Guillermo Ríos Bonilla (Colombia-México) - La piadosa

Recostada contra un árbol, la mujer aguantaba las embestidas de su amante contra sus nalgas. Sus carnes sonaban ante el contacto de la piel contra la piel, mientras las manos del amante le apretaban los senos y él le susurraba palabras obscenas al oído.

9/19/2025

Fotografía:

Mimeógrafo #148
Septiembre 2025

La piadosa

(Réquiem por un polvo y otras senXualidades)

Guillermo Ríos Bonilla
(Colombia-México)

Cita

Recostada contra un árbol, la mujer aguantaba las embestidas de su amante contra sus nalgas. Sus carnes sonaban ante el contacto de la piel contra la piel, mientras las manos del amante le apretaban los senos y él le susurraba palabras obscenas al oído.

El orgasmo mutuo fue tan intenso que ambos creyeron que la tierra temblaba. Pero en verdad la tierra tembló. Algunos árboles caídos y el escándalo de los animales fueron las señales inmediatas.

La mujer corrió hacia su hogar, dejando extrañado al amante.

—¡Luego te cuento! —le gritó y le lanzó un beso con la mano.

Al llegar a la cabaña, encontró a su cónyuge afuera, asustado y mirando hacia arriba.

—¿Estás bien, mi vida? —se mostró preocupada.

Él la miró con atención: las ropas estaban flojas, el cabello alborotado y residuos de hierba seca pululaban en varios lugares de su cuerpo.

—¿Sentiste el temblor? —él preguntó.

Y con los ojos le preguntaba qué le había pasado.

Ella recordó un temblor, pero no el de la tierra en su momento de ira, sino la sensación de placer que aún corría por su entrepierna. Los meses avanzaban y el fruto de la infidelidad ya pronto no podría ocultarse. El temblor de la tierra le había dado la mejor excusa para lidiar con el temor de que su esposo la descubriera y la rechazara, con el consiguiente escarnio público.

—Sí, lo sentí. ¿Y tú estás bien?

El esposo asintió.

—¿En dónde estabas? —preguntó.

—Re… cogiendo algunas frutas —respondió ella con temor en la voz.

—¿Y las frutas? —el esposo frunció el entrecejo.

—Se... me cayeron del susto.

El hombre la miró de nuevo. Ella conocía esa mirada y le incomodaba la carencia de expresiones que indicaran en qué estaba pensando. El impulso por decirle lo que tenía en mente la abrumaba. Pero se contuvo.

—Mira —el esposo le mostró un pedazo de roca que tenía en las manos.

—¿Qué es eso?

—No lo sé. Estaba haciendo la siesta y escuché un ruido en el techo. Me desperté asustado y salí disparado del cuarto. En la cocina vi una roca enorme que hizo un huecote en el techo. La toqué con miedo y le desprendí un pedazo. Salí a la calle. Temía que otro pedazo de roca me cayera encima. Miré hacia el cielo, lo vi rojo con puntos amarillos, y varios destellos caían, como estrellas fugaces. Sentí aún más temor. Me arrodillé y recé, recé mucho. ¡Es una advertencia de los dioses, mujer! ¡No he podido engendrar un hijo! ¡Me espera un gran castigo por eso! ¡Esta fue la señal!

La mujer consoló a su esposo y sostuvo en su hombro el rostro lloroso. Los dos entraron en la cabaña y se sentaron frente a la roca. Ella sintió que era el mejor momento para expresarle la idea que se le había ocurrido en el bosque.

—Mi vida, ¡te aseguro que no es una mala señal, sino todo lo contrario! —la mujer tomó entre sus manos las mejillas de su esposo.

Él la miró fijamente.

—¿Cómo puede ser una buena señal si esa roca casi me mata? ¡Los dioses están enojados conmigo!

—¡Escúchame, por favor! —dijo ella y lo besó, como para que la dejara hablar.

El esposo asintió.

—Estaba en el bosque y sentí el temblor —empezó a hablar—. Corrí de un lado para otro y el forraje me rasgó las ropas, me desordenó el pelo y me lastimó las piernas. Me caí y el viento me llenaba de hojas. Levanté la cara y una luz intensa me cegó. Cuando volví a ver, un ser estaba parado frente a mí. Vestía una túnica blanca, resplandeciente, parecía un enviado de los cielos, un ser divino. Quedé muda por la impresión. Me dijo que no temiera ante el temblor de la tierra, ante las estrellas fugaces ni ante los colores cambiantes del cielo. Que debía estar contenta porque estaba encinta. Que traería al mundo a un varón, hijo tuyo, favorecido por los dioses y bendecido por las divinidades de los bosques. Que una roca caería en nuestra casa como símbolo de la gracia divina sobre nosotros, y que con ella debíamos hacer un monolito para agradecer a los dioses…

La mujer no pudo continuar con sus palabras, porque el esposo se lo impidió. El corazón del hombre palpitaba con fuerza. Lleno de alegría y euforia, levantó a la mujer de la cintura y la besó. Danzó con ella y agradeció al cielo por la bendición. Los dos rieron e hicieron planes, porque era el primer hijo después de tantos años. Sin perder tiempo, el hombre tomó algunas herramientas y empezó a esculpir la roca. Mientras lo veía trabajar, la mujer respiró tranquila. Por un tiempo más continuaría con su secreto, al menos hasta que de nuevo los dioses le brindaran otra ayuda.

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