Francisco Araya Pizarro (Chile) - La tierra innombrada

Siglos después de “la Gran Transformación” que había acabado con la civilización, la Tierra había quedado irreconocible. Los océanos habían reclamado antiguas ciudades, las selvas se extendían como imperios verdes y las montañas alzaban picos que no figuraban en mapas de tiempos pasados.

11/19/2025

Mimeógrafo
#150 | Noviembre 2025

La tierra innombrada

Francisco Araya Pizarro
(Chile)

Cita

Siglos después de “la Gran Transformación” que había acabado con la civilización, la Tierra había quedado irreconocible. Los océanos habían reclamado antiguas ciudades, las selvas se extendían como imperios verdes y las montañas alzaban picos que no figuraban en mapas de tiempos pasados. Las naciones que sobrevivieron formaron una sociedad feudal similar a la de España del siglo XVI, organizándose en nuevas alianzas, entre ellas, la poderosa “Confederación de Novoa Terra”, un imperio forjado no por sangre, sino por visión y poderío marítimo. En esta sociedad, Diego de Montoya era hijo de comerciantes, pero su alma era la de explorador. Desde pequeño soñaba con horizontes sin nombre, con mapas aún en blanco, listos para ser trazados. Entrenado en navegación, historia y combate, fue asignado al navío “La Celeste”, en una misión de exploración. Su objetivo era hallar una nueva ruta comercial hacia las islas especiadas del oriente. Pero en mitad del viaje, una tormenta, como salida del mismo abismo, los envolvió durante días. Cuando las nubes se disiparon, la brújula giraba sin sentido. Frente a ellos, una tierra desconocida: extensa, fértil, intacta.

Diego bautizó aquel nuevo mundo como “Nuevo Mundo de Esmeralda”. En sus costas fundó un asentamiento: Nueva Esperanza. Era el primero, pero no el único. La Liga de Estelas Doradas y el Reino de Atlántida pronto anclaron sus banderas en otras costas del mismo continente. Mientras Diego organizaba exploraciones, enfrentaron selvas que respiraban y ríos que hablaban en brumas. Pero el verdadero descubrimiento fue una joven nativa cuyo cabello, rostro y cuerpo estaban ataviada de pinturas y adornos de frutos secos pintados de colores llamativos y piezas de oro. Ella cantaba con un tono agudo y chillón cuando se bañaba que resonaba fuertemente en los oídos de los exploradores; era para honrar a sus dioses. Además, hablaba con las piedras y leía las estrellas como si fueran libros. Diego no podía pronunciar su nombre nativo, así que la llamó “Isabella”. Ella los salvó de una emboscada y los condujo a un lugar sagrado, donde los árboles crecían en espiral y los animales no temían a los hombres.

—“No todo debe ser conquistado” —le dijo Isabella, al ver el deseo en los ojos de los recién llegados—. “Algunas cosas solo se aprenden”.

Pero no todos compartían su sabiduría. Hernán Rojas, mercenario y antiguo capitán desterrado de la Liga, ofreció sus servicios a la Confederación. Diego lo aceptó con reservas. Hernán veía en Esmeralda la potencial promesa de oro, poder y gloria. Donde Diego veía en la alianza, un sometimiento. Pronto, se supo de ataques. Tribus desplazadas, bosques incendiados por exploradores de Atlántida, y una muralla levantada por la Liga en el istmo del norte. El continente era un verdadero ajedrez, y las piezas empezaban a moverse; cada jugada determinaba quién se quedaría con las tierras.

En un consejo con sus capitanes, Diego propuso algo inédito: invitar a los líderes de las tribus para negociar.

—“Somos huéspedes en esta tierra” —dijo—. “Si no sabemos convivir, seremos tragados por ella”.

Con Isabella como traductora y mediadora, se reunieron con los sabios del Consejo del Sol. Hablaban de los Custodios del Corazón de Esmeralda, una civilización oculta que mantenía el equilibrio del continente. Nadie los veía, pero todos sentían su influencia: lluvias justas, cosechas abundantes, vida amorosa. Movido por la intriga, Diego organizó una expedición a lo profundo del interior de la jungla. Lo acompañaron Isabella, Hernán, y un puñado de hombres leales. Durante semanas, caminaron entre templos cubiertos de musgo y ruinas, vestigios de civilizaciones recientes y otras de culturas muy anteriores.

Finalmente, en un valle invisible desde el cielo, los Custodios aparecieron. No eran dioses, sino hombres y mujeres sabios, vestidos con símbolos celestes y con un idioma que parecía más cantar que hablar. Les mostraron una biblioteca viva, hecha de ramas que respondían al tacto, donde el conocimiento era orgánico, fluido, compartido.

Diego aprendió. Sobre la transformación de la Tierra. Sobre los errores del pasado. Sobre el ciclo de conquistas y pérdidas que vivía la humanidad.

—“Si solo tomas, el mundo se rompe” —le dijo el Custodio de las Mareas—. “Pero si das y tomas, se convierte en tu hogar”.

De regreso a Nueva Esperanza, Diego traía consigo más que relatos. Traía decisiones ya tomadas.

Se opuso a la explotación sin tregua. Prohibió nuevas expediciones armadas. Estableció acuerdos con las tribus. Hernán impugnó enérgicamente estas decisiones, pero Diego respondió:

—“¡Entonces busca dónde están tus cosas y márchate!”. —le dijo enérgicamente.

La respuesta fue mucho más que contundente; así el ambicioso explorador fue desterrado, ya que Diego tenía más que descubierto su conspiración con los emisarios de la Liga para provocar una guerra y justificar la invasión. Los líderes de la Confederación estaban divididos. Algunos lo tildaron de traidor a su sangre. Otros vieron en su decisión una nueva forma de explorar el nuevo mundo ante sus ojos: no por la fuerza, sino por la alianza.

Con los años, Nueva Esperanza creció no como colonia de una potencia, sino como cruce de caminos. Mercaderes, sabios, navegantes y curanderos se encontraban en sus plazas. Las historias de los Custodios se compartían como enseñanzas. Y los hijos de ambas culturas nacieron sabiendo mirar el cielo y la tierra con respeto.

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