Charles Bukowski: Los escritores
«¡DIOS MÍO, ME CANSA TANTO ESPERAR! ¡ES QUE NADIE PERCIBE EL GENIO!»

Los escritores
Charles Bukowski
(Estados Unidos)
Biblioteca Itzamná
Microscopía Literaria
(Cita)
Harold llamó a la puerta del apartamento.
Nelson estaba sentado a la mesa de la cocina comiendo un trozo de tarta de queso y bebiendo una taza de café expreso.
-¿Sí? -preguntó Nelson. Los golpes a la puerta le ponían nervioso. Y cuando se ponía nervioso desarrollaba un tic en la cabeza. Su cabeza empezaba a hacer reverencias.
-¿Quién es?
-Nelson, soy Harold.
-Ah, un momento.
Nelson cogió lo que quedaba de la tarta de queso y se lo metió en la boca. Mientras masticaba se le humedecieron los ojos. Pesaba 20 kilos de más. Tragó el último trozo, se precipitó hacia el fregadero, echó agua sobre el plato, se lavó las manos, después se fue hacia la puerta, quitó la cadena, giró el pomo y abrió la puerta.
Harold entró. Medía 1 metro 52 cm y era delgado. Tenía 68 años. Nelson tenía unos 30 años menos. Ambos eran escritores pero solo escribían poesía. Sus libros se vendían muy de vez en cuando y era un secreto bien guardado cómo podían sobrevivir. Ambos contaban con canales de ingresos furtivos provenientes de algún sitio. Pero ninguno hablaba de ello.
-¿Quieres un expreso? -preguntó Nelson.
-Bueno, sí…
Harold se sentó. Nelson le trajo una taza enseguida. Después Nelson se sentó a su lado en el sofá junto a la mesita.
La cabeza de Nelson empezó a hacer reverencias y a sacudirse de nuevo.
-Bueno, Harold, fui a ver al hijo de puta. Me concedió una entrevista.
Harold levantó su taza a medio camino hacia la boca. Se detuvo.
-¿Chingarski? -preguntó.
Así era como ellos llamaban a aquel escritor.
-Sí.
Harold sorbió, volvió a poner la taza sobre la mesa.
-Creía que ya no veía a nadie.
-¿Estás de broma? Ve a casi todas las malditas mujeres que le escriben o lo llaman. Intenta emborracharlas, les hace promesas, cuenta mentiras, se pone pesado con ellas y, si no ceden, las viola.
-¿Y cómo justifica todo eso?
-Afirma que necesita algo sobre lo que escribir.
-¡Qué jodido viejo verde!
Continuaron sentados un rato pensando en aquel jodido viejo verde. Entonces Harold preguntó:
-¿Y cómo te permitió que fueras a visitarlo?
-Probablemente para dar la matraca. Ya sabes, yo lo conocí justo cuando acababa de dejar la fábrica y había decidido intentar convertirse en escritor. Ni siquiera tenía papel higiénico para limpiarse el culo. Usaba papel de periódico arrugado.
-¿Así que lo viste, Nelson? ¿Y qué pasó? ¿Estaba borracho?
-Claro, Harold, estaba borracho corno una cuba.
-Se cree que eso es de machos. Me da asco.
-No es tan macho. Tod Winters me contó que una noche le dio una paliza que casi lo mata.
-¿De verdad?
-De verdad. Eso es algo de lo que no escribirá nunca.
-Ni soñarlo.
Continuaron sentados sorbiendo sus expresos.
Nelson hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un purito. Se lo llevó a la boca, rasgó el celofán con los dientes. Después le quitó uno de los extremos, se lo metió en la boca, se estiró para coger un cenicero de encima de la mesa.
-Oh, no enciendas eso, Nelson, ¡es una costumbre asquerosa!
Nelson se quitó el purito de la boca y lo tiró sobre la mesa.
-Y es que, Nelson, aparte de la maldita peste que echa, está el cáncer.
-Tienes razón.
Se quedaron otra vez en silencio durante un momento, pensando más en Chingarski que en el cáncer.
-Bueno, Nelson, ¡dime qué te dijo!
-¿Chingarski?
-¿Quién va a ser?
-Bueno, Harold, ¡se rió de mí! Dijo que yo nunca lo lograría.
-¿De veras?
-De veras. Imagínatelo sentado con sus vaqueros rotos, descalzo, con una camiseta sucia. Vive en esa casa enorme, con 2 coches nuevos en el garaje. Está detrás de una gran cerca. Tiene un sistema de seguridad carísimo. Y vive con esa chica tan guapa que es 25 años menor que él…
-No sabe escribir, Nelson. No tiene vocabulario, no tiene estilo. Nada.
-Solo vomitar y coger y putear, Harold, eso es todo…
-Y odia a las mujeres, Nelson.
-Pega a sus mujeres, Harold.
Harold se rió.
-¿Dios mío! ¿No has leído nunca ese poema en el que se lamenta de que las mujeres nazcan con intestinos?
-Harold, es un tipo condenadamente barriobajero. ¿Cómo logra vender?
-Tiene lectores barriobajeros.
-Sí, escribe sobre apuestas, borracheras… una y otra vez.
Se quedaron pensando sobre eso un momento.
Entonces Harold suspiró.
-Y es famoso en toda Europa, y ahora está llegando a Sudamérica.
-Un cáncer de imbecilidad, Harold.
-Pero aquí no es tan famoso, Nelson. En los Estados Unidos lo tenemos calado.
-Nuestros críticos saben quién es auténtico.
Nelson se levantó y volvió a llenar las tazas, luego se sentó.
-Y hay otra cosa, ¡algo desagradable! ¡Bastante!
-¿El qué, Nelson?
-Se hizo un examen general. El primero de su vida. Tiene 65 años.
-¿Y qué?
-Limpio y transparente. Tiene los resultados guardados debajo de una botella de vodka. Los he visto. Se ha bebido suficiente matarratas como para destruir a un ejército. La única vez que no bebió nada fue cuando estuvo preso por borracho. Lo único que no dio normal en el examen fueron los triglicéridos, tiene 264 menos de los que hay que tener.
-¡Al menos le pasa algo!
-De todos modos, no es justo. Ha enterrado a casi todos sus amigos borrachos y a alguna de sus amigas borrachas.
-Ha tenido suerte no solo con la escritura, Nelson.
-Es como un perro que hubiera logrado cruzar sin mirar una autopista congestionada sin ser atropellado.
-¿Y le preguntaste cómo es eso?
-Sí. Se rió de mí. Dijo que los dioses están de su parte. Dijo que es su karma.
-¿Karma? ¡Si ni siquiera sabe lo que significa esa palabra!
-Fanfarronea, Harold. Fui a una lectura de sus poemas y cuando uno de los estudiantes le preguntó qué pensaba que era el existencialismo, le contestó que «pedos de Sartre».
-¿Cuándo van a ponerlo en evidencia?
-¡No veo el momento!
Sorbieron sus expresos.
Entonces la cabeza de Nelson empezó a saltar y a hacer reverencias otra vez.
-¡Chingarski! ¡Es tan feo! ¿Cómo puede una mujer besarlo sin vomitar?
-¿Tú crees que realmente ha conocido a todas esas mujeres sobre las que escribe, Nelson?
-Bueno, yo he conocido a algunas. Y tienen bastante buen aspecto. No lo entiendo.
-Le tienen lástima. Es como un perro con sarna.
-Que cruza una autopista congestionada sin mirar.
-¿Por qué seguirá teniendo suerte?
-Mierda, yo qué sé. Cada vez que sale se mete en un lío. Lo último que he oído es sobre un editor que lo llevó a él y a su novia al Polo Lounge. Se levantó de la mesa para ir al lavabo de caballeros y se perdió. Se dedicó a dar vueltas diciéndole a la gente que eran todos unos impostores. Cuando el maître se acercó para ver qué era aquel escándalo, él lo amenazó con una navaja. Ahora no le está permitida la entrada al Polo Lounge.
-¿No te enteraste de cuando lo invitaron a la casa de ese profesor y se meó en un tiesto con flores y prendió fuego al gallinero?
-No tiene ni un puto gramo de clase.
-Nada en absoluto.
Otra vez se sumieron en un silencio momentáneo.
Entonces Harold suspiró.
-No sabe escribir, Nelson.
-Y no tiene educación literaria, Harold.
-Es un maleducado y un mal leído, Nelson.
-Un pendejo. Un completo pendejo. Lo odio.
-¿Por qué lo leen? ¿Por qué compran sus libros?
-Es por el estilo simple que tiene. Esa falta de profundidad les da confianza.
-¡Aquí nosotros escribiendo algunos de los versos más grandiosos del siglo XX y ese pendejo de Chingarski llevándose los aplausos!
-Tiene un espíritu despreciable.
-Es un impostor.
-¿Cómo puede una mujer besar esa cara tan fea?
-¡Tiene los dientes amarillos!
Entonces sonó el teléfono.
-Disculpa, Harold…
Nelson contestó el teléfono.
-Dígame… Ah, mamá… ¿Qué? Bueno, no lo sé. No, no creo que sea una buena idea. No, no lo creo. Bien, mamá, vamos a dejar este asunto… Ya sé que tenías la mejor intención. Vale. Oye, mamá, ahora estoy en una reunión. Estamos trabajando en la organización de una lectura de poesía en el Hollywood Bowl. Te llamaré pronto, mamá. Un beso…
Nelson colgó de un golpe.
-¡ESA PUTA!
-¿Qué pasa, Nelson?
-¡Está tratando de encontrarme un TRABAJO! ¡ESO ES LA MUERTE!
-¡Santo cielo! Pero ¿es que no comprende?
-Me temo que no, Harold.
-¿Chingarski ha tenido madre alguna vez?
-¿Estás bromeando? ¿Que una cosa así venga de otro cuerpo? ¿Un cuerpo humano? Imposible.
Entonces Nelson se levantó y comenzó a deambular por la habitación. Su cabeza se sacudía más que nunca.
-¡DIOS MÍO, ME CANSA TANTO ESPERAR! ¡ES QUE NADIE PERCIBE EL GENIO!
-Bueno, Nelson, mi madre no. Hasta la noche en que murió, no. Pero, al menos, sí tuvo inteligencia suficiente para ahorrar e invertir su dinero.
Nelson volvió a sentarse. Se cogió la cabeza con las manos.
-Jesús, Jesús…
Harold sonrió.
-Bueno, a nosotros nos recordarán 100 años después de que él haya muerto…
Nelson retiró las manos, miró hacia arriba. La cabeza rompió todos los récords de inclinaciones para arriba y para abajo.
-PERO ¿NO TE DAS CUENTA? ¡AHORA LAS COSAS SON DISTINTAS! ¡ES POSIBLE QUE PARA ENTONCES EL MUNDO HAYA VOLADO EN PEDAZOS! ¡NO SEREMOS APRECIADOS NUNCA!
-Sí -dijo Harold-, sí, eso es cierto. ¡Ah, qué maldición!
En algún lugar de una ciudad sureña Chingarski estaba sentado a su máquina de escribir, borracho, escribiendo sobre dos escritores que había conocido. No era un gran relato, pero era necesario. Escribía un cuento al mes para una revista de sexo que publicaba religiosamente todo cuanto él les enviaba. Sin importar lo malo que fuese. Posiblemente debido a su fama internacional.
A Chingarski le gustaba que sus páginas aparecieran entre fotografías de vulvas despatarradas. Se imaginaba a alguna de las modelos de las fotos hojeando la revista y topándose con uno de sus relatos.
-¿Qué mierda es esto? -dirían.
Chicas, contestaría él si pudiese, esto es la frase simple, sin confusiones, el diálogo realista. Esta es la forma en que debe hacerse. Y solo podrán besar mi fea cara con los dientes amarillos en sus sueños. Yo ya estoy comprometido.
Chingarski sacó la última página de la máquina, la unió con un clip a las otras y luego buscó un sobre de papel manila. Esa era la parte más pesada del trabajo de ser escritor: meter lo escrito en el sobre, poner la dirección, pegar el sello y enviarlo, después, por correo.
Y normalmente le llevaba un par de copas de vino rematar una de las formas más bonitas que se han inventado para pasar la noche.
Se sirvió la primera.
Los escritores es uno de los cuentos más abiertamente autorreferenciales de Bukowski. Bajo el nombre de Chingarski, el autor construye una caricatura extrema de sí mismo y, al mismo tiempo, una sátira despiadada del campo literario: los escritores frustrados, los mecanismos del éxito, la hipocresía moral y la relación entre talento, fama y mercado. El texto funciona como una inversión irónica: quienes se proclaman “auténticos” aparecen dominados por el resentimiento, mientras que el supuesto impostor es el único que escribe, publica y sobrevive.
La envidia del genio y la farsa del éxito:
Literatura, resentimiento y mercado
B. Itzamná
Abstract
Este ensayo analiza el cuento Los escritores de Charles Bukowski como una reflexión irónica y descarnada sobre el oficio literario, la precariedad y la construcción del éxito. A través del contraste entre dos poetas resentidos y un escritor famoso pero despreciado, el texto explora la tensión entre la autopercepción del genio, el mercado editorial y la acción concreta de escribir. El relato revela que, más allá del talento proclamado o de la moral literaria, la única verdad del escritor reside en la persistencia: escribir y enviar, aun en medio del desencanto.
«¡DIOS MÍO, ME CANSA TANTO ESPERAR! ¡ES QUE NADIE PERCIBE EL GENIO!»
— Charles Bukowski, Los escritores
La visita y el encierro: el espacio doméstico como escenario del fracaso
El cuento se abre en un espacio mínimo y cerrado: el apartamento de Nelson. No hay ciudad, no hay exterior activo; todo sucede en una cocina, un sofá, una mesa baja, una puerta que se abre con cautela. Este encierro no es casual: el mundo de Los escritores es un mundo detenido, donde el movimiento verdadero —la publicación, el reconocimiento, la circulación del texto— ocurre siempre fuera, en otro lugar al que los personajes no acceden. El interior doméstico funciona así como una escenografía del estancamiento.
Bukowski construye el espacio con detalles corporales y triviales: la tarta de queso, el café expreso, el sobrepeso, el tic nervioso, el purito. Nada es heroico. El cuerpo del escritor aparece desde el inicio como un cuerpo incómodo, torpe, ansioso. Nelson no espera la visita como un acontecimiento, sino como una interrupción que lo pone nervioso. La literatura, lejos de elevar, se vive aquí como una carga cotidiana que se incrusta en los gestos más pequeños.
La puerta cumple una función simbólica clave. Golpearla genera ansiedad; abrirla requiere preparación; quitar la cadena es un gesto casi defensivo. El mundo exterior —incluso cuando toma la forma de otro escritor— es percibido como amenaza. Harold no trae novedades alentadoras, sino confirmación del fracaso compartido. El apartamento se convierte entonces en un refugio precario, pero también en una trampa: protege del mundo, a costa de aislar del éxito.
Este espacio cerrado favorece la circulación obsesiva del discurso. Sentados, bebiendo café, los personajes no actúan: hablan. Hablan del otro, del escritor famoso, del impostor, del éxito ajeno. El encierro potencia la rumiación, la queja, la comparación constante. No hay salida física ni simbólica; solo la repetición de una misma conversación que ya ha ocurrido muchas veces y volverá a ocurrir.
Así, el apartamento no es simplemente un escenario: es una metáfora del lugar que ocupan estos escritores en el campo literario. Están dentro, pero fuera del circuito real; hablan de literatura, pero no intervienen en ella de manera efectiva. El encierro doméstico es la forma material de su marginalidad: un espacio donde se escribe poco, se espera mucho y se envejece discutiendo el éxito ajeno.
"La espera del reconocimiento no ennoblece a los poetas: los inmoviliza, los vuelve irascibles y los obliga a proclamarse genios en voz alta para no desaparecer."
Dos poetas a la espera: rutina, precariedad y autopercepción del genio
Nelson y Harold comparten más que la vocación poética: comparten una vida suspendida. Ambos son escritores, ambos publican poco, ambos sobreviven gracias a “canales de ingresos furtivos” que nunca se explicitan. Esa omisión no es anecdótica: el dinero, como el éxito, es algo que circula fuera del relato explícito, casi con vergüenza. La literatura no paga, pero tampoco se abandona; se mantiene como una identidad absoluta que justifica la precariedad y la espera.
La rutina que Bukowski describe es una rutina de escritores sin obra visible. Café, conversaciones repetidas, cigarrillos, juicios sobre otros. No hay escritura en acto durante la mayor parte del cuento; hay, en cambio, una vigilancia constante del campo literario, una observación resentida de quién triunfa y quién no. La espera no es pasiva, sino tensa: se espera que el mundo reconozca un genio que los propios personajes consideran evidente, pero que nadie más parece percibir.
La autopercepción del genio funciona como mecanismo de defensa. Nelson y Harold se saben —o se dicen— autores de “algunos de los versos más grandiosos del siglo XX”. Esa afirmación, lanzada sin pruebas ni citas, no busca convencer al lector, sino sostener psicológicamente a los personajes. En ausencia de reconocimiento externo, el genio debe proclamarse internamente, incluso de manera exagerada. La convicción de superioridad moral y estética compensa la falta de lectores, de premios, de visibilidad.
Bukowski introduce aquí una tensión central: estos poetas se consideran auténticos, profundos, éticos, pero su vida diaria no produce nada que altere su situación. La espera se vuelve circular. Esperan ser descubiertos, pero no parecen dispuestos a modificar su relación con el mundo, ni a aceptar las reglas —por injustas que sean— del mercado literario. La precariedad no se asume como etapa, sino como destino noble, casi como prueba de pureza artística.
La edad acentúa esta sensación de estancamiento. Harold es viejo; Nelson, aunque más joven, se siente ya agotado. La espera no tiene horizonte temporal claro: no se espera “hasta” algo, se espera indefinidamente. De ahí la ansiedad, los tics, los estallidos de furia. El cuerpo acusa el desgaste de una vida dedicada a una promesa que no se cumple. La poesía, en lugar de redimir, se convierte en una fuente constante de frustración.
En este punto, Bukowski retrata con crudeza una figura recurrente en la modernidad literaria: el escritor que se sabe mejor que el mundo, pero que depende obsesivamente de la mirada de ese mismo mundo para existir. La espera no es solo económica o editorial; es ontológica. Sin lectores, sin validación, el yo poético se tambalea, y la conversación interminable se vuelve el único espacio donde el genio aún parece real.
Chingarski como mito: fama, exceso y caricatura del escritor exitoso
Chingarski no aparece nunca en escena, pero domina todo el relato. Su figura se construye exclusivamente a través del discurso de Nelson y Harold, lo que lo convierte menos en un personaje y más en un mito: una condensación de todo aquello que ellos detestan y, al mismo tiempo, desean. Es el escritor que ha triunfado sin merecerlo, el escándalo ambulante que el sistema literario ha decidido coronar. Su ausencia física refuerza su poder simbólico.
La fama de Chingarski se presenta como una anomalía moral y estética. No escribe bien, no tiene vocabulario, no posee educación literaria; sin embargo, vende, viaja, es leído en Europa y Sudamérica, vive rodeado de lujos y mujeres jóvenes. En esta caricatura, el éxito no es el resultado de una obra, sino de una suma de excesos: alcohol, vulgaridad, violencia, provocación. El escritor exitoso es descrito como un cuerpo grotesco que se impone al mundo por pura insistencia.
Bukowski exagera deliberadamente los rasgos de Chingarski hasta lo monstruoso. No es solo un mal escritor: es misógino, abusivo, borracho patológico, ignorante, violento. Esta acumulación de defectos cumple una función precisa: cuanto más repulsivo sea Chingarski, más incomprensible y ofensivo resulta su triunfo. El éxito se vuelve, así, un escándalo ontológico, algo que contradice cualquier noción de justicia literaria.
Sin embargo, el mito de Chingarski también revela una fascinación involuntaria. Nelson ha ido a verlo, ha observado su casa, sus coches, su sistema de seguridad, su pareja joven. Lo ha investigado con una atención casi obsesiva. Chingarski encarna la prueba viviente de que es posible vivir de la escritura sin respetar ninguna de las virtudes que los poetas valoran. Su existencia amenaza la idea de que el talento verdadero, tarde o temprano, será reconocido.
En este sentido, Chingarski no es solo un enemigo externo, sino un espejo deformante. Representa la posibilidad intolerable de que el mundo literario no premie la calidad, sino la reiteración de ciertos gestos, temas y actitudes. Su estilo “simple”, su falta de profundidad, lejos de ser obstáculos, funcionan como claves de acceso a un público amplio. El mito del escritor exitoso se funda en la simplificación, no en la complejidad.
Bukowski introduce aquí una crítica feroz al imaginario romántico del genio incomprendido. Chingarski triunfa porque escribe lo que puede circular, no lo que aspira a trascender. Su éxito desmonta la narrativa consoladora de Nelson y Harold: no basta con ser mejor, más profundo o más ético. El mito de Chingarski señala una verdad incómoda: el mercado literario no recompensa la excelencia moral ni la sofisticación estética, sino la eficacia.
"El desprecio moral funciona como refugio del fracaso: permite sentirse superior allí donde el mundo ha decidido no conceder reconocimiento."
La moral del desprecio: ética, resentimiento y superioridad imaginada
El discurso de Nelson y Harold contra Chingarski no se limita a una crítica literaria: es, ante todo, una condena moral. Lo desprecian como escritor, pero también —y quizá sobre todo— como ser humano. Su rechazo se articula a partir de una ética que ellos consideran superior, una ética del esfuerzo silencioso, de la pobreza digna, del sufrimiento no recompensado. Frente al éxito ruidoso y obsceno de Chingarski, ellos oponen la idea de una pureza interior que, aunque invisible, los salvaría del descrédito.
Sin embargo, esta moral se encuentra profundamente atravesada por el resentimiento. La indignación de Nelson y Harold es legítima en muchos aspectos —la violencia, la misoginia, la vulgaridad de Chingarski—, pero Bukowski deja claro que dicha indignación se alimenta también de la frustración. El odio no surge solo de la injusticia, sino de la comparación constante. Chingarski es intolerable porque demuestra que el mundo no funciona según los valores que ellos han adoptado para soportar su propia precariedad.
La superioridad ética que reclaman es, en este sentido, una construcción defensiva. Al declararse mejores personas y mejores escritores, Nelson y Harold se protegen del fracaso material. Si no han triunfado es porque el sistema está corrompido; si son pobres es porque se han negado a rebajarse. Esta lógica les permite preservar una imagen heroica de sí mismos, pero también los encierra en una posición estéril: la del desprecio permanente.
Bukowski no invalida del todo esta postura, pero la somete a una ironía constante. El relato sugiere que la moral del desprecio puede convertirse en una forma de inmovilidad. Nelson y Harold hablan, juzgan, despotrican, pero no actúan. Su ética se expresa en la negación del otro, no en la afirmación de una obra propia que logre imponerse por sí misma. El desprecio sustituye a la creación como gesto central.
Además, la violencia verbal con la que se refieren a Chingarski reproduce, en otro nivel, la brutalidad que dicen condenar. Lo insultan, lo animalizan, lo reducen a un cuerpo grotesco. En su intento por diferenciarse, terminan compartiendo con él una lógica de exclusión y humillación. Bukowski expone así una paradoja incómoda: el resentimiento moral puede acercar peligrosamente a quienes se creen opuestos.
Esta sección revela uno de los núcleos más corrosivos del cuento: la imposibilidad de sostener una ética pura en un mundo que no la reconoce. La moral del desprecio es comprensible, pero también insuficiente. No transforma la realidad ni garantiza la posteridad. Solo ofrece consuelo momentáneo frente a una derrota que sigue intacta.
El éxito como escándalo: mercado, lectores y legitimación literaria
En el universo del cuento, el éxito no aparece como un premio natural a la calidad, sino como un escándalo: algo que irrumpe, desordena y ofende. La fama de Chingarski —sus lectores, sus traducciones, su circulación internacional— no se presenta como una consecuencia estética, sino como un síntoma de un mercado que funciona con reglas ajenas a la noción clásica de valor literario. Para Nelson y Harold, el éxito no valida; contamina. No consagra; degrada.
Bukowski articula aquí una crítica frontal a los mecanismos de legitimación cultural. Chingarski vende porque escribe “simple”, porque reitera temas reconocibles, porque no exige al lector un trabajo de interpretación. Esa simplicidad, lejos de ser una virtud, es leída por los protagonistas como una traición a la literatura. El mercado recompensa la facilidad, la repetición y el exceso; castiga la paciencia, la complejidad y la marginalidad. El éxito se convierte así en una señal de sospecha: si muchos te leen, algo debes estar haciendo mal.
El lector ocupa un lugar incómodo en este esquema. No es un sujeto crítico, sino una masa que busca confirmación antes que perturbación. Nelson y Harold lo describen como “barriobajero”, no tanto por clase social como por una disposición estética: lectores que desean verse reflejados, no cuestionados. Bukowski no idealiza al público; lo muestra como parte activa del sistema que convierte a Chingarski en figura dominante. La legitimación no proviene de instituciones ilustradas, sino de la reiteración del consumo.
Sin embargo, el cuento evita una nostalgia ingenua por una edad dorada de la literatura. No hay aquí una defensa romántica del genio incomprendido como garantía de valor. Bukowski sugiere algo más incómodo: que el mercado no solo consagra a impostores, sino que obliga a todos a definirse frente a él. Nelson y Harold necesitan que el éxito de Chingarski sea un fraude para sostener su propia identidad. El escándalo del éxito ajeno reafirma la pureza del fracaso propio.
La fama de Chingarski también revela la violencia simbólica del reconocimiento. Él puede permitirse el exceso, el escándalo, incluso la autodestrucción, porque el sistema lo sostiene. Su legitimidad es tan sólida que no necesita defenderse. Frente a eso, Nelson y Harold quedan atrapados en una posición reactiva: su discurso se organiza siempre en contra de algo, nunca a favor de una estrategia propia de inserción o resistencia.
Así, el éxito funciona como una fuerza corrosiva que redefine todas las relaciones. No solo separa a quienes triunfan de quienes no, sino que impone una lógica binaria: o eres visible y sospechoso, o invisible y moralmente superior. Bukowski no resuelve esta tensión; la deja vibrando como una herida abierta. El escándalo del éxito no es que exista, sino que obliga a todos a mirarse en él.
"El trabajo no es aquí una solución económica, sino una amenaza ontológica: aceptar un empleo equivale a renunciar a la identidad del escritor."
La madre y el trabajo: la amenaza del mundo real
La irrupción de la madre de Nelson en el relato es breve, casi anecdótica, pero su efecto es devastador. Hasta ese momento, el cuento se había sostenido en una burbuja cerrada: dos poetas, un apartamento, café, reproches y fantasías de reconocimiento futuro. La llamada telefónica rompe ese encierro simbólico y trae consigo la única palabra verdaderamente temida por Nelson: trabajo. No como actividad creativa, sino como empleo, como inserción forzada en la lógica productiva que el escritor ha decidido rechazar.
La madre no aparece como figura cruel ni autoritaria; al contrario, actúa desde la preocupación y el cuidado. Su intento de “ayudar” revela el abismo entre dos sistemas de valores incompatibles. Para ella, trabajar es sobrevivir; para Nelson, es morir. El empleo representa la anulación definitiva de la identidad del escritor, la rendición ante un mundo que no reconoce el tiempo improductivo de la creación. En ese sentido, la madre encarna la realidad social que insiste en reclamar al artista como sujeto funcional.
Bukowski construye aquí una de sus tensiones más características: la oposición entre la vida práctica y la vida literaria. La llamada no solo interrumpe la conversación, sino que desestabiliza a Nelson física y emocionalmente. Su tic se intensifica, su lenguaje se vuelve violento, desmedido. La amenaza no es Chingarski ni el mercado, sino la posibilidad de tener que abandonar la espera, de aceptar que el genio no basta como argumento vital.
La reacción exagerada de Nelson —su insulto final— no debe leerse solo como inmadurez, sino como miedo. El trabajo aparece como la confirmación de que el mundo no va a detenerse a reconocerlo. Frente al éxito obsceno de Chingarski, el empleo común es una humillación más silenciosa, pero quizá más definitiva. No hay épica en conseguir un trabajo; no hay posteridad en ello.
Esta sección expone el núcleo trágico del cuento: la fragilidad del escritor que ha apostado todo a una promesa futura. La madre no entiende la literatura, pero entiende el tiempo. Y el tiempo, en el relato, siempre juega en contra de Nelson.
Escribir y enviar: la única acción verdadera del escritor
El cierre del cuento desplaza el foco narrativo hacia Chingarski y, con ello, reorganiza por completo el sistema de valores que había sostenido la conversación entre Nelson y Harold. Mientras ellos permanecen paralizados en la queja, el resentimiento y la espera, Chingarski escribe. No escribe bien, no escribe con profundidad ni con elegancia —al menos según sus detractores—, pero escribe. Y, sobre todo, envía lo escrito. En ese gesto mínimo, casi mecánico, Bukowski sitúa la única acción auténtica del oficio literario.
El contraste es deliberadamente cruel. Chingarski no reflexiona sobre su legado, no se pregunta por la posteridad ni por el juicio de los críticos; cumple una rutina pragmática: terminar el texto, ponerlo en un sobre, pegar el sello, enviarlo. El relato insiste en la materialidad de este acto, como si quisiera recordarle al lector que la literatura, antes de ser mito o prestigio, es trabajo concreto. Frente a la grandilocuencia verbal de Nelson y Harold, la escritura de Chingarski avanza sin necesidad de justificación moral.
Bukowski introduce aquí una ironía decisiva: Chingarski escribe sobre ellos. Los transforma en materia literaria sin pedir permiso, sin escrúpulos y sin culpa. Aquellos que se consideran genios incomprendidos quedan reducidos a personajes secundarios dentro de una narrativa ajena. La humillación no proviene del talento superior de Chingarski, sino de su eficacia: él produce, ellos comentan; él actúa, ellos esperan.
El envío del manuscrito, descrito como la parte “más pesada” del trabajo de ser escritor, condensa la ética bukowskiana de la literatura. No hay épica en ese gesto, pero sí persistencia. La acción de escribir y enviar se presenta como un acto de supervivencia más que de grandeza, como una forma de pasar la noche, acompañada de vino, sin ilusiones de trascendencia.
Así, el cuento se cierra con una inversión radical: el supuesto impostor encarna la única verdad del oficio. No importa tanto la pureza estética ni la conciencia crítica, sino la continuidad del acto creativo. En el universo de Bukowski, el escritor no es quien se sabe genio, sino quien, pese a todo, sigue escribiendo y enviando.
"Mientras unos esperan ser reconocidos, otro simplemente escribe, pone el texto en un sobre y lo envía: ahí comienza y termina la verdad del escritor."
Bibliografía
Bukowski, Charles. Los escritores. En Música de cañerías. Traducción al español. Barcelona: Anagrama, varias ediciones.
Bukowski, Charles. Escritos de un viejo indecente. Barcelona: Anagrama, 1973.
Bukowski, Charles. El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Barcelona: Anagrama, 1998.
Deleuze, Gilles. Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama, 1996.
Bourdieu, Pierre. Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama, 1995.
Foster, Hal et al. Arte desde 1900. Madrid: Akal, 2006.

