Cuerpo perfecto
Me acuerdo como si hubiera sido ayer, a pesar de haber pasado mucho tiempo desde el primer día que llegué al gimnasio. Lo que sí me viene a la memoria repetidas veces, es la sensación de que nada estaba bien con mi cuerpo. Fue por eso que fui a intentar cambiar mi persona, para que la gente se sorprendiera con el cambio y luego admirarlo con la misma algarabía y orgullo que quienes sostuvieron los mismos desafíos que yo. Para desgracia mía, quien terminó sorprendido y admirado, fui yo.
Mimeógrafo #138
Noviembre 2024
Cuerpo perfecto
Irving Antonio Aréchar
(México)
Me acuerdo como si hubiera sido ayer, a pesar de haber pasado mucho tiempo desde el primer día que llegué al gimnasio. Lo que sí me viene a la memoria repetidas veces, es la sensación de que nada estaba bien con mi cuerpo. Fue por eso que fui a intentar cambiar mi persona, para que la gente se sorprendiera con el cambio y luego admirarlo con la misma algarabía y orgullo que quienes sostuvieron los mismos desafíos que yo. Para desgracia mía, quien terminó sorprendido y admirado, fui yo.
Pasó mucho tiempo desde la última vez que hice ejercicio, la vida de adulto responsable te pone en un estado de monotonía apabullante, que te dejas llevar de manera involuntaria, forzándote a todo tipo de costumbres que te echan a perder el cuerpo y más tarde la mente. En lugares como las que ya mencioné, no falta lo siguiente: mancuernas, pesas, aparatos de fuerza, cuerda para saltar y espejo. Los primeros cuatro los pruebas por un lapso del tiempo, donde haces lo imposible por agotarte, para después decirle a cualquier amigo, ya sea cercano o lejano, que estás haciendo algo; pero lo último, eso es lo que, tanto hombres como mujeres, pasan la mayor parte del tiempo. No crean que sólo lo hacen el primer día, eso pasa siempre que llegan después de haber hecho sus actividades, consideran que el cambio, por muy corto e insignificante que sea, es grande, por lo que se sienten orgullosos y se le viven como Narciso, fijados en su propia imagen, sin nadie más a su alrededor.
Días antes de entrar al gimnasio, solía ser igual que aquellas gentes soberbias y orgullosas, me veía en el espejo de mi casa todos los días, pero sólo para ver al obeso y asqueroso que alguna vez fui, en vez de alegría, sentía una repulsión hacia mí mismo, acompañado con la furia de pensar en los años que me descuidé, repetidamente, considerando una y otra vez la idea de volver pero nunca llevarlo a cabo.
El primer día me instalé en la bicicleta estacionaria, le di las primeras pedaleadas a la máquina, sintiendo, al minuto, el cansancio por el esfuerzo que le imprimía. Después de media hora; terminé mi primer ejercicio y voy al siguiente, levanto mancuernas de diez libras cada una, pues consideré un peso adecuado para alguien de mi complexión; lo mismo lo hago con la barra, le pongo discos del mismo pesor que las mancuernas y hago los mismos ejercicios de fuerza, quedando desfallecido al final de cada uno. Al final, hago tres series de veinticinco abdominales, en un plano lo suficiente inclinado para que denote el esfuerzo que demando de mi propio cuerpo. Con eso termino mi primero sesión.
Los días siguientes le meto la misma rutina, las personas en el gimnasio me miran con extrañeza, pues no hago nada diferente. Para mí no hay ningún problema, después de las dos primeras semanas, he notado los cambios, no sólo en mis brazos, piernas y rostro, sino también en mi vientre. No es la gran cosa pero me permite usar la ropa que nunca me había puesto, por ser muy apretada para mí, el cinturón de mis pantalones, que antes me apretaba con el primer hoyo, ahora tengo que estirarle hasta un nivel imaginario donde tengo que hacer nuevos para que me aprieten la cintura. Las playeras y camisas que no me ponían antes por hacerme ver un costal de papas, ahora los portaba con orgullo y soberbia en mi trabajo, causando la envidia de mis compañeros y la admiración de mis compañeras. Sin embargo, eso para mí no era suficiente.
Haber visto en repetidas ocasiones a la gente mirarse al espejo, constantemente, me dejaba al principio una especie de extrañeza absurda hacia ellos, pero luego, tras haber notado los cambios radicales en mí, me hizo sentir con la misma soberbia. Esta vez quería hacer algo distinto de lo que solía hacer. Como alguien que ya había practicado deportes en su juventud, conocía los distintos ejercicios que podía practicar. Todo era fuerza al principio, ahora tocaba resistencia, potencia, habilidad, destreza, entre otras. Para fortuna mía, el lugar también venía equipado con un espacio fértil de pasto, donde todos podíamos aplicar saltos explosivos, abdominales y flexiones, sin tener que ensuciarnos la ropa al tocar el piso. Lo practiqué por dos semanas, causando un cansancio similar o mayor que cuando empecé. Al terminar mis rutinas, aprovechaba el tiempo que me quedaba para verme en el espejo, igual que todos, y admirar el cuerpo que estaba trabajando. Me sentía más que bien, me sentía perfecto.
Sin embargo, comprendí que esa perfección requería de un cuidado igual de perfecto. Fue cuando hice algo que no estaba acostumbrado a hacer: pedir ayuda. Le pregunté al instructor del gimnasio qué debía hacer para poseer la misma figura que aquellos que estuvieron antes que yo. Él ya me había visto desde mi primer día, por lo que sus recomendaciones eran aplicar los mismos ejercicios. Eso sí, había que cambiar mi dieta. Seguir una alimentación más variada, libre de grasas excesivas y más proteínas, para conseguir el objetivo soñado.
En ese primer momento sentí que podía llevar a cabo cualquier desafío que me pusieran en frente. Seguí las instrucciones del maestro. Al día siguiente me despedí de lo que considero la “vitamina T”: Tacos, tamales y tortas. Lo demás podía ser un aperitivo de días festivos, siempre y cuando no fuese en grandes escaladas. En todo lo demás, estaba estrictamente prohibido. Sólo vegetales y fruta. ¿Podía alguien sobrevivir con sólo eso? En ese momento creí que sí.
Los siguientes meses, ya con una alimentación libre de grasas toxicas, mi cuerpo cambió positivamente, al igual que mi autoestima. La admiración que causé en mi trabajo, se sumó en el gimnasio, al punto que llamó la atención de una chica que admiraba desde mi primera semana. Era tan hermosa y perfecta. Pero yo no podía estar a su altura. Había que esforzarse como lo hice, para llegar a su nivel. Es cuando ella se fijó en mí y comenzamos una amistad, que más tarde, se convirtió en un romance de ensueños.
Su nombre era Natalia. Vivía muy lejos del gimnasio, pero su trabajo estaba cerca, por lo que antes de irse a su casa, pasaba antes a quemar calorías, igual que yo. Ambos parecíamos un par de novios, pues compartíamos los mismos aparatos para hacer nuestros respectivos ejercicios. La gente nos miraba con recelo, no sé si era porque no podían creer que los dos, siendo diferentes en todos los sentidos, acabáramos juntos, o porque trataban de usar los mismos aparatos que nosotros y no podían. No me importaba, yo era feliz de tener a alguien tan perfecta como yo, o al menos, eso imaginé.
Al mes de tener este romance ensoñador y placentero, descubrí la verdad sobre Natalia. La chica era casada. Su esposo trabajaba en una exportadora en Tijuana, por lo que debía viajar, constantemente, para supervisar el rendimiento de su compañía y sus trabajadores. Es cuando su esposa aprovechaba para comerse a cuanto varón musculoso pero estúpido se le cruzara en el camino. No volví a verla después de saberlo. Ese también fue mi último día en el gimnasio.
Mi mundo se derrumbó tras saber la traición de la chica a quien le había entregado mi amor. Con el tiempo, mi corazón se fue marchitando, al igual que mi cuerpo y más tarde mi mente. Ya no podía pensar con claridad, la positividad que había adquirido con la recompensa de tener un cuerpo perfecto y sano, se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos. Me fui llenando de comida grasosa y dulce, calmaba la agonía del desamor, pero me provocó un pesar en el cuerpo, que más temprano que tarde, pude percatarme al verme en el espejo de mi casa, donde, de nuevo, presencié la imagen del gordo asqueroso que fui antes de entrar al gimnasio. Es cuando decidí que era momento de volver.
Mis intenciones eran iguales que la primera vez, un cuerpo perfecto, acompañado de una mente sana, libre de asperezas insufribles y deseos idiotas. Debía enfocarme en una cosa: quemar calorías cuanto antes. El desafío presentaba las mismas dificultades de la última vez. Le pondría más empeño, más resistencia a la bicicleta estacionaria, cargaría más peso en las mancuernas y la barra, haría más flexiones y abdominales que cualquiera que haya visto hacerlo, correría más kilómetros que antes de mi desdicha, sería mejor que cualquiera que haya conocido, incluso mejor que Natalia.
Mi instructor me preguntó cuánto estaba consumiendo y le respondí que era menor a la que me había impuesto la última vez. El se horrorizó al saber mi respuesta, que me preguntó desde cuando sigo con esa dieta, le contesté que desde que volví, o sea, tres meses. Fue tanta su impresión que me dijo estar sorprendido que no me haya muerto por agotamiento. Le confesé que una vez caí desfallecido por haber corrido la cima de las cotorras, por Coita, sólo por querer llegar a la cima, sin haber probado alimento por un día entero, unos extraños me levantaron después de encontrarme desmayado en medio del camino y me llevaron al hospital más cercano, donde estuve tres días, hasta que agarré fuerzas de no sé dónde para volver. Tras escuchar mi historia, el instructor ordenó que dejara de hacer mis ejercicios, yo me negué. Él, junto con varias personas que tenían membresía, lo apoyaron y sacaron a rastras del gimnasio. Afuera, pidió que no volviera hasta que descansara lo suficiente. No podía descansar, necesitaba olvidar mi asquerosa figura, volver a tener mi cuerpo perfecto.
Traté de volver al gimnasio pero me cerraron las puertas indefinidamente, no sabía cómo reaccionar en ese momento. Luego de un tiempo de introspección, me di cuenta de podía hacer ejercicio afuera. No contaría con las herramientas de siempre, pero tendría un amplio espacio para trotar y correr a las horas que sean, sin nadie que me interrumpiera por las razones que sean. En la tarde, comencé mi primera sesión, corriendo a más no poder, haciendo las mismas sesiones de flexiones y abdominales, pero con el doble de repeticiones. Terminaba desfallecido, con las fuerzas suficientes para volver a mi casa y descansar lo suficiente, con el fin de volver a lo mismo al día siguiente.
Mi último día fue igual que los anteriores, con la excepción, de que cuando corría la mitad de mi trayecto, sentí que algo no estaba bien. Mis pulmones los sentí a punto estallar en mi pecho en cualquier momento pero no le di importancia, hasta que mi cuerpo empezó a ponerse a flojo, es cuando escuché algo romperse, eran mis piernas, luego mis brazos. Caí rotundamente al suelo, sufriendo en niveles que me eran desconocidos en ese momento. Afortunadamente, algunos corredores que pasaban por allí me encontraron en mi situación y me llevaron al hospital.
Cuando me vieron los doctores, no dudaron de mandarme de inmediato a emergencias, los corredores que me llevaron se marcharon, consideraron que no tenían más obligación conmigo. Acostado en la camilla, los médicos me suministraron morfina para dormirme, mientras me aplicaban la cirugía que pondrían a mis piernas y brazos en su respectivo lugar. Para desgracia mía, no fue así.
Cuando desperté, presencié el peor de los horrores, me miraba mis extremidades superiores e inferiores colgando con arneses gigantes, con el resto de mi cuerpo colgando en el aire. Parecía una marioneta. No podía explicar tan deplorable condición en la que me encontraba, hasta que llegó un doctor a mi cuarto para decirme en que consistió la operación. Me explicó que mi cuerpo presentó un agotamiento rotundo, a tal grado de que estaba muy dañado cuando llegué. Dijo que pudo unir los huesos de mis brazos y piernas, pero que por desgracia, no pudo lograr que recuperara su movimiento. Quedaría inválido el resto de mi vida.
Acostado en la cama de mi casa, sin más visitantes en este mundo que los pájaros que pasan por mi ventana, sonando sus canticos matutinos, no hay nada emocionante en mis días. El tiempo pasa lento y aburrido, no puedo saber del mundo sino es por medio de la televisión y las redes sociales. Los médicos que mi familia les paga para que me atiendan me llevan la comida, la acomodan en mi regazo y me la ponen a la boca, pues ya no puedo tomarlos por mi cuenta. Es esta mi nueva realidad. Ya no me queda nada más que un cuerpo roto e inmóvil, que alguna vez fue perfecto.