Alice (Neco z Alenky) de Jan Svankmajer (1988)
¡Que le corten la cabeza! -gritó la Reina de Corazones


CINE: Alice (Neco z Alenky) de Jan Svankmajer (1988)
Abstract
Este ensayo analiza la película Alice (Neco z Alenky, 1988) de Jan Švankmajer, explorando su particular reinterpretación oscura y surrealista del clásico de Lewis Carroll. A través de un enfoque interdisciplinario que integra teorías psicoanalíticas (Freud y Lacan), filosóficas (Deleuze y Nietzsche) y críticas (Foucault y Bourdieu), se examinan las dimensiones simbólicas del filme: la fragmentación del deseo, la violencia del poder adulto, la materialidad inquietante del cuerpo y la estructura circular del tiempo onírico. Švankmajer construye un universo donde la lógica narrativa tradicional se disuelve, y lo irrepresentable del inconsciente y el trauma se expresa en imágenes y escenas de fuerte carga simbólica. El ensayo sostiene que Alice funciona como un espejo del sujeto descentrado y atrapado en un eterno retorno, donde el cine se revela como un medio privilegiado para dar forma a lo que escapa a la representación convencional, invitando a una reflexión profunda sobre la infancia, el poder, el cuerpo y la subjetividad fragmentada.
Alicia entre los espejos del inconsciente.
Sabak' Che
Un descenso surrealista en la versión de Jan Švankmajer
¡Que le corten la cabeza!
-gritó la Reina de Corazones
Introducción: Entre la infancia y lo siniestro
Hay obras que no se limitan a contarse, sino que se abren como puertas. Alice (1988), del cineasta checo Jan Švankmajer, no es una adaptación más de la célebre novela de Lewis Carroll, sino una reescritura fílmica desde los bordes de lo inconsciente, donde los objetos cobran vida con una lógica distinta a la de la vigilia, y la niña protagonista deja de ser una figura inocente para convertirse en testigo —y víctima— de una maquinaria simbólica que no responde a razones, sino a pulsiones.
En esta obra única, Švankmajer combina la actuación en vivo con la animación en stop-motion para construir un universo que no está del todo fuera del nuestro, pero tampoco pertenece a él. Los espacios son cerrados, los elementos cotidianos se transforman en amenazas latentes y los personajes, lejos de ser encantadores o excéntricos, son visiones espectrales, restos animados de un mundo que se descompone y muta sin cesar. Aquí no hay hadas ni moralejas. Hay serrín, dientes falsos, ojos de cristal, tijeras oxidadas y un conejo blanco que sangra aserrín por el pecho. Hay, sobre todo, una niña que parece no perturbarse ante el horror, como si ya habitara en él desde antes.
La versión de Švankmajer no busca complacer al espectador; por el contrario, lo inquieta, lo arrastra hacia una zona donde los límites entre lo animado y lo muerto, lo simbólico y lo real, el yo y el otro, se desdibujan. Por ello, el análisis de esta película requiere una aproximación que permita moverse entre capas simbólicas, visuales y filosóficas. Utilizaremos herramientas del psicoanálisis freudiano y lacaniano para interpretar el universo onírico y sus pulsiones; del surrealismo como movimiento estético y filosófico que valora el automatismo, lo irracional y la lógica del sueño; de la teoría del absurdo, particularmente a través de autores como Albert Camus y Samuel Beckett; y también desde la teoría cinematográfica, con atención especial al papel del stop-motion, el montaje y el tratamiento del cuerpo y la voz.
Asimismo, se tomarán en cuenta perspectivas feministas y estudios sobre la infancia para comprender el rol ambivalente de Alicia, cuyo cuerpo es desplazado, reducido o aumentado, perseguido o ignorado, como si no le perteneciera. Este recorrido por el film de Švankmajer no intentará "resolver" el enigma de la obra, sino habitarlo, explorando sus símbolos, sus silencios y sus mecanismos ocultos.
Así, este ensayo se estructura a partir del propio desarrollo de la película, siguiendo el viaje de Alicia como si fuera un itinerario psíquico. Cada escena, cada transformación y cada criatura funcionarán como puertas hacia lo que Freud llamaría el retorno de lo reprimido, y lo que el surrealismo elevaría como expresión más pura de la realidad interior. Porque Alice, más que una historia, es un espejo; y mirarlo de frente puede ser, a veces, como mirar hacia adentro.
El comienzo: Alicia en el umbral de lo inanimado
La película abre con un primer plano cerrado sobre el rostro de Alicia, una niña de gesto impasible que, sentada en una habitación polvorienta y sin colores vivos, lanza piedras al agua y observa cómo se forman ondas. Esta imagen, cargada de aparente sencillez, se vuelve inquietante por el ambiente que la rodea: un espacio clausurado, en ruinas, donde los objetos parecen haber sido abandonados a su suerte. Sin embargo, pronto descubrimos que estos objetos no están muertos; sólo dormían. La primera gran irrupción del misterio ocurre cuando un conejo blanco embalsamado cobra vida, rompe el cristal de su vitrina, se viste con ropas victorianas, arranca de su pecho una cerradura oxidada y sale corriendo. Así comienza el descenso.
Esta escena inicial instala de inmediato una atmósfera entre lo onírico y lo siniestro. El uso de la técnica stop-motion refuerza esta sensación, porque dota a los movimientos del conejo de una rigidez y una discontinuidad que lo vuelven inquietante, como si la vida que lo anima proviniera de un lugar equivocado. Es aquí donde Freud resulta útil con su concepto de lo siniestro (das Unheimliche), que define como "aquello que, siendo familiar, deviene extraño de manera inquietante" (Freud, 1919). El conejo no es una criatura monstruosa, sino algo doméstico —una figura de peluche o un adorno infantil— que, al moverse como si tuviera voluntad propia, rompe con su estatuto de objeto y se convierte en una amenaza. La animación deja de ser lúdica para volverse perturbadora.
Lo inanimado cobra vida en el universo de Švankmajer, pero no bajo las leyes del juego o de la fantasía infantil. La animación aquí se relaciona más con la necromancia que con el entretenimiento. Los objetos están poseídos por un impulso invisible, casi agresivo. Este fenómeno puede entenderse también a través del prisma lacaniano: lo que retorna no es solo lo reprimido, sino lo que nunca pudo ser completamente simbolizado. El conejo sangra aserrín, su pecho es un hueco cerrado con cerradura, y su prisa no responde a un propósito claro. Es como si se moviera por impulso puro, como una pulsión desligada del lenguaje, una forma de deseo sin objeto.
La habitación de Alicia no es un simple escenario inicial, sino un espacio simbólico. La niña está rodeada de objetos antiguos, muchos de ellos rotos, olvidados, sucios. Hay muñecos con la pintura desconchada, una vajilla rota, un reloj detenido, un armario que chirría. Todo parece pertenecer a otro tiempo, como si la infancia que se escenifica aquí ya hubiera pasado, como si Alicia estuviera encerrada en una memoria que se descompone. Esta acumulación de elementos en ruina puede leerse como una representación del inconsciente mismo: un lugar donde las formas perduran, pero deformadas, donde nada es nuevo y todo regresa.
Cuando Alicia ve al conejo romper el cristal y salir corriendo, no parece sorprendida. Al contrario, lo sigue con una especie de determinación muda. Es significativo que pronuncie sus palabras en voz en off, como si sus pensamientos no tuvieran un destinatario. Esta decisión formal refuerza la idea de que la película es más una travesía interior que una aventura exterior. Desde el primer momento, la protagonista actúa con una lógica distinta, más cercana al sueño que a la vigilia. No pregunta por qué el conejo vive, ni por qué sangra, ni por qué hay una llave en su pecho. Simplemente lo sigue. Como escribió André Breton en el Manifiesto Surrealista (1924): “El sueño es una segunda vida. Desde los primeros momentos del sueño uno se encuentra en un mundo extraordinariamente distinto.”
En este sentido, la película instala una ruptura temprana con las convenciones del cine narrativo infantil. No hay prólogo, no hay presentación afectiva de la protagonista, no hay explicación. La lógica que rige este universo es la del automatismo psíquico surrealista, aquella que no se somete a la razón ni a la moral, sino que obedece a lo que surge del inconsciente en estado puro. La acción de seguir al conejo es el acto inaugural de este tránsito: el ingreso de Alicia en un espacio donde el deseo no se disfraza de norma.
Así, el umbral que Alicia cruza no es sólo la vitrina rota por el conejo. Es la frontera entre lo vivo y lo muerto, entre el orden del lenguaje y el caos de la imagen, entre la representación y la experiencia bruta. Es también el inicio de una travesía hacia lo desconocido, donde el sujeto ya no se define por lo que ve o nombra, sino por lo que se le escapa. Desde esta escena fundacional, Švankmajer no sólo nos muestra otra Alicia: nos muestra otro mundo. Uno en el que mirar es peligroso, y seguir a un conejo no es un juego, sino un riesgo ontológico.
La madriguera: el descenso y la ruptura de la lógica
El descenso de Alicia a través de la madriguera del conejo es uno de los momentos más icónicos tanto en la obra de Carroll como en sus múltiples adaptaciones. Pero en la versión de Švankmajer, este pasaje adquiere un cariz más siniestro, incluso claustrofóbico. No se trata ya de una caída lenta y maravillada por un túnel repleto de objetos flotantes, sino de una transición violenta, incómoda, donde el cuerpo de Alicia se desliza por espacios angostos, se golpea, atraviesa estructuras inestables, como si el descenso fuera una especie de expulsión o pasaje traumático. Este tránsito funciona simbólicamente como una regresión, un retorno al vientre materno o, desde el psicoanálisis freudiano, como una vuelta al núcleo primario de lo inconsciente.
Freud sugiere que el descenso es una imagen recurrente del retorno al inconsciente, donde el sujeto se encuentra con aquello que ha sido reprimido: deseos, pulsiones, memorias no elaboradas. Alicia, al caer, parece perder su estatuto de sujeto racional; no comenta nada, no grita, no expresa sorpresa. Su cuerpo es arrastrado, ya no actúa, sólo es llevado. Esta pasividad la convierte en símbolo: ya no es una niña con voluntad, sino un cuerpo expuesto a la lógica absurda del mundo que está por atravesar.
En este momento, el film intensifica el uso del stop-motion, especialmente en la interacción de Alicia con objetos que parecen cobrar vida por sí solos. Hay libros que se mueven, cajones que se abren solos, escaleras imposibles, puertas que se multiplican o desaparecen. La lógica de la causa y el efecto se fractura, y con ello se fractura también la identidad de la protagonista. El espectador, al igual que Alicia, pierde las coordenadas: no hay tiempo lineal, no hay progresión narrativa tradicional, sino una serie de eventos encadenados por una lógica otra, la lógica de lo onírico, del deseo, del absurdo.
Aquí es útil introducir la perspectiva de Albert Camus, quien en El mito de Sísifo plantea que “lo absurdo nace de la confrontación entre el ser humano que interroga y el silencio del mundo”. Švankmajer materializa este absurdo no como metáfora filosófica, sino como lenguaje fílmico. Alicia no obtiene respuestas, no parece buscar tampoco sentido. Su tránsito no es una aventura con etapas, sino una acumulación de pruebas sin lógica ni objetivo. Cada nuevo cuarto, cada objeto animado, cada gesto sin explicación, refuerza la anulación del sentido, el extrañamiento radical del mundo. El espectador entra en una zona donde el lenguaje se agrieta: Alicia pronuncia frases que no se corresponden con las acciones, como si el lenguaje ya no fuera vehículo de conocimiento, sino sólo un eco, un reflejo desconectado.
Además, desde el surrealismo, el descenso funciona como un paso necesario hacia la liberación del inconsciente. André Breton, en su Segundo manifiesto del surrealismo, defendía que “sólo por el delirio se llega a la verdad”. En Alice, este descenso no es una caída hacia lo fantástico, sino hacia lo más crudo del deseo y del miedo. Cada elemento en el túnel no es un adorno escénico, sino un símbolo activado: tijeras abiertas, piel de animales disecados, herramientas oxidadas. Todo remite a una especie de violencia latente, como si el mundo al que Alicia ingresa estuviera construido a partir de los restos de una infancia ya perdida o deformada.
Por otra parte, el espacio que Alicia atraviesa se cierra y se abre de manera arbitraria. Puertas diminutas la obligan a reducirse, mesas aparecen con objetos que no sirven para nada, la llave no abre lo que debería, los frascos que contienen líquidos no tienen etiquetas, o las tienen pero no ofrecen garantías. El famoso “bébeme” de Carroll aparece aquí, pero no como una invitación lúdica, sino como una orden ambigua, cuya obediencia no libera sino que transforma el cuerpo en otra cosa. Alicia cambia de tamaño, pero sin control. El cuerpo se vuelve materia plástica, frágil, manipulable.
Esta idea nos lleva a Jacques Lacan, quien afirmaba que el cuerpo, antes de estar organizado por el lenguaje, es un cuerpo fragmentado, un “cuerpo en pedazos” (corps morcelé). En Alice, el cuerpo de la niña atraviesa esta experiencia: es reducido, encerrado en frascos, perseguido por criaturas hostiles, estirado, vuelto objeto. Su identidad se disuelve a cada momento. Ya no es una niña "Alicia", sino una superficie donde actúan fuerzas que no puede nombrar. Es por eso que Švankmajer, en su tratamiento estético, insiste en no mostrar emociones en el rostro de la actriz: Alicia es una presencia neutra, un canal por el cual lo siniestro, lo absurdo y lo deseante se expresan.
Finalmente, podemos observar que la madriguera no es sólo un lugar de tránsito, sino una metáfora del pasaje entre dos órdenes: del orden simbólico de la vida cotidiana al orden imaginario del inconsciente. Pero a diferencia del viaje iniciático clásico, en el que el héroe cruza un umbral para aprender o crecer, aquí no hay enseñanza. Lo que Alicia encuentra no es conocimiento, sino distorsión. La madriguera no lleva al saber, sino a la disolución del sentido. En lugar de una evolución del personaje, Švankmajer propone una involución hacia lo primario, lo no elaborado, lo pulsional.
El descenso por la madriguera, entonces, es una herida en el tiempo, una grieta en la lógica, una inmersión en el lado más oscuro —y más honesto— de la subjetividad. Porque Alice no baja para encontrar respuestas, sino para perder las preguntas.
Topografía del absurdo: escenas y criaturas como fragmentos del deseo
A medida que Alicia se adentra en el espacio subterráneo del film, el mundo se fragmenta en episodios inconexos, poblados por criaturas inquietantes y objetos animados. Lejos del sentido narrativo de una estructura tradicional, Jan Švankmajer organiza su Alice como una serie de escenas que no buscan continuidad, sino intensidades. Cada una de ellas funciona como una manifestación autónoma del deseo, del miedo o de la pulsión, en la tradición más pura del surrealismo y del cine onírico. La película no construye un mundo coherente, sino una topografía del absurdo, una cartografía de lo inconsciente en la que cada criatura, cada gesto, cada fragmento visual revela lo que el lenguaje no puede nombrar.
El conejo blanco, por ejemplo, es una de las figuras más perturbadoras del film. Alejado de la imagen amable y apresurada de la versión de Disney o incluso del original de Carroll, aquí es una criatura disecada, reseca, de ojos vidriosos y vientre relleno de aserrín que gotea al caminar. La vida que posee es artificial, mantenida por hilos visibles o mecanismos ocultos, lo que lo convierte en una especie de autómata grotesco. Desde el punto de vista freudiano, esta criatura representa lo siniestro (das Unheimliche): aquello que debía permanecer oculto y ha salido a la luz. No es sólo que un conejo muerto se haya levantado, sino que lo haga de forma funcional, casi con rutina, como si la muerte misma se hubiera integrado a lo cotidiano. Este conejo no simboliza la prisa o el paso del tiempo: es el primer signo de que estamos en una dimensión donde la vida y la muerte coexisten sin distinguirse.
La casa de la duquesa, la mesa del té, el jardín y cada nuevo espacio se comportan como estaciones del inconsciente, donde los objetos cobran autonomía y Alicia nunca es verdaderamente bienvenida. No hay hospitalidad, ni familiaridad. Alicia atraviesa cada escena como una extraña, como si fuera una intrusa en los sueños de otro. Las criaturas que encuentra —el sombrerero loco, la liebre de marzo, el ratón, las cartas de la baraja— están animadas en stop-motion con materiales toscos: huesos, trapos, madera, cartón. Nada es suave ni idealizado; todo parece hecho de sobras, de objetos recuperados de un desván o un laboratorio. Esta elección estética no es menor: Švankmajer transforma lo simbólico en materia, en resto, en lo que queda cuando el sentido se ha ido.
Aquí, el film se alinea con las ideas de Gilles Deleuze y Félix Guattari, quienes en El Anti-Edipo y Mil mesetas proponen una concepción del deseo no como carencia, sino como máquina productiva. Cada criatura de Alice puede leerse como una máquina deseante en funcionamiento: no representan algo, sino que hacen algo. Producen malestar, extrañeza, risa nerviosa, fascinación. El sombrerero corta panecillos sin sentido, la duquesa grita órdenes absurdas, la Reina condena sin motivo alguno. El mundo no está ordenado por la lógica de la ley ni por la moral, sino por impulsos que se expresan sin control, como sueños que se manifiestan sin censura. Alicia, atrapada en ese flujo de producción absurda, no razona ni huye: sólo observa, apenas reacciona. Es el ojo del espectador, pero también el cuerpo que recibe la embestida de lo irracional.
Esta fragmentación narrativa puede leerse como una estrategia de desmontaje del lenguaje cinematográfico clásico. En lugar de una estructura de tres actos, Švankmajer ofrece fragmentos —como si el relato fuera un cadáver exquisito, en la tradición surrealista. Cada secuencia puede existir sin la anterior, cada escena es un mundo cerrado, con sus propias reglas que no se repiten. Esto genera una sensación de inestabilidad permanente: ni Alicia ni el espectador pueden anticipar nada. En este punto, Antonin Artaud y su Teatro de la crueldad resuenan con fuerza: el cine no está aquí para narrar, sino para sacudir, para “quemar el alma con imágenes que golpeen como puños”.
También se puede hablar, en esta construcción del absurdo, de una topografía pulsional: lo que vemos no es un mapa geográfico, sino una cartografía del deseo infantil. La casa que se achica, el frasco con líquido sin etiqueta, las criaturas que salen del sombrero o de los cajones, son síntomas de una subjetividad que está siendo desbordada. Las criaturas son como restos de una infancia transformada por el deseo: no representan nada concreto, pero producen efectos. En su artificialidad y en su animación antinatural, son más reales que lo real, más inquietantes que cualquier monstruo fantástico.
La elección de objetos cotidianos para formar estos personajes tiene también una función crítica. En lugar de dragones, hadas o criaturas mitológicas, Švankmajer nos da una bota con dientes, una muñeca rota, una rata embalsamada. En esto se revela una estética del desencantamiento: la fantasía no nace de la imaginación exuberante, sino del residuo, de lo descartado. El absurdo no es una evasión, sino una forma de mirar lo cotidiano desde la grieta.
En conclusión, la topografía del absurdo que construye Švankmajer en Alice no busca organizar un mundo sino disolverlo. Cada escena y cada criatura es un fragmento que, lejos de construir una identidad o una trama, desarma, descentra, empuja al espectador a un lugar incómodo. En ese desconcierto, el deseo se muestra en su forma más cruda: como impulso que no necesita explicación ni justificación. El film no se propone representar el deseo, sino ponerlo en escena, como una fuerza que atraviesa cuerpos, objetos, gestos y tiempos sin pedir permiso.
Lo animado y lo muerto: el cuerpo como materia inquietante
En Alice, el cuerpo deja de ser un territorio estable. Sujeto a transformaciones constantes, fragmentaciones y duplicaciones, Švankmajer convierte el cuerpo —particularmente el de Alicia— en una materia en tránsito, que se desliza entre lo animado y lo inerte, entre lo humano y lo artificial, entre la vida y la muerte. Esta ambigüedad corporal constituye uno de los núcleos más inquietantes del film, donde el cuerpo no representa la identidad, sino su descomposición.
Una de las estrategias más desconcertantes de la película es la alternancia entre la actriz real (Kristýna Kohoutová) y su doble en forma de muñeca articulada. Esta sustitución se da de forma abrupta, casi violenta: cuando Alicia cae por el agujero, por ejemplo, su cuerpo humano es reemplazado por un cuerpo inanimado de trapo, con cabeza de porcelana y movimientos mecánicos. Lejos de ser un simple recurso visual, esta oscilación entre la carne y la muñeca plantea una pregunta ontológica: ¿qué es un cuerpo cuando ya no está ligado a una identidad unificada? ¿Puede el cuerpo seguir siendo “ella” si ha sido reducido a un objeto manipulable?
El cuerpo-muñeca es un cuerpo sin agencia, manipulado por fuerzas externas —invisibles, pero siempre presentes—, un cuerpo desprovisto de voluntad. Y sin embargo, está animado: se mueve, actúa, atraviesa escenarios. Desde una lectura freudiana, este cuerpo animado que debería estar muerto constituye un caso extremo de lo siniestro (das Unheimliche): “la inquietante familiaridad”, lo que parece vivo pero no lo está, o lo que parece muerto pero se mueve. Alicia, como muñeca, es doblemente inquietante porque su transformación ocurre sin justificación y porque lo que queda es una imagen hueca de sí misma, una especie de cascarón.
Esta ambigüedad se extiende a los demás cuerpos del film. Los animales disecados, los esqueletos que caminan, los insectos con partes mecánicas, los fragmentos de carne o dientes incrustados en objetos cotidianos: todo en Alice parece estar en ese umbral entre lo vivo y lo muerto, como si Švankmajer quisiera abolir esa frontera para mostrar lo artificial de sus límites. En su universo, la muerte no es una cesación, sino una forma más de animación. Un objeto puede moverse sin estar vivo; un cuerpo puede ser usado sin tener conciencia.
Aquí resuenan las ideas de Julia Kristeva sobre lo abyecto. En Powers of Horror, Kristeva define lo abyecto como aquello que, siendo parte de nosotros, es arrojado fuera para mantener la ilusión de un yo limpio, coherente, separado. El cuerpo muerto, el fluido corporal, el objeto sin forma definida: todo eso es abyecto porque nos recuerda que estamos hechos de materia, que somos vulnerables, que nuestra identidad depende de una serie de exclusiones simbólicas. El cuerpo de Alicia, al transformarse en muñeca, se vuelve abyecto porque revela su condición material, su falta de unidad. Ya no es un sujeto: es un objeto atravesado por el deseo ajeno, una figura manipulable.
Esta lectura se refuerza con la estética del stop-motion, técnica que en sí misma produce un efecto inquietante. Al animar lo inanimado —muñecos, esqueletos, objetos sin vida— Švankmajer subvierte nuestra percepción de lo real. No hay fluidez ni naturalidad en los movimientos, sino sacudidas, espasmos, intermitencias. Esto genera un tipo de animación que no encanta, sino que perturba: el movimiento no sugiere vida, sino posesión. No hay alma en esas figuras, sino un mecanismo que las impulsa. En este sentido, el cuerpo ya no es un contenedor del alma, sino un receptáculo que puede ser habitado por cualquier impulso: pulsión, deseo, violencia.
En Alice, el cuerpo se vuelve también teatro de lo simbólico. Al cambiar de tamaño, Alicia no sólo altera su relación con el espacio: altera su relación consigo misma. Se vuelve inabarcable o invisible, invade habitaciones o cabe en una taza. Esta inestabilidad espacial traduce una inestabilidad de identidad: no hay un "yo" continuo en Alicia, sino una serie de cuerpos sucesivos. Esta idea puede vincularse con las teorías de Michel Foucault sobre el cuerpo como superficie de inscripción del poder. Alicia es manipulada, observada, condenada, reducida. Nunca tiene el control de su cuerpo: lo ingiere, lo transforma, lo sacrifica. La alimentación (comer el pastel, beber del frasco) no nutre, sino que altera. Comer no es un acto vital, sino una forma de experimentar lo ajeno dentro de sí: el cuerpo se vuelve zona de paso de fuerzas invisibles.
Esta visión del cuerpo como materia en disputa también puede relacionarse con los postulados de Deleuze y Guattari, quienes proponen la idea del “cuerpo sin órganos”: un cuerpo desorganizado, no funcional, liberado de sus jerarquías fisiológicas, abierto a flujos intensivos. En Alice, el cuerpo está constantemente expuesto a lo que no puede controlar: sus dimensiones cambian, se disuelve en otra forma, se repite como muñeca, se reconstituye sin explicación. Es un cuerpo atravesado por intensidades, no por intenciones. En lugar de actuar, el cuerpo es afectado.
Así, Švankmajer convierte el cuerpo en un dispositivo de inquietud. Al despojarnos de la certeza de su unicidad, al mostrarnos su fragilidad, su duplicación y su manipulación, nos enfrenta a lo que normalmente rechazamos: la condición material del ser. Alicia no es una niña que sueña, sino un cuerpo que sueña con no ser cuerpo. O tal vez, un cuerpo que sueña con escapar del deseo ajeno, pero que nunca puede del todo, porque ha sido ya colonizado por la mirada, por el absurdo, por lo inquietante.
La niña y la máquina de sentido: Alicia como sujeto descentrado
En Alice de Jan Švankmajer, la protagonista no es el centro organizador de la narración, ni mucho menos una figura heroica que avanza hacia la resolución de un conflicto. Muy por el contrario, Alicia parece apenas una hebra suelta en un entramado absurdo, una presencia desplazada, que más que actuar, es arrastrada por una corriente de imágenes, objetos y situaciones sin lógica lineal. El filme niega deliberadamente cualquier construcción clásica del sujeto, y en ese gesto, Alicia deviene un sujeto descentrado, una niña sin centro, sin eje, sin cohesión estable.
En el texto original de Carroll, Alicia aún conserva cierto grado de agencia: cuestiona, duda, responde, juega con la lógica del mundo fantástico. En la versión de Švankmajer, esa agencia se diluye. Alicia no dialoga: obedece, cae, come, huye, observa. Sus palabras están reducidas a una sola línea que se repite obsesivamente: “Dijo la señorita Alicia”, fórmula que funciona como una especie de mecanismo narrativo autorreferencial que refuerza la artificialidad del relato. Lo que vemos no es una experiencia subjetiva con sentido interior, sino una máquina de representación, una estructura que gira en torno al vacío.
Aquí resulta pertinente evocar la noción de descentramiento del sujeto en el pensamiento posmoderno, especialmente en autores como Jacques Lacan, quien propone que el “yo” no es una entidad unificada ni autónoma, sino un efecto de lenguaje, una ilusión construida en el espejo del otro. En Alice, el yo de la niña no se manifiesta de manera reflexiva ni coherente: es un reflejo, una máscara, una marioneta que cambia de forma, de tamaño, de consistencia. La muñeca de porcelana que sustituye a la actriz en distintas secuencias es una forma literal de ese descentramiento: el cuerpo ya no sostiene una identidad, sino que la dispersa.
Alicia, entonces, no está al mando del sentido, sino que es lanzada en medio de su disolución. La narrativa no avanza, sino que se pliega, se repite, se revuelve sobre sí misma. Los objetos cobran vida, pero no responden a un orden racional. La llave que abre cajones aparece sin contexto; la tiza se mueve sola; los animales disecados articulan sus propios ritmos. En este mundo, no hay leyes ni causalidades claras. El sujeto no es capaz de construir una interpretación, porque todo opera como una máquina absurda que produce sin sentido. Desde una lectura deleuziana, podríamos hablar de una “máquina deseante”: un ensamblaje caótico de objetos, imágenes, impulsos y fragmentos que genera flujos de deseo sin dirección.
Por eso, Alicia no puede comprender su entorno: sólo puede sobrevivir en él. La niña observa, corre, cambia de forma, se ve envuelta en escenas de violencia o desmembramiento, sin jamás articular una interpretación de lo que sucede. No hay narración interior, no hay introspección, no hay crecimiento. Esta ausencia de evolución subjetiva cuestiona el modelo tradicional de desarrollo infantil como proceso lineal hacia la madurez. Alicia no aprende nada. Y eso es radical: no hay moraleja, no hay lección, no hay retorno al orden. En este sentido, Švankmajer subvierte incluso las expectativas de la literatura infantil, proponiendo en cambio una especie de anticuento filosófico, donde la experiencia sólo revela el sinsentido de intentar significar.
La imagen de la niña queda, entonces, fijada en una posición liminar: es alguien que no pertenece del todo a ningún mundo. En su mundo “real” —el cuarto con la cómoda y los objetos personales— no parece haber afecto ni identidad fuerte. En el mundo del sueño (o pesadilla), tampoco encuentra pertenencia: es expulsada, juzgada, perseguida. La identidad de Alicia es constantemente desplazada: no sólo por los cambios físicos (tamaño, forma, materialidad), sino porque su nombre mismo se repite como si no le perteneciera: “Dijo la señorita Alicia”. En esa frase —una fórmula vacía, mecánica— la protagonista es transformada en una cita, en un personaje ya leído, ya dicho, ya domesticado por el lenguaje.
Este mecanismo resuena con la idea de intertextualidad propuesta por Julia Kristeva, donde todo texto es un mosaico de citas, un tejido de discursos anteriores. Alicia no es una figura original, sino una reescritura: es Carroll, es Freud, es el surrealismo, es la infancia traumática, es la muñeca rota, es la niña sin voz. No hay autenticidad en ella, y eso no debe entenderse como una carencia, sino como una condición posmoderna. En lugar de ser un sujeto interiormente coherente, es un nodo en una red de significantes. No hay centro en ella, sino sólo desvíos.
Finalmente, podríamos pensar en la Alicia de Švankmajer como un síntoma del lenguaje, en el sentido lacaniano: un signo de lo que no puede decirse, un residuo del deseo que no se resuelve, una forma visual de lo reprimido. Su cuerpo es manipulado, su voz es repetida como una máquina, su experiencia está marcada por lo que escapa al sentido. Ella es, en última instancia, el espejo donde se reflejan los quiebres de un mundo que ya no cree en la inocencia, ni en el yo, ni en la lógica.
En Alice, no hay niña que sueñe: hay una máquina que repite. Y en esa repetición se cifra el horror más profundo del filme: la constatación de que el sujeto ha perdido el centro, que la experiencia ha perdido el sentido, y que lo único que queda es seguir caminando por un mundo hecho de restos, muñecos, huesos y palabras que ya no significan.
El juicio sin ley: crítica del orden adulto y su violencia simbólica
Uno de los momentos culminantes de Alice de Jan Švankmajer es la escena del juicio: un tribunal presidido por figuras grotescas —la Reina de Corazones, personajes con cabezas de animales disecados, soldados-carta— enjuicia a la niña sin que haya un crimen claro, sin pruebas, sin leyes visibles. El veredicto parece preestablecido desde antes de que el proceso comience, y Alicia es convocada no para ser escuchada, sino para ser culpada. En esta secuencia, el filme articula una feroz crítica al orden adulto, no desde una perspectiva sociológica, sino a través de la parodia siniestra del aparato judicial como máquina de poder simbólico y violencia arbitraria.
La escena no debe leerse como un pasaje puntual, sino como el clímax de una lógica que recorre todo el filme: la del mundo adulto como espacio de castigo, represión y absurdo institucionalizado. Desde el comienzo, Alicia se mueve entre objetos que representan funciones adultas (cómodas, relojes, reglas, cerraduras), todos los cuales aparecen como hostiles, insensibles, y a menudo animados de manera monstruosa. La autoridad en Alice no tiene rostro humano: es una estructura que se impone a través de figuras animadas y siniestras, carentes de compasión, que repiten fórmulas vacías como si fueran mandatos absolutos.
Este juicio grotesco remite directamente al de la obra de Lewis Carroll, pero Švankmajer lleva el absurdo al extremo, despojando la escena de toda ligereza cómica. Aquí, la parodia se transforma en crítica feroz. La justicia no busca verdad, sino obediencia. Y ante la más mínima subversión (como cuando Alicia comienza a crecer y rompe el decorado), los jueces pierden todo decoro y gritan órdenes sin sentido. No hay ley, sólo castigo.
Para interpretar este mecanismo, es pertinente acudir a Michel Foucault, quien en Vigilar y castigar (1975) desmonta la idea de justicia como racionalidad equitativa, mostrando cómo las instituciones —escuela, prisión, hospital, tribunal— se articulan como dispositivos de control sobre los cuerpos y las conductas. En el filme de Švankmajer, el tribunal opera exactamente así: no busca verdad, sino moldear el comportamiento, inculcar miedo, reforzar una norma invisible. Lo importante no es que Alicia entienda su falta, sino que acepte la lógica de la culpabilidad.
La violencia simbólica, como desarrolló Pierre Bourdieu, se manifiesta justamente allí donde el poder se disfraza de legitimidad. En Alice, la violencia no se expresa mediante golpes físicos, sino en el uso absurdo del lenguaje, en el ritual vacío del juicio, en la mirada juzgadora de los adultos-animalizados. La Reina grita órdenes como si fueran ley divina; los asistentes repiten acusaciones sin sentido; y la acusada —una niña— no tiene más defensa que su cuerpo que crece desproporcionadamente, como un gesto de resistencia involuntaria. El cuerpo se rebela cuando el lenguaje ya no puede defenderla.
Este exceso del juicio revela otra dimensión: la teatralidad del poder. Como en los autos de fe inquisitoriales o los espectáculos punitivos del siglo XVIII que describe Foucault, lo que importa no es la justicia, sino la escenificación del castigo. En Alice, el tribunal es un escenario poblado por actores que no comprenden lo que hacen, pero que cumplen su papel con violencia mecánica. La parodia, así, revela el fondo trágico: el sujeto (la niña) no es parte del discurso, sino objeto del castigo.
Pero el juicio no es solo una crítica política o institucional. Es también una metáfora de la infancia juzgada. En muchas culturas, la infancia es moldeada por un sistema adulto que pretende educar mediante la culpa, el control, la repetición y la obediencia. Alicia no tiene voz porque el mundo adulto no la concibe como sujeto autónomo. La visión de Švankmajer es radical: la infancia no es protegida, sino procesada, absorbida en la lógica del poder. La niña no es inocente ni culpable: es solo una presencia en un aparato que necesita castigar para funcionar.
En este punto, podemos ver cómo la escena del juicio actúa como síntesis de toda la maquinaria narrativa de la película: el sinsentido institucional, la violencia simbólica, la repetición mecánica, la pérdida del sentido, el desborde del cuerpo. Cuando Alicia crece desmesuradamente y arrasa con la sala del juicio, no es un acto heroico, sino el colapso del orden mismo: el cuerpo, lo real, lo infantil, rompe la estructura absurda del castigo.
Y sin embargo, este estallido no conduce a la liberación. En lugar de despertar en un mundo nuevo, Alicia despierta de nuevo en el mismo cuarto cerrado, como si el juicio fuera interminable, como si su culpa no tuviera final. La película termina con un gesto enigmático: la niña toma el cuchillo, como si la única salida fuera un acto de violencia última, quizás contra sí misma, quizás contra el sistema, quizás contra la lógica del relato.
Así, el juicio sin ley se convierte en una imagen síntesis del mundo adulto según Švankmajer: una estructura sin fundamentos, pero con consecuencias reales, donde el poder no necesita justificación porque ya está encarnado en objetos, rituales, frases, castigos y figuras grotescas que ejecutan sin pensar.
El no-final: el eterno retorno del sueño
La película Alice de Jan Švankmajer no concluye, se repite. Después de todo el periplo absurdo, de los cambios de tamaño, del juicio sin sentido, del descenso a través de cajas, cajones y puertas imposibles, Alicia no despierta renovada, como ocurre en tantas narraciones tradicionales de iniciación, sino que vuelve al mismo cuarto en el que comenzó, con el mismo mobiliario, la misma iluminación mortecina, el mismo conejo disecado. El final de Alice es un círculo. Un no-final.
Este gesto no es casual: Švankmajer rompe con la estructura clásica de desarrollo-resolución que heredamos del cuento de hadas, y también con la lógica del aprendizaje o la epifanía del sujeto que viaja y regresa cambiado. Aquí no hay crecimiento, ni moraleja. En su lugar hay bucle, repetición y clausura, como si el tiempo en el que habita Alicia fuera un tiempo traumático, detenido, en espiral.
Desde un punto de vista psicoanalítico, este cierre en falso puede leerse a través de Jacques Lacan, quien propone que el sujeto está atrapado en un circuito de deseo que nunca se satisface completamente, girando siempre en torno a una falta estructural. En Alice, el viaje por el mundo onírico no conduce al encuentro con una verdad interior, sino a una repetición de lo mismo: la misma habitación, el mismo conejo, la misma imposibilidad de comprender o controlar. El inconsciente, como el sueño, no concluye: se repite.
El conejo, quien al inicio desencadena el viaje, es también la figura final. Pero ahora ya no corre: está allí, quieto, como si esperara ser desollado otra vez, o como si todo lo ocurrido no hubiera sido más que una repetición del acto inicial. En la escena final, Alicia toma el cuchillo. El gesto queda suspendido, sin explicación. ¿Va a matarlo? ¿A desarmarlo? ¿A abrirlo como un nuevo portal? El filme no responde. La imagen queda congelada en la ambigüedad. Así, el relato vuelve a su punto de origen, pero cargado de una tensión nueva: no hay cierre posible porque el trauma no cesa, solo se reactiva.
Esta estructura circular también puede abordarse desde Gilles Deleuze, particularmente su lectura del tiempo en el cine. En La imagen-tiempo (1985), Deleuze sostiene que el cine moderno rompe con el tiempo cronológico para trabajar con lo que llama "tiempo cristal": un tiempo en el que pasado y presente coexisten, donde las acciones no se encadenan de forma causal, sino que reverberan, se reflejan, se repiten. En Alice, el tiempo no es lineal. Cada escena parece desprendida de un eje temporal claro, como si se tratara de viñetas de un mismo sueño reconfigurado infinitamente. El tiempo, como el espacio del cuarto, está cerrado sobre sí mismo.
Esto convierte la experiencia de Alicia no en una aventura de transformación, sino en una clausura simbólica, una cárcel onírica en la que toda huida es ilusoria. Incluso los actos de rebelión (como crecer y destruir el tribunal) no liberan a la niña del circuito, solo lo tensan, lo hacen más evidente. La repetición final subraya esa condición del sujeto atrapado: el deseo de escapar, y la imposibilidad de hacerlo.
Además, el título mismo —Alice, sin el complemento "en el país de las maravillas"— ya nos indica que no se trata de una travesía por un lugar externo, sino de una experiencia interior, solipsista, cerrada. El viaje es al interior de un cuarto, de un cuerpo, de un inconsciente. Y como en muchos sueños, no se sabe cuándo comienza ni cuándo termina. El corte final no es un desenlace, sino una interrupción. La sensación que queda es la de un sueño que podría empezar otra vez en cualquier momento, idéntico a sí mismo, pero con nuevas distorsiones.
Desde esta perspectiva, la película puede entenderse como un dispositivo del eterno retorno, en el sentido nietzscheano, aunque no como afirmación vital, sino como condena simbólica. La niña no escapa del juego, no rompe la lógica del poder, no despierta iluminada. Vuelve al mismo punto, pero ahora con la conciencia (o el gesto) de quien ha comprendido que todo se repetirá. El cuchillo en su mano es una posible ruptura, pero también una prolongación del trauma: si lo mata, el juego empieza de nuevo; si no lo mata, el juego continúa igual.
En suma, el no-final de Alice es su declaración más perturbadora: la infancia no se supera, se arrastra; el deseo no se resuelve, se perpetúa; el mundo adulto no se abandona, se repite adentro. El cuarto no es solo un espacio físico: es un estado mental. Y Alicia, lejos de salir de él, permanece girando en su centro, entre lo animado y lo muerto, entre lo dicho y lo incomprendido, como todos nosotros frente a nuestros propios sueños.
Conclusión: El cine como espejo de lo irrepresentable
La obra Alice de Jan Švankmajer no es solo una adaptación libre y oscura del clásico de Lewis Carroll; es una exploración profunda y perturbadora de los límites del lenguaje, el deseo, el cuerpo y el poder. A través de su estilo único que combina animación con objetos reales, el filme descompone la lógica narrativa convencional para sumergirnos en un mundo donde lo absurdo, lo grotesco y lo onírico se entrelazan.
Hemos visto cómo Alice pone en escena un universo donde los símbolos pierden su significado habitual y el tiempo se vuelve circular, atrapando al sujeto en un eterno retorno que no conduce a la liberación, sino a la repetición del trauma. La violencia simbólica del poder adulto se expresa en la parodia del juicio, donde la justicia se revela como un aparato arbitrario y excluyente, mientras que el cuerpo, con su crecimiento desmesurado, se transforma en la resistencia material frente al dominio del lenguaje y las normas.
Este filme expone con crudeza aquello que suele quedar oculto o velado en el discurso racional: lo irrepresentable del deseo, el vacío en el lenguaje, la fragmentación del sujeto y la tensión entre lo animado y lo muerto. Como un espejo distorsionado, el cine de Švankmajer refleja las contradicciones profundas del ser humano, sus miedos y su necesidad de sentido en un mundo que se niega a otorgárselo.
En este sentido, el cine se revela aquí como un medio particularmente apto para dar cuenta de lo que no puede ser dicho ni representado plenamente por las palabras o las formas artísticas convencionales. La combinación de imagen real, objetos inanimados animados y técnicas stop-motion crea un lenguaje visual que habla directamente a lo inconsciente, al trauma, a lo sublime y a lo absurdo.
Por ello, Alice no solo es un filme de horror o de fantasía, sino un dispositivo poético y filosófico que invita a cuestionar nuestra relación con la realidad, con la infancia, con el poder y con el tiempo. Nos recuerda que hay ámbitos de la experiencia humana que permanecen ocultos tras el velo de la lógica y el orden social, pero que pueden ser explorados a través de la fragmentación, la repetición y la ruptura formal.
En definitiva, Alice es un llamado a mirar el mundo no solo como un espacio racional, sino como un espejo fragmentado donde se refleja lo irrepresentable, el lado oscuro de la mente, y la complejidad del ser que no puede ser reducido a un solo sentido. Un cine que interroga, inquieta y, sobre todo, abre caminos hacia la comprensión de lo que se oculta en el fondo de nuestros sueños y realidades.
Bibliografía
Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Buenos Aires: Siglo XXI, 1998.
Carroll, Lewis. Alice’s Adventures in Wonderland. Londres: Macmillan, 1865.
Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. México: Cactus, 1985.
Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI, 1975.
Freud, Sigmund. La interpretación de los sueños. Buenos Aires: Amorrortu, 1998.
Lacan, Jacques. El seminario, libro XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Siglo XXI, 1975.
Švankmajer, Jan. Alice (Neco z Alenky). Película, 1988.
Žižek, Slavoj. El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI, 2002.