Clarice Lispector (Brasil) - Amor
“El tranvía corría, los árboles se sucedían uno tras otro, y de pronto el mundo se detuvo en un ciego mascando chicle. Y en ese instante, el corazón de Ana se abrió como si una flor oscura brotara dentro de ella.”

Biblioteca Itzamná
Microscopía Literaria

Amor
Clarice Lispector
(Brasil)
(Cita)
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia, continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso, había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo, como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable. Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de mujer.
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado, Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio. Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada -el tranvía arrancó súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un aire hostil, perecedero… El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían. Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad; y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas no sabían hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo. Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo… ¿Y el ciego? Ana se había deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas cubría el atajo.
A su alrededor se escuchaban ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los “cipós”. Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde. ¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba a apercibirse.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada… Pero todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón… El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande, cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal -¿el ciego o el hermoso Jardín Botánico?- se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo, hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola… Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos…
-Tengo miedo -dijo. Sentía las costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto asustado.
-Mamá -exclamó el niño. Lo alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
-No dejes que mamá te olvide -le dijo.
El niño, apenas sintió que el abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba. Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza? Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.
Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo -¿y qué nombre se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso, pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh, pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.
Pero la vida la estremecía, como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua -estaba el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba. Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía suavemente con los otros.
Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias-regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
-¿Qué fue? -gritó vibrando toda.
Él se asustó por el miedo de la mujer. Y de repente rió, entendiendo:
-No fue nada -dijo-, soy un descuidado -parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida caricia.
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas en sus brazos.
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo de la bondad.
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
Clarice Lispector escribió Amor mientras vivía fuera de Brasil, en Berna, acompañando a su esposo diplomático. Paradójicamente, en medio de esa aparente estabilidad burguesa, dio forma a uno de los relatos más perturbadores sobre el desencanto doméstico. La autora confesó en una carta que el cuento surgió “de una imagen que no me dejaba dormir: una mujer viendo un ciego masticar chicle”. Esa visión trivial se convirtió en el núcleo de un universo simbólico sobre la fragilidad de la vida cotidiana.
El despertar interior y el horror del amor
en Amor de Clarice Lispector
B. Itzamná
Abstract
Este ensayo examina Amor de Clarice Lispector (Brasil, 1920–1977) como una exploración de la conciencia moderna y de las tensiones entre fe, deseo, culpa y conocimiento. A través de la experiencia de Ana, una mujer común que atraviesa una revelación al enfrentarse con un ciego y el Jardín Botánico, Lispector transforma la cotidianidad en un espacio de revelación metafísica. El relato muestra cómo la piedad puede convertirse en una forma de conocimiento y, al mismo tiempo, en una amenaza: amar implica exponerse a la disolución del orden moral y a la pérdida de la inocencia. En su regreso al hogar, Ana encarna la imposibilidad de reconciliar la fe con la lucidez. La escritura de Lispector, cargada de ambigüedad sensorial y ética, propone una reflexión sobre la fragilidad del sentido en la vida moderna.
“El tranvía corría, los árboles se sucedían uno tras otro, y de pronto el mundo se detuvo en un ciego mascando chicle. Y en ese instante, el corazón de Ana se abrió como si una flor oscura brotara dentro de ella.”
Contexto histórico y estético de Clarice Lispector
Clarice Lispector emerge en la literatura brasileña de mediados del siglo XX como una voz absolutamente singular, difícil de encasillar en las corrientes que la rodearon. Nacida en Ucrania y criada en el nordeste brasileño, Lispector pertenece a una generación que creció bajo el influjo del modernismo, pero pronto se apartó de él. Mientras los modernistas exaltaban la identidad nacional y la experimentación formal, Lispector se internó en una exploración metafísica del yo, el lenguaje y la percepción. En su obra, los acontecimientos más triviales —una conversación, un objeto, una mirada— se transforman en detonantes de una revelación existencial.
En los años cuarenta, cuando publica Amor dentro del libro Laços de família (Lazos de familia, 1960), Brasil vivía un proceso de urbanización y consolidación de la clase media. La figura de la mujer empezaba a redefinirse entre los ideales tradicionales del hogar y los primeros signos de emancipación. Lispector aprovecha ese contexto para mostrar que la vida doméstica, lejos de ser un refugio, puede convertirse en una prisión interior. Su escritura, influida por la fenomenología y el existencialismo, busca desarmar la ilusión de la normalidad: en cada gesto cotidiano habita el abismo.
En Amor, la autora despliega esa sensibilidad con una precisión radical. El lenguaje se convierte en una materia viva, cargada de silencios, ambigüedades y destellos poéticos. Lispector no narra una historia lineal, sino una conciencia en crisis: el relato transcurre tanto en el exterior (el tranvía, el jardín, la casa) como en el interior convulso de Ana, la protagonista. En esa tensión entre mundo y conciencia se revela el territorio propio de la autora: un espacio donde la realidad tiembla, donde lo doméstico se vuelve sagrado y monstruoso a la vez.
“Lispector revela que la armonía doméstica puede ser la forma más discreta del abismo.”
Ana y la vida doméstica: la ilusión de la armonía
La vida de Ana está construida sobre una arquitectura frágil de hábitos, rutinas y gestos que buscan protegerla del caos. Desde las primeras líneas del cuento, Clarice Lispector nos muestra a una mujer que ha conquistado una forma de orden: esposa, madre, ama de casa, Ana parece haber alcanzado esa estabilidad que las convenciones sociales exaltan como plenitud. Pero ese equilibrio está sostenido por una tensión invisible. Cada tarea doméstica —preparar la comida, cuidar a los hijos, atender al marido— es también una forma de mantener el mundo a raya, de no mirar hacia dentro.
Lispector retrata esa armonía aparente con una prosa que oscila entre la ternura y la ironía. El hogar de Ana no es un lugar idílico, sino un escenario donde el tiempo se repite y el deseo se disuelve en la costumbre. Ella vive “con la bondad de quien no se pregunta demasiado”, una frase que resume tanto su serenidad como su ceguera interior. La autora sugiere que la vida doméstica, cuando se vuelve demasiado perfecta, puede ser una anestesia. La calma es una forma de defensa, una manera de no sentir.
La protagonista encarna así el drama de muchas mujeres de su época —y, en cierto modo, de todas las épocas—: la contradicción entre el deber y el deseo, entre el amor sereno y la inquietud muda. Ana no está insatisfecha en un sentido banal; su vacío es más profundo. No busca una aventura ni una ruptura; su crisis nace del descubrimiento de una grieta en la realidad, de la sospecha de que su vida, tan ordenada, no es más que un decorado.
En esta etapa del relato, Lispector construye una tensión sutil entre la quietud y el temblor. La narración se desliza entre los movimientos domésticos de Ana y su pensamiento errante, como si lo cotidiano ocultara un secreto. Cada acción —pelar una fruta, ordenar un mueble, esperar el tranvía— está cargada de una extraña densidad. Es en esa cotidianidad hipnótica donde se gestará el estallido interior del cuento.
Ana vive en el centro de un mundo perfectamente funcional, pero su espíritu habita una frontera: la del sueño que se resiste a morir. Lispector nos advierte que, bajo el brillo de la normalidad, late un deseo oscuro, una nostalgia de sentido que ninguna rutina puede apaciguar.
El encuentro con el ciego: ruptura del orden y revelación del abismo
El momento en que Ana ve al ciego mascando chicle marca el punto de inflexión absoluto en el relato. Todo el orden cuidadosamente construido de su vida se resquebraja con una imagen mínima, absurda, incluso banal. Un ciego —figura tradicionalmente asociada a la fragilidad y la intuición— aparece realizando un gesto mecánico, trivial, y esa contradicción desarma a Ana. En ese instante, el mundo se abre y se vuelve irreconocible.
Clarice Lispector convierte esta escena en una epifanía negativa: una revelación que no ilumina, sino que hiere. Ana siente que el suelo se mueve bajo sus pies; lo que era sólido se vuelve incierto. No hay un acontecimiento externo que la amenace —no hay muerte, ni pérdida, ni peligro real—, pero el orden simbólico que sostenía su vida se derrumba. Lo insoportable no es el ciego, sino el espejo que él le ofrece: la visión del sinsentido, de la gratuidad del vivir.
La escritura de Lispector alcanza aquí su tono más inquietante. La autora utiliza el detalle —“un ciego mascando chicle”— como detonante de una experiencia mística y corporal. En la reacción de Ana, el asombro y el miedo se confunden con una súbita conciencia de lo vivo. Es el despertar de una sensibilidad dormida, pero también el inicio del caos. “El mal ya estaba hecho”, dice el texto, subrayando que la herida es irreversible: una vez que se ha visto el abismo, ya no se puede regresar a la inocencia.
El ciego representa el reverso de la existencia de Ana: vive en la oscuridad y sin propósito aparente, mientras ella ha construido su vida bajo la luz ordenada de la costumbre. Pero esa oscuridad, que al principio le provoca horror, pronto se transforma en fascinación. Ana siente el impulso de mirar, de penetrar el misterio. Lo que el ciego encarna no es la desgracia, sino la libertad de no ver. Su figura funciona como un espejo distorsionado: al observarlo, Ana se enfrenta a su propio vacío.
Lispector, fiel a su estilo, no ofrece explicación psicológica ni moral. La narración se adentra en una zona de ambigüedad donde lo espiritual y lo corporal se funden. La crisis de Ana es también una experiencia estética: una conmoción ante lo real, una súbita conciencia de que la vida está hecha de materia y sombra. El mundo pierde su nombre, y por eso mismo se vuelve más verdadero.
La irrupción del ciego, con su gesto absurdo y su presencia inmóvil, revela que la vida cotidiana se sostiene sobre una ilusión: la idea de que todo tiene sentido. Lispector deshace esa ilusión con la precisión de quien conoce los límites de la cordura. El ciego no trae un mensaje; su sola existencia es la grieta por donde entra la verdad.
“El Jardín Botánico no ofrece consuelo: es la verdad desnuda de la vida, donde lo bello y lo corrupto laten en el mismo pulso.”
El Jardín Botánico: descenso al inconsciente y revelación de lo orgánico
Después del encuentro con el ciego, Ana desciende simbólicamente a otro mundo. Su entrada al Jardín Botánico no es un simple desplazamiento espacial, sino un tránsito interior, una inmersión en su inconsciente. Clarice Lispector construye aquí una de las escenas más intensas y sensoriales de su narrativa: el jardín se convierte en un territorio primigenio donde la razón se disuelve y los límites entre vida y muerte, placer y repulsión, se confunden.
El paisaje natural descrito por Lispector no es un refugio bucólico, sino una selva pulsante. “El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.” Esta frase resume la revelación que atraviesa Ana: la vida es inseparable de la descomposición, de la violencia secreta que sostiene lo vivo. Frente a las frutas podridas, los insectos y el olor dulzón de la putrefacción, la protagonista percibe con horror la fertilidad salvaje del mundo. Esa materia viva, que respira y se descompone, despierta en ella un deseo ambiguo: asco y atracción, miedo y fascinación.
El Jardín Botánico funciona como el espejo inverso del hogar. Si la casa representaba la domesticación y el orden, el jardín encarna la irrupción de lo indomable. Ana se enfrenta allí a una naturaleza que no puede controlar, una fuerza que le revela el caos latente bajo su aparente serenidad. En términos simbólicos, el jardín es el espacio del inconsciente: allí emergen los impulsos reprimidos, los miedos enterrados y la sensualidad que su vida cotidiana había sofocado.
El mundo vegetal descrito por Lispector vibra con un erotismo oscuro. Los frutos son “negros, dulces como la miel”, y los troncos se entrelazan como cuerpos. La naturaleza se vuelve casi carnal, femenina, y Ana, al enfrentarse a ella, se enfrenta también a su propio cuerpo. La repugnancia que siente es la reacción ante una vida demasiado viva, una vitalidad que no cabe en el marco estrecho de la moral. En ese sentido, Amor puede leerse como un relato sobre el descubrimiento de la sexualidad y el miedo al deseo.
Lispector traduce en imágenes sensoriales una experiencia metafísica: el reconocimiento de que la existencia no tiene orden ni pureza. En el jardín, Ana comprende que la vida incluye lo putrefacto, lo animal, lo que escapa a la razón. Ese descubrimiento, que podría ser liberador, se convierte en terror. Ella no puede habitar ese mundo de instintos, y sin embargo, ya no puede olvidarlo. Ha tocado la verdad y esa verdad tiene el sabor agrio de la vida misma.
El jardín es, finalmente, una metáfora del conocimiento. La belleza se revela inseparable del horror, la fe de la duda, el amor de la podredumbre. Ana no sale de allí purificada, sino contaminada por lo real. El contacto con esa “moral del jardín”, donde la muerte y el placer coexisten, la deja marcada para siempre.
La piedad y el mal: el amor como forma de conocimiento
La piedad en Amor no aparece como una virtud tranquila sino como una fuerza inquietante que desborda la moral cotidiana. Clarice Lispector muestra que el encuentro con el sufrimiento —representado en el ciego— despierta en Ana una compasión tan intensa que se vuelve casi perversa: no se contenta con consolar, sino que la empuja hacia un conocimiento radical de la propia condición. Esa piedad feroz que aflora en Ana no es una respuesta meramente afectiva; es una apertura epistemológica: al sentir, ella llega a “saber” algo que antes ignoraba. Lo que descubre no es una doctrina de redención, sino la estructura profunda del mundo donde amor y destrucción conviven.
El relato insiste en que la compasión puede transformarse en mal cuando se confunde con el deseo de poseer o de imponerse. El abrazo que Ana da a su hijo —apretándolo “con espanto”— revela que su amor ya no es ternura sosegada sino una práctica que busca asegurar, fijar y dominar la vida que ama. Su impulsiva intención de “besar al leproso” o de correr hacia los pobres no proviene únicamente de altruismo: nace de una necesidad íntima de confirmación y de un afán de probarse a sí misma frente al abismo que ha contemplado. Así, la piedad se vuelve acto de poder: querer salvar al otro para salvarse, querer tocar la miseria para demostrar que uno aún puede tocar la verdad.
Lispector expone además la doble faz ética del conocimiento que proviene del amor. Saber por amor no siempre libera; a menudo incrimina. El instante en que Ana percibe la fragilidad del mundo la obliga a ver las pequeñas injusticias cotidianas —la hormiga aplastada, el hornillo que podría explotar— con una crudeza que antes no había tenido. Ese saber doloroso altera su acción: ya no puede seguir viviendo como si nada. Pero esa conciencia no conduce necesariamente a actos justos; puede derivar en piedad teatral o en impulsos destructivos disfrazados de caridad. El mal en la narración no es solamente la ausencia de bondad, sino la energía deformada de la compasión cuando pretende poseer y “salvar” sin humildad.
El pasaje del Jardín Botánico intensifica este conflicto. Ana experimenta allí una mezcla de asco y fascinación ante la abundancia putrefacta del mundo; su amor por la vida se vuelve casi voraz. La piedad ya no es compasión contemplativa sino apetito: quiere llevar al mundo dentro de sí, digerirlo, hacerlo propio. Ese anhelo revela la ambivalencia del amor como forma de conocimiento: por un lado, abre a la verdad del otro; por otro, tiende a absorberlo. La ética lispectoriana exige, por tanto, una piedad que sea también humildad: ver sin apropiarse, acompañar sin devorar.
Finalmente, Lispector sugiere que la experiencia amorosa que señala el cuento implica una responsabilidad inédita. Ana se da cuenta de que el contacto con lo herido la ha cambiado, y con ese cambio llega la obligación de vivir de otro modo, aunque no sepa exactamente cómo. El saber adquirido por amor no libera de la duda ni da respuestas claras; impone la tarea de permanecer alerta frente al riesgo de convertir la piedad en mal. El amor, en su forma más pura según el texto, no es consuelo sino examen: exige reconocer la ambivalencia de los propios impulsos y aceptar la imposibilidad de una redención total.
“Ana vuelve a casa, pero lo doméstico se ha vuelto sagrado y terrible: la fe ya no salva, solo sostiene el temblor de seguir viva.”
El regreso al hogar: fe, culpa y reconciliación imposible
El retorno de Ana a su casa no es un cierre, sino un eco prolongado de la revelación. Después del encuentro con el ciego y la experiencia del Jardín Botánico, la protagonista vuelve a su hogar como quien atraviesa las ruinas de una vida anterior. Todo parece igual —los muebles, la cena, la familia—, pero nada conserva su inocencia. Clarice Lispector utiliza aquí la tensión entre apariencia y transformación interior para mostrar que el verdadero drama no está en el acontecimiento, sino en lo que sobrevive después de él.
Ana intenta reanudar los gestos rutinarios que la definían: cuidar a los hijos, preparar la comida, conversar con el marido. Pero sus movimientos son vacilantes, como si el cuerpo obedeciera mientras el alma permaneciera ausente. La cotidianidad se convierte en una máscara, una representación vacía de sentido. En su silencio late la imposibilidad de comunicar lo que ha visto, porque lo experimentado no pertenece al orden del lenguaje. La fe que antes la sostenía —una fe práctica, doméstica, sin teología— se ha disuelto en un temblor. Lispector describe ese estremecimiento con una imagen precisa: “La vida la estremecía, como un frío.” Ese frío no es físico, sino espiritual: la conciencia del desamparo.
La culpa emerge como consecuencia inevitable del conocimiento. Ana se siente culpable de haber dudado, de haber visto, de haber sentido. El amor por los suyos se mezcla con el temor de contaminarlos con su visión. En su abrazo final al hijo, hay tanto afecto como horror: “Lo apretó con fuerza, con espanto. Se protegía trémula. Porque la vida era peligrosa.” La frase resuena como una confesión: amar es exponerse a perder, a dañar, a ser herido. El amor se convierte en una forma de fe desesperada, un acto que se mantiene a pesar de la imposibilidad de creer plenamente.
Lispector no concede reconciliación. Ana no encuentra consuelo en la religión ni en la moral doméstica. Ha descubierto que la vida está atravesada por una fuerza más vasta y ambigua que cualquier explicación. Su fe, si la hay, es una fe sin dogma, una adhesión ciega a la existencia misma. Lo que queda es una especie de religiosidad vacía: una conciencia de lo sagrado, pero sin altar ni plegaria.
El final del cuento —Ana apagando la lámpara, disolviendo el día— encierra esa ambigüedad. No hay tragedia explícita, pero sí un cansancio cósmico. Lispector no permite que su personaje vuelva a la tranquilidad anterior; la deja suspendida entre culpa y deseo, entre fe y lucidez. El regreso al hogar, más que un cierre, es el comienzo de otra forma de conciencia: la del ser humano que ha visto demasiado y aún debe vivir.
Relevancia contemporánea: Lispector y la conciencia moderna
La vigencia de Amor en el presente radica en su exploración radical de la conciencia, una dimensión que la literatura contemporánea sigue reconociendo como campo de batalla. Clarice Lispector, desde mediados del siglo XX, anticipó los dilemas espirituales de la modernidad tardía: la disolución de la fe, la fragmentación del yo, la soledad en medio de la vida cotidiana. Su escritura se aparta del realismo social de su tiempo para internarse en los abismos de la percepción y el pensamiento, donde el conflicto moral se vuelve interior y silencioso.
En el mundo actual, saturado de estímulos y discursos, Amor resulta sorprendentemente actual porque aborda la experiencia del vacío, esa zona muda donde el sentido se desmorona pero la existencia continúa. Ana, con su rutina de ama de casa, es una figura precursora del sujeto contemporáneo: alguien que se descubre extraño dentro de la normalidad, incapaz de reconciliar el deber con el deseo. Su experiencia puede leerse como metáfora de la ansiedad moderna: la conciencia de que lo cotidiano es al mismo tiempo refugio y cárcel.
Lispector propone una forma de conocimiento que no depende de la razón ni de la doctrina, sino de la intensidad emocional. En una época dominada por la información, su obra recuerda que comprender el mundo implica también sentirlo, padecerlo, dejarse atravesar por él. La lucidez de Ana —esa que no puede comunicar— se asemeja al malestar contemporáneo: un exceso de conciencia que no encuentra cauce ético ni simbólico.
El relato también anticipa debates actuales sobre la representación del otro y la ética del cuidado. El encuentro con el ciego puede interpretarse, desde una lectura contemporánea, como una crítica a la compasión superficial y al deseo de “salvar” al marginado sin comprenderlo. Lispector, con su ambigüedad deliberada, desarma toda certeza moral: obliga a reconocer que la bondad no siempre es pura y que la sensibilidad puede convertirse en forma de violencia.
En este sentido, Amor no es solo un texto sobre una mujer en crisis, sino una reflexión sobre el lugar del ser humano frente a lo inabarcable. Su modernidad no reside en la trama, sino en la mirada: una mirada que no juzga ni consuela, sino que observa el temblor de la existencia con una compasión sin redención. Esa actitud —entre la mística y el escepticismo— define la herencia de Lispector y explica por qué su obra sigue hablando al lector contemporáneo, cada vez más consciente de que el conocimiento no siempre salva, pero sí transforma.
Bibliografía
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Lispector, Clarice. Amor. En Laços de família. Traducción de Mario Merlino. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1972.
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