Julio Cortázar (Argentina) – Axolotl
"Me quedé mirándolos largo rato, y el tiempo se me iba sin que yo lo sintiera." (Axolotl, Julio Cortázar)

Axolotl
Julio Cortázar
(Argentina)
(Cita)
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias de enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
El cuento Axolotl surgió en parte de la fascinación real que Cortázar sentía por los animales exóticos y por los límites borrosos entre conciencia humana y animal. Lo escribió poco después de visitar acuarios en París, donde confesó quedar “hipnotizado” por los axolotes, a los que consideraba criaturas con un misterio que parecía mirar de vuelta.
Axolotl:
conciencia, metamorfosis y el desbordamiento del yo
B. Itzamná
Abstract
Este ensayo analiza Axolotl de Julio Cortázar como una exploración radical de la identidad, la percepción y la alteridad. A través de una lectura que integra enfoques existenciales, poshumanos y neuroestéticos, se estudia cómo la mirada transforma al narrador, cómo la metamorfosis cuestiona la estabilidad del yo, y cómo el cuento anticipa debates contemporáneos sobre la conciencia y la relación con lo no humano. La inversión final de perspectivas revela una ruptura definitiva entre el hombre y la criatura, convirtiendo al relato en una meditación sobre los límites de la empatía y la imposibilidad de comprender plenamente a otro ser.
"Me quedé mirándolos largo rato, y el tiempo se me iba sin que yo lo sintiera."
(Axolotl, Julio Cortázar)
El umbral de la mirada: génesis de una obsesión
La historia comienza con un gesto tan sencillo como profundo: un hombre que mira. Esta es la raíz de toda obsesión en Axolotl: el acto inicial, casi inocente, de observar aquello que no tiene intención de ser observado. El narrador entra al acuario buscando nada en particular, guiado por una mañana parisina que se abre como un abanico. No hay un propósito, no hay una búsqueda, no hay una inquietud previa. Solo hay un azar lleno de luz. Pero ese mismo azar, que parece casual, se convertirá en la grieta por donde la identidad empieza a derramarse. Cada gran transformación en la literatura de Cortázar surge de un instante mínimo, cotidiano, como si lo extraordinario solo necesitara un grado más de atención para revelarse.
Es significativo que el narrador llegue a los axolotes después de decepcionarse de los leones y la pantera, animales nobles, poderosos, cargados de simbolismo. En contraste, los axolotes son criaturas modestas, casi invisibles para la mayoría de los visitantes del acuario. En ellos no hay dramatismo, no hay movimiento vistoso, no hay ferocidad. El narrador podría haber pasado de largo, pero algo lo detiene: una forma de presencia que no se impone, pero atrae. A diferencia de los felinos, que dominan su entorno, los axolotes parecen desprovistos de dominio; sin embargo, su pasividad tiene un peso que sedimenta en la mirada del narrador. Allí empieza la obsesión: no ante lo grandioso, sino ante lo que se resiste a ser explicado.
Esa primera detención tiene el carácter de un descubrimiento íntimo. El narrador siente una especie de vergüenza ante su propia insistencia, como si observar a esas criaturas fuese un acto de indiscreción. La inmovilidad de los axolotes lo incomoda porque no sabe cómo interpretarla. Él mira, pero ellos no responden. Mira, pero ellos no huyen. Mira, pero ellos no parecen distinguirlo del resto del mundo. Esta falta de reacción despierta una fascinación que no nace del intercambio, sino del abismo. No hay reciprocidad, y eso es precisamente lo que intensifica el vínculo. La obsesión se alimenta de lo que no retorna.
Con el paso de los días, la mirada del narrador se vuelve ritual. Ya no se trata de una curiosidad puntual, sino de una necesidad. No es que el narrador vaya a ver axolotes; es que los axolotes lo esperan, aunque no lo sepan. En esa repetición diaria —ese retorno obstinado al acuario— se configura un punto de no retorno. Lo que al inicio es observación se transforma silenciosamente en estudio, y luego en una especie de comunión oscura. El narrador se acerca al vidrio como si el cristal fuese una frontera metafísica, un umbral entre dos modos de existir. Y al apoyarse en esa barrera transparente, comienza a borrarse la distancia entre el observador y lo observado.
Lo más inquietante de este proceso es que no se presenta como voluntad, sino como destino. El narrador no decide obsesionarse con los axolotes: cae en ellos. La atracción no responde a una línea argumental racional, sino a una intuición profunda, casi prelingüística. Algo en los axolotes lo reclama, algo que él reconoce como anterior a sí mismo. La obsesión se vuelve una forma de resonancia interior: el narrador siente que pertenece, de algún modo, a ese mundo inmóvil y acuático. Su fascinación no es científica, ni estética, ni sentimental. Es ontológica.
A través de todo esto, Cortázar despliega un retrato sutil de cómo la mirada humana puede convertirse en un mecanismo de transformación. Lo que el narrador contempla no es solo un animal, sino una imagen de sí mismo fragmentada, anticipada, suspendida en otra forma de vida. Él mira, y en esa mirada se instala la semilla que más adelante germinará en metamorfosis. Todo empieza con un acto tan sencillo como inclinarse sobre un vidrio. El umbral ya está allí, aunque todavía no lo sabe.
“En su quietud aprendí que había otros ritmos posibles para la conciencia.”
La inmovilidad que habla: el axolote como metáfora de la conciencia suspendida
La quietud de los axolotes es el primer enigma que perfora la percepción del narrador. A diferencia de los animales que buscan captar nuestra atención mediante el movimiento, los axolotes parecen existir en un estado suspendido, como si la vida fluyera por ellos sin manifestarse en gestos. Esa inmovilidad, lejos de transmitir simple pasividad, adquiere un espesor inquietante, una materialidad metafísica que pone en duda los parámetros con los que comprendemos lo vivo. Para el narrador, detenerse frente a ellos es entrar en una forma distinta de tiempo y, por extensión, en una forma distinta de conciencia.
Cortázar construye esa quietud como una experiencia casi hipnótica. No se trata de la inactividad vegetal ni de un reposo natural, sino de una pausa absoluta que parece desafiar el dinamismo esencial del mundo. Un axolote inmóvil no está dormido ni indiferente, sino entregado a una presencia tan intensa que desestabiliza la mirada del narrador. Él percibe en esa quietud algo que no sabe nombrar: una forma de resistencia o una forma de espera. Es en ese vacío aparente donde se proyecta la idea de una conciencia distinta a la humana, una conciencia que no necesita moverse para ser.
La inmovilidad también funciona como una grieta interpretativa. Frente a los axolotes, el narrador comienza a preguntarse si la quietud es un signo de sufrimiento, de sabiduría o de resignación. Nada en el comportamiento de los animales confirma esas hipótesis, pero su falta de reacción genera un espacio donde la imaginación del narrador se expande y comienza a colonizar el silencio que encuentra. Es un mecanismo humano: allí donde no hay expresión, la mente busca un sentido que la complete. Por eso la inmovilidad se vuelve un espejo peligroso. El narrador no observa solamente a los axolotes; observa las posibilidades latentes de su propia interioridad.
Al mismo tiempo, esa quietud desafía la concepción antropocéntrica del movimiento como prueba de vida. Los axolotes, casi inmóviles, parecen suspendidos entre la vida y la mineralidad. Esta ambigüedad desconcierta al narrador porque lo obliga a reconsiderar las fronteras entre lo animado y lo inanimado, entre lo consciente y lo meramente biológico. En ellos hay un rastro de vida que se expresa sin urgencia, sin intención visible, como si su modo de existir estuviera regido por una lentitud radical que los sitúa fuera del tiempo humano. Esa condición intermedia es, justamente, lo que los transforma en metáforas vivas de la conciencia suspendida.
A medida que crece la obsesión, el narrador empieza a sentir que los axolotes no solo son inmóviles, sino que habitan un tiempo diferente, un tiempo que no se mide en acciones sino en intensidad. Esa temporalidad expandida, tan distante de la compulsión humana por avanzar, producir o moverse, se convierte en una forma de desafío. La quietud del axolote revela la fragilidad del tiempo humano: nuestro movimiento constante puede ser también un mecanismo para evitar el silencio interior. Frente a ellos, el narrador queda sin defensas, obligado a contemplar la densidad de un presente absoluto.
Esa inmovilidad —tan radical, tan ajena a los registros humanos— prepara la metamorfosis posterior. El narrador no podría transformarse en axolote si no hubiera experimentado antes la fascinación por una forma de existencia que no necesita de gestos para expresar profundidad. La quietud, más que un rasgo biológico, se convierte en una pedagogía: mirar a los axolotes enseña al narrador a mirar de otro modo, a suspender su propio movimiento interior y a entrar, sin darse cuenta, en la lógica sensorial de ellos. La inmovilidad es la puerta por la que él comienza a perder su humanidad.
El cuerpo como frontera: identidad, metamorfosis y disolución del yo
La metamorfosis en “Axolotl” no es un sobresalto súbito sino un desplazamiento paulatino y casi imperceptible. Comienza como una mirada persistente, continúa como una identificación afectiva y termina siendo un deslizamiento del yo hacia otra corporeidad. El cuento de Cortázar subvierte así la idea occidental del cuerpo como límite de la identidad: lo corporal no es una muralla, sino un umbral móvil que puede abrirse hacia formas de existencia radicalmente distintas. Esta idea, profundamente inquietante y a la vez poética, es la que permite comprender la transformación del narrador no como un evento mágico, sino como una consecuencia inevitable de su modo de mirar.
El cuerpo humano, concebido tradicionalmente como sede y garantía del yo, se desestabiliza desde la primera aparición de los axolotes. Su forma gelatinosa, su transparencia y su carácter larvario no remiten a una identidad fija, sino a un estado de permanente provisionalidad. Ellos existen en un borde: ni plenamente peces, ni plenamente anfibios; criaturas detenidas en un ciclo biológico que parece desafiar los mandatos de la evolución. Esa condición liminal es lo que seduce al narrador. En los axolotes descubre una corporeidad que no afirma nada, que no delimita nada, que no impone una identidad cerrada. Al mirarlos, se reconoce en ellos, no porque compartan rasgos físicos, sino porque encarnan una pregunta sin respuesta: ¿qué somos cuando nuestra forma deja de sostenernos?
La metamorfosis, cuando finalmente ocurre, no se presenta como un acto violento. Más bien parece un deslizamiento del pensamiento hacia un cuerpo que lo absorbe. El narrador deja de ser sujeto para convertirse en presencia: una conciencia atrapada en una carne que no se mueve, que no expresa, que apenas respira bajo el agua. Esta disolución del yo no es un aniquilamiento, sino una reconfiguración radical: la identidad humana, obsesionada con definiciones y propósitos, se ve obligada a renunciar a su necesidad de explicar.
Esa renuncia abre un espacio donde el cuerpo axolote adquiere densidad filosófica. No es simplemente un organismo distinto al humano; es un cuerpo que funciona como espejo invertido. Mientras el cuerpo del narrador humano estaba orientado hacia el mundo, el cuerpo axolote está orientado hacia la interioridad absoluta. No hay gesto, no hay palabra, no hay movimiento. Es un cuerpo que retiene, que encierra, que condensa la conciencia en un punto inmóvil. Pero esa inmovilidad no implica falta de pensamiento: implica un tipo de pensamiento que no se articula en lenguaje, sino en sensación.
La frontera corporal, entonces, deja de ser un límite entre especies y se convierte en un límite entre modos de percibir. El narrador no pierde su conciencia humana: la experimenta desde una materia ajena. Ese choque entre memoria humana y cuerpo anfibio produce una tensión que atraviesa todo el relato. La identidad, al habitar un cuerpo que no le pertenece, se vuelve porosa, vulnerable, casi espectral. No hay un “yo” que pueda sostenerse sin el cuerpo que lo contenía, pero tampoco hay un nuevo yo que pueda imponerse completamente. La metamorfosis revela que la identidad es un proceso, no una esencia.
Este tránsito corporal también cuestiona la linealidad del tiempo. El cuerpo axolote introduce un tiempo detenido, circular, sin metas. La conciencia humana, acostumbrada a narrarse, se encuentra suspendida en un presente interminable. El narrador descubre que existir sin historia, sin proyección, sin lenguaje, es habitar un tiempo distinto que desafía toda noción de continuidad personal. El cuerpo, en lugar de darle identidad, lo arranca de ella y lo lanza a una forma de ser que no comprende del todo. Ese desconcierto, ese desajuste entre lo que recuerda y lo que es, constituye el núcleo trágico de su metamorfosis.
Finalmente, la disolución del yo tiene un correlato emocional: la soledad. El narrador, atrapado en su nuevo cuerpo, comprende que ya no puede comunicarse. Ve a su antiguo yo —el hombre que solía ser— como una figura ajena, un observador distante. La frontera corporal se vuelve frontera afectiva: aquello que le permitía estar en el mundo se ha convertido ahora en una prisión que lo separa para siempre. La metamorfosis no solo transforma su cuerpo, sino su relación con la experiencia del otro. Desde el axolote, el mundo humano se vuelve incomprensible, inaccesible, perdido.
El cuento, así, no narra únicamente un cambio físico, sino una crisis ontológica: ¿qué ocurre cuando el yo ya no coincide con su cuerpo? ¿Qué queda de la identidad cuando la corporalidad que la sostenía se diluye? Cortázar responde con una imagen brutal y hermosa: queda la conciencia, aislada y persistente, esperando en silencio.
“Mirarlos era también entregarme, como si cada visita al acuario debilitara la frontera que aún me pertenecía.”
Ver y ser visto: ética y poder en la contemplación del otro
En “Axolotl”, mirar nunca es un acto neutro. La contemplación establece una relación de poder, pero también de vulnerabilidad, entre el narrador y los animales encerrados en el acuario. Desde el inicio del cuento, la mirada funciona como fuerza que captura, inmoviliza y transforma: el narrador observa a los axolotes con una intensidad que los vuelve objeto de fascinación, pero esa fascinación, lejos de ser inocente, abre la puerta a un proceso de apropiación simbólica. La ética del mirar —qué derecho tiene un sujeto a convertir al otro en reflejo de sí mismo— se vuelve el verdadero motor del relato.
El acuario introduce esta problemática con claridad. La pared de vidrio establece una separación física, pero también moral: quien mira desde afuera ejerce la posición del observador, del que interpreta, del que explica. Los axolotes, en cambio, parecen condenados a una quietud absoluta, expuestos a la mirada humana sin posibilidad de responder. El narrador reconoce su propio dominio desde el inicio: él elige cuándo ir, cuánto tiempo quedarse, qué significados asignar a lo que ve. Sin embargo, esa asimetría comienza a erosionarse cuando advierte que los axolotes también parecen mirarlo, y esa sensación de reciprocidad altera profundamente la relación entre observador y observado.
El acto de mirar se convierte entonces en una forma de intimidad. El narrador cree captar emociones, pensamientos y sufrimientos en los animales, pero esa supuesta empatía puede leerse también como una apropiación del otro. La duda ética es inevitable: ¿está realmente comprendiendo a los axolotes, o está proyectando en ellos sus propias angustias? La frontera entre empatía y colonización interpretativa se vuelve difusa. El narrador no se limita a observar: los invade simbólicamente, los llena de significados humanos, los convierte en soporte de sus propios interrogantes existenciales.
A medida que la relación se intensifica, la mirada del narrador deja de ser un punto de control y se vuelve una necesidad. Mirar a los axolotes se convierte en un ritual, en una forma de escapar del mundo humano. Esta dependencia emocional revela un cambio en la distribución del poder: los axolotes comienzan a dominarlo sin moverse, sin hablar, sin intervenir. Su inmovilidad absoluta se transforma en una fuerza enigmática que lo atrae y lo consume. La pasividad del observado termina sometiendo al observador.
La ética del mirar se complica aún más cuando la identificación se vuelve total. El narrador experimenta la sensación de que los axolotes no solo lo miran, sino que lo comprenden. Esa supuesta reciprocidad es lo que desencadena la metamorfosis. Mirar al otro, en el universo del cuento, implica abrir una brecha por la cual el yo puede ser capturado. La mirada, en lugar de reafirmar la distancia, la disuelve. En este sentido, el relato no es solo una reflexión sobre la empatía, sino sobre el riesgo de traspasar los límites del yo cuando se contempla con demasiada intensidad.
El vidrio del acuario deja de ser una barrera y se convierte en un espejo ambiguo. El narrador descubre que su propia mirada regresa hacia él, deformada y ajena. Lo que creía un objeto de estudio se convierte en un sujeto capaz de percibir y, eventualmente, de absorberlo. La inversión ética es radical: ya no se trata de la responsabilidad del humano frente al animal, sino de la fragilidad del humano frente a aquello que observa con demasiada entrega. La mirada sostenida se vuelve un puente hacia la pérdida del yo.
La cuestión moral del cuento, entonces, no se reduce a la compasión hacia los animales, sino a la responsabilidad del sujeto frente a la alteridad. Observar profundamente implica exponerse a ser transformado por lo observado. La ética de la contemplación, en “Axolotl”, se articula como una advertencia: mirar al otro no es un acto inocente, porque abre la posibilidad de que el otro nos modifique, nos cuestione o incluso nos suplante. Y en ese intercambio silencioso, el poder se desplaza, se fractura y termina por revertirse.
Narrar desde el anfibio: lenguaje, silencio y lo indecible
A medida que el relato avanza, el lenguaje humano comienza a perder eficacia. El narrador, todavía hombre pero ya invadido por la percepción anfibia, descubre que sus palabras no alcanzan para describir el mundo que intuye detrás de los ojos de los axolotes. Esta tensión entre lo que puede decirse y lo que escapa a la formulación verbal es uno de los motores profundos del cuento: el lenguaje, herramienta central de la identidad humana, se revela insuficiente frente a una forma de existencia que no necesita palabras para tener densidad, memoria o sufrimiento.
El silencio de los axolotes no es vacío; es una forma de expresión que se sitúa más allá de las categorías lingüísticas humanas. Es un silencio cargado, pesado, casi táctil. En él, el narrador percibe algo parecido a un pensamiento latente, pero un pensamiento que no se formula en frases, ni en imágenes, ni en conceptos. La imposibilidad de traducir esa interioridad al lenguaje humano empuja al narrador hacia una forma distinta de experiencia: la intuición. Ya no observa a los axolotes para describirlos, sino para sentir desde ellos, como si su mente comenzara a operar en otro registro.
La narración misma evidencia este proceso. El cuento inicia con un tono racional, incluso etnográfico, pero poco a poco el lenguaje se vuelve más íntimo, más circular, más contaminado por la percepción anfibia. La identidad narrativa del personaje se disuelve en la medida en que la palabra pierde control sobre su experiencia. Lo indecible no es solamente aquello que no se puede nombrar, sino aquello que reconfigura al sujeto que intenta nombrarlo. En este sentido, la transformación del narrador en axolote es también la derrota del lenguaje humano frente a una forma alternativa de conciencia.
El paso hacia el silencio no implica ausencia de significado, sino el surgimiento de una comunicación distinta, puramente sensorial. El narrador siente, percibe, recuerda y sufre sin necesidad de verbalizar, como si el pensamiento se hubiera desplazado hacia un nivel prelingüístico. Y esta pérdida del lenguaje no es trágica, sino liberadora: renunciar a la palabra es también renunciar a la estructura mental que la sostiene, a la necesidad de ordenar la realidad a través de conceptos. En el estado anfibio, la experiencia se desborda de las categorías que la hacían inteligible.
Cortázar lleva esta tensión al límite cuando, ya convertido en axolote, el narrador intenta “contar” su propia historia. Lo indecible se vuelve entonces una tragedia metafísica: quiere comunicarse, quiere gritar su identidad anterior, pero todo su pensamiento queda atrapado detrás de la máscara inmóvil del anfibio. La narración humana continúa desde la perspectiva del que ahora ocupa su antiguo cuerpo, pero la voz verdadera —la del axolote que fue hombre— queda reducida a una interioridad sin canal de expresión. El silencio se vuelve definitivo, no como falta, sino como destino.
El cuento demuestra que el lenguaje, aunque poderoso, no garantiza el acceso a la experiencia total. Hay formas de vida, de dolor y de conciencia que no pueden ser articuladas en palabras. De ahí que la metamorfosis del narrador funcione también como un desplazamiento epistemológico: ser axolote es experimentar el mundo desde un silencio que no niega la mente, sino que la expande hacia lo indecible. El relato se convierte así en una meditación sobre los límites de la palabra y sobre los mundos que existen más allá de lo que podemos nombrar.
“Yo lo miraba desde el agua, y comprendí que él ya no podía verme.”
La inversión final: cuando la criatura observa al hombre
La metamorfosis narrativa culmina en el momento en que la dirección de la mirada se invierte. Hasta entonces, la historia parecía estructurarse alrededor de un observador humano que contempla obsesivamente a los axolotes desde afuera. Pero la escena crucial —ese instante en que el narrador ve su propio rostro reflejado en el vidrio, del lado de afuera— inaugura una fractura ontológica: ya no es el hombre quien mira a la criatura, sino la criatura quien observa al hombre.
Esta inversión es mucho más que un truco fantástico. Articula un desplazamiento profundo en la lógica del poder visual. En el mundo humano, quien mira controla; mirar implica poseer, categorizar, nombrar. El acuario, con sus muros de vidrio, reforzaba esta jerarquía: el hombre como sujeto de la mirada, los axolotes como objetos pasivos. Sin embargo, cuando la conciencia del narrador se transfiere al anfibio, la mirada deja de ser un instrumento de dominio y se vuelve un acto de vulnerabilidad. El axolote no mira para conocer, sino para reconocerse en la figura del hombre que ha dejado atrás. Ve al hombre como a un eco distante de su propia identidad perdida.
La escena, narrada casi sin transición, produce un vértigo ontológico. El narrador se enfrenta a dos versiones de sí mismo: el yo humano del exterior, aún racional y articulado, y el yo axolote del interior, atrapado en un cuerpo inmóvil, privado del lenguaje. Este desdoblamiento genera una paradoja dolorosa: el hombre que mira desde afuera ya no puede comprender lo que ocurre adentro, mientras que el axolote que narra lo entiende todo, pero carece de medios para comunicarlo. La inversión de la mirada revela la separación definitiva entre percepción y expresión.
El relato sugiere que esta transferencia no consiste en una simple migración de conciencia, sino en una ruptura en la continuidad del yo. El narrador, ahora axolote, observa al visitante humano con una mezcla de familiaridad y extrañamiento, como si viera una vida que le perteneció pero que ya no le corresponde. Y, sin embargo, persiste la intuición de una conexión residual, una especie de hilo tenue que une ambas existencias. La mirada anfibia reconoce en el hombre no solo la figura del pasado, sino también la imposibilidad del retorno. No hay un camino de vuelta al lenguaje ni al cuerpo original: lo vivido del otro lado del vidrio pertenece definitivamente al otro.
Cortázar convierte este gesto en una meditación sobre la irreversibilidad. La mirada invertida funciona como una revelación de la asimetría radical entre las dos formas de ser. El hombre puede alejarse del acuario, retomar su vida, olvidar progresivamente la obsesión inicial. El axolote, en cambio, queda fijado en su eternidad silenciosa, obligado a ver cómo ese otro —que fue él— se va desprendiendo del misterio que antes los unía. Al final, la inversión de la mirada culmina en una tragedia: la ruptura del vínculo. El visitante regresa cada vez menos, y el axolote comprende que su existencia ya no tiene un reflejo humano que la piense.
Mirar, en este punto, ya no sirve para conocer ni para comprender. La mirada es memoria, duelo y condena. La criatura observa al hombre sabiendo que ya no puede alcanzarlo, pero también sabiendo que ese hombre sólo puede recordar una versión incompleta de lo que ocurrió. La inversión de la mirada, por lo tanto, no es un simple intercambio de posiciones, sino el establecimiento definitivo de una distancia insalvable.
El legado contemporáneo del cuento: lecturas filosóficas, poshumanas y neuroestéticas
La vigencia de Axolotl en el pensamiento contemporáneo no depende únicamente de su maestría literaria o de su estructura fantástica, sino de su capacidad para anticipar debates que hoy se encuentran en el centro de la filosofía de la mente, los estudios poshumanos y la estética cognitiva. En pleno siglo XXI, el cuento de Cortázar continúa funcionando como un laboratorio conceptual donde se ponen a prueba los límites del yo, las posibilidades del pensamiento no humano y las tensiones entre percepción, identidad y corporeidad.
Desde la filosofía de la mente, Axolotl se lee como una parábola del problema de la conciencia y de la imposibilidad de acceder de manera directa a la experiencia de otro ser. Lo que hoy se denomina qualia —la vivencia subjetiva de un organismo— aparece en el cuento como un muro infranqueable: el narrador cree comprender a los axolotes, proyectar empatía, descifrar su sufrimiento; pero una vez dentro de su cuerpo descubre que la comprensión humana nunca podrá traducirse en términos anfibios. Esta imposibilidad de comunicación interna ilumina las limitaciones de nuestros modelos cognitivos: saber algo no implica poder expresarlo, y sentir algo no garantiza su inteligibilidad para otro.
El cuento también se adelanta a los debates poshumanistas, donde se cuestiona la idea de un sujeto humano estable y autónomo. Cortázar desmantela la noción clásica de identidad al mostrar que el yo puede migrar, fragmentarse y reconfigurarse en formas de vida radicalmente distintas. El narrador no se convierte en axolote por un acto mágico tradicional, sino por una disolución progresiva del yo basada en la mirada, la empatía excesiva y el deseo de trascender la propia corporalidad. En este sentido, Axolotl se acerca a teorías contemporáneas que postulan un sujeto distribuido, permeable y no necesariamente humano.
Desde la neuroestética y las ciencias cognitivas, el cuento resuena en las discusiones sobre cómo la percepción transforma no sólo lo que vemos, sino lo que somos. El narrador cambia al mirar, no al ser mirado: la obsesión visual reorganiza su mente, reconfigura su identidad y, finalmente, altera su relación con el propio cuerpo. La frontera entre observador y observado se vuelve difusa, una zona donde la percepción misma produce subjetividad. Este enfoque dialoga con estudios actuales sobre empatía extrema, plasticidad neural y embodiment, que sostienen que la mente está siempre en proceso de reescritura en relación con el entorno.
El legado contemporáneo de Axolotl es, por lo tanto, múltiple. Su lectura no se agota en lo fantástico ni en la literatura latinoamericana del siglo XX, sino que se expande hacia preguntas urgentes: ¿qué significa ser una conciencia?, ¿qué ocurre cuando el lenguaje ya no puede contener lo que sentimos?, ¿hasta dónde puede extenderse la identidad?, ¿qué tipo de relación ética es posible con seres radicalmente distintos a nosotros? En un mundo donde la inteligencia artificial, la biotecnología y los estudios animales reformulan la categoría de lo humano, el cuento de Cortázar continúa operando como un espejo inquietante en el que nuestra propia identidad se vuelve tan frágil y translúcida como la piel rosa de un axolote.
“Axolotl sigue hablando hoy porque aún no sabemos quién mira a quién cuando intentamos comprender a otro.”
Bibliografía
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