La amante de Wittgenstein de David Markson
“A veces pienso que si sigo escribiendo, alguien podría llegar a oírme, aunque ya no quede nadie.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Noviembre 2025

La amante de Wittgenstein
de David Markson
las ruinas del pensamiento
El viajero de las palabras
“A veces pienso que si sigo escribiendo,
alguien podría llegar a oírme,
aunque ya no quede nadie.”
Camino entre los restos de un mundo que parece haber sido deshabitado hace siglos. Nada se mueve, nada respira, nada responde. Solo queda el leve rumor de mis propios pasos sobre una playa extendida como una página en blanco. Y allí, escrita en la arena —aunque nadie la haya trazado—, encuentro la voz de Kate. Una voz que no es un cuerpo, que no proviene de una garganta, sino del temblor que queda cuando una vida insiste en seguir latiendo incluso después del fin de todas las demás.
Me adentro en su territorio como quien ingresa en una mente abandonada. Aquí no hay casas derribadas ni ciudades reducidas a su esqueleto; lo que se ha derrumbado es la compañía humana, el murmullo ajeno, la presencia del otro que alguna vez dio sentido a la palabra nosotros. Y Kate, en su escritura, parece caminar entre esos escombros invisibles, registrando cada pensamiento como si fuera un fósil hallado en un desierto eterno. Todo está vacío, pero su conciencia persiste como un faro enclavado en mitad de la oscuridad.
Desde el primer paso, entiendo que este no es un viaje por un paisaje físico, sino por el resplandor quebradizo de la memoria. Lo que Kate narra —o más bien, lo que recuerda— no es simplemente su vida antes de la desaparición del mundo: son fragmentos que se iluminan y se desvanecen, pequeños destellos que tratan de afirmar que aún existe algo que vale la pena fijar. Escribir, para ella, no es un acto literario. Es un acto de supervivencia: la última forma de demostrar que su mente no ha sido devorada por el silencio definitivo.
A cada frase suya que escucho —porque aquí, en esta isla mental, más que leerla, la escucho—, percibo un ritmo extraño, casi hipnótico. Kate escribe como quien deja migas de pan para no perderse en un bosque que ya no existe. Sus oraciones, breves y dispersas, parecen obedecer a la lógica del pensamiento más que a la del relato. No avanza en línea recta ni pretende llevarme a un lugar concreto: me guía por una constelación de recuerdos, ocurrencias, lecturas, imágenes, pérdidas y confesiones que se entrelazan sin jerarquías.
Lo que más me impresiona es su sinceridad vacilante. Constantemente duda de lo que acaba de afirmar, corrige su memoria, se contradice sin pudor. Pero en esa vacilación, en esa inestabilidad suave, hay una verdad más honda que la de cualquier relato firme. Kate no quiere construir un monumento: quiere registrar el flujo mismo de la conciencia, con su fragilidad, su torpeza, su luz fluctuante. Como si el mundo, al desaparecer, hubiera dejado a su mente sola ante un espejo que ya no refleja nada salvo su propio desgaste.
A veces, en medio de sus divagaciones, aparece el nombre de Wittgenstein. No como maestro ni como figura paternal, sino como una especie de sombra que acompaña su pensamiento. No es que Kate haya sido su amante —al menos, no en el sentido literal—; es que vive enamorada del abismo que Wittgenstein señaló: ese límite donde el lenguaje ya no puede decir, donde solo queda el silencio. Y es justamente allí, en ese borde, donde ella escribe. Entre lo que se puede articular y lo que se resiste a ser nombrado. Entre lo que se recuerda y lo que se ha vuelto humo.
Me detengo un momento frente a una casa abandonada. Las ventanas abiertas muestran habitaciones donde el polvo no cae porque ya no hay nadie para perturbarlas. Imagino a Kate entrando, revisando cajones, tocando objetos que han perdido su dueño y su función, guardándolos solo en su memoria. Para ella, cada ruina es un testimonio: no del fin del mundo, sino del fin de la mirada humana que daba significado a esas ruinas.
Y entonces me doy cuenta: lo que registra la novela no es el apocalipsis externo, sino el interno. El derrumbe de la comunidad, del diálogo, de la idea misma de realidad compartida. Kate escribe para sostener ese puente que ya no existe: escribe para simular la presencia de un lector imposible. Cada línea es una botella lanzada a un océano sin orillas. Y al leerla desde este lado del tiempo —desde mi propia orilla solitaria— me convierto, aunque sea por un instante, en aquello que ella anhela: un alguien que escucha.
Su soledad es distinta a todas las demás soledades literarias. No es la soledad de quien ha perdido un amor; no es la de quien se ha aislado voluntariamente; no es la de quien busca un sentido en un mundo ruidoso. Es una soledad absoluta, sin espejos ni interlocutores, donde el lenguaje mismo se vuelve frágil porque le falta el otro para completarse. Y, sin embargo, es allí donde Kate se afirma. Donde encuentra una extraña forma de resistencia.
Avanzo por las salas de su mente como quien recorre un museo donde cada pieza ha sido recolocada mil veces. Veo cuadros que describe con delicadeza, obras de arte que parecen sostenerla cuando el resto se hunde. El arte, para Kate, no es solo un consuelo: es prueba de que alguna vez existió una conciencia humana capaz de contemplar, interpretar, emocionarse, crear belleza en medio de la incertidumbre. En un mundo vacío, esas obras siguen allí, silenciosas, intactas, más vivas que la propia humanidad desaparecida.
La cultura —pinturas, libros, anécdotas sobre escritores, filósofos, músicos— funciona como el último hilo que la une al pasado. Pero no se aferra a él con nostalgia; más bien lo toca con ternura, como quien acaricia la memoria de un rostro querido. La novela construye así un diálogo con el pensamiento occidental, pero un diálogo fantasma, sin voces, con respuestas que ya no llegarán.
En sus reflexiones sobre arte y filosofía, Kate mezcla lo esencial con lo trivial, lo sublime con lo cotidiano. A veces, una frase sobre Homero va seguida de un recuerdo de infancia; otras veces, una idea de Wittgenstein se encadena con una imagen aparentemente irrelevante. Esa aparente dispersión es su modo de pensar el mundo: no como un sistema, sino como una red rota, donde cada hebra tiene su propia luz.
Mientras avanzo por esta isla desierta —esta isla mental, esta isla de escritura—, el tiempo parece desvanecerse. La novela carece de un antes y un después claros; su tiempo es el de la conciencia, irregular y cambiante. Hay días en los que Kate recuerda con nitidez; otros en los que duda incluso de que sus recuerdos hayan ocurrido. A veces piensa que puede estar equivocada. A veces cree que tal vez nunca hubo nadie más. Y, sin embargo, continúa escribiendo.
Esa persistencia es uno de los misterios más hermosos del libro. ¿Por qué escribir cuando nadie leerá? ¿Por qué hablar cuando no queda oído alguno para escuchar? Wittgenstein diría que el lenguaje nace de la vida en común; sin otros, las palabras se hundirían. Pero Kate desafía esa sentencia. Para ella, la palabra sigue siendo un refugio, un ritual, un acto de afirmación íntima. Incluso si la comunicación se ha vuelto imposible, el gesto de escribir conserva un brillo sagrado.
Tal vez esa sea la verdadera historia del libro: una mujer que se aferra al lenguaje como quien abraza un pedazo de madera en medio del naufragio. No busca ser comprendida; busca existir. Y en cada una de sus frases —temblorosas, a veces hermosas, a veces desorientadas— se percibe la desesperación tranquila de quien no quiere desaparecer por completo.
Llegado a este punto del viaje, siento que Kate me mira desde las palabras, no como un espectro que reclama compañía, sino como alguien que se sorprende de que, después de todo, alguien la lea. Y esa sensación —ese cruce entre la voz que escribe en el vacío y el lector que la rescata desde otro tiempo— es una de las maravillas secretas del libro. La novela, sin proponérselo, desarma la frontera entre ficción y lectura. Me vuelve cómplice, confidente, testigo improbable.
Hay momentos en los que sus confesiones parecen dirigirse a un tú imaginario. Un tú que podría ser cualquiera. Un tú que podría ser yo. Y entonces descubro que La amante de Wittgenstein no es solamente una novela sobre la desaparición del mundo, sino sobre la extraña forma en que la literatura sostiene un hilo entre dos conciencias distantes. Un puente que no depende del tiempo ni del espacio, sino del acto silencioso de leer.
Al final de mi recorrido por esta isla sin horizonte, me detengo en la playa donde comencé. El mar golpea suavemente la arena, como si fuera el pulso de un mundo que aún respira. Pienso en Kate, que quizá sigue escribiendo en algún rincón invisible, esperando —sin esperarlo— que sus palabras encuentren un destino. Pienso en la fragilidad del pensamiento humano, en su necesidad de perdurar, en la paradoja de hablar en un universo que no siempre escucha.
Y entonces entiendo que esta novela no trata solo de la soledad, sino de la resistencia del yo. De la persistencia de la mente ante la extinción. De la forma en que el lenguaje, incluso deshabitado, sigue siendo un refugio. En un mundo vacío, la palabra es la última lámpara encendida.
Me alejo de la isla llevando conmigo esa luz. Una luz tenue, sí, pero inmortal.
Contexto de la obra:
La amante de Wittgenstein es una novela singular dentro de la literatura estadounidense de finales del siglo XX. Publicada en 1988, representa uno de los experimentos narrativos más delicados y radicales de David Markson, un escritor que se movió siempre entre la ficción ensayística, la meditación filosófica y la fragmentación como forma de verdad.
La obra se estructura como un largo monólogo escrito por Kate, una mujer que habita un mundo aparentemente vacío, donde todas las demás personas han desaparecido. En esa soledad sin nombre, Kate dialoga consigo misma, con su memoria, con las ruinas del arte occidental y con el pensamiento filosófico, especialmente con la figura de Ludwig Wittgenstein, cuyas reflexiones sobre el lenguaje, los límites del decir y el silencio resuenan como una resonancia fantasma en cada fragmento.
El libro abandona la trama convencional y se desplaza hacia una forma híbrida, entre la confesión íntima, la filosofía dispersa y la contemplación del vacío. Sus frases breves, a veces enigmáticas, otras desarmadoramente claras, van construyendo un mapa emocional donde la lógica y la fragilidad humana se tocan. Kate, en su escritura, parece hablar para detener la desintegración del mundo, como si cada oración fuera un intento por fijar una realidad que se diluye al menor descuido.
La novela dialoga con la tradición modernista, desde Joyce hasta Beckett, pero también con el arte conceptual y con las preguntas fundamentales del siglo XX: ¿qué significa estar sola? ¿Qué queda del lenguaje cuando no hay nadie para escucharlo? ¿De qué modo las obras de arte sobreviven a la desaparición de quienes las contemplan?
Markson crea una voz que es, al mismo tiempo, un eco del pensamiento filosófico del siglo pasado y un testimonio profundamente humano: la persistencia del yo en un mundo sin otros.

