La escapade

Al abandonar del Partido de Santa María de las Conchas, don José Bazzano se metió por el Camino Real a partir de Punta Gorda. Con los ojos entrecerrados, el viejo comendador miraba la polvorienta ruta y en su lugar veía los antiguos palacios de su Liguria natal. En uno de ellos, cerca de las playas de Savona, no muy lejos de la Fortaleza Priamar, construida en el siglo XV, estaba el escudo de gules y oro de los Bazzano.

NARRATIVA

Mariano Ruiz Montani (Argentina)

5/21/2024

Mimeógrafo #132
Mayo 2024

La escapade

Mariano Ruiz Montani
(Argentina)

Desde “Miralrío (historias de una quinta de San Fernando)”

Al abandonar del Partido de Santa María de las Conchas, don José Bazzano se metió por el Camino Real a partir de Punta Gorda. Con los ojos entrecerrados, el viejo comendador miraba la polvorienta ruta y en su lugar veía los antiguos palacios de su Liguria natal. En uno de ellos, cerca de las playas de Savona, no muy lejos de la Fortaleza Priamar, construida en el siglo XV, estaba el escudo de gules y oro de los Bazzano. Don José, que había abandonado la tierra en la que todo excitaba a la impetuosa vanidad de la sangre, se había trasladado al Río de la Plata, al otro extremo del mundo. Había triunfado allí, rico y honrado por los grandes del Partido de las Conchas, y volvía ahora a Monte Grande para comprar una gran quinta y vivir junto a su mujer, doña Josefina Muslera y Álvarez, y sus hijos.

Cerca del mediodía, luego de andar casi toda la noche sin respiro, Don José divisó un puesto de correo con una cuadra para los caballos y un colmado. El lugar se hallaba en la cima de una de las barrancas que miraban al río. Así que aflojó la marcha, giró hacia la izquierda y encontró un sitio para el coche muy cerca de una pequeña alameda en la que una joven mestiza lavaba la ropa y la tendía sobre las ramas de un ibirapitá. Salió del coche y tuvo un momento de vacilación. ¿Detenerse allí por un buen rato y almorzar o no? Por fin el hambre lo echó para atrás y se dirigió hacia el puesto. Encontró allí el colmado, una mesa y una silla libres, un lavabo para refrescarse, todo lo necesario para justificar la posta. Comió, bebió, fumó un cigarro y fisgoneó casi una hora, sin adentrarse mucho en las barrancas.Una planicie sin fin se esparcía por doquier, a manera prologación reseca del río color león. Aquí, allá, como penachos prietos, runflas de durazneros blancos cortaban la monotonía taciturna del paisaje.

Comenzaba ya a fastidiar el calor cuando volvió a la alameda para irse. La cuadra para los caballos seguía allí, lo mismo que la mestiza y sus atados de ropa, pero no estaba el coche. Experimentó cierto aturdimiento y luego una duda. ¿De veras lo había dejado allí? Comenzó a observar el galpón de los caballos. No encontraba nada. Era una calamidad. Allí estaban sus maletas, sus papeles, el cofre, todo con cuanto contaba para su próspero retorno. ¿Qué debía hacer? Regresó al colmado sacudiendo la cabeza dejando ver con su actitud toda la contrariedad que le causaba aquel suceso. La joven mestiza lo detuvo:

—¿Busca usted su coche?

—Sí. ¿Sabe usted si me lo han robado?

—No, pero sé dónde puede hallarlo.

—¿Quiere decir que usted sabe dónde está?

—Sí. Al otro lado del Camino de las Carretas. ¿Viene usted del Partido de las Conchas y va hacia Monte Grande?

—Sí.

—Pues está usted del lado equivocado. Debe cruzar el camino.

José Bazzano se lo agradeció como como si le devolviera la vida y se abalanzó hacia la margen derecha. Al otro lado, cerca de la pequeña alameda, una joven mestiza lavaba la ropa y la tendía sobre las ramas de un ibirapitá. Pero su coche estaba ahí, con sus caballos, fieles y remozados.

Al acercarse vio su imagen reflejada en el agua de los bebederos. Estaba tranquilo, todo se hallaba en orden, su semblante gentil, la gallardía de su raza antigua remozada por el aporte de sangres nuevas pero mimada por la remota nobleza de su origen, la fortaleza con la que labraría una fortuna en tierras y ganados. Pero de repente toda esa expresión de tranquilidad en su rostro desaparecía. Porque se acababa de dar cuenta de un detalle extraño, inquietante; la barba, el bigote y las arrugas que marcarían su rostro aún no estaban. El hombre que se reflejaba en el agua era él, indiscutiblemente. Pero no había rastros prematuros de vejez.

La vida era bella si no la miraba ahora con demasiada atención, si no estudiaba el revés de la trama. Faltaban todavía cuarenta años para que emprendiera el viaje de retorno hacia Monte Grande. Aún podían acontecer cosas extraordinarias, maravillosas. Solamente en la vejez debía temer el final de la vida.