La observadora de nubes

Érase una vez, en un reino muy lejano, una niña cuya inteligencia superaba a la de sus hermanos mayores. Al ser consciente de tan notable regalo de los Dioses, el padre, un viejo y adinerado Señor del reino, que se hubo convertido en consejero del rey, optó por iniciar la costumbre de preguntar a la pequeña de nueve años, cuál era su opinión ante los hechos transcendentales de la vida.

NARRATIVA

M. S. Alonso (Venezuela)

5/22/2024

Mimeógrafo #132
Mayo 2024

La observadora de nubes

M. S. Alonso
(Venezuela)

Érase una vez, en un reino muy lejano, una niña cuya inteligencia superaba a la de sus hermanos mayores. Al ser consciente de tan notable regalo de los Dioses, el padre, un viejo y adinerado Señor del reino, que se hubo convertido en consejero del rey, optó por iniciar la costumbre de preguntar a la pequeña de nueve años, cuál era su opinión ante los hechos transcendentales de la vida.

Fue así como, cierta mañana, el padre osó hablar de la muerte con su hija menor; aun temiendo que el tema le fuera desagradable, pues su madre, había fallecido al traerla al mundo. De igual manera, había ocurrido con la reina, muy recientemente, salvo que el pequeño príncipe nació sin vida.

–Prímula, ahora que sabes el porqué del fallecimiento de la reina Ophelia, me gustaría saber ¿qué piensas sobre su partida de este mundo? –Preguntó el hombre sabio.

La pequeña, siguió el camino hacia la entrada del castillo. Era por todos bien conocida su fascinación por el pueblo más cercano, la cual se acrecentaba en los días de mercado.

–¿Me acompañarías, padre? Deseo ir a caminar por el pueblo. –Manifestó la niña, sin ver a los ojos del padre. Esa era la costumbre con la cual nació.

–Por supuesto, pequeña. Vamos.

Cuando hubieron recorrido un tramo considerable del camino, la niña preguntó:

–Padre, ¿mis hermanos me odian por la muerte de madre? –El padre conocía de primera mano la aversión de sus hijos mayores para con la pequeña.

–¡No digas eso Prím! ¿Dónde escuchaste esa falacia? Porque eso es, una falacia. Ellos no te odian.

–Con el transcurso de los años, y la ayuda de viejos pergaminos de la biblioteca, comprendí que yo no era la culpable de la muerte de madre. Su fallecimiento lo ocasionó una complicación muy común, durante el estado de gravidez.

–Ciertamente, pequeña Prímula. Lo ocurrido a tu madre, y la reina Ophelia en el parto, fue una complicación muy común durante el parto.

–Johar, al saber de la muerte de la reina y el pequeño príncipe, recordó cómo murió madre. Me culpó por ello.

–No tomes en serio sus acusaciones, pues como bien dices, no fue así hija mía.

–Sí, padre. Sin embargo, ¿por qué ellos no lo entienden? Tus cinco hijos, tenemos acceso a la biblioteca del castillo, la más completa de todo el reino, y donde se almacenan los pergaminos más antiguos del mundo conocido.

–No todos son como tú, hija mía. Tú eres especial.

Padre e hija caminaron en silencio, hasta llegar a la entrada del pueblo.

–Prímula, lo que te pregunté al…

–Lo recuerdo, padre –interrumpió la niña–. ¿Te has detenido a observar las nubes?

–No mi niña, nunca me he detenido a observarlas. –Respondió el consejero del rey.

–Somos como las nubes, padre. –Comentó la niña–. La duración de las nubes varía. La longevidad del hombre también. Unos aparecen y desaparecen como el príncipe recién nacido. Otros vivimos un poco más.

El consejero pensativo elevó la mirada al cielo, y la niña continúo hablando.

–¿Viste cómo estaba aquel cúmulo de nubes al salir del castillo? –Preguntó apuntando con el dedo índice de su manita derecha al cielo.

–Sí, Prím. Estaban unidas. Ahora se dispersan.

–Mientras más unidas están, mayor es su tamaño y esplendor. Al dispersarse, se hacen débiles ante nuestra visión e incluso desaparecen. Tal cual es el hombre, mientras más vigoroso y rozagante mejor es la función de sus partes internas y externas. Cuando, alguna de ellas se dispersa, es decir, cuando alguna presenta dolencias, nos convertimos en nubes. Algunas veces sanamos, somos como esos trozos de nubes que se unen a otras, haciéndose más grandes. Otras veces, vamos desvaneciendo hasta perecer.

–¿Dónde leíste eso, pequeña?

–Leí en algunos pergaminos cómo funciona el cuerpo humano, padre. –El hombre mayor, sintió como los ojos se le llenaban de lágrimas.

–Agradezco a los Dioses por ti, mi pequeña.

–¿Por qué lo dices, padre?

–Porque sin ti no valdrían la pena cada uno de mis días. Adoro a todos mis hijos, más sí, los Dioses te mantuvieron con vida, tras la partida de mi amada Helora, fue para llenarnos con tú sabiduría; don del cual ellos carecen.

Fin.