Guillermo

“Guillermo discutía seguido con su mujer y fajaba mucho a sus hijos, aun tengo vivo en mi memoria el recuerdo de oír los gritos de esos chicos y luego sentir las manos de mi madre cubriendo mis orejas para que no escuchase.”

NARRATIVA

Genaro Senegaglia (Argentina)

6/25/2024

Mimeógrafo #133
Junio 2024

Guillermo

Genaro Senegaglia
(Argentina)

Luego dijeron: «Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo. De ese modo, nos haremos famosos y evitaremos ser dispersados por toda la tierra».

Génesis 11:4 NVI

Una idea muy arraigada en la mayoría de las personas es aquella según la cual los acontecimientos importantes o curiosos solo ocurren en las grandes urbes; las que abarcan cientos de kilómetros de superficie y que están abarrotadas de modernos edificios empresariales donde tienen a sus empleados trabajando como insectos hasta desvanecer. Y que, por otro lado, los pueblos y pequeñas ciudades son sitios tranquilos e inalterados donde sus habitantes gozan de una paz eterna sin vivir en algún momento de sus vidas algún acontecimiento que los impulse a salir de la cotidianidad.

Esta hipótesis sería cierta si no fuese porque muchos han sido los casos donde las ciudades o pueblos perdidos en la inmensidad de este país fueron testigos de hechos inenarrables. Es más, me atrevo a pensar que en realidad es a la inversa: lo peor, lo más horrible e inexplicable puede darse en el sitio menos pensado, aquel donde uno piensa que está todo bien y en orden; cómo los hermanos Gretel, que jamás supusieron que en la casa de chocolate habitaba una bruja que anhelaba devorarse hasta sus huesos. Para mí desgracia, fui testigo de un suceso que, cuánto mínimo, debería ser catalogado como extraño y que está relacionado con un vecino de mí ciudad natal.

Conocí a Guillermo siendo muy chico, llegó al barrio cuando yo tenía seis o siete años. Había comprado la parcelita de terreno que estaba en frente a la casa de mis padres, construyendo en la parte de adelante su casa y en el fondo su taller de carpintería.

Arribó al barrio en compañía de su linda esposa y de sus dos hijos, que eran bastante introvertidos y de los cuales tengo un vago recuerdo de haber jugado con ellos alguna vez a la pelota. Cuando lo vi por primera vez me llamó la atención el aspecto robusto de su cuerpo y la forma agresiva que tenía de hablar. Puertas afuera la familia de Guillermo parecía perfecta, como una taza de té inglesa; sin embargo, eso estaba muy lejos de ser verdad. Guillermo discutía seguido con su mujer y fajaba mucho a sus hijos, aún tengo vivo en mi memoria el recuerdo de oír los gritos de esos chicos y luego sentir las manos de mi madre cubriendo mis orejas para que no escuchase.

Como era lógico de esperar, al poco tiempo Guillermo se divorció, y fue a partir de entonces que comenzó con una extraña costumbre. En vez de pedirle a su ex familia que se fuese de la casa, o irse él a vivir a otro lado, decidió construir su nuevo hogar arriba del primero, donde además fue a parar su nueva familia. Con esta locura, en un lapso de diez años, llegó a levantar diecisiete casas; la torre que había creado se podía ver desde el margen derecho del río oriental que rodea a la ciudad. El aspecto de la torre entraba en discordancia con las casas que la rodeaban. Mientras que los hogares del barrio tenían un pintoresco estilo inglés, con sus techos a dos aguas y jardines arreglados, el edificio de Guillermo era un amasijo de pisos con paredes de ladrillo rojo sin revocar, de las cuales emanaban los gritos de las discusiones que mantenían las diferentes familias que ahí habitaban.

Las razones de sus posteriores divorcios fueron variadas: con la familia número cinco, por golpear a la esposa hasta dejarla inconsciente; con la número diez, por dejar cinco horas tirado en el jardín de infantes a su hijo más chico por estar pasado de copas y con la número dieciséis, por engañar a su esposa con la que luego sería la esposa de la familia diecisiete. Con esta última terminó porque directamente no le prestaba la debida atención, ni a su mujer ni a sus hijos. Sumando los niños de su último matrimonio llegó a un total de treinta y cinco hijos, que siguieron viviendo en las casas de abajo. La convivencia de múltiples familias termino desencadenando varios conflictos: como la vez que la madre de la familia número cinco se fue a las manos con la madre de la familia once porque su nene no paraba de molestar con la pelota a la hora de la siesta; como también cuando la policía tuvo que intervenir en la vereda de casa porque el hijo más chico de la familia tres golpeó a traición, reiteradas veces, con una piedra al hijo más grande de la familia nueve. Estos altercados no le importaban a Guillermo. Cuando algún vecino o mis padres iban a su taller a preguntarle si haría algo al respecto, él respondía que no era su problema porque esas personas ya no formaban parte de su círculo íntimo.

Un año después de su última ruptura, Guillermo intentó conquistar de nuevo a una mujer, pero no lo logró, la vejez lo había vuelto demasiado feo y débil como para ser amado. Los fracasos amorosos lo llevaron a abrazar, con mayor fuerza, la bebida; lo cual repercutió en la calidad de sus trabajos. Los robustos muebles de algarrobo, los elegantes escritorios de castaño y las simples mesitas de pino dieron lugar a aberraciones mal hechas cuyas partes se unían torpemente por medio de clavos y cola de carpintero de segunda mano.

Después de cierto tiempo, mientras cenábamos, papá nos contó que al volver del trabajo se había cruzado con Guillermo y que este le dijo que se iría a vivir al sótano de su “edificio” y que había vendido todas sus herramientas porque no pensaba trabajar más.

Los años siguieron pasando sin muchas novedades. Estaba más grande, cursando mi último año de secundaria y en el “edificio” de Guillermo ya no había ninguna familia viviendo, razón por la cual en un momento yo pensé que él podría haberse ido a vivir a alguna de las casas de arriba, pero por lo que escuché él decidió permanecer en el sótano. Salía en contadas ocasiones y solo para abastecerse con insumos. Una de esas veces lo pude ver mientras tomaba mate, en el frente de mi casa, con unos amigos del colegio: estaba pálido, caminaba encorvado por una joroba y con la cabeza desprovista de pelo e impregnada de lunares y verrugas que parecían pasas deshidratadas.

Al mes de aquel avistamiento, mientras yo dormía la siesta, un violento estruendo me hizo saltar de mi cama como un resorte, junto con mis padres, que estaban en una situación similar a la mía, salimos afuera para ver qué había pasado. Lo primero que atinamos a observar fue una polvareda que tapaba todo a nuestro alrededor. Luego de unos minutos se disipó y pudimos ver con asombro que la torre de Guillermo se había derrumbado, estaba hecha añicos. Con la ayuda de los vecinos, y posteriormente cuando llegaron, policías y bomberos logramos retirar los escombros y llegar al sótano.

Encontramos a Guillermo todo quebrado y reventado sobre un colchón que estaba tirado en el piso y con el lugar rodeado de cosas: fotos en blanco y negro guardadas en una caja, revistas pornográficas, ropa sucia y varias botellas de vino. La autopsia reveló algo curioso y un poco inquietante, el hombre había muerto de un paro cardíaco a eso de las seis de la mañana y el edificio se derrumbó a las dos de la tarde.

Murió solo y hacinado entre cosas inútiles, pero que seguramente para él significaron algo. Aquel sótano fue su tumba y los escombros la tierra para enterrarlo.