblante pálido y trastornado. Latía su martirio de hostil desaliento en la mirada y en el tembloroso e implorante tono con el que, tomando las mejillas de su asustada hermana entre las palmas de sus manos, le dijo:
-Ah! ¿Quién va a venir aquí esta tarde?
-Pero, querida Yolanda, ya te dije que nos gusta que esté limpia nuestra sala aunque…
Yolanda era víctima de la desesperación.
-¡Olga! Dime, ¿quién va a venir?
-¡Querida, se trata de nuestro bendito amigo Vicente Álvarez!
-¿Para verte a tí? -exclamó la anciana.
-Sí.
-¡Oh, Virgen santa! ¿Qué haremos?
-¡Caramba, Yolanda! -exclamó su hermana, estallando en lágrimas-, ¿te olvidas de que es Vicente Álvarez quien ha prometido protegernos hasta el día en que moramos?
Yolanda se había alejado, pero ya frente a la cocina se volvió, y extendiendo las manos hacia su hermana, exclamó:
-¿Cómo puede? Él era un hombre también mayor, apenas algo más joven que nosotras.
-¡Ah, querida! -dijo Olga, tomándola de las manos-, es en eso… ¡justamente en eso donde él muestra que es el hombre más bueno que hay sobre la tierra! Ve el problema y se propone solucionarlo. ¡Dice que se desposará conmigo!
Yolanda desasió las manos bruscamente e hizo además un gesto a su hermana para que retrocediera, y se enderezó cuan alta era, con dignidad. En sus ojos brillaba una indignación demasiado grande para ser expresada con palabras. Un instante después había lanzado un grito y se hallaba sollozando sentada en un rincón.
Olga se sentó junto a ella y le echó los brazos a los hombros.
-¡Oh, querida hermana, no debes llorar! ¡Yo no quería decirte nada! ¡No quería decírtelo! No es justo que llores de esa manera. Vicente Álvarez dice que podrás vivir con nosotros en la quinta, o bien quedarte aquí, si lo deseas.
-¡No iré a ninguna parte! ¡A ninguna!
-No, no, Yolanda -repitió su hermana-, a ninguna parte, no. Debes pensar en lo que te he dicho.
Yolanda se puso súbitamente de pie, rehusó en silencio la propuesta de su hermana, y se dirigió a la alcoba que ambas tenían al terminar la galería.
Olga se paseó tristemente desde la puerta a la ventana, desde la ventana a la puerta, y poco después entraba en la recién acomodada sala de estar, que ahora parecía lúgubre en exceso. En uno de los rincones, había un quinqué. ¡Cómo había trabajado para prepararlo y que alumbrara esa tarde! Un poco más allá, de la pared pendía el retrato de su abuelo don Cayetano Montani. Con los ojos puestos en la imagen, permaneció silenciosa, hasta que los contornos del rostro se tornaron indistinguibles en las crecientes sombras del atardecer.
Permaneció así frente a él un buen rato. Unos minutos más tarde, mientras procuraba encender la lámpara, unas pisadas que se acercaban en la acera, parecieron detenerse. Su corazón dejó de latir. Con suavidad hizo a un lado la caja de fósforos. Un zapato rechinó lentamente sobre un escalón de piedra. Y Olga, el corazón latiéndole con fuerza, sin esperar ningún aldabonazo, abrió la puerta cancela, hizo una profunda inclinación, y exclamó con voz baja y turbada:
-¡Vicente Álvarez!
Él entró, con el sombrero en la mano y con esas pisadas suyas casi silenciosas. Olga cerró la cancela con llave, lo condujo a la sala y le ofreció una silla. Después, con unas palabras de disculpa, volvió a aplicarse, presurosa, a la tarea de encender el quinqué. Pero sus manos se detuvieron nuevamente en su labor. En las galerías se oyeron las pisadas de Yolanda, después se las escucharon fuera de ellas; más tarde el ruido vino del cuarto contiguo, y luego se percibió el susurro de ropas suaves, un soplo de agradable perfume, y una figura nívea en la puerta. Estaba vestida de fiesta.
-¿Olga?
Olga se hallaba luchando, agitada, con la lámpara, que en ese momento respondió con un diminuto punto de luz.
-Aquí estoy, Yolanda.
Luego se apresuró hacia la puerta, y Yolanda totalmente desconocedora de la presencia de una tercera persona, alzó sus brazos, rodeó con ellos el cuello de su hermana y, no prestando atención a los esfuerzos que hacía por hablar, la besó delicadamente en la mejilla. El cristal de la lámpara lanzó un pálido destello. El destello creció; se extendió por toda la habitación, las vigas del tejado, las paredes se iluminaron, el moblaje antiguo del cuarto recobró sus formas.
-¡Olga!- exclamó Yolanda, con un temblor de espanto.
-Es Vicente Álvarez, querida.
La oscuridad se desvaneció rápidamente ante los ojos de la sobresaltada anciana, una oscura figura se destacó contra la pared opuesta, y la luz, dilatándose en toda su plenitud, brilló claramente sobre el sereno retrato de don Cayetano.
El hallazgo inesperado de un olvidado instante de su vida, era para Olga la prueba justificatoria de la inmortalidad de sus emociones, cuya súbita irrupción, aniquiladora de la realidad presente, hacía que se sintiera irremediablemente confundida, comunicada a la vez con el pasado del cual se creía amputada para siempre.
Ese 11 de diciembre, dos toninas fueron vistas en las aguas del río Luján. Habían recorrido todo el camino desde el océano y ahora estaban en el final, detenidas en el umbral último que separa la vida de la muerte. Sólo debían dar un paso para atravesarlo y perderse.