Julio Ramón Ribeyro (Perú) - El banquete
“Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo. Yo no pido más. Soy un hombre modesto.”

El banquete
Julio Ramón Ribeyro
(Perú)
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Biblioteca Itzamná
Microscopía Literaria
(Cita)
Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea.Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.
FIN
En la tradición literaria latinoamericana el banquete ha funcionado como metáfora del poder, la abundancia, la desigualdad y el sueño de ascenso social. Ribeyro retoma este imaginario para construir un relato donde el acto de comer se convierte en una puesta en escena del deseo: el deseo de pertenecer, de ser visto, de ser admitido en la esfera del prestigio. Como en muchas de sus narraciones, el festín no es solo un evento social; es una maquinaria simbólica que revela la fragilidad del protagonista y la ambigüedad moral del entorno político. Lo que empieza como celebración termina como despojo: el banquete devora al anfitrión.
El esplendor inútil:
poder, ilusión y ruina en El banquete de Ribeyro
B. Itzamná
Abstract
Este ensayo analiza “El banquete” de Julio Ramón Ribeyro como una sátira del ascenso social y de la fragilidad del poder político en América Latina. A través de los preparativos excesivos de don Fernando Pasamano, su búsqueda desesperada de prestigio y el súbito golpe de Estado que anula todas sus aspiraciones, el texto revela la distancia entre la política imaginada y la política real. El cuento expone el autoengaño individual, la lógica del simulacro y la precariedad de los vínculos basados en la apariencia, configurándose como una alegoría sobre la inestabilidad y la volatilidad de las estructuras de poder en la región.
“Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo. Yo no pido más. Soy un hombre modesto.”
— Julio Ramón Ribeyro, El banquete
Los preparativos del poder: arquitectura del ascenso imaginado
Antes de que el banquete exista, ya es una fantasía de ascenso. Don Fernando Pasamano concibe la recepción no como un gesto de cortesía sino como la construcción física y simbólica de su futuro político. Para él, la casa no es un espacio doméstico: es un escenario. Y como todo escenario, debe transformarse para que la obra —su propia consagración social— pueda representarse sin grietas. Esta lógica lo impulsa a derribar muros, abrir ventanas, modificar pisos y revestir las paredes de nuevos colores. Cada cambio arquitectónico opera como un acto de autoconstrucción; el hogar se convierte en la proyección material del lugar al que aspira llegar.
Ribeyro presenta esta metamorfosis con una ironía suave, casi cariñosa, evidenciando la ingenuidad de quien pretende crear, con dinero y reformas, una identidad que nunca ha tenido. El caserón antiguo, con sus huellas del tiempo, se sustituye por un espacio que intenta alinearse con la apariencia del prestigio moderno. No importa que el resultado sea ostentoso, artificioso o directamente ridículo: lo esencial es borrar cualquier rastro de procedencia provinciana. Por eso las paredes recién pintadas “parecían más grandes”: la ilusión del ascenso exige amplitud, exige que la realidad se expanda hasta encajar en la talla de un sueño.
La renovación del mobiliario es todavía más reveladora. Pasamano no cambia un sofá: cambia todos los sofás. No compra una lámpara: compra todas las lámparas. Lo que moviliza sus acciones no es la necesidad, sino la lógica acumulativa del estatus. El gesto de “estrenar zapatos con calcetines nuevos y luego con camisa nueva y luego con un terno nuevo”, que el narrador usa como analogía, ilumina con precisión el mecanismo psicológico del protagonista: el ascenso imaginado debe ser total, sin fisuras. La apariencia debe armonizar con la expectativa de grandeza que proyecta hacia los demás y hacia sí mismo.
La construcción del jardín termina de cerrar esta arquitectura del deseo. En apenas dos semanas, jardineros japoneses ensamblan un paraíso artificial con caminitos sin salida, cipreses tallados y puentes rústicos que cruzan torrentes imaginarios. Lo natural es reemplazado por la artificiosidad ornamental. Lo espontáneo, por lo teatral. El jardín rococó es la metáfora perfecta del ascenso impostado: bello, costoso, innecesario y absolutamente desconectado de la vida real de los anfitriones. Pero es precisamente ese carácter ilusorio lo que Pasamano necesita: lo que importa no es la vida, sino la representación de una vida.
En esta primera etapa, el cuento revela cómo la ambición de poder no solo manipula el entorno; también transforma la identidad. La casa deja de ser casa para convertirse en vitrina; el protagonista deja de ser él mismo para convertirse en un personaje. Ribeyro despliega así una crítica profunda, pero también compasiva, hacia el mecanismo social que empuja a ciertos individuos a hipotecar su mundo entero —económico, emocional y simbólico— para obtener una promesa que ni siquiera ha sido formulada con certeza.
La escena queda entonces preparatoria no del banquete, sino del sacrificio. Todo lo que Pasamano renueva, compra o adorna adelanta un destino: el de quien confunde la construcción de un entorno con la construcción de una legitimidad. El espacio físico, reformado hasta el absurdo, se convierte en la escenografía del fracaso que todavía no ve, pero que ya late en cada alfombra flamante y en cada lámpara recién colgada.
“En la opulencia del banquete no se celebra la estabilidad del poder, sino su temblor secreto.”
La lógica del derroche: el banquete como rito de legitimación social
El banquete político, en su versión más expandida y espectacular, no es únicamente una reunión para celebrar un ascenso; es, sobre todo, un dispositivo de legitimación. En el mundo narrativo que analizamos, el banquete funciona como un punto de condensación simbólica: concentra el deseo de reconocimiento, la necesidad de demostrar poder, y la ambición de inscribirse en una jerarquía que nunca está del todo asegurada. El derroche, entendido como gasto inútil o monumentalidad sin propósito práctico, es el lenguaje que mejor expresa la ansiedad de quienes saben que el poder que ostentan es todavía precario. Ningún mandatario imaginado —ni siquiera aquel que vive en plena fantasía de mando— puede escapar a esta lógica ceremonial.
El acto de organizar un banquete masivo implica la puesta en escena de una narrativa sobre la abundancia: se exhibe la capacidad de proveer, incluso si tal capacidad es ilusoria. En el fondo, lo que se consagra es un imaginario de soberanía. La opulencia de los platillos, la cantidad excesiva de invitados, la decoración extravagante, las luces que irradian una alegría excesiva para reforzar el relato del triunfo: cada elemento opera como un signo cuyo destinatario último no son los asistentes, sino la propia figura presidencial. El banquete es un espejo sobredecorado en el que el protagonista busca ver reflejada la versión más convincente de sí mismo.
Detrás de esta exuberancia palpita una contradicción fundamental: la lógica del derroche se sostiene únicamente si el entorno que la observa acepta la ficción de que tal abundancia es natural, espontánea o merecida. Para quienes detentan el poder, el gasto superfluo no es una irresponsabilidad: es una inversión simbólica. No se gasta para complacer, sino para producir aura. Y mientras más improbable resulta tal aura —cuando el mandato es endeble, cuando las instituciones se tambalean, cuando la autoridad se confunde con el capricho— más necesario se vuelve multiplicar los signos visibles de opulencia.
La extravagancia del banquete cumple además una función de silenciamiento. En lugar de permitir que afloren las discrepancias, las tensiones o las dudas respecto a la legitimidad del ascenso, la ceremonia desborda con un exceso calculado: música demasiado fuerte, brindis interminables, discursos que exaltan valores abstractos. Se genera así un clima de suspensión del juicio, una burbuja festiva en la que nadie está realmente autorizado a preguntarse si lo que celebra es verosímil. La forma sustituye a la sustancia; el ruido sustituye a la crítica. El banquete es un mecanismo para mantener a raya el pensamiento.
Pero este rito, por muy grandioso que sea, también evidencia su fragilidad. El derroche es performativo: necesita repetirse, intensificarse, justificarse con nuevas demostraciones, porque nunca cierra por completo la grieta entre lo que se pretende y lo que es. En contextos latinoamericanos, donde la desconfianza hacia la autoridad política es estructural, el banquete adquiere un cariz todavía más inquietante. No es solo la fiesta del ascenso; es la celebración anticipada de un fracaso latente. En cada platillo que rebasa el borde del plato, en cada candelabro que ilumina demasiado, en cada canapé cuyo exceso revela la desproporción de la escena, aparece la sombra de un poder que intenta afirmarse con actos demasiado exagerados para no ser sospechosos.
La lógica del derroche, entonces, expresa una verdad paradójica: el poder necesita mostrarse a través del gasto para disimular que no posee la solidez que afirma tener. El banquete es menos una celebración auténtica que una operación semiótica orientada a estabilizar una ficción. En esta ficción, el mandatario imagina que gobierna sobre un territorio de abundancia y armonía, aunque su propia puesta en escena ya insinúe la inminencia del derrumbe. El gasto irracional —que se vive como triunfo— se convierte en el primer síntoma narrativo de una ruina programada.
El desfile de los poderosos: coreografía de una ilusión política
El desfile es, quizá, la expresión más explícita del deseo de traducir el mando en movimiento. A diferencia del banquete, que opera en un espacio cerrado y busca producir intimidad simbólica, el desfile se presenta ante la multitud y exige al cuerpo político una forma de obediencia visual. No se trata solo de una marcha o de un conjunto de autos lujosos desplazándose por la avenida principal: es una coreografía que aspira a convertir la ficción del poder en un espectáculo colectivo. En esta puesta en escena, los poderosos no caminan; desfilan. Y en ese desplazamiento calculado buscan transformar su figura en destino, su presencia en evidencia.
La estructura del desfile revela una jerarquía minuciosamente diseñada. Las posiciones en la caravana, la cadencia con que avanzan los contingentes, el brillo metálico de los vehículos oficiales, la exactitud con la que ondean las banderas: cada detalle acentúa una narrativa de orden. El desfile necesita convencer no solo a quienes observan desde la acera, sino a quienes se encuentran dentro del propio dispositivo de poder. Es una prueba de fidelidad mutua entre los que ascienden y los que escoltan su ascenso. La multitud, que aplaude o al menos presencia, se convierte en un testigo involuntario de este pacto escénico.
En el contexto latinoamericano, donde la memoria política está saturada de marchas, caravanas triunfales y recorridos presidenciales cuidadosamente televisados, el desfile reproduce una iconografía reconocible. Sin embargo, en la historia que analizamos, tal iconografía aparece sobredimensionada. No solo porque se insiste en una escala excesiva —demasiados autos, demasiados funcionarios, demasiados símbolos—, sino porque el protagonista parece confiar en que la espectacularidad del desfile puede sustituir la legitimidad que aún no posee. Confiar en el efecto lumínico de las sirenas, la coreografía de los saludos y la presencia de figuras poderosas es, en esta lógica, un intento de resolver mediante teatro político lo que no puede resolverse mediante instituciones.
El desfile actúa como un mecanismo de protección simbólica. Mientras dure la marcha, el mandatario imaginado se siente blindado por la visibilidad: ser mirado parece equivaler a ser obedecido, y ser fotografiado a ser reconocido. Pero esta protección es ilusoria. La coreografía exige una perfección que, en cuanto falla, expone la fragilidad del poder. Un tropiezo en la coordinación, un vehículo que se retrasa, una voz que irrumpe desde la multitud rompiendo el guion: cualquier accidente puede revelar la naturaleza artificial del espectáculo. La ilusión del poder reside en su capacidad de mantener ininterrumpida la secuencia de imágenes.
La paradoja del desfile es que, aunque pretende mostrar la fortaleza del nuevo poder, también documenta su dependencia del ritual. La figura presidencial no camina sola; solo existe como punto focal dentro de una maquinaria de símbolos. Su autoridad es una convergencia de luces, sonidos y movimientos repetidos con disciplina casi militar. Cuando se examina con atención, el desfile deja de ser una prueba de poder y empieza a parecer un mecanismo desesperado por sostener una narrativa que el propio protagonista necesita creer. La política se convierte en una forma de coreografía emocional: se avanza, se saluda, se sonríe, se impone presencia; pero en el fondo se trata de una danza frágil, diseñada para impedir que el público perciba las fisuras.
Al final, lo que persiste no es la imagen del líder avanzando con paso firme, sino la sensación de que el poder, para sostenerse, depende de un movimiento constante. La marcha no es progresión, sino simulacro de progresión. El desfile, con todo su brillo y su orden aparente, es una ficción colectiva: un intento de producir consenso mediante el asombro.
“La cercanía al presidente no otorga poder: apenas revela la profundidad del deseo que lo imita.”
El presidente en escena: proximidad, deseo y simulacro
La entrada del presidente en la narrativa introduce una dimensión distinta: ya no se trata solo de ascenso imaginado o de rituales que buscan encubrir la precariedad del poder, sino de la aparición performativa de la figura máxima del Estado. Su presencia, aunque distante, irradia una fuerza centrípeta que reorganiza la percepción de todos los personajes alrededor suyo. Lo fundamental aquí no es la figura presidencial como individuo histórico, sino la forma en que su imagen se convierte en un espejo deformante para el protagonista, que proyecta sobre ella aspiraciones, deseos y un tipo particular de fascinación política.
La escena se articula a partir de una tensión entre cercanía y lejanía. El presidente, tal como aparece en el cuento, encarna un ideal de autoridad plenamente logrado: la figura que ya no necesita justificarse porque su sola presencia impone orden. En contraste, el protagonista carece de esa plenitud simbólica, razón por la cual la escena presidencial opera como una comparación implícita que acentúa su propia fragilidad. Cada gesto del mandatario —el saludo medido, el control del espacio, la seguridad con la que se desplaza— funciona como una evidencia de lo que el protagonista desea ser, pero no puede alcanzar. Esta brecha entre ambos revela el núcleo emocional del texto: el poder no solo se imita, también se anhela.
El cuento hace evidente que la figura presidencial es, en buena medida, un artefacto escénico. Su aparición está cuidadosamente diseñada para producir impacto: luces, movimientos calculados, un discurso breve y contundente, un dominio absoluto de los tiempos. Esta escenificación no sugiere falsedad, sino eficacia simbólica. La política contemporánea —y especialmente aquella que se narra en clave latinoamericana— depende de esta construcción de imágenes que deben transmitir autoridad, estabilidad y destino. El presidente es, por tanto, una presencia perfectamente calibrada para ser vista y admirada, más que para ser comprendida.
En esta dinámica, el protagonista no solo observa; se identifica. Su deseo no es acceder al poder como instrumento, sino asemejarse a la figura presidencial como ícono. El gesto que imita, la postura que intenta replicar, la manera en que ensaya mentalmente una entrada similar, demuestran que el poder se transmite no solo mediante decisiones, sino mediante estilos. Lo que se desea no es la política, sino la estética del poder. A través de esta identificación fallida, el cuento revela una verdad más amplia: buena parte de las aspiraciones políticas no se originan en un proyecto, sino en la contemplación de un personaje.
La escena culmina en una epifanía silenciosa. El protagonista cree haber rozado el centro del poder, aunque en realidad solo ha estado expuesto a un simulacro perfectamente construido. No ha accedido a la autoridad, sino a su mise en scène. Y es en ese momento cuando el relato subraya la naturaleza efímera de la ilusión: la cercanía al presidente no transforma al protagonista, solo amplifica su carencia. La presencia del mandatario opera como un recordatorio de que el poder, tal como se imagina, es muchas veces una sombra luminosa: deslumbra, pero no ilumina.
El lenguaje de las promesas: la política como performance efímera
El cuento introduce, hacia esta sección, un aspecto decisivo del ritual político: la palabra. No se trata meramente de discursos, sino de un modo específico de enunciar el poder. La promesa es la unidad mínima de la retórica política y, al mismo tiempo, el dispositivo simbólico que mantiene en suspensión la expectativa social. En el relato, el protagonista —todavía atrapado en la ilusión de su propio ascenso— interpreta cada promesa oficial como un gesto de validación indirecta hacia su figura, como si el lenguaje del gobierno estuviera dirigido también a él. Así, las promesas funcionan como espejos, no como compromisos.
Lo esencial es comprender que en el cuento la promesa opera como un acto performativo con una fuerza meramente provisional. No busca transformar la realidad, sino sostener la escena. En la política que describe Bioy Casares, los discursos no son portadores de un programa, sino de una estética: la estética de la cercanía, del compromiso futuro, de la posibilidad inagotable de un cambio que nunca llega. El lenguaje, entonces, se independiza del contenido y se convierte en un recurso escénico, una herramienta para prolongar la ilusión del control.
La política aparece aquí como un teatro de la expectativa. El protagonista escucha las palabras del presidente —o de los funcionarios que lo rodean— como si fueran señales verificables de su propia integración a las esferas superiores del poder. El lenguaje político, al ser lo suficientemente vago para adaptarse a cualquier interpretación, permite que el protagonista proyecte sobre él sus aspiraciones y delirios. Esta maleabilidad no es un defecto del discurso, sino su principal virtud dentro de la lógica del cuento: es justamente su indefinición lo que le otorga eficacia.
A nivel estructural, Bioy Casares utiliza este dispositivo para poner de manifiesto una característica constitutiva de la política latinoamericana: la distancia entre la palabra y la acción. Las promesas se vuelven actos rituales que producen un efecto momentáneo, semejante al resplandor fugaz de un flash fotográfico. Iluminan por un instante, generan confianza, pero se disipan sin dejar huella. El protagonista, sin embargo, vive de ese brillo efímero, convencido de que cada frase pronunciada por el presidente anuncia un movimiento significativo a su favor. Así, el cuento expone la condición humana de la política: aun quienes no participan directamente en ella son capaces de estructurar su vida interior en torno a las palabras del poder.
La sección adquiere mayor profundidad cuando se revela el contraste entre el lenguaje oficial —siempre solemne, siempre orientado hacia un futuro prometido— y la realidad inmediata del protagonista —desordenada, incierta, sin rumbo. El protagonista intenta compensar esta fractura ensayando sus propias frases, imaginando el tono con el que hablaría si llegara a tener un cargo, reproduciendo con torpeza el registro de la autoridad. Aquí el cuento muestra la dimensión más íntima del simulacro político: la promesa no solo es un recurso del Estado, sino una aspiración privada, un modo de construir una identidad que no se posee.
La política, por tanto, aparece como una performance temporal: existe mientras la voz resuena y se desvanece cuando cae el silencio. El protagonista, al no comprender esta naturaleza efímera, deposita en la palabra un poder que no tiene. Su fracaso posterior no será solo político, sino lingüístico: creyó que la promesa podía convertirse en sustancia, cuando en realidad nunca fue más que una proyección.
“El golpe no derriba una estructura real, sino el castillo de espejos que el protagonista había confundido con el mundo.”
La madrugada del golpe: el derrumbe de la fantasía
La estructura del cuento avanza hacia un punto de quiebre abrupto y devastador: la irrupción del golpe de Estado. Hasta este momento, el protagonista ha sostenido la ficción de que el orden político es estable, confiable y permeable a sus aspiraciones personales. Esta confianza se funda en una premisa falsa —que la cercanía al presidente garantiza protección y continuidad— pero opera como motor de toda su conducta. La madrugada del golpe quiebra esa premisa con la violencia de lo inesperado: la política, en su lógica real, no responde a las inversiones simbólicas del individuo, sino a fuerzas que lo exceden por completo.
El momento del golpe funciona narrativamente como un rayo: ilumina el escenario y, en un solo gesto, revela la verdadera naturaleza de todos los elementos que antes parecían sólidos. El presidente, hasta entonces centro gravitatorio de la noche del banquete, es reducido de manera fulminante a una figura desplazada, destituida, sin poder. Las promesas que había pronunciado se deshacen de inmediato, como si nunca hubieran tenido sustancia. El cuento muestra así la fragilidad intrínseca del poder político: su estabilidad es siempre provisional, una coreografía sostenida por alianzas que pueden disolverse en un instante.
Para el protagonista, este giro es más que un revés político: es la demolición de su mundo imaginario. La escena en la que su esposa entra en el dormitorio con el periódico es uno de los grandes momentos de desengaño en la narrativa latinoamericana. No hay dramatismo excesivo, no hay gritos, no hay indignación: solo la lectura de un titular y el colapso silencioso del protagonista. Ese gesto —desmayarse sin decir palabra— sintetiza el desmoronamiento de la ilusión total que había construido. El golpe no solo depone al presidente, sino que depone al protagonista de la fantasía en la que había invertido su fortuna, su energía y su identidad.
La madrugada funciona en el cuento como un símbolo doble. Por un lado, es el momento literal del golpe; por otro, representa el fin del sueño. La noche del banquete —iluminada, musicada, coreografiada— se revela retrospectivamente como una puesta en escena sin profundidad. La llegada del amanecer marca el retorno a la realidad: la luz no embellece, sino que expone. El protagonista, que había pasado la noche imaginando cargos diplomáticos y concesiones ferroviarias, se encuentra ahora frente a la verdadera medida de su situación: ha perdido su dinero, no ha ganado poder alguno y ha sido utilizado —como tantos otros— para legitimar momentáneamente a una figura política que ya no existe.
El golpe, además, revela la indiferencia del sistema político hacia las aspiraciones individuales. Mientras el protagonista dormía satisfecho con las promesas recibidas, otros actores —más poderosos, más implacables, menos ingenuos— se movían en la sombra. Este contraste subraya uno de los ejes del cuento: la distancia insalvable entre la política real y la política imaginada. El protagonista vive la política como si fuera una novela cortesana; en realidad, es un juego brutal en el que la lealtad, la reciprocidad y la gratitud no tienen valor alguno.
Finalmente, la sección deja claro que el desenlace no es un accidente, sino una consecuencia lógica de toda la construcción previa. El golpe de Estado no destruye una realidad sólida: destruye un espejismo. El protagonista no cae desde el poder, sino desde la ilusión del poder; no pierde la embajada ni el ferrocarril, porque nunca los tuvo. Pierde aquello que había proyectado en el aire, aquello que había edificado con palabras ajenas, aquello que había confundido con destino.
La ruina final: moral del fracaso y alegoría latinoamericana
El cierre del cuento es uno de los más elocuentes de la narrativa breve latinoamericana: sintetiza, en un solo movimiento, el fracaso personal, la pérdida material y la revelación de una estructura de poder indiferente al individuo. Tras la lectura del periódico y el desmayo de don Fernando, el relato instala su desenlace en un silencio devastador. No hay escenas posteriores de reclamo, ni confrontación, ni intento de recuperación. La ruina es tan absoluta que no admite contranarrativa posible.
La ruina que propone Ribeyro no es solo económica. Es una ruina moral, simbólica y existencial. El protagonista se encuentra, al final del cuento, frente a la evidencia de que todos sus esfuerzos —materiales, afectivos, imaginarios— se habían destinado a alimentar una fantasía que nunca tuvo correspondencia con la realidad. El banquete, ese gesto monumental de autoafirmación, se convierte así en un monumento al autoengaño. Lo que la narración exhibe con notable pulcritud es que el fracaso no proviene del exterior, sino de la incapacidad del protagonista para comprender la naturaleza del mundo en el que intenta ascender.
En términos sociopolíticos, el cuento puede leerse como una alegoría latinoamericana del desbalance estructural entre el individuo y el poder. Don Fernando es un sujeto que cree en la movilidad social a través de la cercanía simbólica con los poderosos, una lógica profundamente arraigada en sociedades marcadas por redes de patronazgo, jerarquías informales y promesas de ascenso que rara vez se cumplen. La ilusión de que la proximidad —una fotografía, un parentesco dudoso, una conversación en un rincón— garantiza un lugar en la estructura del Estado es parte integral de la crítica que propone Ribeyro. El protagonista encarna ese imaginario colectivo: la creencia de que el poder es accesible, negociable y, sobre todo, agradecido.
La ruina final demuestra que no es así. Ribeyro evidencia que el poder, en muchos contextos latinoamericanos, no opera como una institución racional, meritocrática o estable, sino como un campo de fuerzas opacas en constante mutación. Don Fernando no fracasa por falta de astucia ni por falta de inversión; fracasa porque ha apostado en un sistema que nunca fue diseñado para garantizarle nada. Su error fundamental es creer que existe una correspondencia entre su sacrificio y una futura recompensa. El cuento desarma este mito con precisión quirúrgica.
La dimensión moral del fracaso reside en la revelación íntima que experimenta el protagonista: descubrir que su identidad, construida durante meses alrededor de la promesa de un porvenir ilustre, carecía de sustento. No es casual que Ribeyro cierre el cuento con la imagen de la pareja contemplando los restos del banquete. Esa escena final funciona como metáfora del país entero: salones vacíos, botellas vacías, promesas vacías. El lector advierte que, más allá del caso individual, el cuento refleja un patrón social: la facilidad con que un proyecto grandioso puede convertirse, de un instante a otro, en despojos dispersos al amanecer.
Este desenlace, lejos de ofrecer consuelo, ofrece lucidez. En la literatura de Ribeyro, la ruina no es un castigo, sino una forma de conocimiento. Don Fernando aprende —demasiado tarde— que el poder no se obtiene con gestos deslumbrantes ni con demostraciones de riqueza. Aprende que la política es más inestable que cualquier mansión renovada, más impredecible que cualquier menú importado, más voraz que cualquier banquete. La ruina es, entonces, el punto desde el cual el protagonista puede ver, por primera vez, la verdad del mundo que habitaba.
Con esta lectura, “El banquete” se consolida como un cuento que trasciende su anécdota. Su valor radica en la manera en que convierte un episodio particular en un espejo crítico de las sociedades latinoamericanas: sociedades donde la apariencia suele sustituir a la sustancia, donde la ilusión del ascenso convive con la precariedad política, y donde los grandes gestos terminan, invariablemente, en silencio.
“En los restos del banquete no solo yace la fortuna perdida, sino la conciencia desnuda de un hombre que confundió la apariencia del poder con su verdadera naturaleza.”
Bibliografía
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