Frankenstein de Guillermo del Toro
“Debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído.” — Mary Shelley, Frankenstein (1818)

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Sabak' Ché | Noviembre 2025

Frankenstein de Guillermo del Toro:
La criatura que nos mira
Sabak' Ché
Guillermo del Toro esperó más de cuarenta años para dirigir Frankenstein. Desde niño coleccionaba figuras del monstruo y afirmaba que esta sería la película de su vida. Tras múltiples intentos fallidos en Hollywood, finalmente pudo filmarla con una visión profundamente personal, construyendo un relato donde la criatura no es un símbolo del horror, sino un espejo emocional del abandono.
Abstract
Este ensayo analiza Frankenstein de Guillermo del Toro como una reinterpretación humanista del mito creado por Mary Shelley. Se propone que la película desplaza el foco del terror hacia la vulnerabilidad, explorando la culpa del creador, la soledad de la criatura y la necesidad de reconocimiento como fuerzas que articulan la narración. A través de una estética gótica renovada y un énfasis en la dimensión emocional del monstruo, Del Toro convierte la historia en una reflexión sobre lo que significa ser visto y aceptado. El texto sostiene que esta versión no solo actualiza el clásico, sino que lo reimagina como un espejo crítico de nuestra propia humanidad.
“Debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído.”
— Mary Shelley, Frankenstein (1818)
La herida del creador: la culpa como motor narrativo
Hay un momento en la versión de Guillermo del Toro en el que el acto de crear deja de tener la apariencia gloriosa del descubrimiento y revela su reverso: la culpa. No es una culpa abstracta, sino una que nace de la consciencia de haber trastocado un orden íntimo. En esta adaptación, Víctor Frankenstein no es un científico que juega impunemente con la vida, sino un hombre que, aun antes del desastre, parece arrastrar la sensación de haber abierto una puerta que nunca debía cruzarse. Desde su primera aparición, el personaje encarna a quien intenta —sin lograrlo del todo— sostener la ilusión del control sobre algo que lo desborda.
Guillermo del Toro sitúa esta herida en el centro del relato. El nacimiento de la criatura no es una conquista, sino una fractura que expone la incapacidad del creador para comprender lo que realmente ha llamado al mundo. Víctor da vida al cuerpo que él mismo ha modelado, pero no está preparado para su mirada. La criatura lo observa con una mezcla de desconcierto y necesidad, y ese simple gesto desnuda al científico de todo discurso de grandeza. Allí se inaugura la culpa: en la imposibilidad de responder a lo que uno mismo ha producido.
Mary Shelley había anticipado esta fractura cuando escribió: “El ser que yo había creado era en verdad un miserable… y yo, incapaz de soportar la visión del trabajo de mis manos, huí de él” (Shelley, Frankenstein, 1818). Del Toro recoge este impulso pero lo matiza. No es solo que Víctor huya; es que la criatura, en su despertar, parece reclamar una forma de reconocimiento que el creador simplemente no puede ofrecer. En ese desencuentro —en ese instante en que dos existencias se rozan sin encontrarse— se levanta la columna vertebral emocional de la película.
La culpa en este Frankenstein no es una consecuencia tardía, sino un impulso inicial. Víctor es consciente de que ha intervenido en un territorio para el que no tiene lenguaje. Ha desafiado a la muerte sin preguntarse qué hará con la vida que ha generado. Por eso la película insiste en la fragilidad del creador: la cámara lo sigue en corredores sombríos, lo encierra en siluetas recortadas, lo vuelve pequeño frente a la presencia física de la criatura. Es la metáfora visual de una conciencia que se sabe insuficiente.
El monstruo, por su parte, lleva en su cuerpo la inscripción de esa culpa inaugural. Cada cicatriz es una memoria del gesto que lo creó; cada rasgo torpe, una evidencia de que fue armado por manos que no estaban listas para amar lo que ensamblaban. Del Toro lo filma con una mezcla de solemnidad y compasión que transforma la herida en un espacio de lectura moral: si el creador no reconoce lo que ha hecho, la criatura no puede ubicarse en el mundo.
El conflicto central de esta sección del relato —y del ensayo— se sostiene en una pregunta insistente: ¿qué responsabilidad nace en el instante en que otorgamos existencia a algo o alguien? Del Toro rehúye las respuestas fáciles. No propone el castigo como mecánica narrativa, sino el examen íntimo de un hombre que descubre que la grandeza no lo exime del afecto, que la ciencia no lo libra del deber. La culpa, lejos de ser un tropo dramático, es la conciencia ética que Víctor no puede dejar de escuchar.
Al final, esta herida no se cierra. Es el motor que empuja al personaje a moverse, a equivocarse, a intentar reparar. Y aunque nunca logra reconciliarse plenamente con su criatura, la película sugiere que la verdadera tragedia no es el acto de crear, sino la incapacidad de acompañar lo creado. Esa es la grieta que atraviesa a Víctor y que hace de esta adaptación un estudio profundo sobre la fragilidad humana.
“En el corazón del monstruo habita una ternura que solo asusta a quienes han olvidado cómo se siente ser vulnerable.”
El monstruo vulnerable: humanidad desde la oscuridad
Hay algo profundamente conmovedor en la manera en que Guillermo del Toro filma a la criatura. A diferencia de muchas versiones anteriores que se apoyaban en la idea del monstruo como amenaza, esta adaptación lo presenta desde un registro íntimo, casi frágil, donde cada movimiento parece un intento de comprender un mundo que lo ha recibido con miedo. Jacob Elordi encarna a un ser que no nace con violencia, sino que la aprende; no despierta con maldad, sino con una necesidad elemental: ser visto como algo más que una aberración.
Del Toro ha reiterado en entrevistas que su interés por los monstruos proviene de su infancia, de la sensación de que aquello que la sociedad etiqueta como diferente es, en realidad, una forma de verdad emocional. En esta película, esa idea se vuelve núcleo narrativo. La criatura no es un enemigo: es un ser que pregunta. La oscuridad que lo envuelve no es el símbolo del mal, sino el marco de su desconcierto. Nos mira como quien intenta descifrar su propio reflejo en los ojos de otro.
Mary Shelley escribió una frase que parece anticipar el corazón de esta versión: “Yo era benevolente y bueno; la miseria me hizo un demonio” (Shelley, Frankenstein, 1818). Esta sentencia, tan simple como devastadora, encuentra un eco directo en la película de Del Toro. La criatura experimenta el rechazo antes que la palabra, el miedo antes que el cuidado. En sus desplazamientos torpes, en sus balbuceos iniciales, en su manera de alzar las manos como quien teme romper lo que toca, se percibe una humanidad que el entorno no sabe reconocer. Es un niño en un cuerpo imposible, un recién nacido en un paisaje que lo señala como una amenaza.
La fotografía acentúa esta condición vulnerable. La criatura se mueve entre luces tenues, en espacios estrechos, rodeada de sombras que parecen más pesadas que su propio cuerpo. Del Toro evita la espectacularidad del horror para centrarse en la sensación física de existir en un cuerpo que incomoda a quienes lo observan. No es casual que, en varios momentos, la cámara se sitúe a su altura: el mundo no es visto desde arriba, sino desde abajo, como si la película misma adoptara la perspectiva del marginado.
También es notable la manera en que el director articula silencio y gesto. En lugar de construir un monstruo elocuente, lo dota de una voz quebrada, casi dolorosa. Cada palabra pronunciada por la criatura parece arrancada a la fuerza, como si el lenguaje fuera un territorio al que no pertenece del todo. Esa dificultad para nombrar el mundo se convierte en metáfora de su condición: no puede hablar porque no ha sido enseñado a hacerlo; no puede ser comprendido porque nadie se ha detenido a escucharlo.
Sin embargo, la vulnerabilidad no convierte a la criatura en un símbolo pasivo. Su sensibilidad lo empuja a buscar un espacio en el que pueda existir sin ser perseguido. Ese deseo de pertenencia es el que lo vuelve profundamente humano. Del Toro construye una paradoja bella y dolorosa: la criatura es el ser más puro del relato, y al mismo tiempo, el más condenado por su pureza. Su fuerza física, que podría convertirse en violencia, se muestra en la película como una defensa desesperada ante una hostilidad que no pidió.
Lo fascinante de esta sección de la historia es que la criatura se vuelve espejo del espectador. No es difícil reconocer en ella la experiencia humana del rechazo, ese sentimiento primario de no encajar, de ser observado como un error. La película invita a cuestionarnos qué vemos realmente cuando miramos un rostro ajeno: ¿vemos amenaza, o vemos fragilidad? ¿vemos diferencia, o vemos un eco de nuestra propia soledad? La criatura, en su vulnerabilidad desarmada, formula una pregunta que incomoda por su sencillez: ¿qué es lo que hace a alguien digno de cuidado?
Así, el monstruo deja de ser monstruo. No porque su aspecto cambie, sino porque su interior se revela. Del Toro nos recuerda que la verdadera oscuridad no está en el cuerpo cosido de la criatura, sino en la incapacidad humana de reconocer la luz que intenta brotar desde ese cuerpo.


El cuerpo como territorio: estética gótica y materialidad del dolor
Uno de los rasgos más distintivos de la mirada de Guillermo del Toro es su comprensión del cuerpo como un espacio narrativo. En su versión de Frankenstein, el cuerpo de la criatura no es solo un ensamblaje de partes resucitadas: es un territorio donde se inscriben la violencia del creador, la fragilidad de lo humano y la historia de un dolor que no tiene palabras. Cada sutura, cada costura, cada imperfección es una memoria física. El cuerpo habla, incluso cuando el personaje aún no sabe hacerlo.
Del Toro evita la abstracción y vuelve palpable aquello que Shelley sugiere en la novela: la corporeidad del monstruo como un recordatorio constante del acto prohibido que le dio origen. En el libro, cuando Frankenstein contempla por primera vez su creación, describe: “Su piel amarillenta apenas cubría el trabajo de los músculos y las arterias que se movían debajo” (Shelley, Frankenstein, 1818). La película no replica literalmente este pasaje, pero sí conserva su espíritu: la criatura es un cuerpo que revela lo que normalmente se intenta ocultar. Es la anatomía convertida en metáfora.
Esta materialidad del dolor no se presenta con crudeza gratuita. Del Toro usa la estética gótica como una herramienta para conferir dignidad a lo monstruoso. Las sombras, los claroscuros, la luz que cae sobre la piel cicatrizada, la geometría de los laboratorios y mansiones: todo compone un escenario que enmarca un cuerpo que parece desbordar su propio límite. La atmósfera gótica aquí no es un adorno estilístico, sino un modo de expresar la relación entre el cuerpo y el mundo. Un cuerpo nacido en la oscuridad aprende a leerse a sí mismo a través de esa misma oscuridad.
Hay un instante particularmente revelador —uno de esos que Del Toro filma con una delicadeza casi ritual— en el que la criatura toca su propio rostro, como si intentara reconocer la forma de sí mismo. Ese gesto, tan humano y tan primario, es también un acto de descubrimiento. El cuerpo es para él una incógnita, un espacio al que ha sido arrojado sin preparación. No solo despierta a la vida: despierta dentro de una forma que no eligió. Esa conciencia tardía convierte su físico en un mapa de preguntas sin responder.
En esta lectura, el cuerpo es también una frontera moral. Víctor Frankenstein, que ve la vida como un desafío técnico, no entiende que la materia que manipula tiene consecuencias afectivas. La criatura es la evidencia de esa desconexión: es la manifestación viva de una experimentación que ignoró la experiencia. El cuerpo del monstruo denuncia, simplemente al existir, la soberbia del creador. No hay manera de contemplarlo sin reconocer el error. Del Toro subraya este choque ético filmando a Víctor desde ángulos que lo empequeñecen frente a su creación, como si la imagen corrigiera la arrogancia que el personaje intenta sostener.
El entorno que rodea a la criatura prolonga esta idea del cuerpo como territorio. La arquitectura gótica —con sus muros húmedos, sus pasillos interminables, sus habitaciones que parecen respirarlo todo— actúa como un espejo de su fisicidad. Lo que vemos no son escenarios grandilocuentes, sino espacios que parecen prolongaciones del propio cuerpo: laberínticos, fragmentados, asimétricos. Del Toro siempre ha sido un director que convierte los escenarios en estados del alma, y aquí lo hace con una precisión que desarma. El mundo que rodea a la criatura es tan remendado como ella.
Lo más poderoso de este enfoque es que invita al espectador a pensar en su propia relación con el cuerpo. No en términos médicos ni biológicos, sino existenciales. La criatura habita un cuerpo que le duele porque es un cuerpo sin historia personal, un cuerpo que no corresponde a un pasado propio, un cuerpo adoptado. En esa tensión entre lo que se es y lo que se tiene aparece una forma de humanidad muy profunda. Tal vez el dolor no provenga de las cicatrices, sino de la distancia entre el interior y el exterior.
Del Toro convierte así la corporeidad en un espejo: el monstruo recuerda que todos habitamos cuerpos que, en mayor o menor medida, nos sobrepasan, nos fallan, nos marcan. Pero también cuerpos que narran quiénes somos. El suyo, por más construido que esté, por más ajeno que parezca, se vuelve símbolo de una verdad silenciosa: nadie elige la forma en que llega al mundo; lo que hacemos con esa forma es lo que define nuestra historia.
“La criatura mira como quien busca una verdad que nadie se atreve a pronunciar; en sus ojos, el mundo se vuelve un juicio silencioso.”
La mirada como revelación: ética y percepción en el monstruo
Si hay un gesto que define la versión de Frankenstein de Guillermo del Toro, es la mirada de la criatura. No una mirada aterradora, sino una que interroga. Del Toro ha dicho en múltiples ocasiones que lo que le interesa de los monstruos no es su capacidad para causar miedo, sino su potencial para decir la verdad. La criatura mira, y al mirar nos obliga a sostener una pregunta que rara vez formulamos: ¿qué ve alguien que es rechazado antes de ser comprendido?
En la novela original, Shelley describe un momento en que la criatura observa su reflejo por primera vez: “Al principio no entendí que era yo, pero cuando me convencí, sentí la amargura más amarga” (Frankenstein, 1818). Esa amargura es central para el personaje: nace sin lenguaje pero no sin sensibilidad. Entiende el rechazo incluso antes de conocer la palabra que lo nombra. Del Toro recupera esa intensidad emocional y la amplifica, no con discursos explicativos, sino con la forma en que filma los ojos del monstruo: siempre abiertos, siempre vulnerables, siempre atentos a un mundo que no le ha dado la bienvenida.
La mirada, en esta adaptación, no es un recurso narrativo, sino un principio ético. Del Toro insiste en que ver implica responsabilidad. Quien mira a la criatura no solo la observa: la juzga, la clasifica, la reduce. Pero la criatura también ve, y su mirada devuelve ese juicio con una mezcla de dolor, desconcierto y una forma embrionaria de dignidad. Ver y ser visto se convierten en los ejes que determinan la relación entre el monstruo y la humanidad. En esa reciprocidad tensa reside uno de los grandes logros de la película.
Hay una escena —de apariencia simple pero de una carga emocional contundente— en la que la criatura fija los ojos en Víctor, no con odio, sino con una desconcertante expectativa. Es la mirada de alguien que desea una explicación para su existencia, una explicación que no llega. Víctor, incapaz de sostener esa responsabilidad, aparta la vista. Ese gesto, casi imperceptible, resume la tragedia: el creador es incapaz de mirar de frente aquello que ha creado.
Del Toro construye toda esta dinámica visual utilizando su característico lenguaje cinematográfico, donde la luz y el encuadre funcionan como extensiones del alma de los personajes. La iluminación tenue, que envuelve la piel de la criatura con una textura casi líquida, permite que los ojos destaquen como puntos de vida que se aferran a comprender. En ocasiones, la luz parece seguir la dirección de su mirada, como si el mundo solo existiera allí donde él lo observa. Esta sutileza convierte cada plano en una conversación íntima entre la criatura y el espectador.
La ética de la mirada también se amplía hacia los personajes secundarios. Las reacciones ante la criatura revelan más sobre ellos que sobre ella. El miedo, la compasión, el desprecio, la curiosidad: cada emoción se vuelve un espejo moral. Es el mismo efecto que Shelley produjo en su novela, cuando la criatura observa a la familia De Lacey y aprende de ellos, a distancia, lo que significa la bondad humana. El monstruo aprende a ser humano observando a los humanos ser humanos. Del Toro retoma ese recurso, pero con una sensibilidad contemporánea: la mirada ya no es solo aprendizaje, sino también un acto de resistencia. Mirar sin permiso, mirar desde la periferia, mirar cuando se te niega un lugar: esa es la forma en que la criatura afirma su existencia.
La mirada, entonces, no es solo revelación; es también denuncia. La criatura, en silencio, muestra la fragilidad de los vínculos humanos. Su insistencia en mirar lo que nadie quiere ver —la mentira del creador, la violencia del rechazo, la verdad del dolor— convierte sus ojos en un espacio de testimonio. De ahí que Del Toro, siempre proclive a explorar la dimensión moral de lo monstruoso, construya esta adaptación casi como una elegía: la mirada del monstruo es la herida abierta que obliga a reconocer aquello que preferimos ignorar.
Pero hay un aspecto especialmente conmovedor: la criatura, aun después de todo, mira con esperanza. Esa esperanza no es ingenua, sino persistente, casi obstinada. Como si los ojos, a pesar de la experiencia, se negaran a renunciar por completo a la posibilidad de ser vistos con benevolencia. Es un matiz profundamente humano, quizá el más humano de todos. La criatura no pide aceptación; pide reconocimiento. Ser vista, simplemente, como alguien que siente.
En este sentido, la mirada es un acto de afirmación: cada vez que la criatura observa, reclama un lugar en el mundo que se le ha negado. La monstruosidad se deshace lentamente en esa insistencia. Lo que queda es una pregunta que no se apaga: ¿qué nos revela aquello que decidimos no mirar?


El cuerpo como mapa del dolor: materia, memoria y vulnerabilidad
Uno de los elementos más poderosos en la relectura de Frankenstein que propone Guillermo del Toro es el modo en que convierte el cuerpo de la criatura en un territorio simbólico donde se inscriben tanto los errores del creador como las fracturas del mundo que lo rodea. En la novela de Mary Shelley, la descripción del monstruo es deliberadamente ambigua: su deformidad provoca horror, pero su sensibilidad desarma cualquier lectura simplista. Del Toro lleva esta contradicción a un plano visual y emocional más complejo, donde cada cicatriz se convierte en una pregunta sobre la responsabilidad humana.
El cuerpo del monstruo no es solo un ensamblaje de partes: es un archivo. Al igual que las antiguas reliquias religiosas cargadas de historia y sufrimiento, la criatura lleva en la piel la memoria de los cuerpos que lo componen. La elección estética de Del Toro —cicatrices irregulares, texturas húmedas, piel que parece no haber terminado de definirse— sugiere que el monstruo aún está en proceso de ser. Es un cuerpo que se rehace y se resiste, un cuerpo que todavía no entiende el significado de su propia existencia, del mismo modo que un niño no comprende la naturaleza de su dolor.
Esto convierte a la criatura en una figura profundamente vulnerable. No es un villano que ataca sin motivo, sino un ser que habita un cuerpo que no eligió. Su primera experiencia del mundo es la sensación física: frío, luz, incomodidad, una torpeza motora que del Toro filma con asombrosa delicadeza. La criatura aprende su lugar en la realidad a través del cuerpo, y ese aprendizaje es brutal porque la sociedad lee ese cuerpo como amenaza. Donde él percibe curiosidad, los otros ven peligro. Donde él siente desorientación, los otros proyectan monstruosidad. Así, el cuerpo del monstruo refleja no solo su tragedia, sino también la incapacidad humana para ver más allá de la superficie.
Del Toro hace un paréntesis cinematográfico en esta dinámica al mostrar momentos de quietud, casi contemplativos, donde la criatura explora su propio cuerpo como si intentara descifrarlo. La criatura palpa sus manos, observa su reflejo con desconcierto, toca una cicatriz como quien intenta recordar algo que nunca vivió. Estos gestos mínimos construyen una subjetividad conmovedora: el cuerpo no es un instrumento de destrucción, sino el escenario donde nace la conciencia.
La idea del cuerpo como mapa del dolor también atraviesa a Víctor. Su cuerpo —cansado, tenso, casi consumido por su propia obsesión— contrasta radicalmente con el de la criatura. Mientras el monstruo busca sentido, Víctor se descompone lentamente bajo el peso de sus errores. Del Toro subraya esta inversión: el creador es quien se desmorona, mientras su creación intenta sostenerse en un mundo que le resulta hostil. En cierto modo, el cuerpo del monstruo es más honesto que el de Víctor; en él, la culpa es visible. En Víctor, la culpa se oculta, se niega, se esconde entre argumentos racionales que su propio cuerpo ya no puede sostener.
El cuerpo del monstruo es también el punto de ruptura entre lo humano y lo inhumano. Shelley ya lo había sugerido cuando escribió: “Sus miembros eran proporcionados, y yo había seleccionado sus rasgos como hermosos. Hermosos. ¡Dios mío!” (Frankenstein, 1818). Esa contradicción —la belleza imposible que se vuelve horror en el resultado— es central en Del Toro. La criatura, aun cuando intimida, tiene algo de lo sublime: un tipo de solemnidad que no pertenece del todo a este mundo. Es la materialización de una pregunta metafísica: ¿puede un cuerpo imperfecto albergar una humanidad plena?
El cine de Del Toro siempre ha problematizado la relación entre cuerpo y alma. En El laberinto del fauno, el cuerpo infantil es el lugar donde se inscribe la violencia del mundo; en La forma del agua, el cuerpo “otro” es el que permite amar sin reservas. En Frankenstein, esta reflexión alcanza un punto de madurez: el cuerpo es una frontera moral. Cómo lo miramos define quiénes somos. Cómo lo juzgamos revela nuestras fallas. La criatura encarna todas las preguntas que evitamos hacer sobre la fragilidad humana.
El cuerpo, finalmente, es también promesa: cada cicatriz es una posibilidad de transformación. La criatura, que debería representar la desesperanza, se convierte paradójicamente en una figura de resistencia. Su dolor no lo destruye; lo funda. Su vulnerabilidad no lo limita; lo humaniza. En ese gesto, Del Toro traza un camino que va más allá del terror: un cine donde el cuerpo herido no es símbolo de muerte, sino de una vida que insiste en aprenderse a sí misma.
“Víctor no teme al monstruo: teme a la responsabilidad de haber creado a alguien que puede mirarlo como un padre.”
Paternidades imposibles: el vínculo roto entre creador y creación
En el corazón de Frankenstein, tanto en la novela de Mary Shelley como en esta versión de Guillermo del Toro, late una idea dolorosa: toda creación exige un acto de responsabilidad que Víctor no está preparado para asumir. Lo que distingue la mirada de Del Toro es que convierte esa responsabilidad fallida en una reflexión sobre la paternidad, no en sentido biológico, sino moral. Víctor intenta desafiar a la muerte, pero no comprende que engendrar vida —cualquier vida— implica aceptar que esa vida nos mirará de vuelta, reclamará explicaciones, buscará afecto o justicia. Y cuando la criatura abre los ojos por primera vez, Víctor fracasa en el único acto que realmente definía su papel de creador: quedarse.
Shelley lo expresa con una claridad que sigue conmoviendo dos siglos después: “Incapaz de soportar la vista del ser que había creado, huí” (Frankenstein, 1818). Esa huida es el origen de todas las tragedias posteriores. Del Toro retoma este gesto no como un mecanismo narrativo, sino como un símbolo de la fragilidad humana. En su adaptación, la criatura no es un monstruo que despierta al horror: es un ser nacido en un estado de desamparo absoluto. No sabe hablar, no sabe moverse, no sabe quién es. Mira a Víctor como un recién nacido mira a sus padres: buscando un signo mínimo de pertenencia. Pero la respuesta es el vacío.
Del Toro altera ligeramente la dinámica clásica —no para modificar la historia, sino para intensificar el drama ético. Su Víctor es más contradictorio: no solo teme lo que ha creado, sino que teme lo que esa creación dice de él. La criatura se convierte en una especie de espejo moral donde Víctor ve sus propias ambiciones deformadas. Ese miedo no es solo repulsión física: es el miedo a reconocer que la vida que ha creado posee una humanidad que él es incapaz de sostener.
La paternidad que Víctor rechaza es también la que la criatura reclama. A lo largo de la película, se repite un patrón profundamente humano: el monstruo intenta comprender el mundo acudiendo, de manera insistente, a aquello que identifica como su origen. Busca a Víctor no para vengarse —al menos no al principio— sino para entenderse. El deseo de la criatura es sorprendentemente simple: quiere una explicación. Quiere que su creador no lo abandone. Quiere un vínculo, aunque sea frágil, aunque sea doloroso. Quiere, en términos contemporáneos, ser reconocido como alguien que pertenece a alguien.
Pero Víctor no puede. O no quiere. O no sabe cómo. La relación entre ambos se vuelve entonces un drama de expectativas rotas. La criatura no exige amor, exige responsabilidad. Víctor no puede darle ni una cosa ni la otra. La imposibilidad de la paternidad se vuelve así el eje emocional del relato. Este conflicto no es solo ético ni emocional: es ontológico. La criatura no entiende quién es porque su creador ha renunciado a definirlo. Esa renuncia lo condena a una existencia fragmentada, donde el dolor se convierte en identidad.
Del Toro, fiel a su sensibilidad, rehúye toda simplificación. No demoniza a Víctor ni idealiza a la criatura. Entiende que en el centro del mito hay un dilema insoluble: ¿cómo otorgar vida sin aceptar que esa vida será distinta a la que imaginamos? La criatura es precisamente esa diferencia: un ser que desborda toda intención, todo plan, toda fantasía científica. Su existencia expone la incapacidad humana para anticipar las consecuencias de sus actos más ambiciosos. Víctor no crea un monstruo; crea una interpelación permanente.
El vínculo entre ambos, aunque fracturado, nunca deja de existir. Incluso cuando la criatura se vuelve contra su creador, lo hace desde el dolor de la traición, no desde la maldad. La violencia que despliega no es gratuita: es la forma desesperada de obligar a Víctor a mirar lo que ha rechazado. En este contexto, la venganza no es deseo de destrucción, sino una última forma de diálogo. El monstruo insiste en ser visto, incluso cuando solo puede conseguirlo a través de la tragedia.
Esta visión, que Del Toro filma con una sensibilidad desgarradora, coloca el mito en un territorio profundamente humano: el de los vínculos que no pudieron ser, el de las responsabilidades que se evaden, el de las presencias que abandonan y las ausencias que vuelven para reclamar sentido. La criatura no es un hijo en el sentido literal, pero sí en el emocional: es alguien que busca un lugar en la mirada de quien lo engendró. Víctor, incapaz de sostenerlo, se convierte en una figura trágica no porque cree vida, sino porque no sabe qué hacer con ella.
La imposibilidad de esta paternidad es lo que finalmente define el destino de ambos. Del Toro no ofrece redención fácil. No la necesita. Lo que ofrece es algo más honesto: una historia donde la herida permanece abierta porque nunca fue atendida. En esa herida se inscribe la verdadera monstruosidad del relato: no la apariencia de la criatura, sino el abandono que la constituye.


La humanidad en ruinas: amor, abandono y el deseo imposible de pertenencia
En la versión de Guillermo del Toro, el eje emocional de la criatura no es la violencia, ni siquiera la venganza, sino un anhelo mucho más sencillo y devastador: pertenecer. Esta adaptación entiende que el corazón de Frankenstein no es un tratado sobre los peligros de la ciencia, sino un lamento por la incapacidad humana de ofrecer afecto donde hace falta. Del Toro, con su sensibilidad característica, reconfigura la historia para subrayar que lo verdaderamente trágico no es que la criatura sea rechazada, sino que nunca tuvo la oportunidad de ser algo más que un reflejo del miedo de los demás.
Hay en esta criatura una necesidad de amor que no es infantil ni ingenua, sino ontológica. Mary Shelley lo plantea de manera cristalina cuando la criatura, al reflexionar sobre su sufrimiento, afirma: “Era un ser desgraciado y abandonado, como yo lo seré siempre” (Frankenstein, 1818). Esa frase marca la conciencia de un destino impuesto desde afuera, una condena que no nace de sus actos, sino de la mirada ajena. Del Toro recoge este gesto y lo convierte en un hilo conductor que recorre toda su película: la criatura desea un lugar en el mundo, aunque ese lugar sea pequeño, aunque sea frágil.
En este sentido, Del Toro se aparta de muchas adaptaciones anteriores que convierten al monstruo en un símbolo abstracto del “otro”. Aquí, la criatura no es metáfora: es persona. Tiene miedo, tiene curiosidad, tiene deseos que no sabe nombrar. Y sobre todo, tiene una necesidad profunda de que alguien reconozca su existencia. La criatura aprende el amor observándolo, de segunda mano, como quien escucha una canción desde otra habitación. Lo intuye, lo copia, intenta aproximarse a él con la torpeza de quien nunca ha sido amado. Y esa aproximación es, a la vez, conmovedora y dolorosa, porque el mundo no le ofrece un lenguaje para sentir sin ser castigado.
La humanidad que rodea a la criatura tampoco está intacta. Víctor, consumido por su obsesión; Elizabeth, atrapada entre el deber y el duelo; los habitantes que reaccionan al monstruo sin comprenderlo: todos son personajes rotos que cargan sus propias pérdidas. Del Toro enfatiza la idea de que la tragedia no nace del monstruo, sino de un entramado de afectos fracturados que ya existían antes de su llegada. La criatura, en su inocencia torpe, no es la causa de la ruina, sino la evidencia de ella.
El amor, en la versión de Del Toro, aparece siempre como algo que podría haber existido pero no llegó a concretarse. No se trata de subrayar la imposibilidad del afecto, sino de mostrar cómo el miedo se interpone una y otra vez entre la criatura y aquello que busca. Hay escenas donde la posibilidad de ternura parece abrirse —una mano que se acerca sin tocar, una voz que se suaviza, un gesto que podría haber sido cariño— pero todas terminan quebrándose justo antes de completarse. Esa interrupción constante convierte a la película en un estudio delicado sobre la fragilidad del vínculo humano.
Lo que vuelve trágico este relato no es que la criatura esté condenada a la soledad, sino que el mundo tenía la capacidad de evitarlo y no lo hizo. Del Toro, sin caer en sentimentalismos, sugiere que incluso los monstruos —o quizá especialmente ellos— pueden comprender el amor si se les ofrece un punto de partida. Pero el abandono, ese silencio persistente, se convierte en la lengua que la criatura aprende primero. Y todo lo que hace después, incluso la violencia, está teñido por ese aprendizaje inicial.
La humanidad de la criatura se sostiene precisamente en su vulnerabilidad. No se vuelve monstruo porque esté roto, sino porque está solo. Su dolor no es excepcional; es un eco de todos los dolores humanos que lo rodean. Y al final, cuando el monstruo observa el mundo con esa mezcla de desconcierto y deseo, Del Toro parece recordarnos que la pregunta fundamental no es si la criatura puede amar, sino si la humanidad es capaz de corresponderle.
La película deja una huella porque obliga al espectador a confrontar algo incómodo: la criatura no fracasa en ser humana; somos nosotros quienes fallamos en reconocerlo. En esa inversión se revela la verdadera tragedia: no la existencia del monstruo, sino la ruina emocional que lo produce y lo margina. La criatura quiere pertenecer, pero el mundo —demasiado asustado, demasiado herido— no sabe cómo darle un lugar.
Del Toro no ofrece consuelo. Pero sí ofrece una verdad luminosa: incluso en la soledad más cruda, el deseo de amar permanece intacto. Y ese deseo, por sí solo, basta para derrumbar cualquier definición simplista de monstruosidad.
“En su soledad, la criatura protege la última chispa de lo humano: la necesidad de ser reconocido por otro.”
La persistencia de lo humano: el mito que vuelve a nacer
En esta adaptación de Guillermo del Toro, Frankenstein vuelve a ser lo que Mary Shelley imaginó desde el inicio: un espejo que no embellece, un relato que obliga a mirar lo que preferimos negar. Lo fascinante de esta versión es que no reinterpreta el mito desde la distancia, ni lo moderniza artificialmente, sino que lo devuelve al centro de una pregunta antigua y siempre nueva: ¿qué hace que una vida sea digna? Del Toro responde con una mezcla de ternura y ferocidad: lo humano persiste incluso allí donde la humanidad ha fallado.
La criatura, tal como la filma Del Toro, no es un experimento fallido ni un símbolo abstracto. Es una conciencia que despierta en un mundo que ya estaba roto antes de su llegada. Shelley escribió que su monstruo era “más sensible que el hombre moderado” (Frankenstein, 1818), y esta sensibilidad radical es lo que define la mirada contemporánea del director mexicano. Su criatura no es una amenaza, sino una herida viviente; no es un castigo, sino una pregunta. Esa vulnerabilidad, lejos de suavizar la historia, la intensifica. El mito renace no porque cambie de forma, sino porque vuelve a recordarnos aquello que hemos olvidado: la fragilidad es la raíz más profunda de la existencia humana.
Del Toro entiende el monstruo como una frontera: entre la vida y la muerte, entre la razón y el deseo, entre el amor posible y el amor negado. Esa frontera no es un espacio vacío, sino un territorio emocional donde la criatura se convierte en guía involuntario. Su sola presencia obliga a los personajes —y al espectador— a reconsiderar el valor de los vínculos que nos sostienen. Víctor, incapaz de asumir su responsabilidad, cae en la misma trampa que muchos de nosotros: creer que la creación puede existir sin cuidado, que la vida puede darse sin acompañamiento. Su tragedia no es haber desafiado a la naturaleza, sino haber traicionado el pacto íntimo que implica traer algo —o alguien— al mundo.
Si algo distingue a esta versión del mito es su absoluta falta de cinismo. Del Toro no ridiculiza la esperanza, ni la convierte en un gesto sentimental. Más bien la imagina como un residuo indestructible, la chispa mínima que sobrevive incluso en los seres que nunca fueron tratados con amor. En la criatura, esa chispa se manifiesta como deseo: deseo de hablar, de aprender, de comprender por qué existe. Ese deseo, aunque condenado al fracaso, es también lo que lo vuelve irremediablemente humano.
El cine de Del Toro siempre ha estado poblado de seres que encarnan la verdad emocional del mundo mejor que los humanos que los rodean. Su Frankenstein continúa esta tradición, pero con una madurez nueva. Aquí, los monstruos no son excepciones: son recordatorios. La criatura, con su cuerpo incompleto y su mirada abierta, nos recuerda lo que el miedo intenta borrar: que amar es una responsabilidad y que el abandono es una herida que no deja de sangrar.
El mito persiste porque toca un nervio universal: todos hemos sido, en algún momento, criaturas que miran hacia afuera buscando una respuesta. Todos hemos sentido la fragilidad de no ser comprendidos, la esperanza tenue de que alguien pueda ver en nosotros algo más que nuestras heridas. Del Toro, lejos de suavizar el relato, lo amplifica hasta volverlo íntimo. Su Frankenstein no es un cuento de terror, sino una plegaria por aquello que aún puede salvarse.
Al final, la película termina donde el mito siempre ha querido terminar: en la pregunta. ¿Qué nos hace humanos? ¿Nuestros cuerpos imperfectos? ¿Nuestro deseo de pertenecer? ¿Nuestra capacidad para amar incluso cuando no sabemos cómo? Del Toro no ofrece respuestas definitivas —ninguna obra verdaderamente grande lo hace— pero permite que esa pregunta se instale con una serenidad desgarradora. Y quizá esa sea la forma más auténtica de honrar a Shelley: aceptar que la criatura siempre será más que un monstruo, porque siempre estará hecha de aquello que tememos y de aquello que esperamos.
La persistencia de lo humano no es una victoria: es un acto de resistencia. Y en esa resistencia, esta versión de Frankenstein encuentra su verdad más profunda.


Epílogo: la herida que permanece
Al llegar al final de Frankenstein en la versión de Guillermo del Toro, uno advierte que la película no se clausura: se queda suspendida en una vibración incómoda, como si la última imagen siguiera interrogándonos más allá de la pantalla. Esta persistencia es, quizá, la mayor prueba de que la obra ha entendido el espíritu de Shelley sin imitarla: la herida no sana, pero tampoco destruye; simplemente sigue abierta, recordándonos que la fragilidad es el precio de toda conciencia.
Del Toro, que siempre ha trabajado desde una sensibilidad barroca, transforma aquí ese barroquismo en un silencio expresivo. Después de un recorrido marcado por la exuberancia visual y el pathos emocional, la película se cierra con una quietud que duele. No es redención lo que presenciamos, ni un cierre moralizante, sino algo más complejo: la revelación de que el verdadero monstruo no es la criatura, sino la imposibilidad de la humanidad para aceptar su propia sombra. Y sin embargo, es precisamente en ese fracaso donde surge una chispa de belleza. La criatura ha querido ser vista, y nosotros, espectadores, hemos sido obligados a mirarla sin máscaras.
En su correspondencia juvenil, Shelley escribió: “El corazón humano tiene puertas que solo se abren desde el interior”. El filme parece tomar esta idea y devolverla al espectador como una advertencia. La criatura empuja esas puertas, pero no logra atravesarlas del todo; quien sí atraviesa es el espectador, obligado a confrontar su relación con la otredad, la vulnerabilidad y la creación. Es una apuesta ética: del Toro parece preguntarnos si seríamos capaces de tratar con dignidad aquello que nace de nuestras propias manos, aun cuando nos revele nuestras miserias.
Este epílogo no ofrece respuestas. Prefiere dejar la mirada de la criatura suspendida en un punto donde la compasión y el terror se confunden. Del Toro entiende que el mito de Frankenstein no se cierra con muerte ni redención, sino con una pregunta radical: ¿qué hacemos con lo que nos pide existir? Desde esa herida abierta —esa herida que, como toda buena obra de arte, se queda con nosotros— la película afirma su lugar no solo como adaptación, sino como un nuevo capítulo del mito.
“A veces, lo que hemos creado no busca destruirnos, sino que simplemente insiste en existir.”
Bibliografía:
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