Horacio Quiroga (Uruguay) - A la deriva
El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.


Índice:
Cuento: Horacio Quiroga (Uruguay) - A la deriva
Ensayo: A la deriva: Horacio Quiroga y la tragedia de existira
Bibliografía
A la deriva
Horacio Quiroga
(Uruguay)
(Cita)
El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
A la deriva: Horacio Quiroga y la tragedia de existira
B. Itzamaná
El viaje como tragedia inevitable
En los cuentos de Horacio Quiroga, la muerte nunca llega como una figura decorativa ni como un acontecimiento extraordinario. Se presenta, más bien, como un hecho cotidiano, un elemento más de la experiencia humana, tan común y siniestro como el calor o la sed. En A la deriva, esa muerte no se anuncia con trompetas ni con grandes discursos; aparece de forma repentina, muda, y se instala lentamente en el cuerpo y en la mente del protagonista, Paulino.
Desde las primeras líneas del cuento, somos testigos de un universo que no ofrece consuelo. La vida se presenta como un accidente que puede terminar por un detalle mínimo —una mordedura de serpiente— y el destino humano queda reducido a la lucha desesperada por unos minutos más de respiración. Quiroga nos lanza sin preparación a este mundo áspero, donde la selva no tiene corazón, donde la esperanza no viene del exterior, y donde la voluntad no basta para sobrevivir.
Este cuento breve, escrito con una economía de palabras admirable, encierra sin embargo una profundidad trágica. No se trata simplemente de un relato de supervivencia fallida, sino de una reflexión filosófica sobre la condición humana: nuestro estar en el mundo como deriva, como cuerpo vulnerable, como conciencia atrapada en el tiempo. Paulino, al subirse a su canoa, no emprende un viaje épico, sino una lenta y amarga despedida de la vida.
Este ensayo busca leer A la deriva desde esa clave existencial: el hombre solo frente a lo incomprensible, frente al dolor, frente a la certeza de la muerte. A través de una lectura hermenéutica que se adentra en el simbolismo del relato y en sus resonancias filosóficas, intentaremos mostrar cómo Horacio Quiroga convierte una pequeña anécdota en un espejo donde se refleja, con crudeza, la tragedia de existir.
La naturaleza como juez implacable
En el universo narrativo de Horacio Quiroga, la naturaleza no es un fondo estético ni un lugar de contemplación: es un personaje silencioso, dominante y a menudo implacable. En A la deriva, esta naturaleza —representada por la selva misionera, el calor abrasador, el río indiferente— no solo enmarca la tragedia del protagonista, sino que la potencia y la define. La selva no es cómplice de Paulino; no le ofrece un escondite ni le brinda consuelo. Al contrario, se convierte en una especie de juez que no habla, pero ejecuta.
El entorno que Quiroga describe es hostil, sofocante, vibrante de vida, pero de una vida ajena al sufrimiento humano. La mordedura de la serpiente, tan sencilla como brutal, no es un hecho sobrenatural ni una acción maliciosa: es simplemente un gesto de la selva, una expresión de su ley, tan natural como el crecimiento de las plantas o el curso del río. La selva no odia a Paulino, pero tampoco lo protege. Se limita a ser.
Este retrato de la naturaleza marca una ruptura con las visiones más idealizadas y románticas del entorno natural. Frente a los escritores que veían en el paisaje un refugio espiritual o un espacio para la armonía del alma, Quiroga presenta la selva como un sistema donde el ser humano es apenas una criatura más, débil y prescindible. El equilibrio ecológico no depende de su supervivencia, y su dolor no altera la marcha del mundo.
Esta perspectiva nos lleva a una reflexión más honda: la naturaleza, en su belleza feroz, es un espejo de la indiferencia del universo. Paulino puede sufrir, puede desesperarse, puede luchar contra el veneno que lo consume; pero el calor sigue cayendo con la misma intensidad, el sol no se apaga, los árboles no se mueven por compasión. En este sentido, la naturaleza en A la deriva se comporta como un dios pagano sin rostro: poderoso, distante y sin misericordia.
La reacción del protagonista también es significativa: no espera un milagro, no se rebela contra su suerte. Sabe, en lo profundo, que no hay apelación posible. En su mirada al paisaje no hay rencor, sino una especie de aceptación amarga. Quiroga, a través de esta relación entre hombre y entorno, nos confronta con una verdad esencial: el mundo no fue hecho para nosotros, y en él no tenemos asegurada ni la comprensión ni la justicia.
Así, la naturaleza en este cuento no es decorado, es destino. Es la fuerza que define el curso de la existencia, no por crueldad, sino por indiferencia. Paulino muere no porque la selva lo odie, sino porque su vida, en el contexto de ese mundo inmenso y desbordante, no tiene peso suficiente para modificar nada.
El cuerpo como cárcel y frontera
En A la deriva, el cuerpo humano no es presentado como una fuente de fortaleza o de gloria, sino como un organismo frágil, expuesto, que, en su lucha por sobrevivir, rápidamente se convierte en una prisión. La mordedura de la serpiente y su veneno no solo afectan a Paulino de forma física, sino que también desnudan las limitaciones de su propio ser. A medida que el veneno se extiende, su cuerpo se convierte en un territorio que ya no le pertenece, un espacio en el que la voluntad, el deseo y la esperanza son incapaces de alterar el curso de los hechos. Este proceso de descomposición corporal, descrito con precisión en la narración de Quiroga, es esencial para comprender la tragedia del personaje.
La enfermedad y la muerte aparecen aquí como un recordatorio implacable de que el cuerpo humano es solo una estructura temporal, sujeta a fallos y desgaste. En lugar de ser una herramienta que nos permite interactuar con el mundo, el cuerpo en A la deriva es un obstáculo, un límite que nos encierra. La agonía de Paulino no es solo física, sino también psicológica: el dolor de la mordedura, la fiebre, la desorientación, lo conducen a una suerte de alienación. Su cuerpo, ese mismo cuerpo que alguna vez fue vehículo de acción y deseo, ahora se convierte en un campo de batalla, una frontera que Paulino no puede cruzar.
La primera manifestación de la vulnerabilidad corporal se da cuando Paulino se da cuenta de la mordedura, pero, a pesar de la advertencia física, no tiene el tiempo ni la energía para reaccionar. Su cuerpo le está diciendo, de manera silenciosa pero contundente, que ya no tiene control sobre él. Es como si el veneno, al entrar en su sistema, comenzara a borrar su identidad física, disolviendo las barreras entre él y su entorno. La lucha interna que enfrenta Paulino no es solo contra la muerte, sino también contra el deterioro de su propio ser. Ya no tiene poder sobre su cuerpo, sobre sus pensamientos, sobre su destino.
La descomposición física que atraviesa Paulino a lo largo del relato es paralela al proceso de distanciamiento emocional e intelectual que experimenta. Su mente comienza a ceder ante el dolor, sus recuerdos se entremezclan, sus pensamientos ya no son claros. La canoa, que podría haber sido su salvación, se convierte en un espacio donde el cuerpo y la mente se confunden. En esa deriva, Paulino no solo está flotando en el agua, sino también en la desesperanza de no poder hacer nada para detener lo que ya está ocurriendo.
Quiroga muestra con esta aguda descripción de la decadencia del cuerpo un hecho existencial: el ser humano está inevitablemente ligado a su carne, y esta carne es frágil. No es suficiente con desear sobrevivir, no es suficiente con tener ganas de vivir. Cuando el cuerpo se descompone, se lleva consigo toda nuestra capacidad de resistencia, nuestra identidad y nuestro sentido de control. Paulino, en su agonía, es un reflejo de todos nosotros, atrapados en nuestra carne, a merced de fuerzas que no comprendemos, ni podemos controlar.
Este cuerpo, que en otras narrativas puede ser un símbolo de vitalidad, es aquí una cárcel, una frontera que Paulino no puede cruzar. La vida de Paulino no se ve representada por una historia de lucha heroica o de resistencia ante el sufrimiento, sino por un lento y doloroso proceso de aceptación de su fragilidad. Su cuerpo le recuerda, en cada uno de sus dolores, que no es eterno, que es limitado, que es una estructura que, tarde o temprano, debe ceder ante las fuerzas del destino.
El tiempo y la conciencia: La relatividad del instante
El concepto de tiempo en A la deriva está presente de una manera inusual. No se trata de un tiempo lineal, constante y regular, sino de un tiempo que se dilata y se comprime de acuerdo con el estado físico y emocional de Paulino. El tiempo no sigue una marcha uniforme, sino que se vuelve un espacio subjetivo que el protagonista experimenta en función de su deterioro físico y su conciencia que se va apagando progresivamente. A medida que el veneno avanza por su cuerpo, el tiempo se desintegra. Ya no existe un "pasado" claro ni un "futuro" esperanzador. Solo queda un "ahora" insostenible, donde Paulino está atrapado entre la lucha por sobrevivir y la aceptación de su destino inminente.
La experiencia del tiempo de Paulino es fragmentada. En un principio, cuando el veneno aún no ha hecho su efecto completo, su conciencia es más o menos coherente. Recuerda su esposa, su vida en el pueblo, las expectativas que tenía, y siente, por momentos, una desesperación que lo impulsa a luchar. Sin embargo, a medida que el veneno avanza, estos recuerdos se disuelven y el "ahora" se vuelve más grande, abrumador, como una sombra que se cierne sobre él. La historia de Paulino se convierte en un continuo presente de dolor, sin que haya espacio para el consuelo de la reflexión o el pensamiento futuro.
Una de las manifestaciones más claras de esta percepción distorsionada del tiempo es el momento en que Paulino se pregunta si su sufrimiento es el resultado de su propia debilidad, si aún puede hacer algo para evitar su destino. Aquí, Quiroga introduce una paradoja interesante: aunque el hombre está sometido a las fuerzas de la naturaleza y de su propio cuerpo, no puede dejar de aferrarse a la idea de que tiene alguna forma de control. Esta lucha es la lucha contra el tiempo mismo, una carrera que se juega dentro de la mente de Paulino. El tiempo se dilata en momentos de agonía, y el futuro se vuelve incierto e irreal, como si no existiera más allá de la lucha inmediata por el alivio.
Además, el tiempo en el relato no solo se vive desde la perspectiva de Paulino, sino también a través de la interrelación con el paisaje y los elementos naturales. El sol sigue su curso, el río fluye y la selva permanece inmutable. Estos elementos representan la continuidad inmutable del mundo natural, un recordatorio de que el sufrimiento humano es efímero y que el universo sigue su marcha sin tomar en cuenta las tragedias individuales. La distancia entre el "yo" de Paulino y el "todo" de la naturaleza se convierte en una fractura existencial profunda. El tiempo para Paulino es fragmentado, pero para la naturaleza es continuo, imparable y, sobre todo, indiferente.
Otro aspecto que resalta Quiroga es cómo la conciencia de Paulino cambia a medida que el veneno lo va consumiendo. En los primeros momentos de la mordedura, aún tiene espacio para la reflexión. Trata de tomar decisiones, de controlar su situación, de evaluar sus recuerdos. Pero con el paso del tiempo, y el avance de la intoxicación, esa conciencia se fragmenta. Los recuerdos se vuelven vagos, los pensamientos erráticos. El sufrimiento y la incapacidad de actuar lo llevan a una especie de abstracción mental, como si se despojara poco a poco de todo lo que alguna vez definió su identidad. De alguna manera, es como si el cuerpo le arrebatara la posibilidad de tiempo. El "ahora" se vuelve un vacío, y el futuro deja de existir.
Este enfoque sobre el tiempo y la conciencia está relacionado con una concepción filosófica del sufrimiento humano. A menudo, en momentos de crisis, el tiempo se distorsiona. El dolor y la angustia transforman nuestra percepción de la realidad, y lo que antes parecía urgente se vuelve irrelevante, mientras que lo que antes parecía eterno se desdibuja. La relatividad del tiempo es una constante en los relatos de Quiroga, en donde el sufrimiento no solo afecta al cuerpo, sino que lo dilata, lo ralentiza, o incluso lo acelera, dependiendo de las circunstancias.
La relatividad del tiempo, entonces, se convierte en una metáfora de la vida misma: el tiempo de un individuo nunca es el mismo para otro. El tiempo de Paulino es un tiempo de agonía, mientras que el tiempo de la naturaleza es un tiempo impersonal, regular, eterno. En este choque de tiempos, Paulino se encuentra atrapado, y su lucha por sobrevivir es en última instancia una lucha contra la imposibilidad de escapar de la fatalidad del tiempo y la muerte.
La muerte como una presencia silenciosa
En A la deriva, la muerte no es solo el final del protagonista, sino que se configura como un concepto central a lo largo de todo el relato. Desde las primeras líneas del cuento, la muerte está implícita, más como una sombra que se cierne sobre Paulino que como una mera amenaza externa. Horacio Quiroga no presenta la muerte como un evento puntual o dramático, sino como una presencia que acecha sin cesar, un elemento constante que forma parte de la experiencia humana, especialmente en un entorno tan inhóspito como el que describe.
La mordedura de la serpiente marca el inicio de la muerte física de Paulino, pero la muerte como idea comienza mucho antes. Desde su primer intento por alcanzar la orilla, el espacio que ocupa Paulino es un espacio de tránsito: no está ni vivo ni muerto, sino en una especie de limbo, un lugar entre la vida y la muerte, donde el sufrimiento se convierte en el eje de su existencia. La angustia de Paulino no es solo por el dolor físico, sino por la consciencia de que la muerte ya ha comenzado a envolverlo, de que su final es un hecho inevitable.
La indiferencia de la naturaleza ante la lucha de Paulino se convierte en una especie de metáfora de la muerte misma. En los relatos de Quiroga, la muerte nunca es un acto personal, sino que es parte del ciclo de la vida, una fuerza impersonal que simplemente ocurre. La muerte de Paulino no está marcada por un sentido de justicia o de maldad; no es castigado, pero tampoco es recompensado. La selva, el río, el sol y la serpiente simplemente cumplen con su rol en el tejido de la existencia, y Paulino, como todos los seres humanos, está condenado a ser parte de ese ciclo. En este sentido, la muerte es un destino irrevocable, un final que se va acercando poco a poco, como una ola que no puede detenerse.
La muerte en el relato no es el clímax de una historia de supervivencia; es el desenlace natural de una vida que, desde el principio, estaba destinada a terminar. La resistencia de Paulino, sus esfuerzos por sobrevivir, no cambian el resultado final. A través de este enfoque, Quiroga parece señalar que la lucha humana contra la muerte es, en última instancia, fútil. El hombre, en su deseo de vivir, se enfrenta a algo que escapa a su comprensión, algo que no puede ser derrotado ni comprendido. La muerte es el fin del hombre, y este fin es tan indiscutible como la propia vida. La muerte es la otra cara de la existencia humana, inseparable de ella.
Es interesante notar cómo Quiroga no dramatiza la muerte de Paulino de manera melodramática. No hay momentos de desesperación extrema ni despedidas cargadas de sentimentalismo. La muerte llega en silencio, de una manera que parece tanto un alivio como una liberación. Después de todo, Paulino, atrapado en su agonía, ha llegado a un punto en que la muerte, lejos de ser un final temido, se presenta como una salida a su sufrimiento. Este enfoque, que hace de la muerte una presencia apacible pero inexorable, refuerza la visión nihilista de Quiroga, quien, influenciado por su propia vida marcada por tragedias personales, representa la muerte no como un acto dramático, sino como la culminación natural de la existencia humana.
En este sentido, el cuento no solo reflexiona sobre la muerte física, sino también sobre la muerte de la esperanza, de la voluntad de lucha, de la capacidad de cambiar el destino. A medida que el veneno avanza, Paulino pierde la capacidad de mantener su conciencia en la lucha. Se desplaza lentamente hacia la aceptación de lo inevitable, y la muerte se convierte en la única certeza en un mundo lleno de incertidumbres. En este estado de desesperación, la muerte se convierte en la única forma de redención posible.
Por último, la muerte en A la deriva está asociada a la naturaleza misma. Como mencionamos antes, la selva, el río y el sol son representaciones de fuerzas cósmicas y naturales que escapan a la comprensión humana. La muerte en este contexto no es un castigo ni una liberación moral, sino una parte integral de la naturaleza. Quiroga presenta un universo donde todo está en constante cambio, donde los seres humanos, como todos los seres vivos, son simplemente pasajeros transitorios. La muerte de Paulino es una pequeña chispa que se extingue en el vasto universo de la naturaleza, donde la vida y la muerte coexisten en un ciclo eterno.
El inexorable ciclo de la vida y la muerte
“A la deriva” de Horacio Quiroga es una reflexión profunda sobre la condición humana, marcada por la fragilidad, la desesperanza y la inevitabilidad de la muerte. A través del relato de Paulino, un hombre atrapado en un destino fatal que no puede alterar, Quiroga explora varios temas universales que siguen siendo relevantes hoy en día: el sufrimiento humano, la lucha contra lo inevitable y la indiferencia de la naturaleza ante la vida y la muerte.
La figura de Paulino, en su intento desesperado por sobrevivir a la mordedura de la serpiente, simboliza la lucha interna de todos los seres humanos contra el sufrimiento y la muerte. Sin embargo, el relato de Quiroga no presenta esta lucha como un triunfo del hombre sobre su destino, sino más bien como una reflexión sobre lo efímero de la existencia. La muerte no es una fuerza maligna, sino una fuerza natural, parte de un ciclo cósmico que no tiene en cuenta la individualidad ni las emociones humanas. En este sentido, la muerte es presentada como un proceso inevitable que, lejos de ser dramático, es tranquilo y casi impersonal.
El tratamiento que Quiroga hace del cuerpo humano como cárcel y frontera es igualmente esencial. A lo largo del relato, el cuerpo de Paulino se convierte en su propia prisión, un espacio limitado y frágil que no puede sostener su deseo de supervivencia. La experiencia del dolor, la desorientación y la agonía lo alejan de su humanidad, llevándolo a un estado de conciencia distorsionada. El cuerpo, que alguna vez fue el vehículo de sus deseos y su vitalidad, se convierte en un obstáculo que Paulino no puede superar, un recordatorio implacable de la finitud de su existencia.
El tiempo, en A la deriva, también juega un papel fundamental. No es el tiempo lineal que sigue su curso sin descanso, sino un tiempo subjetivo y fragmentado, vivido intensamente por Paulino a medida que su cuerpo se ve consumido por el veneno. La percepción de este tiempo distorsionado resalta la desconexión entre el individuo y el mundo, como si el hombre, atrapado en su sufrimiento, ya no pudiera comprender el ritmo del universo que lo rodea. El tiempo, entonces, se convierte en otro vehículo de alienación, una fuerza que avanza sin detenerse, sin importar el destino de quien lo experimenta.
La naturaleza, por su parte, se presenta en el relato de Quiroga como una fuerza eterna y eterna, indiferente a la vida y la muerte de los individuos. Mientras Paulino lucha por su vida, el río sigue fluyendo, el sol sigue brillando, y la selva permanece inmutable. Esta indiferencia de la naturaleza ante la tragedia humana enfatiza la visión de Quiroga de un mundo en el que los seres humanos son solo una pequeña parte de un ciclo más grande e impersonal. La vida y la muerte son simplemente dos caras de la misma moneda, que continúan independientemente de los deseos y esfuerzos humanos.
El relato, en su conjunto, transmite una visión existencialista de la vida humana: somos frágiles, estamos a merced de fuerzas naturales y, al final, la muerte llega inevitablemente, de la misma manera que la vida comienza. La historia de Paulino no es un relato de redención, sino un recordatorio de la finitud humana, de cómo nos enfrentamos a la muerte sin poder evitarla, y de cómo las circunstancias, tanto físicas como emocionales, nos moldean y nos definen en el camino hacia nuestro destino final.
En conclusión, A la deriva nos enfrenta a la realidad de la muerte, no como un acontecimiento excepcional, sino como una parte integral de la experiencia humana. El sufrimiento, el deterioro físico, la angustia existencial y la inevitabilidad de la muerte son presentados con una claridad que despoja a la vida de su heroísmo o su trascendencia. Quiroga, a través de la historia de Paulino, nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de la vida humana y la serenidad con la que la muerte avanza, sin prisa ni compasión. En última instancia, A la deriva es una meditación sobre la insignificancia del individuo frente a las fuerzas cósmicas, un recordatorio de que todos estamos destinados a ser parte del ciclo perpetuo de la vida y la muerte, más allá de nuestra capacidad de entenderlo o cambiarlo.
Bibliografía
Quiroga, Horacio. Cuentos de la selva y otros relatos. Ediciones Cátedra, 2005.
Zubillaga, Carlos. “El hombre frente a la selva: lo trágico en Quiroga.” Revista Iberoamericana, vol. 64, no. 184, 1998.
Fernández, Pilar. La muerte en Horacio Quiroga: del romanticismo a la modernidad trágica. Editorial Teseo, 2010.
Borges, Jorge Luis. Prólogos con un prólogo de prólogos. Alianza Editorial, 1975.
Camus, Albert. El mito de Sísifo. Editorial Losada, 2003.