El Teatro del Inconsciente. Las visiones surrealistas de Jan Švankmajer

Ensayo que explora el universo fílmico del cineasta checo desde una mirada hermenéutica, poética y filosófica. A través de una estructura por secciones, se examinan las influencias del surrealismo, la infancia, el cuerpo, el teatro, la animación y la crítica al lenguaje, desentrañando las claves simbólicas, estéticas y éticas de su cine.

Sabak' Ché

El Teatro del
Inconsciente

Sabak' Che

Las visiones surrealistas de Jan Švankmajer

Abstract

El Teatro del Inconsciente. Las visiones surrealistas de Jan Švankmajer es un ensayo que explora el universo fílmico del cineasta checo desde una mirada hermenéutica, poética y filosófica. A través de una estructura por secciones, se examinan las influencias del surrealismo, la infancia, el cuerpo, el teatro, la animación y la crítica al lenguaje, desentrañando las claves simbólicas, estéticas y éticas de su cine. Švankmajer es presentado como un alquimista de lo visual, un escultor de lo onírico y un disidente del sentido común, cuya obra subvierte la lógica racional para abrir paso al inconsciente. El ensayo propone que su cine no solo representa sueños, sino que actúa como un mecanismo simbólico que los produce. En tiempos de imágenes domesticadas, su filmografía persiste como un teatro abierto, un umbral hacia lo otro, lo subterráneo, lo visceral.

El umbral hacia lo no dicho: arte, sueños y lo perturbador

Hay ciertas puertas que no se abren con llaves, sino con traumas. Hay miradas que no buscan ver, sino recordar lo que nunca fue dicho. El cine de Jan Švankmajer, maestro de la inquietud animada y alquimista del absurdo, se mueve en esa frontera borrosa entre lo visible y lo innombrable. Su obra no se instala en el arte como simple representación, sino como revelación: una forma de desenterrar los fantasmas que viven debajo de las palabras, detrás de las paredes, en el gesto involuntario de un objeto que cobra vida.

En un mundo saturado por imágenes lisas, limpias, digitalizadas hasta el vacío, el estilo de Švankmajer resulta una anomalía radical. En sus películas no hay efectos especiales, sino efectos espirituales: lo que tiembla no es la pantalla, sino el inconsciente del espectador. Ver una obra suya es entrar en una habitación donde todo parece conocido —una taza, un juguete, una mesa, una madre— pero donde todo, sin embargo, se mueve con una lógica distinta, como si los objetos hubieran estado esperando este momento para contarnos algo oscuro, algo viejo, algo nuestro.

Influenciado por el surrealismo de Breton y el psicoanálisis freudiano, pero también por las marionetas checas, la pintura manierista y la materia corruptible del mundo real, Švankmajer propone un cine que escapa a las narrativas convencionales. Su teatro es un escenario donde los sueños no son evasiones, sino mecanismos de enfrentamiento. En palabras del propio cineasta: “El mundo interior y el exterior se funden en una sola imagen poética.”

Este ensayo no pretende clasificarlo, ni domesticarlo dentro de una teoría cinematográfica. Pretende, más bien, acompañarlo. Leerlo como se lee un poema sin resolverlo. Asomarnos a sus películas como quien se aproxima a un espejo cubierto de polvo: el reflejo está ahí, pero necesita ser acariciado, no limpiado. Exploraremos su estilo, sí, pero también sus obsesiones, sus criaturas, sus laberintos y sus lenguajes secretos. Nos adentraremos en sus películas como si fueran sueños vividos por otros, pero que nos tocan como si fuesen propios.

Porque Švankmajer no hace cine para ser entendido. Hace cine para ser sentido, y quizás, un poco temido.

Materiales rotos, cuerpos fragmentados y objetos que hablan

En el universo visual de Jan Švankmajer, la materia no es muda ni pasiva. Todo objeto es un cuerpo latente, todo cuerpo es un objeto en tránsito, y todo títere es un mito que respira por los poros de la historia. En sus películas, la distinción entre lo animado y lo inanimado se disuelve como cera bajo una vela antigua. Una cuchara puede devorar, una muñeca puede sangrar, una puerta puede gemir. Todo tiene una voz. Todo está a punto de descomponerse o de nacer.

Este es el corazón de lo que podríamos llamar —si se nos permite el oxímoron— una estética del colapso. Švankmajer no construye belleza en la perfección, sino en la fractura. Sus mundos están hechos de maderas que crujen, telas raídas, juguetes gastados, carnes falsas que, sin embargo, parecen más vivas que la piel. Es un arte que no se oculta en la ilusión, sino que se goza en la imperfección. Una piedra sucia puede tener más alma que una palabra pulida.

En su técnica, el stop-motion adquiere una función ritual: devolverle la vida a lo que parecía muerto. Pero no para embellecerlo, sino para perturbarnos con su movimiento imperfecto, como si algo sagrado y grotesco estuviera a punto de revelarse. La artificialidad no se oculta: se exalta. Una pierna de maniquí puede caminar sin cuerpo. Una lengua puede salir de una caja. Las cosas no representan, actúan.

Esta transgresión material está profundamente enraizada en la tradición cultural checa de las marionetas, pero también en el simbolismo alquímico de la materia corruptible. Para Švankmajer, el deterioro es revelación. El cuerpo humano, desmembrado o comido por sí mismo, no es horror ni morbo: es metáfora. Como escribe en sus diarios creativos: “Debemos romper el objeto para liberar el contenido poético.”

En Faust (1994), por ejemplo, el protagonista es manipulado por hilos invisibles. Es un hombre que, sin saberlo, ya es un títere: una crítica tan poderosa como absurda sobre el libre albedrío. En Little Otik (2000), un muñeco de madera se convierte en una criatura hambrienta y monstruosa, nacido del deseo irracional de tener un hijo. Y en Conspiradores del placer (1996), los objetos se convierten en cómplices del placer solitario, revelando cuánto nos habitan nuestras obsesiones.

Los títeres en Švankmajer no son nostalgia de la infancia: son símbolos arquetípicos del alma encadenada. El mito no se cuenta desde las alturas, sino desde las vísceras. De ahí que su estética no aspire a la limpieza, sino al contacto directo con lo que mancha, lo que cruje, lo que se rompe para decir algo más hondo que el lenguaje.

En su mundo, los objetos no son decorado: son dramaturgos. Y el colapso no es final: es transformación.

La infancia como laberinto: Alicia, Otik y los monstruos cotidianos

La infancia, en las películas de Jan Švankmajer, no es un edén perdido ni un recuerdo dorado. Es un bosque oscuro lleno de símbolos, un espejo roto en el que se reflejan deseos deformes y terrores apenas susurrados. Lejos de idealizar ese período, Švankmajer lo revela como un campo de batalla donde se gestan las neurosis, se despiertan los deseos prohibidos y se enfrentan los primeros ritos del inconsciente. La niñez no es inocencia, sino intensidad.

En Alice (Něco z Alenky) (1988), Švankmajer transforma la novela de Lewis Carroll en una experiencia onírica, visceral y profundamente inquietante. Su Alicia no es una heroína curiosa, sino una niña solitaria atrapada en un mundo donde lo blando se vuelve duro, y lo familiar, amenazante. Aquí, los animales no hablan con gracia: crujen, rechinan, están hechos de piel disecada y ojos de vidrio. El conejo blanco no guía: huye, sangra, tiembla. El sueño infantil se convierte en una pesadilla sin lógica lineal, donde el deseo y el castigo son una misma moneda.

No se trata solo de una relectura oscura del cuento clásico. Se trata de una reescritura desde lo corporal. Alicia no entra a un país de las maravillas, sino a una habitación de la psique donde los objetos cobran vida con una lógica cruel. La niña no sueña para escapar, sueña para mirar lo que la realidad esconde: la crueldad, la repetición, la soledad.

En Little Otik (2000), el tema de la infancia se retuerce aún más. Basado en un cuento popular checo, la historia narra cómo una pareja que no puede tener hijos adopta un tronco al que le dan forma de bebé. Por una especie de hechizo de deseo (o quizás de neurosis), el muñeco cobra vida. Pero Otik no es un niño: es una criatura devoradora, símbolo grotesco del instinto de posesión, de la ansiedad por la maternidad y del miedo a lo que uno mismo engendra.

La niña vecina que descubre el secreto del “bebé” se convierte en la verdadera conciencia de la historia. Ella lee, investiga, miente, protege. Ella representa la inteligencia silenciosa de la infancia: esa lucidez que el adulto ha perdido. Porque en Švankmajer, los niños no son tontos. Son testigos. Son herederos de un mundo torcido por las mentiras adultas, y sus juegos no son juegos, sino formas de resistencia.

Ambas películas —Alice y Otik— comparten una verdad incómoda: que la infancia es el primer territorio donde el alma se fractura. Allí se origina el deseo, pero también el trauma. Allí nace el monstruo, no como castigo externo, sino como una creación íntima. Y el cine, en manos de Švankmajer, no es una puerta de salida, sino un espejo que nos obliga a regresar a ese primer laberinto con los ojos abiertos.

La infancia no es origen ni promesa: es herida. Y el arte que la explora sin suavizantes, como lo hace Švankmajer, no nos devuelve a ella, sino que nos enfrenta a lo que no quisimos recordar.

El cuerpo y la carne: eros, obsesión y descomposición

En la obra de Jan Švankmajer, el cuerpo no es una mera envoltura ni un objeto de contemplación. Es un campo de batalla donde se inscriben los impulsos, las fobias, el erotismo y la muerte. Su cine convierte la carne en metáfora, en espectáculo, en máquina de deseo y repulsión. La piel no recubre: revela.

El cuerpo que Švankmajer muestra no es nunca idealizado. No hay armonía clásica ni líneas suaves. Hay humedad, viscosidad, fragmentación. Lenguas gigantes que exploran el mundo (Conspiradores del placer), bocas que devoran sin saciedad, manos que acarician compulsivamente o destruyen con el mismo fervor. Su erotismo no apunta al placer normativo: se ubica en el rincón oscuro donde el deseo se mezcla con la culpa y la obsesión.

En Conspiradores del placer (1996), seis personajes ocultan prácticas eróticas que, en su aparente absurdo, revelan un profundo anhelo de transgresión. Uno fabrica un mecanismo para que una mano mecánica lo acaricie; otra, acaricia una muñeca hecha de migas de pan con reverencia fetichista; otro, pesca su propia fantasía entre peces y plumas. No hay diálogo, solo rituales. Cada personaje está solo con su cuerpo, intentando crear una liturgia personal del deseo. El cuerpo aquí no se libera: se obsesiona.

Švankmajer entiende que el cuerpo es el último refugio del inconsciente. Por eso, sus películas nos lo muestran en estados intermedios: lo vivo y lo muerto, lo humano y lo objeto, lo deseado y lo temido. En Little Otik, el tronco-bebé que devora representa un deseo deformado, una maternidad llevada al extremo de lo caníbal. El cuerpo se vuelve literal: lo que no se sublima, se engulle.

La comida es otro lenguaje erótico en su filmografía. No como acto nutritivo, sino como metáfora de lo que se ingiere simbólicamente: el otro, el mundo, lo prohibido. En sus cortos más tempranos (Food, 1992), los personajes se alimentan unos de otros, se tragan, se sirven como platos. El acto de comer se vuelve un acto de poder, de eros, de fusión perversa.

Švankmajer no filma el cuerpo como imagen, sino como presencia. No le interesa la forma sino la materia: la saliva, el cuero, el pelo, el sonido húmedo de una masticación, la tensión de una mano que no sabe si acaricia o estrangula. El cuerpo es el lenguaje que precede a la palabra. Es el primer territorio donde el deseo y la muerte se encuentran.

En este teatro de carne, la belleza está ausente. No porque falte, sino porque se ha vuelto otra cosa: una estética de lo visceral. Una poesía de lo grotesco.

Marionetas filosóficas: teatro, poder y locura

En el universo de Jan Švankmajer, el teatro no es solo un escenario: es una metáfora ontológica. Cada personaje parece estar atrapado en un guion que no escribió, obligado a repetir gestos, palabras y tragedias que le son ajenas. La libertad, en este contexto, es una ilusión; el libre albedrío, un juego que se juega con los hilos del amo invisible. En este teatro de sombras, el ser humano es una marioneta que a veces sospecha su condición… y a veces se entrega a ella con furia.

Faust (1994) es quizá la cristalización más densa de esta visión. El protagonista —sin nombre, sin historia, sin identidad— encuentra un libreto en la calle, lo sigue, lo encarna, y se convierte literalmente en Fausto. Entra y sale de escenarios, se cruza con títeres, con actores, con autómatas. La realidad y la ficción se confunden hasta volverse indiscernibles. ¿Actúa o es actuado? ¿Elige o solo responde al texto que alguien —o algo— ha escrito para él?

Švankmajer nos muestra que el poder no siempre necesita gritar: puede hablar bajito, desde adentro, desde los símbolos, desde la rutina. El poder habita en los rituales que repetimos sin pensar, en los papeles sociales que asumimos sin cuestionar. El Fausto de Švankmajer no es el sabio orgulloso que busca el saber: es el hombre común que cae en la trampa de interpretar un rol que no entiende. “El destino no se escribe con fuego ni con sangre”, parece decirnos el director, “sino con marionetas de madera y escenarios polvorientos”.

En Lunacy (2005), la locura aparece no como un desvío, sino como otro sistema de control. Inspirada en relatos de Edgar Allan Poe y en el pensamiento de Donatien Alphonse François de Sade, la película traza una pesadilla en la que la cordura y la demencia se intercambian sus máscaras. El manicomio, como metáfora del mundo, se rige por reglas absurdas, fluctuantes, crueles. ¿Quién decide qué es normal? ¿Quién sostiene los hilos de lo real?

Los personajes de Lunacy viven en un mundo en el que el castigo es una ceremonia y el placer es un crimen ritualizado. Como en el teatro, cada acción se repite con una lógica que no es lógica, sino simulacro. La voluntad individual se diluye entre gritos, risas enlatadas, palomas muertas que renacen. El cuerpo sufre, el alma se extravía, pero el espectáculo continúa. Y el espectador, cómplice y rehén, no puede apartar la mirada.

El teatro, para Švankmajer, no es un arte que imita la vida: es el marco donde la vida se revela como representación, como montaje de gestos heredados, de palabras que nos preceden. No hay autor; hay ecos. No hay decisión; hay repetición. Y cuando un personaje —como el Fausto anónimo— intenta salirse del guion, no encuentra la libertad, sino el abismo.

Como dice el propio Švankmajer:

"Vivimos en un teatro, pero hemos olvidado que estamos actuando. Y lo peor es que no sabemos quién ha escrito la obra."

En este capítulo de su filmografía, el checo no nos ofrece una salida. Solo un espejo. Uno de esos viejos, de camarín roto y luces descompuestas, donde uno se mira y no se reconoce… pero intuye que algo, detrás del reflejo, aún respira.

Animar lo inanimado: la alquimia de la animación

La animación, en manos de Jan Švankmajer, deja de ser una técnica para convertirse en una forma de hechicería visual. El stop-motion, ese arte paciente y obsesivo que da vida a lo muerto cuadro por cuadro, se transforma en una especie de alquimia del alma: un rito oscuro que invoca a los objetos para que hablen, sientan, odien o deseen. Švankmajer no anima —resucita. No crea personajes —despierta espectros.

En sus películas, la animación es menos un recurso estético que una declaración metafísica. Lo que se mueve, lo que cobra vida, no lo hace solo para divertirnos o sorprendernos. Lo hace para revelar algo oculto. Porque detrás de cada tenedor que se retuerce, de cada carne que palpita, de cada mueble que se sacude con pulsiones inexplicables, hay una verdad latente: el inconsciente también tiene forma, textura, volumen… y quiere hablar.

Švankmajer entendió lo que los surrealistas proclamaban: que el objeto cotidiano, el más banal, encierra una violencia simbólica si se lo despoja de su función utilitaria. En sus manos, una muñeca no es un juguete, sino un cuerpo fragmentado. Un trozo de carne se convierte en un símbolo de deseo o repulsión. Un ojo en una taza puede mirar lo que no queremos ver.

En Alice (1988), por ejemplo, las criaturas del País de las Maravillas no son seres fantásticos en el sentido habitual: son amalgamas de huesos, telas sucias, dientes falsos y engranajes oxidados. No encantan: inquietan. Se arrastran, rechinan, babean. Son la materialización del sueño infantil atravesado por la pulsión de muerte. Alicia, que a veces es niña real y a veces muñeca de porcelana, parece flotar entre la carne y el objeto, entre el yo y el reflejo, entre el deseo de saber y el miedo de recordar.

Este tratamiento de la animación no busca la ilusión del movimiento fluido, como en Disney. Al contrario, abraza la torsión, el espasmo, la rigidez del sueño mal resuelto. El stop-motion de Švankmajer conserva siempre la marca de lo hecho a mano: se ven los hilos, se oyen los crujidos, se siente el tiempo que tarda en formarse un gesto. Ese gesto es lo que nos atrapa, porque parece provenir de otro plano.

Hay algo profundamente psicoanalítico en esta técnica. El objeto animado no solo es extraño (unheimlich), sino que representa el retorno de lo reprimido. El zapato que devora carne, la lengua que camina sola, el armario que late… son síntomas. Hablan por la boca cerrada del sujeto. Son el teatro del inconsciente que se manifiesta en la materia.

Švankmajer, que estudió marionetas y arte experimental antes que cine, entendió que la animación no es un subgénero del séptimo arte, sino un lenguaje con autonomía propia. Un lenguaje que puede decir lo que la palabra no alcanza. Y que puede mirar donde el ojo humano se niega a mirar.

En una entrevista, confesó:

"No animo objetos para que cobren vida, sino para que devuelvan la mirada."

Quizá ahí resida el secreto de su arte: en esa inversión de la perspectiva. No somos nosotros los que vemos la película. Son los objetos —esos seres desechados, olvidados, marginales— los que nos observan desde el otro lado de la pantalla. Y al hacerlo, nos recuerdan que todo lo que tocamos, todo lo que usamos, todo lo que creemos inerte… tiene memoria.

Una crítica al sistema del sentido: lenguaje, instituciones y represión en clave surrealista

Jan Švankmajer nunca ha confiado del todo en las palabras. En sus obras, el lenguaje aparece como una herramienta torpe, traicionera, incluso represiva. No es casual que en muchas de sus películas los personajes apenas hablen o lo hagan de forma fragmentaria, interrumpida, como si cada sílaba se volviera sospechosa. Švankmajer entiende, como los surrealistas antes que él, que el lenguaje ha sido domesticado por el poder, y que detrás de cada frase coherente se esconde una jaula invisible.

El lenguaje, ese sistema al que el orden social nos obliga a someternos desde la infancia, es una de las primeras instituciones contra las que se rebela su cine. El habla, la gramática, la lógica discursiva son desmontadas mediante recursos visuales que las desacralizan: un poema que se convierte en comida masticada, una carta que se deglute, un diario íntimo que se escupe en lugar de escribirse. En Švankmajer, la palabra no sirve para expresar, sino para revelar su impotencia.

En Conspiradores del placer (1996), la ausencia total de diálogos expone esta crítica con crudeza. Los personajes —cada uno inmerso en ritos eróticos, absurdos y solitarios— se comunican con objetos, con gestos, con obsesiones inconfesables. La sociedad moderna, controlada por instituciones como la policía, la televisión o la iglesia, aparece como un espectáculo sin voz, donde el sentido ha sido sustituido por el automatismo de las costumbres. Nadie se habla, pero todos actúan bajo el influjo de una lógica que no comprenden. En ese vacío, el deseo se vuelve lenguaje primitivo, secreto, incontrolable.

La sátira institucional también aparece en Surviving Life (2010), una de sus obras más conceptuales. Aquí, Švankmajer combina actores reales con collages y fotografías estáticas que parodian la lógica del psicoanálisis, la burocracia y la moral. Un hombre común, atrapado entre su esposa, su psicoanalista y sus sueños recurrentes, se transforma en el conejillo de indias de un sistema que intenta traducir el inconsciente a través de fórmulas y expedientes clínicos. Pero el deseo, en este universo, no se deja encasillar. Siempre desborda, siempre irrumpe donde menos se espera, saboteando la razón y burlándose del diagnóstico.

Hay en todo esto una profunda crítica a la forma en que construimos sentido. La palabra, el ritual, la ley, la religión o la medicina son sistemas que pretenden organizar el mundo, pero Švankmajer se dedica a mostrar cómo esas estructuras se agrietan por dentro. El sinsentido no es un error: es la verdad última. Como en los sueños, como en la locura, como en el arte.

Desde esta perspectiva, su cine puede entenderse como un acto de desobediencia. No solo contra la política o la moral, sino contra la lógica misma. Cada escena, cada montaje abrupto, cada imagen que parece no tener explicación, es un desafío a esa necesidad humana de comprender. Como si dijera: deja de buscar el significado, y empieza a ver con los ojos cerrados.

El surrealismo, en Švankmajer, no es solo una estética, sino una estrategia de resistencia. Al descomponer el sentido, al liberar los objetos de su función, al disolver la narrativa en fragmentos, su obra nos lanza una pregunta inquietante: ¿qué es lo real, sino una convención? ¿Y qué sucede si dejamos de obedecerla?

Como escribió André Breton:

"Lo imaginario es aquello que tiende a convertirse en real."

Švankmajer invierte la fórmula: lo real, en sus manos, se convierte en imaginario —y eso, más que una fantasía, es una revolución.

El teatro sigue abierto: Švankmajer y la mirada que persiste

El teatro de Jan Švankmajer no tiene telón de cierre. Al igual que sus marionetas, sus objetos animados y sus habitaciones de pesadilla, su cine permanece suspendido en un entreacto perpetuo. Cuando creemos que la función ha terminado, la mirada —esa que ha sido transformada por lo que ha visto— sigue operando en la penumbra, removiendo sentidos, agrietando certezas. Su arte no busca respuestas, sino fisuras por donde pueda entrar el inconsciente, ese huésped incómodo que todos llevamos dentro.

Švankmajer no enseña, despierta. No propone una interpretación unívoca, sino que abre la experiencia a un juego peligroso donde cada espectador debe vérselas con sus propios símbolos, sus miedos, sus deseos escondidos. Como un alquimista del cine, transforma lo banal en perturbador, lo cotidiano en fantasmagoría, lo absurdo en metáfora. Y es ahí, en esa capacidad de ver el mundo como un espejo roto, donde se halla la potencia poética de su obra.

“El ojo debe aprender a cerrar para comenzar a ver”, parece decirnos en cada plano. Su universo, tejido con tierra, carne, madera y papel, no obedece al tiempo lineal ni a la lógica aristotélica. Es un universo que respira, que cruje, que recuerda la materialidad de los sueños y la carne de las obsesiones. Un cine que no teme al silencio, a la lentitud, a lo grotesco o lo repulsivo, porque sabe que en esa zona marginal de la experiencia humana habita una verdad más honda.

Su cine es también un acto de resistencia. Frente a un mundo saturado de imágenes limpias, veloces, anestesiadas, Švankmajer nos devuelve la textura de lo real: su rugosidad, su contradicción, su violencia, su erotismo, su absurdo. En tiempos donde el arte tiende a volverse algoritmo, su obra persiste como una máquina de visión arcaica y poderosa, hecha con manos y sombras, con huesos y arcilla, con risa y terror.

Y aunque sus películas sean raras, difíciles o incómodas para algunos, tienen la capacidad de abrir un umbral, un pasadizo secreto hacia lo que no puede decirse. Como en un cuento de hadas oscuro, basta con cruzar la puerta —esa que él mismo nos construye con tijeras, muñecos, barro y fuego— para entrar en un lugar donde el inconsciente tiene voz y el arte, por fin, vuelve a tener cuerpo.

Porque mientras exista alguien que mire con ojos no domesticados, que escuche el murmullo de los objetos, que imagine una mesa como un escenario y una comida como un conjuro, el teatro del inconsciente de Jan Švankmajer seguirá abierto.

Bibliografía:

Libros y ensayos:

· Švankmajer, Jan. Touching and Imagining: An Introduction to Tactile Art. I.B. Tauris, 2014.
· Dryje, František, y Bertrand Schmitt. Dark Alchemy: The Films of Jan Švankmajer. Edinburgh University Press, 2010.
· Freud, Sigmund. Lo ominoso (Das Unheimliche), 1919.
· Breton, André. Manifiesto del surrealismo, 1924.
· Artaud, Antonin. El teatro y su doble. Editorial Argonauta, 1938.
· Todorov, Tzvetan. Lo fantástico: una introducción a la literatura de lo irreal. Ediciones Paidós, 1970.

Entrevistas y artículos:

· Švankmajer, Jan. “What Surrealism Means to Me.” En Dark Alchemy, ed. Dryje y Schmitt, 2010.
· Eburne, Jonathan P. “The Surrealist Cinema of Jan Švankmajer.” The Oxford Handbook of Surrealism, 2016.
· Bradshaw, Peter. “The master of surreal horror: Jan Švankmajer interviewed.” The Guardian, 2012.
· Interview with Jan Švankmajer in Sight & Sound Magazine, 2001.

Fuentes fílmicas:

· Něco z Alenky (Alice, 1988)
· Faust (1994)
· Spiklenci slasti (Conspirators of Pleasure, 1996)
· Otesánek (Little Otik, 2000)
· Šílení (Lunacy, 2005)
· Přežít svůj život (Surviving Life, 2010)
· Cortometrajes seleccionados (1964–1989), incluidos Dimensions of Dialogue, Food, The Flat y Jabberwocky