La tregua de Mario Benedetti
“Hoy me siento particularmente cansado, pero no sé de qué.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Diciembre 2025
La tregua de Mario Benedetti
la luz que llega tarde
El viajero de las palabras
“Hoy me siento particularmente cansado, pero no sé de qué.”
— La tregua, Mario Benedetti
Vuelvo a abrir el diario de Martín Santomé y siento que entro, más que a un libro, a una habitación cerrada durante demasiado tiempo. El aire es espeso, como si hubiera visto pasar los años sin que nadie levantara las cortinas. Es un cuaderno que huele a rutina, a cansancio, a una vida sin sobresaltos pero también sin música. Camino por sus primeras páginas con la sensación de estar pisando un suelo que nunca ha sido barrido del todo: polvo de días idénticos, de horas sin relieve, de pensamientos que se repiten como una marcha sin fin.
Martín escribe para no olvidarse de sí mismo. Lo intuyo desde el primer momento. Hay en sus notas una necesidad casi desesperada de registrar lo cotidiano, como si ese acto de nombrar fuese lo único que evita su desvanecimiento. Se puede vivir así —con un orden meticuloso que pretende reemplazar el sentido—, pero solo a costa de una resignación que se pega a la piel como un abrigo húmedo. Y no puedo evitar preguntarme, mientras leo, cuántas vidas reales se parecen a esta: cuántas personas continúan por inercia, no porque esperan algo sino porque ya olvidaron cómo se detiene el paso.
Me siento junto a él, imaginariamente, en su oficina gris. Observo los escritorios alineados, las carpetas que siempre parecen más importantes de lo que son, las conversaciones que jamás llegan a otros lugares que no sean el clima, el fútbol o la eterna burocracia. Benedetti entiende bien esa atmósfera: ese color desvaído que adquiere el mundo cuando la esperanza ha sido guardada en un cajón durante años. Y mientras avanzo por el diario, siento que acompañar a Martín es como acompañar a alguien que camina por un pasillo interminable sin ventanas. Un pasillo donde cada lámpara alumbra lo justo para que uno siga, pero nunca para que vea.
Pero ese es solo el comienzo. Toda tregua empieza después de una larga batalla, aunque la de Martín no sea visible a simple vista. Su guerra es interior, silenciosa y antigua: la guerra contra la resignación. Y es ahí donde comienzo a notar, detrás de sus palabras secas, una nostalgia que no se dice pero se adivina. La nostalgia por lo que no se vivió, por lo que se abandonó demasiado pronto, por lo que se pudo haber amado y se dejó pasar. El diario es, sin que él lo sepa, la caja donde guarda esa tristeza sin forma.
Y entonces, un día cualquiera —porque las revelaciones no siempre anuncian su llegada con claridad— aparece Avellaneda. Su presencia comienza siendo discreta, casi imperceptible, como una brisa que mueve levemente los papeles sobre un escritorio. La veo entrar en el texto con una delicadeza que casi pide permiso: joven, amable, tímida, con una alegría que no hace ruido pero ilumina. Martín la observa apenas, sin saber aún que ese gesto mínimo, esa entrada casual, desatará un cambio profundo en él.
Camino detrás de ellos en los pasillos de la oficina. Escucho los saludos breves, las torpezas, los silencios que de pronto ya no parecen incómodos sino cargados de una extraña expectativa. Y en Martín noto algo que no había visto antes: un sobresalto interior, pequeño pero insistente, como si un músculo dormido hubiera recordado su función. Y me doy cuenta de que su diario se transforma. Las frases ya no son solo recuentos metódicos. Aparecen titubeos, preguntas, dudas que antes no existían. Se abre una grieta en la costumbre.
Lo bello de La tregua es que no romantiza ese cambio. Benedetti no convierte a Avellaneda en una musa perfecta ni idealizada; tampoco transforma a Martín en un hombre renacido de un día para otro. Lo que hace es mucho más sutil: retrata el despertar de alguien que llevaba demasiado tiempo dormido, y lo hace con una humanidad que conmueve sin excesos. Martín no rejuvenece; simplemente vuelve a sentir. Y en ese gesto, que parece sencillo, se juega algo enorme: la posibilidad de que lo que queda de vida todavía contenga una sorpresa.
Acompañarlo en este descubrimiento es como ver cómo un cuarto en penumbra recibe, de repente, un rayo de luz. No una iluminación total, no un sol radiante que lo cambie todo, sino apenas una claridad tenue que invita a acercarse a la ventana. Martín lo hace con la inseguridad de quien no sabe si le está permitido ilusionarse. Duda, retrocede, avanza un poco, y así va construyendo lo que siente. Es un amor que no nace de la necesidad ni del impulso juvenil, sino de la gratitud ante una presencia inesperada. Un amor que se vive como quien sostiene con delicadeza un objeto frágil.
Me detengo en ciertos pasajes del diario, esos en los que Martín describe a Avellaneda sin exaltaciones. Su mirada no es la de alguien enamorado ciegamente, sino la de alguien que ha recuperado la capacidad de asombro. Y ese asombro, en una vida que ya se daba por terminada, es revolucionario. Es como si Benedetti quisiera decirnos: el tiempo no quita la posibilidad de sentir, quita solamente la valentía de buscarlo. Pero hay ocasiones —raras, milagrosas— en que incluso esa valentía regresa sola.
Mientras avanzo, me pregunto qué pasará con ellos, pero también sé que no debo correr. La tregua no es una novela que pide prisa. Se lee con la calma de quien escucha el relato de un amigo querido, sabiendo que cada palabra importa. Y yo sigo ahí, en la silla de esa oficina imaginaria, viendo cómo el mundo alrededor de Martín se vuelve más luminoso. La lluvia ya no es solo un estorbo, el café no es solo un trámite, la ciudad no es solo un escenario indiferente. Todo comienza a tener un matiz distinto porque alguien más ha entrado en su vida.
Y, sin embargo, en medio de ese resurgir, hay una sombra que permanece: la conciencia del tiempo. Martín no es joven. Su vida ha tenido pérdidas profundas. Su cuerpo y su ánimo están marcados por los años. Y eso vuelve su historia extraordinariamente humana. El amor tardío, como lo retrata Benedetti, no es un renacer absoluto. Es una tregua —sí, esa palabra exacta— entre la melancolía y la ilusión, entre el cansancio y el deseo. Un descanso del dolor, un intervalo donde se puede respirar mejor. Y mientras lo leo, me pregunto: ¿qué hacemos cuando la vida nos da una tregua? ¿La aceptamos? ¿La desconfiamos? ¿La cuidamos? ¿O simplemente la dejamos ser?
En Martín hay un temor persistente: el temor de que todo sea demasiado bueno para durar. Y ese temor, lejos de estropear la historia, la hace más real. Porque ¿quién, al amar, no ha sentido que sostiene entre las manos algo que podría desvanecerse? La fuerza de esta novela no reside en la intensidad de la pasión, sino en su honestidad: Benedetti muestra el amor desde la vulnerabilidad, desde la duda, desde la necesidad de aferrarse a algo que apenas se está descubriendo.
Sigo leyendo y me encuentro con momentos de ternura que no necesitan decoraciones. Son gestos simples, miradas, silencios compartidos. Son las pequeñas cosas que hacen que dos personas se reconozcan en medio del ruido del mundo. Y en esa sencillez reside la belleza de La tregua. No es una historia grandilocuente; es una historia que podría ocurrirle a cualquiera. Y, sin embargo, al leerla, siento que ocurre solo aquí, solo ahora, solo en estas páginas que llevo abiertas entre las manos.
Hay algo en Benedetti —en su tono, en su claridad, en su sensibilidad— que siempre ha sabido encontrar lo extraordinario en lo cotidiano. No embellece lo que no lo es; simplemente revela la belleza escondida. Y mientras avanzo por el diario, percibo que esa revelación no se dirige solo al lector: también es interna para Martín. Su mundo, que antes parecía hecho solo de números y archivos, comienza a tener un pulso y una respiración nuevos.
Y entonces aparece lo inevitable: esa pregunta que atraviesa toda la obra. ¿Cuánto puede durar una tregua? ¿Es un estado transitorio por definición? ¿O es, aunque sea breve, una prueba de que la vida aún guarda sorpresas? Martín no tiene respuestas, y yo tampoco. Pero quizá eso no importe. Quizá lo esencial no sea la duración sino el simple hecho de que ocurrió.
No diré más sobre el rumbo de la historia —porque el viajero de las palabras nunca cierra la puerta de un libro antes de que otro la abra—, pero sí diré esto: La tregua es una de esas novelas que se quedan adheridas a la memoria emocional del lector. No porque busque conmover con estridencias, sino porque nos recuerda que incluso en la existencia más sobria, más meticulosa, más cansada, puede aparecer algo que la ilumine. Que nadie está exento de un momento de luz. Que incluso los que ya no esperan nada pueden, de pronto, verse sorprendidos por un gesto, una compañía, una mirada que cambia el ritmo de su respiración.
Cierro el diario de Martín con la misma delicadeza con la que se cierra un recuerdo frágil. Siento que he acompañado a un hombre que, sin saberlo, pedía una oportunidad para reconciliarse con el mundo. Y también siento que Benedetti nos entrega aquí una verdad sencilla y profunda: una tregua no es un milagro ni una salvación. Es un paréntesis necesario, una pausa donde la vida se permite ser un poco más liviana, un poco más amable, un poco más luminosa. Y eso, a veces, basta para renovar un alma.
Contexto de la obra
Publicada en 1960, La tregua se convirtió rápidamente en una de las obras más reconocidas y queridas de Mario Benedetti. Escrita en forma de diario íntimo, la novela ofrece un retrato minucioso de Montevideo en la segunda mitad del siglo XX, con sus oficinas llenas de trámites, sus cafés sobrios, su clima templado y sus personajes que viven entre la rutina y el anhelo.
Santomé, el protagonista, refleja la vida de la clase media uruguaya en un período de estabilidad aparente pero emocionalmente contenido. Benedetti utiliza un estilo transparente, directo y profundamente humano para explorar temas como la soledad, el cansancio vital, el amor tardío y la posibilidad de un renacer emocional.
La tregua es, hoy, un clásico de la literatura latinoamericana: una novela breve en extensión, pero vasta en resonancias. Una historia que continúa conmoviendo porque habla desde la verdad de lo cotidiano y desde la esperanza que, a veces, llega sin avisar.

