Guillermo Ríos Bonilla (Colombia-México) - Dos más una
Al fin encontré al hombre. Llevaba varios meses buscando a uno que aceptara. Sé que no es fácil para un varón acceder a mis deseos, pero como dicen: “Tanto va el cántaro al agua que al final se rompe”.

Mimeógrafo
#151 | Diciembre 2025
Dos más una
Guillermo Ríos Bonilla
(Colombia-México)
(Réquiem por un polvo y otras senXualidades)
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Cita
Al fin encontré al hombre. Llevaba varios meses buscando a uno que aceptara. Sé que no es fácil para un varón acceder a mis deseos, pero como dicen: “Tanto va el cántaro al agua que al final se rompe”. Él se llamaba Guido. Lo había conocido algunos meses atrás por Internet, en esos sitios de anuncios para encuentros sexuales. Nos pusimos una cita y desde el primer momento noté que me desnudaba con la mirada. Eso me agradaba. A medida que la conversación seguía su curso, fue tomando confianza y tuve que quitarle varias veces las manos de mis senos o mis piernas, parecía un pulpo. Así le dije, y él lo tomó como un juego. Me propuso pasar a algo más íntimo. A mí él me gustaba. Asentí, pero para llegar a eso yo pedía algo más. Me preguntó que si se trataba de dinero. Le dije que me considero una zorra, pero no una puta. Hay una gran diferencia: la zorra lo hace por placer, la puta por dinero. Me gusta el sexo y me gusta experimentar, porque es como jugar.
Eso lo tuve muy claro desde edad temprana. Toda la familia había asistido a uno de mis cumpleaños, incluidos mis primos Mario y Carlos. Con ellos me gustaba jugar, porque, además de divertirme, me enseñaban a hacer “cositas”. Ese día corrimos por el prado, jugamos a las escondidas, subimos a los árboles y brincamos en el trampolín que mis tíos me habían regalado. Hasta que llegó mi madre y me increpó con ímpetu:
—¡Zelma! Ya no estás en edad para trepar a los árboles o saltar más arriba que tus primos.
—¿Por qué, mamá? —pregunté, desafiante.
—¡Porque no! ¡Y no me repliques que ya me conoces! —y nos hizo entrar.
En la sala, mis primos se sentaron junto a mí, como dos perfectos caballeros, como siempre quisieron sus padres. Los invitados hablaban, bebían o bailaban, y la fiesta terminó pasadas las doce. Mis primos se despidieron de mí con un discreto beso en la mejilla, y yo sonreí. Me dirigí a mi cuarto y, desnuda, me paré frente al espejo. Me gustaba mirarme al espejo; así me sentía yo, como si lo demás importara poco. No lo hacía con frecuencia, sino cuando quería preguntarme cosas. ¿Por qué no podía subir a los árboles, mientras mis primos se quedaban abajo mirándome? ¿Por qué no saltar más arriba que ellos? ¿Por qué no hacer lo que los chicos? Detuve la mirada en los vellos de mi pubis. Su color contrastaba con el blanco de mi piel y con el rosa de mis pezones. Me senté en la cama, aún de frente al espejo, y empecé a tocarme; pero no continué hasta que la piel se me pusiera grifa y mis sienes empezaron a palpitar muy aprisa, como otras veces, sino que decidí contemplarme la vagina, mientras me preguntaba: “¿Por qué?”. La voz de mi madre seguía retumbándome en la mente. Me acosté enojada.
Cuando le dije a Guido lo que deseaba para poder llegar al sexo, la sonrisa que había tenido durante toda la velada cambió a un rostro inexpresivo. Creo que tragó un poco de saliva. Al final, no concretamos nada. Después nos vimos en algunas otras ocasiones, y siempre me insistía en que tuviéramos sexo. La última vez que nos vimos, e insistió en lo mismo, le recordé mi requisito. Tal vez creyó que las otras veces había sido una broma, pero al verme muy seria se quedó en silencio y cambiamos de tema.
Pasaron varias semanas sin saber nada de él. Por eso su llamada me sorprendió, no creí que fuera a aceptar. Concretada la cita, llamé enseguida al barman. Todo estaba listo. Miré el reloj: aún tenía tiempo. Me bañé, me preparé y pedí un taxi.
El conductor del taxi no decía una palabra, y eso me agradaba, porque odio a los parlanchines y a los que pretenden hacerse los simpáticos. Miraba por la ventanilla las farolas, las luces de los autos y los anuncios de neón. El aire me daba de lleno en el rostro. Me agradaba, porque era como un viento que iba limpiando de mi mente la ansiedad que me producía imaginarme lo que iba a pasar.
—Ya llegamos, señorita —dijo el taxista después de unos minutos.
Me bajé frente al bar y miré el reloj: había llegado a tiempo a la cita. Entré con una actitud imponente. Los pocos hombres y mujeres que allí estaban se voltearon a verme. Me acerqué al barman y él me saludó de beso. Era Carlos, mi primo, quien después de la muerte de Mario había decidido hacerse cargo del bar que los dos administraban. Le pedí un trago.
—Allá está —me dijo.
Giré el cuerpo. Guido estaba sentado en una mesa, frente a una botella de cerveza. Al parecer hablaba consigo mismo, pues movía con frecuencia los labios. Esperé unos instantes, para observar un poco la oscuridad, las sillas, la gente, a Guido, la pantalla de plasma colocada en la pared que pasaba videos musicales con escenas pasadas de tono…
Al día siguiente de mi cumpleaños, me desperté con el ánimo decidido. Después de desayunar, me bañé, me detuve frente al espejo y me corté el pelo como hombre; también me unté gel, me hice un leve bigote con un lápiz negro y me puse unos pantalones, una camisa y un par de zapatos de mi hermano que me encajaron muy bien. Con una faja me aplasté los senos y me puse una cachucha. Abandoné el cuarto por la ventana con la mente fija en visitar un cine porno. Mi mejor amiga me había contado que allí no dejaban entrar a mujeres, a menos que las acompañara un hombre. Ella lo sabía porque había ido con su novio, y habían entrado al segundo piso, donde pueden entrar las parejas, abajo sólo se permiten hombres. Sabía dónde estaba el cine, ya antes había pasado por ahí, y en cuanto llegué pedí un boleto. La taquillera, una vieja gorda y fea, me miró con detenimiento y me preguntó mi edad.
—Veinte —le mentí, agravando la voz.
—¿Tiene alguna identificación?
No la tenía, pero le pasé un billete y la taquillera me dejó pasar. En la entrada de la sala del cine había un hombre con una camiseta ajustada y los brazos fornidos. Los contemplé por un momento y sentí un raro escalofrío en el bajo vientre. El hombre se me acercó y me tocó el hombro, me saludó con un tono meloso. Giré el cuerpo y preferí avanzar y buscar un lugar en donde sentarme. Adentro era tal como me lo había descrito mi amiga. Todo estaba muy oscuro, pero pronto me habitué a las sombras. Algunos hombres permanecían sentados y otros se paseaban constantemente por los pasillos. “Parecen buitres buscando comida”, pensé. Después me senté y esperé a que alguien se me acercara. Pero me di cuenta de que estaba actuando como mujer y decidí tomar la iniciativa. Me acerqué a un joven, que estaba a unas cuantas sillas de distancia, y empecé a acariciarle el muslo. Enseguida me correspondió bajándose la cremallera y sacándose el miembro, que mantenía erecto. Con nerviosismo, lo toqué, estaba caliente. Dos sillas más allá, se sentó el hombre de la camiseta ajustada. Miré al joven y éste giró su cabeza hacia el recién llegado, pero no dijo nada. La presencia del hombre fornido no intimidaba, ni parecía ocasionar molestia; al contrario, era como la parte faltante entre los dos, como si sus deseos se hubieran comunicado y puesto de acuerdo. “Ménage à trois”, pensé, una frase que alguna vez había leído en una novela de esas prohibidas para menores de edad, y una de mis amigas me explicó su significado. El joven guio mi mano y empezó a subirla y a bajarla, movimiento que yo dejaba hacer. Trató de tocarme, pero le dije que no, que así no.
—Tienes una voz muy fina —comentó—. ¿Eres pasivo?
No sabía qué era eso, pero igual no le dije nada.
—¿Quieres chuparlo? —me susurró al oído.
Él puso su mano detrás de mi cabeza. Pensé rehusarme y decirle que sólo me gustaba tocarlo. Aún no estaba muy segura. Recordé a Mario y a Carlos, y ese olor agrio y ese sabor salado vinieron a mi mente. Pero muy adentro me decía: “A eso viniste, ¿no?”. Poco a poco me dejé llevar, como perdiendo la voluntad, e hice a un lado la cachucha. El miembro del joven apenas me cabía entre los labios, y empecé a moverme como me habían enseñado mis dos primos. El joven parecía disfrutarlo: de su garganta salían leves gemidos, y con la mano aceleraba los movimientos de mi cabeza. El hombre fornido se limitaba a observar y a masturbarse. Pronto sentí de nuevo ese olor y ese sabor salado en la boca, y escupí. El joven se subió la cremallera y empezó a proponerme cosas y a hacerme invitaciones. Rechacé todo, le dije adiós, y echando una mirada al hombre fornido, salí del cine.
Pedí al barman que me llevara la bebida hasta la mesa de Guido. De pie frente a él, sentí una leve turbación.
—¿Esperas a alguien? —pregunté.
—¡Hermosa, como siempre! —y se levantó para saludarme de beso —. Siéntate, por favor.
Permití que me atendiera como a una dama, como a una zorra pudiente. Nos miramos con ojos expectantes. Guido se abrió la chaqueta y se recostó un poco en el respaldo de la silla.
—¿Y por qué aceptaste? —quise saber.
Él me miró. Después movió la cabeza hacia un lado. Estaba nervioso.
—Curiosidad… y… es que… No te puedo sacar de mi cabeza —dijo al fin.
Sonreí y le toqué la mano para darle tranquilidad.
—¿Pero no tienes otras amigas?
—Sí, pero… Es a ti a quien deseo.
Le guiñé el ojo y le mandé un beso con los labios.
—¿Ahora puedo yo hacerte una pregunta?
—Claro, corazón, las que quieras —le contesté.
—¿Por qué así?
Me imaginaba cuáles iban a ser sus palabras.
—Ya te dije que es la única manera de tener sexo conmigo. ¿No habíamos quedado claros en eso? —elevé un poco el tono de la voz, pero sin que sonara agresiva. Tomé un sorbo del vaso de cerveza.
—Sí… pero no entiendo por qué de esta manera.
—¿Te estás echando para atrás?
Negó con la cabeza.
—Nunca le busques lógica a los deseos de una mujer ni mucho menos a sus sentimientos, corazón. No tienen razón. Simplemente son —acerqué mi rostro al suyo, me puse un dedo en mis labios y luego toqué los suyos.
Él tomó de la botella.
—De acuerdo, pero caray ¡Qué cosas pides! Pero ni modo, si esa es la única manera… —dijo al fin.
Después de haber salido del cine, llegué a mi casa. En la sala estaban mis padres y mi hermano. Al verme vestida así, mi hermano preguntó:
—¿Ya no te sirve tu ropa? ¿Por qué te pones la mía?
—¡Porque se me dio la regalada gana! —respondí desafiante.
Mi padre se limitó a verme y no dijo nada. Mi madre, en cambio, se me acercó. En el rostro se le veía el disgusto.
—¿Qué haces vestida como macho? ¡Ve al cuarto y ponte ropa decente!
—¿Decente? ¡Así se viste mi hermano y tú no le dices nada!
—¡No me levantes la voz! ¡Sube a tu cuarto y vístete como mujer que eres!
Subí al cuarto, no con la intención de obedecerle, sino con el deseo de llamar a mis dos primos. Concreté con ellos una cita para el día siguiente, en que la casa iba a estar sola por un buen rato. Ellos asistieron muy puntuales, tomados de la mano.
—¡Vamos a jugar! —les dije en cuanto los tuve frente a mí como dos perritos que esperan que su amo les arroje un palo para ir a buscarlo—. Tú, Mario, serás mi esposo, y tú, Carlos, un mariconcito que veíamos en la calle. Yo seré la mujer que los someta a los dos a mis deseos.
Nos divertimos mucho vistiéndonos, actuando y corrigiendo la escena y los parlamentos que cada uno debía decir, bajo mi dirección, hasta que terminamos desnudos. Tuve una idea y a ellos les fascinó. No me preguntaron por qué, pues ya sabían que conmigo no había que hacerlo. Mario me acariciaba las nalgas con la religiosidad de un objeto de adoración, me besaba los glúteos y me dibujaba rosas y pequeños corazones atravesados con flechas. A un lado, en un recipiente estaba lista la tinta china y una delicada plumilla de hoja de metal. Mientras Carlos, con su traje de niña y el rostro maquillado, me succionaba el clítoris, Mario aplicaba la tinta china con la fina hoja de metal sobre mi piel, delineando los contornos de los dibujos. No sabía a qué prestarle más atención, si al placer que me estaba brindando Carlos con sus labios y lengua, o al dolor que Mario me propagaba por la piel con el negro de la tinta y el rojo de la sangre. Ambas sensaciones sacaban de mi garganta hondos gemidos que casi no me permitían mantenerme de pie. Los tres terminamos exhaustos. Mientras recobrábamos el aliento, nos reímos del curioso tatuaje que el placer había formado en mis nalgas.
Guido hizo un leve gesto parecido a una risa. Bebió otra vez de la botella. Sonreí y lo tomé de las manos.
—No más largas al asunto. Te espero en el cuarto.
Dejé en sus manos las llaves del cuarto y me dirigí a hablar con el barman, quien con el índice me indicó unas escaleras. Subí despacio. Llegué a un pequeño cuarto y encendí las luces. El bombillo rojo irradiaba un tono lúgubre sobre la cama, el espejo, la mesita de noche y la puerta del baño. Con pasos que hacían resonar los tacones sobre el piso de madera, avancé hasta la mesita de noche, dejando entreabierta la puerta. Allí puse el abrigo, que dejó a la vista el liguero y las pantimedias que cubrían mi cuerpo. Mientras tarareaba una canción, me dirigí al baño. De regreso me acosté en la cama, me fumé un cigarrillo y esperé. Pasados quince minutos, la puerta dejó ver a dos figuras: era Guido con Carlos, tomados de la mano.
1- Piel grifa: Cuando a una persona se le pone “la piel de gallina”.
2- Ménage à trois: El término designa con frecuencia a un trío sexual cuyos miembros pueden formar o no un hogar. Sin embargo, su significado se ha extendido tanto que incluso puede ser entendido como cualquier relación de convivencia entre tres personas, ya sea que el sexo esté involucrado o que no lo esté.

