Donde habitan los humanos
Había una vez, una hadita muy pequeñita y muy curiosa, cuyo nombre era Lucynda. Cierto día, Lucynda, muy cansada de ser ignorada por su padre, el rey de las hadas, voló hasta el límite que dividía el reino mágico de su padre y el mundo de los humanos. / Al llegar al límite, la pequeña hada se detuvo sobre las ramas de un árbol muy alto, ella miró hacía su hogar y se juró a si misma que jamás volvería. Fue así como la hija menor del rey, comenzó su viaje.
Mimeógrafo #139
Diciembre 2024
Donde habitan los humanos
MS Alonso
(Venezuela)
Había una vez, una hadita muy pequeñita y muy curiosa, cuyo nombre era Lucynda. Cierto día, Lucynda, muy cansada de ser ignorada por su padre, el rey de las hadas, voló hasta el límite que dividía el reino mágico de su padre y el mundo de los humanos.
Al llegar al límite, la pequeña hada se detuvo sobre las ramas de un árbol muy alto, ella miró hacía su hogar y se juró a si misma que jamás volvería. Fue así como la hija menor del rey, comenzó su viaje.
Cuando llegó al mundo de los humanos, Lucynda no pudo evitar mirar con sorpresa los enormes edificios que comenzaron a rodearla, y que asemejaban ser casas construidas para gigantes. Fascinada por ellas, entre momentos de risa y, momentos de cautela, el hada voló, solo deteniéndose cuando algo o alguien llamaba su atención.
–En el reino de las hadas –dijo la hadita para sí– no existen hogares como estos. Nosotros poseemos alas que nos permiten ir a donde nos plazca, pero los humanos no las poseen; ellos usan los pies o vehículos de acero. Así que creo que sí, este lugar debe ser el hogar de los humanos del que nos hablaba nana en sus cuentos.
Lucynda continuó volando. Iba de casa en casa, de edificio en edificio, hasta que llegó a una casa pequeña y muy diferente a las enormes estructuras que había visto al inicio de su viaje.
Al asomarse en una de las ventanas, la pequeña hada, se sintió en su propio hogar. La habitación se encontraba colmada de pequeños arbustos y aromáticas flores, sembradas en envases de barro. Había también un dejo de magia en el lugar, Lucynda pudo sentirlo.
La hija menor del rey de las hadas, se encontraba tan hipnotizada, que no se percató de la presencia siniestra de uno de los hijos de los humanos, y zas, esté la atrapó en un frío y austero frasco de vidrio.
–Eres mía, luciérnaga tonta, mía como todas las demás. –Dijo el malvado adolescente.
Octavius, el hijo mayor de los moradores de la singular casa, la llevó a un rincón oscuro de su habitación, donde guardaba muchos frascos con insectos muertos.
Al ver el terrorífico escenario, Lucynda luchó por escarparse. La hadita, intentó desenroscar desde adentro el frasco, siendo infructuosa su acción. Más ella no desistió, la pequeña gritó suplicando por ayuda. También, pateo de tal forma el frasco que hizo una fisura en él.
–Estoy tan cansada –dijo el hadita al caer la noche– pero yo aquí no me quedo. Tan solo descansaré un poco.
Faltaban pocas horas para el amanecer, cuando entró en la habitación la hermana menor de Octavius. Reyerling, era una niña humana muy bondadosa, con dones mágicos en su interior que todavía no despertaban.
–Vamos hadita, en un rato más saldrá el sol que brilla tanto como tú. –Habló entre susurros la niña, mientras tomaba el frasco entre sus manos, y con cuidado de no despertar a Octavius, salía de la habitación.
Una vez en la sala de la casa, la niña abrió el frasco y Lucynda llena de alegría voló a su alrededor. En agradecimiento, la pequeña, la impregnó con su polvo de hadas. Algo que permitiría a la niña adentrarse en su mundo sin correr peligro alguno.
–Siempre serás mí amiga, pequeña niña. Llegado el momento, vendrás al bosque y jugaremos juntas. –Lucynda hizo esta promesa, hablando en el oído de la niña y dejando un suave beso en su mejilla.
El hada partió con el primer rayo de sol.
En el camino, Lucynda voló, lo hizo más allá de los altos edificios y juró que jamás volvería al lugar donde habitan los humanos.
–¡Has vuelto a mí, hija mía! –Exclamó con alegría Theodoro, rey de las hadas, al ver llegar a su hija menor.
El padre de Lucynda la abrazó con cariño, cuando ella se lanzó en sus brazos.
–He vuelto padre, y no volveré a escarpar nunca más de nuestro hogar.
Fin.