Alejandro Espinosa (México) - Pastillas III: Pastillas para soñar

Tenía un malestar en la barriga que no me dejaba dormir. Me tenía despierto, aunque no escribía como antes, solo sentía un calambre en la mano, dolor en la rodilla, estaba fracturado enteramente por dentro.

11/7/2025

Mimeógrafo
#150 | Noviembre 2025

Pastillas III:

Alejandro Espinosa
(México)

Pastillas para soñar

Cita

Tenía un malestar en la barriga que no me dejaba dormir. Me tenía despierto, aunque no escribía como antes, solo sentía un calambre en la mano, dolor en la rodilla, estaba fracturado enteramente por dentro. La soledad persistía cuando llegó el insomnio. El doctor me recetó medicamento para dormir, solo para casos graves como el mío, donde la falta de sueño puede ser fatal. Extrañamente no soñaba, el cuerpo descansaba, pero mi consciencia o alma, o lo que sea que se desprendiera de mí, me permitía explorar y experimentar al mundo de forma distinta. Aunque yo me quedaba en el cuarto, a cuidar el descanso de mi cuerpo doliente.

Luego apareció ella, me visitó una noche, atravesó mi techo. Yo me observaba desde un rincón, cuidándome de no morir. Ella no me advirtió y siguió bajando. Me sobó ambos brazos, con un tacto gentil, casi amoroso. Se desvaneció con las luces de un auto que entraron por la ventana. Volvió a la noche siguiente, sentí el roce tibio de sus dedos pasando por mi vientre, dejé de sentir el hueco. Cada noche la esperaba, ella recorría tiernamente mi cuerpo, aliviándolo, arrancando rastros de dolor.

Los hizo por varios días, hasta la noche que no volvió, la espere hasta el alba. La esperé toda la semana. Quise ir a buscarla, pero tenía miedo alejarme de mi cuerpo. Los dolores volvieron. Sentí necesidad agolpándose también en el estómago. Me vi obligado a buscarla. Fui de menos a más; busqué en mi calle y sus alrededores al inicio, luego por todo el barrio y en barrios aledaños. Comencé a recorrer la ciudad, fue cuando descubrí como hacerme ligero para volar. Entré a toda casa, departamento y edificio que pudiera estar habitado. Me encontré con pobres almas sobrepuestas a sus cuerpos, como evitando separarse; me veían pasar, me hacían algún gesto y cerraban los ojos buscando el sueño.

Me fui a la ciudad siguiente y a la otra, de pronto ya cruzaba fronteras, me asomaba a costas y me elevaba en montañas. Atravesé el océano y vi el amanecer desde tantos sitios. Para esto pasaba todo el día dormido. Estando en tundras y desiertos, me llegaba el rumor del teléfono sonando, de la puerta siendo golpeada. No despertaba, me mantenía alerta, buscando. La encontré flotando en alguna hermosa ciudad del este de Europa, pues creo que era el Danubio, donde observaba el fluir calmo de las aguas. Ambos buscábamos eso, me senté a su lado a mirar, así hasta el atardecer, sin decir palabra. Luego anocheció, ella se desvaneció. Hice lo mismo.

Faltaban un par de horas para el mediodía cuando desperté. Estaba en una camilla de hospital, mi madre me miraba desde una esquina fría a donde no llegaba la luz crepuscular. Tenía la mirada triste, me encontraron con las pulsaciones bajas, sin reacción, completamente perdido. Creo que fue por el sudeste asiático, ahí sentí rastros del jaloneo de vecinos y paramédicos. Mientras subía por el océano indico, al salir de Indonesia, me pareció sentir los baños de esponja de las enfermeras, la humedad en la piel, el trato rudo de las manos que cuidan a los convalecientes e inválidos, incluso el tacto áspero de las sábanas. Todo ese tiempo mi madre, pobre, cuidando mi sueño, angustiada. Lo sentí mucho por ella. Lo primero que hice fue disculparme, por la preocupación y desgracia, el miedo, que seguramente, le invadió al pensar que algo más podría ocurrir.

Tiene una forma particular de decir las cosas; habla poco y expresa mucho. Charlamos casi nada, rápido nos cogió la noche. “Ya que pareces estar mejor no me dejarán quedarme, mañana vendré”, recogió sus cosas con calma, alargando cada segundo, contando cada chisme que se le ocurría antes de que uno de los enfermeros le pidiera salir.

Cené para recuperar un poco de energía, me sentía débil, con dolores por todo el cuerpo. Cada movimiento era un punzón en los nervios. Me levanté pasando media noche, no podía dormir otra vez. Una enfermera anciana me vio por los pasillos, me regañó, no podía estar fuera de cama a esa hora. Quise alegar que iba al baño, pero hubiera sido peor, tengo uno en la habitación. Volví, con la pesadez del cuerpo. El hombre de la habitación contigua, al verme pasar de vuelta, me preguntó si no podía dormir. Después me contó que tras la puerta al final del pasillo tienen algunos medicamentos, insulina, paracetamol, epinefrina, que son básicos y de emergencia ante cualquier caso. Ahí también guardaban las pastillas para dormir. Suele pagarle a una enfermera para que le dé un par cada noche, pero hoy es su descanso, o anoche, bueno, la noche que estuve ahí ella no estaba. Me propuso hacer un escándalo, darme tiempo para ir a la bodeguita y sacar el medicamento, después con sigilo, podría pasarle las pastillas. “Vete a tu habitación, sabrás cuando tenga a esas brujas acá”.

Después de media hora escuché: “¡El anciano se volvió a cagar encima!”. La enfermera no tuvo empacho en gritarlo para que la oyera todo el piso. Me asomé y las vi pasar, entraron a la habitación del hombre. Cuando yo pasé lo vi haciendo todo un acto, se retorcía, removía, convulsionaba. Con la pálida luz del cuarto el excremento se percibía de un color repugnante. Cruce rápido y silencioso, con todo cuidado. Entré a la bodeguita, tomé el pastillero aprisa. Volví a mi cuarto. A pesar de mis dolores, del peso del cuerpo, de la desgana, lo hice todo en menos de un minuto. Nadie se dio cuenta. Esperé a que las enfermeras dejarán al hombre, que a decir verdad no era tan viejo como le decían las enfermeras, pero daba la apariencia; estaba demacrado, con poca vida quizá, con solo segundos por delante. ¿Qué tanto nos parecemos?

Cuando las enfermeras terminaron las vi pasar de vuelta, con mierda en la ropa y en casi todo el cuerpo. Se fueron todas a limpiar, a cambiarse. Aproveché entonces para llevarle sus pastillas al hombre: “Dame al menos cuatro pastillas. Hoy quiero ver Saturno”. Salí y fui a mi habitación. En un segundo pensamiento salí de ahí, me acerqué al puesto de control de las enfermeras, tomé todo el dinero que había en sus billeteras, un abrigo largo que cubrió la ropa de hospital y le robé los zapatos a un pobre hombre que en urgencias dormía plácidamente.

Hui a un hotel, escogí uno viejo y en malas condiciones, uno donde no pensaran encontrarme. Cuando empecé con el insomnio me recetaron una pastilla, cuando empecé a buscarla a ella tomaba un par, el hombre del hospital pidió cuatro para ver Saturno. A dónde llegaría si tomo el pastillero entero, ¿Moriría con cinco, con diez, con treinta? La ciudad en madrugada es tranquila, la observé desde la ventana, la absorbí desde el cuarto. Consumí las pastillas, tantas cuantas pude. Me detuvo el sueño, no sé cuantas ingerí antes de derrumbarme.

Solo oí el cuerpo azotando sobre la dura alfombra del cuarto. Me asomé nuevamente a la ventana, manchones negros volaban de acá para allá, daban piruetas, subían tanto y tanto y después se desplomaban y volvían a subir y caían. Un par de ellos entraron a mi habitación esperando ver un espectáculo: “¿también eres mirón?”, pregunto uno viéndome solo: “en el segundo piso está lo mejor, nosotros seguiremos subiendo si quieres venir con nosotros”. Fueron para arriba, yo salí por la ventana.

O todos estábamos medicados o la pastilla ya era de libre venta. Me encontré con tanta gente en el cielo, los mismos que hace unas semanas, buscándola a ella, los descubría mirando la tele en vela solitaria, quietos en cama mirando las manchas de humedad en el techo, llorando inconsolables, sollozando calladamente, vacíos y rotos. Hoy surcaban la noche, volaban libres, sin peso. Podría decir algo hermoso, pero no quiero, pues siento me arrebataron algo que pretendía solo mío y con ella.

Me fastidié. Quería ir a buscarla, había trazado en mi cabeza el rumbo. Empezar en el Danubio, subir por las vertientes hasta llegar a las montañas, divisar el río más al oriente y avanzar hasta el siguiente. Por alguna razón tenía la certeza de que así la encontraría. Abandoné la idea. No pude ni salir de mi ciudad, con tanta gente ocupando el cielo, atravesándose, cayendo, gritando de felicidad, descubriéndose en este plano con solo remanencias del dolor. Los odié.

Opté por huir a la luna. Adecuado y romántico. Ahí estaría solo.

Ahí estaba ella.

Mirábamos nostálgicamente a la tierra. Ella no hablaba, emanaba ideas, pensamientos, sentimientos. Brotaban de ella como luces, auras, rastros de algo profundo. Así percibí su hartazgo de ese planeta. Le propuse ir a Saturno, con suerte vería al viejo admirando o surcando los anillos. Avanzamos hacia allá, observando el universo, no pasamos cerca de ningún otro planeta, solo vimos de lejos al furioso Júpiter. Saturno no fue tan espectacular como creímos y no pude ver al viejo. Decidimos seguir.

Jamás había pensado en la inmensidad, más bien, nunca fui consciente de cuan pequeño soy, de lo ridículo que se siente descubrirse así. Ella emanaba una sensación similar, pude inhalarla en el viaje, sintiendo como si fuera en picada, atravesando estrellas. No puedo decir que fue reconfortante, pero ayudó aceptar ciertas cosas, como el vacío que recorríamos, como el que arrastrábamos por la galaxia. Pensando en ello, no presté atención a mi alrededor. No noté cuando salimos del sistema solar, ni de nuestra galaxia. Solo flotábamos, rozamos soles, admiramos planetas, vimos morir una estrella.

El pensamiento era el mismo. Nos lo habíamos adivinado, supongo. Llegando a este punto ella se fue, se desvaneció nuevamente. Ojalá pudiera desvanecerse así todo dolor. ¿cómo es que nos ha acompañado hasta acá? Dolores persiste, la soledad también, no me salva ninguna poesía ni medicamento, ni dioses como ustedes, ni doctores, ni nadie. ¿Quién reza por un alma perdida?, yo recé por ella, para librarla del miedo, del peso de la existencia, de la pena, del rumiar, de morir lento y sin esperanza. Mi voz parece calma, es solo el efecto de la lejanía, supongo. El tiempo se ha hecho largo, como la desesperación o la rabia que ahora se agolpan en mi cabeza, pero a un ritmo lento, como si explotará primero por dentro. Eso me agobia, y el no sentir y el sentir demasiado y la gente y mi soledad y los sueños, no dormir. Yo solo quería probar la dulce vida. Las pastillas saben a naranja, pero no son dulces.

Era amargo, todo siempre se me ha hecho amargo. Ni siquiera observando la belleza del mundo y el universo he podido quitarme ese sabor del paladar. No me apetece ser salvado, si es que ustedes pueden hacerlo. Ahora solo pretendo morir en esta vastedad, en mi lugar: la nada. Quiero que este sueño termine fundiéndose en el negro más profundo.

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