La materia del tiempo
Siempre que el tiempo y el destino lo permiten prefiere el tren al avión. Cruzado en el pecho lleva el maletín con la notebook que utilizará en la conferencia, una maleta pequeña, con ruedas, donde sin esfuerzo empuja lo imprescindible para arreglarse dos o tres días fuera de casa: una muda de ropa, el neceser, un frasco de perfume sin estrenar, todavía envuelto en papel celofán, regalo de su mujer por navidad, y un libro de Paul Auster para ocupar las horas muertas del viaje.
NARRATIVA
Foto: «The Matter of Time». Richard Serra. Colección Guggenheim Bilbao.
Mimeógrafo #135
Agosto 2024
La materia del tiempo
Alex Armega
(España)
A Manuel Puig
Siempre que el tiempo y el destino lo permiten prefiere el tren al avión. Cruzado en el pecho lleva el maletín con la notebook que utilizará en la conferencia, una maleta pequeña, con ruedas, donde sin esfuerzo empuja lo imprescindible para arreglarse dos o tres días fuera de casa: una muda de ropa, el neceser, un frasco de perfume sin estrenar, todavía envuelto en papel celofán, regalo de su mujer por navidad, y un libro de Paul Auster para ocupar las horas muertas del viaje. Esquivando gente y obstáculos, mientras busca su asiento en el tren, como blandiendo la muletilla de un torero, lleva en la otra mano, un traje negro de Armani enfundado en una bolsa de tela.
Entre las actividades programadas, al margen de las conferencias de arte contemporáneo, figuraba una visita guiada al museo Guggenheim y una cena de gala en su atrio a las cuales oportunamente se había apuntado. Aunque sus días de gloria ya habían pasado, su fama de buen marchante le obligaba a alojarse en el Sheraton Hotel, frente a la ría y a tiro de piedra del museo, adonde podía llegar en menos de diez minutos caminando. Con esta ventaja, sin prisa alguna, toma un largo baño, se viste despacio, abre el regalo de su mujer y se envuelve en una fragancia dulce y compacta, confiado en que el perfume actuaría sobre él como una bruja protectora.
«La materia del tiempo permite percibir la evolución de las formas escultóricas de Richard Serra, desde una elipse doble relativamente sencilla hasta la complejidad de una espiral. Las dos últimas piezas de este desarrollo están creadas a partir de secciones de tonos y esferas que generan entornos que suscitan diferentes efectos en el movimiento y la percepción. Se transforman de forma inesperada a medida que el visitante las recorre y las rodea, creando una vertiginosa e inolvidable sensación de espacio en movimiento. Libre del pedestal tradicional y una vez inmersa en el espacio real del observador, la escultura entabla una nueva relación con el espectador, cuya experiencia con el objeto pasa a formar parte esencial de su significado». Dicho esto, la guía del museo, con gestos suaves y sonrisa inamovible, invita al grupo de conferenciantes y artistas «a recorrer y a moverse alrededor de las esculturas, a explorar su interior y a atravesarlas para descubrir sus múltiples perspectivas».
Se había quedado rezagado, saludando a un viejo amigo, un galerista de arte vasco que ahora trabajaba en el museo. Cuando regresa al grupo la mitad de los visitantes, con la guía nocturna a la cabeza, ya han ingresado y atravesado la primera de las esculturas, y se dirigían hacia la segunda, de modo que se coloca en el último lugar de la fila, y aunque ya conocía la obra de Serra, se dispone a vivirla por dentro.
A medida que el grupo avanza los espacios y las formas van cambiando; era cierto, el volumen de las enormes piezas de acero, las extrañas maneras en que se plegaban y los juegos de luces y sombras que producían, creaban un ambiente confuso donde parecía desdibujarse, o alterarse la noción del tiempo.
Cuando los visitantes que encabezaban el grupo emergen de la séptima escultura, ingresa solo y ya algo mareado, como perdido, en la cuarta escultura. Tenía forma de serpiente, se iba estrechando y ovalando a la vez. Se apresura a recorrerla porque la experiencia está dejando de ser placentera. En el vientre de la serpiente se siente oprimido, le sudan las manos. Acelera el paso, pero tiene la sensación de estar siempre en el mismo lugar, de caminar sin avanzar. Tiene miedo. Al no ver a nadie por delante para seguirle o pedir ayuda se detiene, se da media vuelta y decide volver por donde había ingresado.
Tal vez tendría que haber seguido adelante, quizás esta acción inesperada alteró alguna de las reglas físicas que interactuaban – como bien había explicado la guía- entre las energías de la obra y las del observador. Pero tampoco consigue avanzar en la dirección opuesta, se encuentra ahora en la mitad del recorrido inmovilizado, como atrapado por la escultura, sin animarse a pedir auxilio, o a gritar por decoro y vergüenza. La situación le parece surrealista, del todo absurda, ridícula.
El pulso se le dispara, supone que tal vez le ha dado un ataque de pánico, intenta relajarse, respirar profundamente. Con esta idea se quita la americana, se sienta en el suelo, apoya la espalda sobre la fría pared de acero, afloja el nudo de la corbata negra y abre el cuello de la camisa blanca, necesita más aire, le cuesta respirar. En vez de apaciguarse todo va a peor porque sentado comienza a faltarle el aire, la vista a nublarse, y al cabo de unos segundos, como una luz que se apaga, cae en un desmayo perfecto y total. Sin saber quién es ni dónde está comienza a verse en otra escena, en otro lugar y en otra circunstancia. «La mayor parte de mi trabajo desde mediados de los setenta, trata sobre tu movimiento en relación con el espacio a lo largo del tiempo», afirmó el escultor cuando estuvo en Bilbao, para inaugurar su obra.
Sin embargo, aquella perturbadora visión a la que había sucumbido en los laberintos de acero no tenía tiempo ni lugar. En la traumática escena que durante algunos interminables segundos había contemplado no había indicio alguno que le permitiese colegir que la infidelidad de su esposa ya hubiera sucedido, o que sucedería en el futuro; simplemente sucedía en el tiempo presente de la escena; un eterno presente, que mientras duraba, como en un sueño mientras soñamos, anulaba todos los tiempos.
Tampoco el escenario era conocido. Todo el marco de la escena era neutro, desangelado y frío, ajeno a todos los lugares obvios y más frecuentados, sin objetos ni colores que le permitieran situar la traición de su mujer en algún lugar definido: no era su casa, su cama, ni un motel de carretera, tampoco el dormitorio de otro; como si el adulterio sucediera en el espacio exterior, iluminado por las estrellas, en un agujero negro sobre un fondo blanco, y el estuviera viéndolo con los ojos al cielo tumbado en la hierba.
Regresa en el mismo tren. Ahora, la visión o ensoñación perturbadora que tuvo en Bilbao ya se ha convertido en un recuerdo. Un recuerdo inventado, fraudulento, una experiencia inenarrable, tan difícil de creer como de interpretar su último sentido. Tiempo después, mientras espera insomne a que se enciendan las luces del pasillo para levantarse de la cama y poder salir de la celda, junto con los otros reclusos a por una taza de café y un trozo de pan, lo único que le cabe esperar, el recuerdo adquiere la condición de un secreto. Sabe que el secreto que guarda es inútil, que no le sirve de prueba ni lo defenderá de nada, pero lo mantiene oculto y vivo para hacerse daño, para castigarse a su manera, y también para tratar de justificar un crimen injustificable; redimirse y perdonarse cuando le vienen días de moral y hombría, de orgullo y deshonra. Sabe también que no merece ni vale la pena seguir ocultándolo porque ninguna verdad, tan sólo su propia locura, saldría a la luz en los juzgados si el secreto fuera revelado.
Entra en la casa a media mañana, su esposa todavía está en la cama, tiene los ojos cerrados. Y aunque él lleva tres días fuera y ella tres sin levantarse, sabe bien que no está enferma ni dormida. Desarma el equipaje, abre el armario despacio, acomoda las cosas en silencio, sin hacer ruido, como si temiera despertarla. Se inclina para besarla en la mejilla. La piel de su mujer está fría. La besa despacio y la arropa con un manta verde y liviana, para protegerla del frío, aunque en la habitación no hace frio.
Abre las ventanas del cuarto para ventilarlo, gira sobre sí mismo, y como si la muerte, que parecía dormida, le exigiera aún otra acción para completarse, con un atisbo de temblor en las manos extiende todavía un poco más la manta verde y liviana, la empuja hacia arriba, ocultando la cara bajo el velo de maya.