La rosa de hielo
Érase una vez, un tiempo muy lejano en el que el mundo se encontraba dividido en cuatro reinos: tierra, fuego, agua, y aire. Cierto día, los reyes de cada reino, preocupados por reestablecer la paz y el equilibrio, comenzaron a pactar alianzas de matrimonio entre sí.
Mimeógrafo #138
Noviembre 2024
La rosa de hielo
M.S. Alonso
(Venezuela)
Érase una vez, un tiempo muy lejano en el que el mundo se encontraba dividido en cuatro reinos: tierra, fuego, agua, y aire. Cierto día, los reyes de cada reino, preocupados por reestablecer la paz y el equilibrio, comenzaron a pactar alianzas de matrimonio entre sí.
Fue así como, desde la noble cuna, se acordó el matrimonio entre Eloísa, hija del rey de tierra y John, hijo del rey del agua.
Por todos era conocido, que el reino del aire y el reino del fuego, eran codiciosos y deseaban dividirse el mundo entre ellos, hecho que, debido a leyes establecidas por sus antepasados, se consideraba una imposibilidad.
Tal era la codicia que el reino del aire y del fuego que, cuando Eloísa y John alcanzaron la edad propicia para casarse, ocurrió un suceso inesperado.
–Debes enviar a Edurne al reino de tierra, hija mía –comenzó a decir el rey del fuego a su única hija, Teodosia–, ella es la única hechicera de nuestra estirpe capaz de entrar a los cuatro reinos sin ser vista, y secuestrar a Eloísa.
–Cumpliré con tú mandato padre –respondió Teodosia–. No debemos permitir la unión de los reinos de agua y tierra. El fuego reinará por encima de todos.
Así lo dictaminó el rey del reino de fuego, y así se cumplió.
Edurne, la hechicera capaz de conjurar los cuatro elementos, apareció esa misma noche al pie de la cama de la princesa Eloísa.
–Lo siento princesa –dijo cubriéndola con su oscuro halo mágico–, tu prometido solo será capaz de encontrarte si demuestra sentir amor verdadero. Esa es la única magia que puede romper mis hechizos.
Al amanecer, nadie vislumbró rastro alguno de la princesa del reino de tierra.
Al enterarse el príncipe de la desaparición de su prometida, este se apareció en su reino a lomos de su fiel corcel de ébano.
–La buscaré por cielo y tierra, mi rey. Le prometo por el reino de agua que Eloísa aparecerá.
Así fue como John, buscó a su amada en el reino del agua y en el reino de la tierra, sin encontrar siquiera una pequeña pista de donde podría estar.
Una noche, cuando habían transcurrido más de treinta lunas de haber comenzado la búsqueda un John agotado se acercó hasta una encina que encontró en el camino, y sentándose a sus pies oró:
–¡Dioses de tierra, dioses de agua ayúdenme a encontrar a Eloísa! ¡Dioses, por fin lo he entendido! Ella es el amor de mi vida, mi reina. Por favor, permitan que vuelva a mí. ¡Eloísa será la reina más feliz de todas, lo juro!
–Tus deseos serán cumplidos joven príncipe –dijo con voz suave y clara la encina–. Toma esta fiel montura, ella te llevará a la cumbre más alta del reino de tierra. Iras al castillo que no debe ser nombrado ni visitado por nadie, según orden real de los antepasados de Eloísa. –La encina tembló–. Este ha sido profanado por una bruja que danza entre los límites de todos los reinos.
Sin mediar palabra alguna con la encina, y solo asintiendo, John subió a lomos del caballo alado que a la luz de la luna parecía relucir como la plata recién pulida.
De pie, ante el castillo penado por la ley de la gente de su futura esposa, el joven príncipe recordó una historia que ella le contó en cierta ocasión sobre su padre, el rey del reino de tierra. En ella, él le advertía sobre su permanencia en lejanía de aquel lugar. Eloísa, siempre fue una joven princesa inclinada a saber y conocer todo a su alrededor, más, sin embargo, en ella también prevalecía el respeto por los dictámenes de su gente.
El joven príncipe, recorrió cada rincón del Castillo Negro, así era conocido por todos, pero no encontró a su fiel amada.
Cuando hubo agotado todas y cada una de sus esperanzas, caminando por la inercia propia de los seres que abandonan la Fe, llegó a la torre más alta del castillo. En ella, encontró un rosedal del que sobresalía una prominente rosa de hielo, como ninguna otra vista antes. Su belleza era tal, que el joven señor del reino del agua se arrodilló ante ella, y la arrancó sumergido en su influjo hipnótico.
Levantándose, John caminó hasta la ventana del recinto y una vez más oró, ahora ante la Diosa Luna, que le permitiera encontrar a su gran amor, la princesa Eloísa.
De repente, la rosa comenzó a emitir un brillo incandescente que casi lo cegó. Apartándose y soltando bruscamente la rosa, John calló desmayado frente a la ventana.
Cuando se recuperó, alzó la mirada y la vio junto a él. Ya no era más la hermosa rosa la que veían sus ojos, ahora a quien veía era a su amada, la princesa Eloísa. Ella, con ojos soñadores y mejillas sonrojadas, le dijo: –Gracias, mi queridísimo príncipe, gracias por venir a rescatarme.
Desde esa noche, todos reinos viven en paz y unión. El Castillo Negro, ahora es conocido como, el hogar del rosedal de hielo. La magia de Edurne fue tan fuerte que el rosedal jamás se derritió.
Fin.