La ola

A un año de haber presenciado el peor de los horrores, el mundo sigue teniendo en su memoria, el caos que desató aquel “gran monstruo” en nuestra civilización. La gente, ahora que puede respirar el dulce aroma de la libertad, no puede ocultar el temor de volver a recaer. Y es que este acontecimiento que nos tocó vivir,

NARRATIVA

Irving Antonio Aréchar (México)

4/27/2024

Mimeógrafo #131
Abril 2024

La ola

Irving Antonio Aréchar
(México)

La bacteria de la peste no
muere ni jamás desaparece”.

ALBERT CAMUS

A un año de haber presenciado el peor de los horrores, el mundo sigue teniendo en su memoria, el caos que desató aquel “gran monstruo” en nuestra civilización. La gente, ahora que puede respirar el dulce aroma de la libertad, no puede ocultar el temor de volver a recaer. Y es que este acontecimiento que nos tocó vivir, retóricamente anticipada pero difícil de creer, nos golpeó abruptamente, igual que a una ola, ahogándonos a todos en su haber.

Aquello comenzó en China, o al menos, es lo que el mundo nos expuso en las noticias, desde el primer día que comenzó esta pesadilla. La gente contó lo que se suponía, a primera instancia, como una gripe común, dejando a la gente en cama durante un tiempo prolongado, sin poder salir a trabajar. Pero luego, lo que se suponía como un síntoma común, terminó convirtiéndose en un padecimiento horripilante, dejando a los propios enfermos en un estado de abatimiento total, con sus cuerpos presentando síntomas, como piel pálida, temblores, garganta seca, toses sangrantes y, por último, la muerte.

En el mundo seguíamos las noticias sobre lo que pasaba con la gente en el pueblo, no podían imaginar el dolor y sufrimiento que padecían los enfermos, todos muertos a la semana de enfermarse. Tampoco podían dar crédito a los doctores, cuyos conocimientos de primer mundo sobre la medicina, no podían evitar el deceso de los enfermos que le llegaban, cada vez con más frecuencia, conforme avanzaban los días en aquel lugar.

En las noticias no se pudo dar una información más clara sobre ese padecimiento, sólo el nombre que los doctores y científicos del país, le pusieron a la enfermedad: coronavirus o COVID19. Esto fue, por los hallazgos de las bacterias que enfermaban a la gente, cuya forma era igual a una corona. Aquella gente, supuestamente calificada, sólo pudo argumentar que el mayor peligro de contraer la enfermedad, era a través del aire.

Tras haber escuchado aquel reporte sobre aquel virus y su principal origen de infección, el mundo entero sintió un nerviosismo que más tarde se propagaría para el próximo año. Pero en México, sobre en todo en mi familia, tan escéptica desde que tengo uso de razón, creían que aquello no llegaría aquí, que podríamos seguir respirando aquel aire limpio que ya no tenían en China y más allá. Cuan equivocados estábamos.

Al empezar el año, nuestros peores miedos se volvieron realidad. Aquel virus que tanto imaginamos que sólo estaría en aquel pueblo de China, se extendió en todo el continente asiático, llegando a Europa, luego África, Oceanía, hasta llegar, por último y menos creíble, a nuestra bella América.

Para cuando llegó el mes marzo de 2020, el covid-19 arribó a México. Bien lo dijeron los doctores en aquel pueblo: el virus se encontraba en el aire. Aquello nos llegó de golpe en el país, como si fueran oleadas gigantes de aire, ahogándonos a todos, sin tregua alguna. Pero la gente, a diferencia del resto del mundo, seguía creyendo que aún se encontraba en China, ese pueblo mundano y solitario, donde el “mal”, según aludían los creyentes supersticiosos, era el hogar del diablo. Pero tras una semana, comenzaron los decesos. La gente veía las calles, que alguna vez estaban infestadas de indigentes felices, ya sea por producto de la droga y alcohol, o la desesperanza alegre y confiable, vacías. Se encontraban en rincones muy oscuros e inhóspitos de la ciudad, desparramados en el suelo, con la cabeza caída, completamente, mientas a lado de su boca, se veía enormes charcos de sangre. E igual que la gente sin hogar, la que sí tenía, también moría de forma horrible y dolorosa.

Las autoridades sanitarias analizaban los casos de fallecimiento que se suscitaban, y llegaron a la misma conclusión que en todo el mundo: el covid, por fin había llegado a nuestro país. Los propios doctores anunciaban, todos los días, en las noticias matutinas, vespertinas, y en algunas ocasiones, nocturnas, el alcance que estaba tomando aquella “peste”, y la gente que se iba con ella. Era una desdicha para mí y mi familia, sino es que para todos en el país, observar las enormes cifras de decesos que se presentaban. Pero más aterrador, eran las imágenes y videos de la gente que moría en la calle, como también en las camas de los hospitales, con los enormes bultos de sangre empapando el suelo y la almohada.

Sin embargo, muy a pesar de lo terrible que la prensa presentara la situación que estábamos presenciando, aún no era creíble para la mayoría. Tal y como mi familia, había mucha gente escéptica, que imaginaba el virus como una broma de mal gusto por parte de China y el mundo. Que las incontables muertes de aquellos desafortunados, se debiera a una falta de cultura alimenticia y sanitaria, cuestionando la credibilidad de la prensa, como también de hombres ilustres en el campo de la medicina y demás.

Se implementaron medidas sanitarias comunes, sino es que absurdas, como llevar siempre, a la mano, botellas de gel antibacterial para untarse en las manos cuando tuviese que tocar algo más que ellos mismos; tener puesto un cubrebocas en el rostro durante el tiempo que estuvieses fuera de tu vivienda; llevar ropa limpia, tanto puesta como equipada en algún equipaje propio. Fueron, ante otras recomendaciones a seguir durante el tiempo que permaneció esta pandemia, las que se le ocurrió al gobierno, para mejorar nuestra calidad de vida en la sociedad mexicana. Por desgracia, eso no hizo más que aumentar el nivel de estrés que ya teníamos, al principio de este padecimiento, que escaló a nivel mundial, provocando un número, todavía mayor, de muertes. Es cuando nos preguntábamos, mi familia y yo, si sobreviviríamos el año o no. Apuesto a que todos, en este gran globo terráqueo, que llamamos planeta, sin excepción, habrían pensado lo mismo.

El modo que había llegado el virus a nuestro lado del mundo, azotando la tranquilidad y monotonía alegre de nuestra gente, hizo que nos llenáramos de pensamientos terribles, provocándonos terrores imaginarios que provocaban una muerte instantánea. Esa misma desesperación, con el tiempo, se convirtió en ira. Aquella furia se manifestaría, primero por los extranjeros que venían de China y demás, como luego sería entre nosotros. En las noticias se mostraría las terribles imágenes de gente peleando en las calles, a plena luz del día, derramando sangre, inútilmente, pasando por alto el verdadero problema. Mi madre decía tras ver las imágenes de muertos a causa de las trifulcas que sostenían entre sí: “-El mundo se ha vuelto loco”. Ojalá me hubiera atrevido a explicarle, en su momento, que el mundo ya lo estaba, y que el virus sólo mostró aquella locura, en todo su esplendor.

A pesar de la crisis ambiental y social que padecíamos, el virus nos recordó el caos real. Llegaría como la primera vez: como ola. Igual que en el mar, la marea sube por temporadas. Las olas de covid llegaban por tiempos de quince a veinte días, azotando las vidas de aquellas gentes que nunca hicieron nada por mantenerse sanos y limpios, obligando a los que tuvieron la fortuna de vivir, aunque sea un día más, a ocultarse en su morada, hasta nuevo aviso.

Tener encerrado a un individuo, de por sí, resulta imposible para cualquiera que estudie los posibles peligros ambientales, es mucho peor, encerrar al mundo entero. En nuestro caso, tras permanecer por los siguientes tres meses después de anunciar la cuarentena en el país, nos dimos cuenta, que no podíamos seguir ocultos. Había que salir. El gobierno lo sabía. Anunciaron que se saldría por un tiempo de una hora, suficiente para llevar a cabo sus pendientes y encargos para lo que necesitaran en sus casas. Era una buena noticia, pero no nos regocijaba, todavía. “¿Estamos preparados para salir?”, me decía, constantemente, mientras veía a mis padres ponerse de acuerdo sobre quien de los dos se dispondría a salir. Así como ellos, el virus también podría tener una hora para salir, y seguir matando.

El año ya casi terminaba, y el país, como el resto de los habitantes en este mundo, nos habituamos a la vida en el interior de nuestras casas, conviviendo entre nosotros, como hace mucho tiempo no lo habíamos hecho. Sin embargo, el miedo aún seguía latente, pues ni los doctores ni los científicos, aún tenían una solución para aliviar nuestra desdicha. Mientras tanto afuera, la peste continuaba enfermando y matando con cada oleaje.

El último mes del año se veía con nostalgia, muchas gentes empezaban a recordar a sus seres queridos que murieron a causa de este virus. Las preguntas salieron a flote, constantemente, en estado de abatimiento: ¿¡Por qué ella!? ¿¡Por qué él!? ¿¡Por qué a mí!? Nadie era capaz de responder esa incógnita, provocando una desdicha cada vez peor, en cada uno de esos corazones heridos, pidiendo por aquellas almas desafortunadas, que trágicamente, dejaron este mundo. Para la última semana, aquella melancolía se transformó en rabia, y con eso, volvería a la violencia a retumbar en nuestro país. Sería la navidad y año nuevo más tristes y aterradores que me tocaría vivir, hasta ahora.

El siguiente año se recibió con gran pesimismo, ya nadie era capaz de creer la salvación, ya ni siquiera en la libertad. El resto del mundo, por otro lado, intentaba reforzarse para evitar ver más muertes que el año anterior. Mi familia nos decíamos que deberíamos estar haciendo lo mismo. Pero habíamos perdido la esperanza, lo que nos caracterizaba a nosotros, los mexicanos, por aquellos que venían a visitar nuestro país, antes de que todo se fuera a la mierda. Esa desesperanza me llegaría de golpe más tarde, anunciándome, una y otra vez, que todo se había ido al carajo.

Pero luego, de la nada, como un rayo de luz que venía del cielo, se anunció un día, en las noticias matutinas, que los doctores habían creado una presunta cura para los infectados y los no infectados. Estábamos tan sorprendidos en México, como también el resto del mundo, al escuchar semejante dicha. Muy pronto estaríamos libres del riesgo de contraer la enfermedad, andaríamos a mil pasos lejos de aquella muerte en forma de ola.

Al anunciar, de forma unánime, la existencia de la cura, los científicos en México darían el aviso de cuándo y dónde se llevaría a cabo la vacunación. La alegría en los rostros de mis padres era notoria. Seguro estuvo así mi cara cuando lo escuché por primera, al igual que todos, sin excepción.

Cuando llegó el día anunciado, todos hacíamos enormes colas para recibir la vacuna. Había de todo: niños, niñas, jóvenes y adultos, ancianos y ancianas. Todos con sus respectivos cubrebocas, guardándose el aire limpio que creían tener dentro de aquel pañuelo que cubría la mitad de sus rostros. El tiempo pasó lento, la desesperación se hizo evidente en muchos, cuya hora de calor hacía evidenciar las débiles defensas en su cuerpo en aquellas personas. Se les daría el privilegio de recibir la vacuna primero, evitando lo que hubiese sido un problema mayor. Cuando llegó mi turno, recibiría el pinchazo que me daría la libertad de esa peste, y la posibilidad de vivir un tiempo más, al igual que el resto de mis compatriotas.

Aquel año estaba por terminar, el horror que habíamos sufrido todos, México y el mundo, había llegado a su fin. Todo había vuelto a la normalidad. Sin embargo, nadie miraba aquel milagro como tal. Seguíamos en estado de nostalgia. Aún recordábamos a nuestros muertos. Sobre todo a quienes murieron sin tenernos cerca para dar el último aliento. ¡Es una terrible sensación! Los que aún permanecemos en este mundo, tenemos que seguir recordando aquella desdicha con tristeza y miedo, pensando en si volverá a ocurrir o no.

Salgo a las calles, limpio de todo mal que pueda afectarme el cuerpo, interna y externamente, a manos de cualquier bacteria existente y no existente, vacías en su mayoría. Una que otra alma andando en las calles iluminadas, vacilando en su camino, tratando de encontrar un trayecto que lo lleve a su siguiente destino. Pero nada más. El virus se convirtió en un recordatorio constante. Nos ha mostrado lo peor de la naturaleza, como también de nosotros mismos, tanto como individuos como sociedad. Sólo me queda andar de un lado a otro, viviendo lo más que pueda, hasta la próxima ola.