Carroza

Era una madrugada sin luces en los faroles ni en las sonámbulas celestinas; afuera del museo egipcio, no pasaba ningún automóvil para pasajeros; a él, guardia matutino, se le había ocurrido quedarse hasta tarde, mirando enamorado por horas una estatua dorada de Amunet, una antigua diosa egipcia, de curvas morenas, piernas talladas por el mismo eros, mirada verde opaco.

NARRATIVA

Círdan Ápeiron (México)

1/18/2023

Mimeógrafo #116
Enero 2023

Carroza

Círdan Ápeiron
(México)

Era una madrugada sin luces en los faroles ni en las sonámbulas celestinas; afuera del museo egipcio, no pasaba ningún automóvil para pasajeros; a él, guardia matutino, se le había ocurrido quedarse hasta tarde, mirando enamorado por horas una estatua dorada de Amunet, una antigua diosa egipcia, de curvas morenas, piernas talladas por el mismo eros, mirada verde opaco.
Una carroza fúnebre, de un Cadillac negro, se salió de la carretera bordeada por pinos enanos; se paró frente a él, ninguna de las ventanas polarizadas se esclareció, la puerta izquierda se abrió, olía a incienso sacerdotal, una voz femenina de una sensualidad irresistible, adormecedora le susurró: “Ya no pasará por ti ninguno de los vivos, ¿me acompañas en mi soledad indefinida?”- al fondo del asiento de conductor, solo se miraba una sombra curvilínea, misteriosa como las presentes circunstancias de lógica humana inhóspitas.
El guardia sin comprenderlo, con esa voz recordó a la diosa que había mirado por tanto tiempo inmóvil, contemplativa. Pudo negarse para quedarse a dormir dentro del museo, con su hermano gemelo, el guardián nocturno; pero una razón sanguínea, inteligible para sus latidos arrebatados, le llevo a elegir subirse a la carroza, junto a esa sombra desconocida, seductora.
—Vivo cerca de la finca del héroe anónimo, al final del camino de los pinos —balbuceaba con una incertidumbre triste antes que temerosa. La mujer se cubría con una bata negra y larga, su rostro lo ocultaba un velo oscuro—. Vivías a la cercanía de ese escritor heroico, por escribirse en un mundo de indiferentes incomprendidos. ¿Te imaginas que tan solo se sentía entre palabras sordas? La vocecita sensual se quebraba para ser un violín de melancolía afónico.
—¿Usted le conoció? Al menos pudo leer alguno de sus libros anónimos. Parece como si hubiese sido una de sus amantes fugaces; él tenía un gusto estético obsesivo por las mujeres egipcias, escribió cartas romanceras para una diosa de Egipto que ahora no recuerdo, con la fe de resucitarla en una lírica anacrónica —vociferaba sus palabras frágiles como el niño en la oscuridad se pregunta quién es.
—¿Me creería si le afirmo que somos amantes en otro inframundo? Él, con su palabra ansiosa de ser amada, me enamoró como ninguno de los vivos en mis tiempos en el Nilo; al hacerlo, abrió un portal lingüístico espacial, que al morir le arrojó al inframundo egipcio, donde seremos seres de arena y soles blancos, libres de relojes enfermos o tragedias mortales—. Ella desapareció con gesto de mano fino el velo, se desabotono la bata, era la diosa Amunet, cubierta por su vestido largo de lino blanco, bordeado de oro.
—Estaba de luto pero ya no, te encontré de nuevo —sus ojos verdes alumbraban su rostro moreno, revelador.
—Ese escritor no es posible ahora pueda serlo. Es verdad que él juró regresar entre los vivos del verbo arenoso para encontrarte inmortal en algún rincón de este mundo que gira la soberana muerte. Amunet, entonces no fueron horas, sino sendas de la consciencia lingüística espacial. Y el museo era tu palacio en otra dimensión planetaria, tú la que me mirabas inmóvil, resucitada de poesía. El otro guardia la sombra de mi ser terráqueo, muerto —seguía sin temblarle la voz ni un solo músculo al expresar una verdad irremediable, dolorosa.
—Sí. El ataúd de atrás es tu cadáver embalsamado; moriste como antes, tu corazón se detuvo intemporal, al escuchar entre tus palabras sordas, un te amo divino, necesario para morir inmortalizándonos —ella se acariciaba los muslos fornidos al susurrarle sonriente tales palabras tan escasas, fantásticas en ese mundo para él ya lejano, donde se amaba por hastío, no por vocación revolucionaria. La carroza era ya un carro egipcio forjado en arena de oro, lo jalaban un par de calaveras humanas, eran el tiempo y la muerte del pasado humano en ese amante apenas descubierto, por fin amado.
—Amunet, te amaré en el inframundo egipcio; ahí el presente es un futuro continuo, soñado por dioses inmortales de palabras mística, espaciales. Volví a existirme mortífero para encontrarte inmortal en una realidad lingüística espacial, siendo otro cuando la escribí rimada de vida impredecible, caótica —le besó con tal fuerza colosal para juntos volverse seres de arena dorada, con miradas blanquiazules.
El carro egipcio se dirigía hacia la luna de la que colgaba una pirámide egipcia al revés, ellos junto con todo ese universo fúnebre, desaparecían en la punta de luz plenilunio. La luna solitaria se manchó de infinito áureo.