La metamorfosis de Franz Kafka

“Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Diciembre 2025

La metamorfosis de Franz Kafka

El umbral donde la existencia muda de piel

El viajero de las palabras

“Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró convertido en un monstruoso insecto.”

Hay libros que no se leen: se atraviesan como corredores estrechos, como habitaciones donde el silencio se acumula sobre los muebles, como madrugadas en las que uno amanece distinto sin saber por qué. La metamorfosis es uno de esos lugares donde la realidad se desdobla. Siempre que regreso a sus páginas, siento que cruzo un umbral, un pasaje angosto en el que la identidad pierde su forma y el mundo se revela inquietantemente frágil. Porque esta obra de Franz Kafka no habla solo de un cuerpo transformado, sino del modo en que la existencia puede derrumbarse de repente, sin aviso, como un castillo de naipes construido sobre un suspiro.

Cuando abro el libro, escucho primero el ruido sordo de la habitación de Gregor Samsa: ese cuarto estrecho, casi una carcasa que lo encierra y lo define, y que pronto será también su tumba simbólica. Lo encuentro ahí, recién despierto, sorprendido por su nueva forma. Pero lo que más me perturba no es su metamorfosis física —ese cuerpo de insecto que se resiste, que se enreda en las sábanas, que tropieza con sus propias patas— sino la normalidad con la que el mundo a su alrededor recibe su tragedia. Como viajero de las palabras, me detengo a observar ese detalle: que el horror no provoca espanto, sino incomodidad doméstica; que lo monstruoso no altera el curso del día, solo retrasa el desayuno y el horario de trabajo.

Kafka sabe que el verdadero abismo no está en la monstruosidad, sino en la indiferencia.

Mientras sigo avanzando por las páginas, veo a Gregor luchar por ponerse en pie, como un náufrago atrapado dentro de su propio cuerpo. Pienso en todas las veces en que uno intenta incorporarse de una vida que ya no le pertenece, en que el cuerpo —o el alma— se vuelve un objeto ajeno, torpe, incapaz de obedecer. Kafka transforma esa experiencia universal en una escena que vibra entre lo grotesco y lo íntimo. Gregor no se pregunta “¿por qué soy un insecto?”, sino “¿cómo haré para no llegar tarde al trabajo?”. Ese es el nudo de la tragedia: incluso en su nueva forma, el engranaje social lo reclama.

Yo, desde este viaje que hago a través de los libros, veo cómo el cuarto se vuelve un santuario y a la vez un calabozo. Gregor escucha tras la puerta las voces de su familia: la madre angustiada, la hermana asustada, el padre furioso. Pero en ese coro, no hay compasión verdadera, sino la preocupación por lo práctico: la economía doméstica, la apariencia, la incomodidad de tener un problema vivo dentro de casa. A cada página, siento la soledad de Gregor ensancharse, como una sombra que ocupa cada rincón. Kafka no necesita exageraciones: solo bastan unos cuantos gestos humanos para mostrar el grado de abandono que puede existir incluso dentro de una familia.

La metamorfosis de Gregor es también la disolución de todos los lazos que lo conectaban al mundo. Es un espejo cruel de aquello que se espera de nosotros: producir, obedecer, funcionar. Cuando Gregor ya no puede cumplir con su rol de sostén económico, su valor se evapora. La casa que antes alimentaba se vuelve un organismo que busca expulsarlo, como si fuera una espina clavada en la piel.

Y sin embargo, observo momentos en los que la ternura intenta asomarse —especialmente a través de la figura de su hermana, Grete—, pero esas luces duran poco. Al principio, ella intenta cuidarlo, darle de comer, limpiar su cuarto; pero ese cuidado no nace del amor, sino de una obligación silenciosa, y pronto se transforma en hartazgo. En ese tránsito, Grete también vive su metamorfosis: pasa de ser la joven dócil a la mujer que exige que su hermano sea eliminado para que la familia pueda continuar.

Cuando leo esas escenas, el viajero en mí comprende que la metamorfosis es un contagio: Gregor se transforma, sí, pero con él cambia toda la casa, los gestos, los vínculos, los silencios. La obra se convierte así en un laboratorio del alma humana, donde Kafka estudia la paciencia, el egoísmo, la fragilidad y la violencia implícita en la convivencia.

Me detengo un momento en la figura del padre. Ese hombre que alguna vez fue derrotado por la vida recobra la fuerza solo cuando su hijo se convierte en un ser vulnerable. Es un cambio inquietante: la humillación del hijo reaviva la autoridad perdida del padre. Ese impulso de dominio, de rechazo, de restaurar un orden que nunca funcionó bien, se vuelve una de las líneas más siniestras de la obra. Cuando lanza las manzanas a Gregor, no solo intenta herirlo: intenta devolverle al mundo de los “otros”, de los que no pertenecen, de los que pueden ser eliminados en nombre de la tranquilidad familiar. Una de esas manzanas queda incrustada en el lomo de Gregor, supurando dolor y olvido; y mientras camino por las páginas como un viajero que observa el paisaje, siento que esa herida resume toda la historia: un corazón ajeno clavado en la espalda, un peso que lo condena, una marca que nunca curará.

Kafka escribe con una prosa que parece temblar, que avanza entre sombras, que apenas toca las cosas pero consigue que duelan. No hay dramatismos, no hay discursos: solo hechos que se desmoronan frente al lector. Y sin embargo, en esa desnudez reside la fuerza de la obra. La metamorfosis es un espejo que renuncia a los adornos porque sabe que la verdad más honda se revela sin ornamentación.

Como viajero de las palabras, sé que esta obra se lee desde varios umbrales: desde el del exilio interior, desde la alienación laboral, desde la enfermedad, desde el rechazo familiar, desde la angustia existencial. Pero más que una alegoría, siento que es un retrato de la vulnerabilidad humana en su forma más pura. Gregor es un ser que ama a su familia hasta el final, incluso cuando ellos ya lo han abandonado en espíritu. En esa fidelidad trágica hay algo profundamente conmovedor: Gregor, convertido en insecto, sigue deseando que su madre no sufra, que su hermana prospere, que su padre no se harte. Ese amor que nadie corresponde es lo que termina por quebrarlo.

Hay un punto de la novela donde la luz entra por la ventana y Gregor decide desaparecer. No como un acto heroico, sino como una renuncia silenciosa. Comprende que su existencia es un obstáculo, que su vida cuesta más que su muerte. Esa revelación es tan devastadora como serena: es el instante en el que el ser humano se hace pequeño ante la estructura familiar y social que lo rodea. Como lector viajero, siento ese momento como una grieta en el alma: la confirmación de que Kafka no escribe monstruos, sino espejos.

Y sin embargo, hay un rumor de esperanza torcida en el final, cuando la familia sale a caminar y comenta el porvenir. Ese cierre luminoso —casi cruel— revela la indiferencia absoluta del mundo: alguien muere para que otros puedan respirar mejor. Kafka entiende mejor que nadie que la existencia humana es un equilibrio precario entre la necesidad y el olvido.

La metamorfosis no ofrece consuelo, pero ofrece lucidez. Y esa lucidez es un faro para quien camina por las palabras en busca de sentido. Me quedo con la sensación de que Gregor fue siempre más humano que quienes lo rodeaban, y que su monstruosidad exterior solo sirvió para evidenciar la deformidad moral que lo circundaba. Kafka, sin juzgar, coloca ante el lector la textura más fina del desamparo: esa que se siente cuando, aun rodeado de personas, uno descubre que está completamente solo.

Cada vez que cierro este libro, siento que algo en mí se ha desplazado. Como si una parte de mi identidad hubiera mudado de piel. Porque esa es la verdadera metamorfosis que Kafka propone: no la del cuerpo de Gregor, sino la del lector que se atreve a acompañarlo hasta el final de su agonía.

Contexto de la obra

Cuando La metamorfosis se publicó en 1915, Europa estaba sumida en la Primera Guerra Mundial. El Imperio austrohúngaro, del cual Praga formaba parte, comenzaba a desmoronarse, arrastrando consigo un orden social rígido, burocrático y culturalmente fragmentado. Kafka, que vivía entre el alemán, el checo y el yiddish, entre la vida laboral y la literaria, entre lo familiar y la soledad, escribía desde un territorio de tensiones internas.

La modernidad avanzaba con rapidez: máquinas, fábricas, horarios, productividad. El individuo se sentía cada vez más pequeño frente a las estructuras que lo rodeaban. La literatura expresionista y el pensamiento existencial empezaban a tomar forma. En ese clima, Kafka se convirtió en una voz que encarnó el desconcierto de una época en crisis. La metamorfosis, escrita desde ese mundo en transformación, es tanto un relato íntimo como un diagnóstico de un siglo que acababa de perder su inocencia.