El sombrero
Siempre camino del trabajo a la casa. Son unos tres kilómetros, y creo que es saludable... o al menos eso es lo que digo. Inconscientemente, sé que realmente retraso mi llegada, o intento prolongarla lo más posible. No la soporto. Me detengo ante el zaguán imaginando algún pretexto para entrar de corrido a la alcoba, para no hablar e ir directamente a la cama. Las discusiones son todos los días. Cada vez más violentas.
Mimeógrafo #136
Septiembre 2024
El sombrero
Mario Treviño
(México)
Siempre camino del trabajo a la casa.
Son unos tres kilómetros, y creo que es saludable... o al menos eso es lo que digo. Inconscientemente, sé que realmente retraso mi llegada, o intento prolongarla lo más posible.
No la soporto. Me detengo ante el zaguán imaginando algún pretexto para entrar de corrido a la alcoba, para no hablar e ir directamente a la cama.
Las discusiones son todos los días. Cada vez más violentas.
Apenas llego y, aún sin saludar o dejar el portafolio, ya estamos gritándonos.
Mi pobre sombrero ha pagado las consecuencias varias veces; ha servido como fiel escudero, como punta de lanza, como flecha.
Una vez, llevó una bofetada por los aires y la depositó en aquellas insolentes mejillas. Otra vez fue el valiente escudo que detuvo rosas de filosas espinas arrojadas con furia desde unas manos ofendidas por la duda.
Aprecio mucho ese sombrero, y ella se ha dado cuenta; puedo ver cómo lo mira con desprecio, cómo fulguran sus ojos cuando la sorprendo mirándolo. Creo que realmente tiene una espesa envidia, un profundo resentimiento por no ser hombre y poder usarlo, por saber que su pequeña cabeza de huevo es insuficiente para llevar con apostura un objeto tan visiblemente masculino.
Él, el sombrero, es un tipo verde, fino pero viejo, como esos ancianos europeos de mucha clase, añejos e inocentes, cargando ese pasado tormentoso de la guerra.
El sombrero es de fieltro, con una banda color café oscuro en la base y tal vez un poco caído en el frente, cosa que le da estilo propio, personalidad.
Sí, mi sombrero tiene personalidad.
En la casa, mi casa, siempre hay algo que hacer, regar las rosas, podar los arbustos, sacar la jaula de los canarios, martillar las mecedoras que rechinan cada día más trágicamente, creo que una de ellas, la mía, se romperá sorpresivamente cuando más este disfrutando de la lectura en la terraza. Lo que sembraría sin duda una sonrisa diabólica en la cara de ella.
Pues bien, aunque llegue de la oficina, y por muy malo que haya sido el día, el clima, o el tráfico, siempre tengo que esperar un reclamo desde que abro el zaguán, ya desde horas antes tiene programado mi tiempo y mis tareas en la casa.
No la soporto.
Trato de llegar y dejar mi portafolio en el banquito de madera que me regaló mi padre, apenas lo suelto con mucho cuidado para que no se caiga, y justo cuando llevo mi mano a la cabeza para quitar el sombrero de su lugar favorito, empiezan los gritos, las fúricas miradas. En un segundo, me invade el asesino deseo de aventarlo, de convertirlo en un sombrero de fría roca y romper la cabeza de ella, luego, cuando la policía pregunte qué pasó, les diría que así la encontré, con la cabeza rota y la sangre regada, acusaría a algún ladrón que al verse descubierto la golpeó, y sé que me dejarán en paz, porque saben que aborrezco la violencia, soy un hombre pacífico.
El asunto es que el deseo solo dura instantes y nunca en doce años, el sombrero ha obtenido más rigidez que la acostumbrada, y últimamente, hasta siento que ha perdido un poco más de firmeza. Pobre, debe ser frustrante haber nacido especialmente para un trabajo en la vida, y tener forzosamente que desempeñar muchos más a causa de los amigos, y recibir, en el nombre del cariño, uno que otro moquetazo. O convertirse en un ariete, mensajero del golpe nacido de la dignidad masculina. Bandera enarbolada de un marido frustrado, de un hombre sin sentido. ¡Ah!, mi pobre sombrero, siempre fiel.
Yo nunca he correspondido a esos gestos de amistad, llevarlo a ahormar dos veces al año no es cosa para agradecer, en ese almacén del centro, lo vaporean, lo peinan y le ponen un colorante vegetal para que siga tan verde como siempre, le planchan y ajustan la banda café y me lo entregan oliendo a nuevo en un paquete de papel de china color blanco. Eso es cada seis meses, cuando eso sucede, por la tarde lo recojo, lo arropo y lo llevo cuidadosamente al coche, donde lo saco de su blanco capullo y me lo pongo, si, dentro del auto. Lo miro y lo presento en el espejo retrovisor y sé que sonríe también, agradecido de verme, después de habernos separado todo un día. No sé qué haría sin él, seguro ya estaría en prisión por haber enviado aquella bofetada con mi pesado portafolio, en lugar de haberlo hecho con mi querido sombrero.
El portafolio, aunque cómodo, no es tan ligero para esos embates, es como dirían los militares, artillería pesada. Sin tener el sombrero a la mano, lo que hubiera arrojado sin duda, seria aquel pesado maletín de piel.
Entonces, y además de todo, mi sombrero, me ha salvado de ir a la cárcel.
Adoro mi sombrero, pero a ella, a ella no la soporto.
Fin.