El castillo de Franz Kafka

“No era necesario que lo llamaran, él había venido por su propia voluntad.”

Biblioteca Itzamná
Reseña / Diciembre 2025

El castillo de Franz Kafka

La niebla del poder

El viajero de las palabras
_

“No era necesario que lo llamaran, él había venido por su propia voluntad.”
El castillo, Franz Kafka

Llego de noche. La nieve amortigua mis pasos y el silencio parece una ley que nadie ha escrito pero todos obedecen. A lo lejos, apenas insinuado, se alza el castillo: no como una fortaleza imponente, sino como una presencia borrosa, casi dudosa, suspendida en la niebla. No sé si existe del todo o si es una proyección del cansancio. Así comienza mi viaje por El castillo: no entrando, sino quedando afuera; no siendo recibido, sino tolerado; no avanzando, sino esperando.

Camino junto a K., el agrimensor. O quizá camino detrás de él, porque en este mundo nadie parece caminar a la par de nadie. Desde el primer momento siento que su llegada no es una promesa, sino un error administrativo. K. no irrumpe en la historia: estorba. Su presencia desajusta un sistema que funciona precisamente porque nadie lo cuestiona. Y ese es el primer golpe de Kafka: aquí, existir es ya una falta.

El pueblo duerme bajo una obediencia antigua. Las casas parecen inclinadas hacia adentro, como si escucharan órdenes invisibles. Las personas hablan en frases que no terminan de decir nada, repiten normas que no comprenden y aceptan jerarquías que jamás han visto de cerca. El castillo gobierna sin mostrarse. No necesita imponerse: basta con su lejanía. Basta con que todos crean que allí se decide algo.

Acompañar a K. es experimentar una espera interminable. Espera respuestas, espera permisos, espera una confirmación que nunca llega. Y yo, como lector-viajero, comienzo a sentir en el cuerpo ese cansancio particular que no proviene del esfuerzo, sino del aplazamiento. Kafka no escribe una historia de acción; escribe una historia de dilación. Cada paso parece conducir a otro trámite. Cada puerta se abre solo para mostrar un pasillo más largo.

Me detengo a observar cómo funciona este mundo: nada es directo, nada es claro, nada es definitivo. El lenguaje mismo parece enfermo de burocracia. Las palabras no sirven para comunicar, sino para confundir; no aclaran, sino que legitiman el poder de quien las emite. Las explicaciones se contradicen, los mensajes se pierden, las órdenes se reinterpretan hasta volverse irreconocibles. Y sin embargo, todos actúan como si el sistema fuera lógico, necesario, incuestionable.

K. insiste. Esa es su condena y su dignidad. Insiste en ser reconocido, en pertenecer, en ocupar un lugar que siente legítimo. Pero El castillo es una novela sobre la imposibilidad de pertenecer. No importa cuánto se esfuerce, cuánto obedezca, cuánto intente adaptarse: siempre será un extranjero. No porque haya hecho algo mal, sino porque el sistema necesita que alguien quede afuera para seguir funcionando.

Mientras avanzo en el relato, comienzo a sentir que el castillo no es un lugar, sino una idea. Una abstracción que se manifiesta en reglas incomprensibles, en funcionarios ausentes, en decisiones que nunca se explican. Es el poder en su forma más pura: distante, inaccesible, autorreferencial. No rinde cuentas porque no reconoce interlocutores. Y en ese sentido, el castillo no gobierna solo al pueblo, gobierna también el lenguaje, el tiempo y la esperanza.

Kafka construye aquí una atmósfera opresiva sin necesidad de violencia explícita. Nadie golpea a K., nadie lo encarcela, nadie lo expulsa formalmente. Lo que ocurre es peor: lo desgastan. Lo hacen esperar. Lo obligan a justificarse una y otra vez. Lo reducen a una petición constante. Y en ese desgaste silencioso reconozco una de las formas más crueles del poder moderno.

Camino por las calles nevadas y escucho conversaciones que giran siempre alrededor del castillo, aunque casi nadie haya estado allí. Todos saben algo, nadie sabe todo. La autoridad se fragmenta en intermediarios, ayudantes, secretarios, mensajeros que nunca entregan un mensaje completo. Y esa fragmentación vuelve imposible cualquier confrontación directa. ¿Contra quién podría rebelarse K., si el poder no tiene rostro?

Hay en El castillo una tristeza profunda que no es sentimental, sino existencial. La tristeza de no ser reconocido como sujeto. La tristeza de hablar y no ser escuchado. La tristeza de descubrir que la lógica del mundo no está hecha para incluirte. Kafka no grita esta angustia; la deja filtrarse lentamente, como el frío que atraviesa la ropa sin que uno lo note al principio.

Y, sin embargo, K. no se va. Podría marcharse. Nadie lo retiene físicamente. Pero quedarse es su forma de resistencia. Permanecer, insistir, preguntar, volver a intentar. En esa terquedad hay algo profundamente humano. No es heroísmo; es necesidad. Porque irse sería aceptar que no hay lugar para él. Y aceptar eso sería una derrota mayor que cualquier fracaso administrativo.

Mientras leo, empiezo a entender que el castillo también es interior. Todos llevamos uno dentro: una instancia inaccesible que dicta normas que no recordamos haber aprendido, que nos exige pruebas que no sabemos cómo presentar. El castillo es la conciencia burocratizada, la culpa sin causa, la autoridad sin explicación. Kafka no describe solo un sistema externo; describe una estructura mental que reproduce la opresión incluso cuando nadie vigila.

El tiempo en esta novela es extraño. Los días pasan sin avanzar. Las acciones se repiten con ligeras variaciones. No hay progreso, solo acumulación de intentos fallidos. Y esa circularidad genera una sensación de encierro más efectiva que cualquier muro. Estoy leyendo, pero también estoy atrapado. Siento que, como K., podría pasar páginas enteras esperando que algo se resuelva, aun sabiendo que no ocurrirá.

Y aun así, sigo. Porque Kafka logra algo extraordinario: convierte la frustración en una experiencia estética. La incomodidad es parte del sentido. El lector no debe sentirse cómodo; debe sentirse implicado. Al habitar este texto, uno comprende que la alienación no es un concepto abstracto, sino una vivencia concreta: la de no encontrar un lugar donde la propia voz tenga peso.

Hay momentos de aparente cercanía con el castillo, instantes en que parece posible una resolución. Pero Kafka es implacable: cada esperanza es seguida por una nueva confusión. No para castigar al lector, sino para mostrarle cómo opera el sistema del absurdo. El problema no es que el castillo sea cruel; es que es indiferente. Y la indiferencia, cuando se ejerce desde el poder, resulta devastadora.

Cierro los ojos un instante y veo a K. avanzar entre la nieve, cada vez más cansado, pero todavía en pie. No sé si llegará, y Kafka se encarga de que esa pregunta pierda relevancia. Lo importante no es alcanzar el castillo, sino lo que ocurre en el intento. El desgaste, la humillación, la persistencia, la duda. El viaje no conduce a una meta; conduce a una comprensión amarga del mundo.

El castillo no ofrece consuelo. No promete redención ni sentido. Pero ofrece algo quizás más valioso: una lucidez implacable. Nos muestra cómo los sistemas deshumanizados funcionan precisamente porque parecen inevitables. Nos obliga a preguntarnos cuántas veces hemos aceptado reglas que no entendemos, cuántas veces hemos pedido permiso para existir.

Cuando abandono este libro, no salgo ileso. Me llevo conmigo la niebla, el frío, la espera. Pero también me llevo una conciencia más aguda de los mecanismos que gobiernan la vida moderna. Kafka no escribió para tranquilizar; escribió para despertar. Y El castillo es uno de esos textos que no se leen: se soportan, se atraviesan, se recuerdan como una experiencia límite.

Dejo atrás el pueblo, o tal vez el pueblo me deja a mí. El castillo sigue ahí, distante, borroso, intacto. No lo he alcanzado. Pero ahora sé que ese era el punto desde el principio.

Contexto de la obra

El castillo fue escrita por Franz Kafka en 1922, en los últimos años de su vida, y publicada de manera póstuma en 1926. Como muchas de sus obras mayores, la novela quedó inconclusa, un hecho que no es un accidente editorial sino una extensión natural de su sentido profundo: la imposibilidad de llegar a una resolución, de cerrar un proceso, de alcanzar una autoridad final.

Kafka vivió en el corazón del Imperio austrohúngaro, un mundo atravesado por una burocracia omnipresente, jerárquica y opaca. Trabajó durante años en oficinas administrativas y conoció desde dentro el lenguaje, los ritmos y las lógicas del poder institucional. Esa experiencia vital se filtró de manera decisiva en su literatura. El castillo no es una alegoría directa de una institución concreta, sino una exploración radical del funcionamiento abstracto del poder moderno: su distancia, su arbitrariedad y su capacidad para deshumanizar sin necesidad de violencia explícita.

Publicada en un contexto de crisis europea posterior a la Primera Guerra Mundial, la obra dialoga con una sensación histórica de desorientación y pérdida de sentido. Las estructuras que antes prometían orden y pertenencia comienzan a revelarse como mecanismos cerrados, inaccesibles, indiferentes al individuo. En este escenario, el sujeto moderno aparece atrapado entre normas que no comprende y autoridades que nunca se muestran del todo.

Desde el punto de vista literario, El castillo se inscribe en la estética del absurdo y anticipa buena parte de la literatura existencial del siglo XX. Autores como Albert Camus y Jean-Paul Sartre encontrarían en Kafka una referencia fundamental para pensar la alienación, la culpa sin causa y la imposibilidad de reconciliación entre el individuo y el sistema. La prosa de Kafka, precisa y despojada, refuerza esa sensación de asfixia: no hay adornos, no hay escape retórico, solo la repetición mecánica de procedimientos sin sentido aparente.

El personaje de K., el agrimensor, encarna al individuo que busca reconocimiento, pertenencia y legitimidad en un mundo que funciona mediante reglas invisibles. Su lucha no es heroica en el sentido tradicional; es persistente, desgastante, casi administrativa. En ello radica la modernidad radical de la obra: El castillo no presenta un conflicto épico, sino un conflicto cotidiano elevado a una experiencia metafísica.

Leer El castillo hoy es enfrentarse a una obra que no ha perdido vigencia. Sus preguntas siguen abiertas: ¿quién decide?, ¿desde dónde se ejerce el poder?, ¿qué lugar ocupa el individuo frente a sistemas que no dialogan? Kafka no ofrece respuestas, pero obliga al lector a reconocer la estructura del problema. Y esa lucidez, incómoda y persistente, es lo que convierte a El castillo en una de las novelas fundamentales del siglo XX.