El mejor desfile del mundo
- ¡Me largo! - Tomó la chamarra que colgaba en el respaldo de la silla y me ignoró mientras lo veía salir hablando entre dientes. Antes de salir, se detuvo un momento frente a la puerta y pensé que se había arrepentido como siempre. / Me equivoqué.
Mimeógrafo #137
Octubre 2024
El mejor desfile del mundo
Mario Treviño
(México)
- ¡Me largo! - Tomó la chamarra que colgaba en el respaldo de la silla y me ignoró mientras lo veía salir hablando entre dientes. Antes de salir, se detuvo un momento frente a la puerta y pensé que se había arrepentido como siempre.
Me equivoqué.
Metió la mano derecha entre el pantalón y las nalgas y se rasco descaradamente, con parsimonia, como si me ofendiera verlo, y me ofendiera más el no decirle nada. Sacó la mano y levantándola hacia su rostro la olió.
Hizo un mohín de disgusto y miró al techo, froto su mano en la barriga como si limpiara alguna imaginaria cagada, obviamente ahí no había nada.
Quizá el olor, pero a esa distancia, no alcance a saberlo. Me hubiera gustado ver una mancha café con forma de dedos embarrada en la blanca camisa, pero no vi nada.
Él llevaba ya mucho tiempo padeciendo un grave problema de hemorroides, y yo siempre, en cada ocasión que podía le hacía burla y lo molestaba con su enfermedad, desde aquel “viejo culo de mula” de Sade, hasta ¿oye tienes el calcetín de volteado? ¿o qué?, en fin…todas las analogías que se me ocurrían eran útiles, basta que relacionaran algo grotesco con el culo para que el supiera que tenía otra que aguantar.
En realidad, no había nada de malo en eso, los camaradas se patean las bolas en cada oportunidad, entre más duro se patean, más amor existe entre ellos. Él siempre me la devolvía con que mi pierna era de palo, se burlaba de mi pierna izquierda como si de un deporte se tratara, ora "viejo huesos de matraca", ora "pata chueca", etc. Siempre fuimos así, venía a verme o yo iba a verlo, todas las semanas pasábamos unas horas bebiendo y charlando mientras nos jodíamos con apodos nuevos.
Pero esta mañana, todo había cambiado. El cáncer lo acababa, o lo haría en muy pocas semanas. Solo pasó a contarme y a decirme que, aunque fuera viuda, su mujer estaba fuera de mi alcance, que no la fornicara.
Como si la anciana pelo blanco pechos caídos de su mujer me excitara un poco. Es verdad que en otro tiempo fue una mujerona, una mulata altísima de cuerpo firme como pantera, pelo castaño y ondulado. Esa cabellera siempre olía a coco y menta, y ni siquiera tenía que acercarse a nosotros para que pudiéramos apreciar la firmeza de sus pechos, o nos llegara tímida pero persistentemente el aroma.
Su aroma.
Siempre nos preguntamos si acaso el poseía un pene de toro o los dedos más ágiles de toda la ciudad, nos parecía imposible que una mujer de tamaña belleza fuera su pareja, no teníamos idea si él la compartía con algunos vejetes ricos, o amantes más vigorosos. La cosa era simplemente no dejar que él ganara.
Después nos acostumbramos a ver el culo de su mujer en cada parrillada los días de fútbol, y poco a poco ese deslumbramiento nos abandonó. Unos años más tarde hasta temíamos que llegara porque lo único que había prevalecido era su mirada de odio y su mal humor hacia nosotros. En el fondo sospechábamos que siempre esperó que alguien de la pandilla la intentara seducir, pero eso no pasaba.
No entre nosotros.
Ahora él era un viejo enfermo y se preocupaba de que no fuera a dejar una viuda que pasara por todos sus amigos sin remordimientos de ninguna parte, y quizá, dentro de esa fantasía suya, nosotros supiéramos algún secreto que no le convenía.
Pero yo ya estaba divagando mucho.
Era hora de salir, casi comenzaba el desfile anual y para llegar eran unos veinte minutos en auto, seguramente todas las calles cercanas a la avenida serían un estacionamiento gigante, y con el calor que hizo hacia el mediodía, se anticipaba un infierno dentro del auto por al menos una hora y eso también significaba perderse lo mejor del show.
Así que decidí llevar la bicicleta y si al final me emborrachaba la ataría a un poste cerca del bar a donde íbamos desde hacía décadas, que vale la pena decir, tenía una gran azotea para ver a las bailarinas del desfile.
Ya me estaba saboreando una gran jarra de cerveza helada, mientras veía esos muslos moverse rítmicamente entre papel celofán y enormes cisnes de unicel con brillantina color celeste, cuando vi que la bicicleta estaba averiada, en realidad no era importante, las gomas de los frenos estaban desalineadas y casi no tocaban el rin de las llantas, pero nada que no pudiera solucionarse. Cuando era niño, metía el pie entre el cuadro o tijera y presionaba firmemente la llanta y asunto arreglado. Pues bien, saqué la bicicleta mientras peleaba un poco con mi perro que justo se empeñaba en acompañarme.
Un grito y un empujón bastaron para que desistiera, de todas maneras, nunca fue un perro atlético, pero creo que disfrutaba acompañarme al bar por los largos tragos de cerveza que le regalaban mis amigos una vez que estaban un poco ebrios.
Estos tragos, servidos en un plato de hierro que algún día fue escupidero, eran casi succionados por la garganta de mi sabueso, el sonido estruendoso y hueco al mismo tiempo les maravillaba, incluso a mí me sorprendía la facilidad de mi can para beber alcohol. Después de eso corría un poco y se quedaba dormido respirando ruidosamente. Pero hoy no era un día para eso, saqué la bici y la monté con un poco de inseguridad al principio, pero después de veinte metros todo era felicidad.
El esforzar las piernas, sentir el corazón vigoroso, el viento en la cara, metiéndose entre la barriga y los testículos llevándose restos de humor viejo, de olor estacionado a sillón y calzoncillos rancios.
Todo volaba hacia atrás, volvía a tener doce años, me acordaba de mi amigo y su enfermedad, me acordaba de su mujer otrora bellísima, de mi perro, de los tragos, de las chicas del desfile, iba tan entusiasmado que olvide los frenos, meter el pie para frenar como en la juventud fue una buena idea, pero una mala práctica. Cuando intenté frenar, el volante comenzó a moverse por sí solo, el zigzagueo fue frenético, mis intentos por estabilizarlo eran titánicos, pero sumamente graciosos, e inútiles por supuesto.
Comencé a balancearme sobre la bicicleta, con la bicicleta, y ambos nos estampamos contra los arbolillos de la esquina donde está el parque.
Cruzando la calle el desfile estaba comenzando, porque ya escuchaba la orquesta avanzar, y el tumulto rugir entre aplausos y algunos cohetones para festejar.
Llegué rápidamente a la avenida, creo que los veinte minutos programados fueron en realidad quince, o menos. Esta vez fui lentamente, dirigiendo mi vehículo hacia el bar, entraría por atrás y recogería mi jarra de cerveza, aun no empezaba nada, pero se veía venir. Dejé la bici junto a un poste, y la encadené minuciosamente, una vez satisfecho y asegurado de que no se podría robar fácil, le puse el candado y revise que la llave abriera, todo bien, guarde la llave en el bolsillo, me limpié el sudor y entré al bar.
Los chicos estaban ahí, veían por la ventana, pero no traían jarra en las manos, ¡les grité- ehhh! muchachos, ¿porque no han subido a tomar el mejor lugar para el desfile? - ellos voltearon y supe que pasaba algo.
Sus caras largas y pálidas me asustaron un poco más que desconcertarme, me acerqué a ellos y ellos se acercaron a mí, deteniéndome por un hombro alguien soltó – lo mataron hombre, nadie pudo hacer nada- sentí un vuelco en el corazón, un súbito dolor de estómago, duro, que agarrotaba desde las tripas hasta los pezones.
- ¿A quién? -
- Lo atropellaron, no sabemos porque corría, pero venia hacia aquí y uno de los autos que corría del desfile lo aventó y le pasó encima- yo empecé a sentir las piernas flaquear, no sabía si por la noticia o porque estaba agotado muscularmente luego de mi aventura ciclista.
Alguien me acercó un vaso y lo bebí de un sorbo, era whiskey, caliente.
Tartamudeé y volví a preguntar, - ¿a quién atropellaron? -
En ese momento, me acercaron un paño a la cara, y me dijeron – ¿qué diablos te ha pasado? -
Miré hacía el espejo que está detrás de la barra y me vi, un hombre canoso y desarreglado, que sangraba profusamente de la cabeza, a la altura de la frente.
Lo que yo pensé que era sudor, en realidad era sangre, seca y coagulada, pero igual de escandalosa y alarmante.
Por un momento olvidé al atropellado y fui a mojar el paño. Ahora lo note claramente, estaba temblando.
Comencé a limpiarme y me miraba en el espejo, mientras me preguntaba cómo pasó, no había sentido algún golpe o algo, y la caída en la maleza del parque no tenía nada de salvaje. Debió ser ahí, pensé, pero no estaba seguro. De pronto, otro vuelco al corazón.
Dentro del bar, junto a la entrada, estaba mi perro tirado, con el hocico abierto y la lengua de fuera, debió salir detrás de mi cuando cerré o no me di cuenta y dejé abierto.
Mil ideas me rebotaban en la cabeza cuando me acerqué al cadáver, solté el trapo ensangrentado y un nudo durísimo en la garganta me saco lágrimas, lagrimas que ardían, amargas y con sabor a sangre. Mi pobre compañero ebrio estaba muerto atropellado y en una horrible pose dentro del bar de donde lo había rescatado hacia diez años. Me hinqué y traté de acomodarle la lengua, pero los sollozos rompieron mi compostura, era como vomitar, o tener diarrea, comenzaron lenta y controladamente.
Pero de un segundo a otro se convirtieron en espasmos horribles, y ruidosos. Me tire al piso y abrace a mi perro.
Ellos, mis amigos me dejaron un rato así, unos minutos, afuera se oía pasar la orquesta del desfile y pude sentir un poco de intranquilidad ajena.
De pronto y hartos de verme llorar, me levantaron, me dieron cerveza helada y me hicieron señas para subir por la escalera a ver el desfile. Era lamentable, pero no podía dejar a mi amigo ahí, muerto en la entrada. Así que lo cargué, y lo subí con nosotros a ver el desfile.
Ese año, fue el mejor desfile del mundo, las chicas de las escuelas, no usaron shorts, si no minifaldas con vuelo y ropa interior un poco indecente, la competencia fue extraordinaria, las acrobacias, los cuerpos, yo termine de limpiarme la sangre y no dejaba de acariciar a mi perro muerto. Honestamente durante la apoteosis del baile, pensé en la manera en que llevaría de vuelta la bicicleta y el cadáver de mi perro, que, si bien no era gigante, tampoco era una pieza de pan para cargar.
Decidí que llamaría a mi amigo el “cáncer con piernas”, para que pasara a recogerme en su auto, eso solucionaría todo, y además podríamos beber un poco más en mi casa, o en la suya mientras pensaba cuando y donde enterrar a mi perro.
Bajamos una hora después puse el cadáver de mi perro detrás de la barra.
Llame a la casa de “cáncer andante”, y el timbre sonó tres veces, después de un segundo de estática, pude oír como levantaban el auricular y contestó una mujer. Reconocí la voz de su esposa y me paré derecho.
– ¿me puedes pasar a tu esposo lindura? hay algo que necesito que haga por mí.
Un segundo, una respiración larga, estática y un suspiro fue lo que escuché, después una garganta aclarándose y una voz que titubeaba al decirme – el murió, hace un par de horas cuando volvió de tu casa- calló esperando respuesta pero yo, no supe que decir.
La cabeza me dio vueltas y volteé a ver a los muchachos del bar, guardaron silencio de inmediato cuando vieron mi cara.
Supongo que sigo siendo el chico expresivo que le gustaba a las niñas en la secundaria - me encantan tus ojos- decían vez tras vez y me dejaban besarlas y tocarlas bajo la falda del uniforme. Mire tristemente al grupo y no sabía que decirles.
Ellos guardaron silencio, acallaron sus palabrotas sobre las morenas danzantes y me vieron, yo solo negué con la cabeza y giré hacia la pared del teléfono, pude escuchar como caía un vaso haciéndose pedazos.
– Lo siento mucha señora, ¿hay algo que pueda hacer ahora por usted? - un silencio largo, o así me parecían los dos segundos de pausas sin respirar se pasaron antes de oír que me decía
- ¡Claro!, pero eso lo hablaremos en otro momento, ahora somos dos viudos y debemos cuidarnos uno al otro...-
No la deje terminar, y colgué.
Terminé una cerveza, y luego otras tres, los chicos del bar se fueron poca poco a dejándome sus condolencias, sabían bien que el “cáncer andante” y yo siempre fuimos mejores amigos, aunque su mujer nunca lo dejo ir al bar despues de una pelea que tuvimos con unos turistas alemanes y terminamos en la cárcel del pueblo, encerrados en la única celda, junto a los mismos turistas que a la fecha siguen siendo nuestros grandes amigos. Me quede a solas y en el bar solo quedaron los parroquianos más jóvenes, gente a la que no le importaba nada de lo que nosotros sabíamos del pueblo, de su historia y sus constructores.
Suspiré aun con reminiscencias de los sollozos por mi perro, esas replicas que dan luego de haber llorado y que también son incontenibles. Bajé detrás de la barra por él, y lo tome de la cabeza metiendo mis manos bajo de su costado, aun sangrante. Algunos me vieron sorprendidos, otros asqueados, los ignore a todos, levante el cadáver y lo atravesé en mis hombros.
Con mi perro muerto al hombro abandoné la bicicleta sin frenos, y me fui a casa, pensando en que hoy anduve en bicicleta, y tambien, había visto el mejor desfile de la historia.
Mañana sería otro día.