Adolfo Bioy Casares (Argentina)- El caso de los viejitos voladores

“Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.” — Adolfo Bioy Casares, El caso de los viejitos voladores

El caso de los viejitos voladores

Adolfo Bioy Casares
(Argentina)

Biblioteca Itzamná
Microscopía Literaria

(Cita)

Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció “porque el destino lo quiso”.

En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.
“En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura”.
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó:
-¿Usted es arqueólogo?
-No, ¿Por qué?
-¿No me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
-Me parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. “Quisiera preguntarle algo”, contesté. “Acabáramos”, dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. “¿Está seguro? preguntó.
“Segurísimo” dije. Me citó ese mismo día en su casa.
-Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
-¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
-¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
-¿De qué operaciones me está hablando?
-Operaciones quirúrgicas.
-¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
-Entonces, ¿por qué viaja?
-Porque me dan premios.
-Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
-Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
-La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
-A mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

Bioy Casares escribió este cuento en un momento donde la escena literaria latinoamericana experimentaba tensiones entre generaciones: la sombra larga de los grandes maestros coexistía con la urgencia de los jóvenes por encontrar un lugar propio. Bioy convierte este conflicto en ficción, pero no desde lo trágico, sino desde lo cómico: el prestigio aparece como un absurdo mecanismo burocrático que desgasta a quienes lo reciben y frustra a quienes lo esperan. El viaje —ese acto que promete movilidad— se transforma en una condena física y simbólica. Así, Bioy retrata un mundo literario donde los premios no celebran la literatura, sino que la asfixian.

Los caminos del prestigio:
viajes, cansancio y sátira en El caso de los viejitos voladores

B. Itzamná

Abstract

Este ensayo examina El caso de los viejitos voladores de Adolfo Bioy Casares como una reflexión crítica sobre la cultura literaria, el desgaste del reconocimiento y la tensión entre gloria pública y vulnerabilidad privada. A través de un análisis estructurado en siete secciones, se exploran las dimensiones simbólicas del vuelo como metáfora del prestigio, la sátira del sistema cultural, la fragilidad del escritor como figura pública y la construcción de una fábula contemporánea sobre la inmortalidad. El texto propone que el cuento expone, con ironía y lucidez, los mecanismos sociales que transforman al creador en un símbolo que debe sostener rituales que lo consumen, cuestionando así los límites y costos de la consagración literaria.

“Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.”
— Adolfo Bioy Casares, El caso de los viejitos voladores

El campo literario como espacio de poder y de fatiga

En El caso de los viejitos voladores, Bioy Casares observa el campo literario como una maquinaria cuya lógica interna raras veces coincide con la de la literatura misma. El cuento abre con la sospecha extravagante de un diputado que cree haber descubierto una red internacional de tráfico de órganos. Pero conforme la pesquisa avanza, el relato se desplaza hacia otro tipo de apropiación: la del espacio cultural, simbólico y mediático, monopolizado por una figura senil que viaja de premio en premio como si la consagración fuera una enfermedad crónica, un itinerario que ningún cuerpo puede sostener sin quebrarse. La ironía inicial revela una estructura más profunda: la literatura como un territorio regulado por premios, gestos solemnes y jerarquías que se acumulan hasta el absurdo.

Esta dinámica ilustra lo que Pierre Bourdieu describió como el “campo de producción cultural”: un sistema autónomo donde los actores luchan por capital simbólico, y donde el valor de una obra no es únicamente literario, sino también social, institucional, casi ceremonial. En el cuento, el anciano —esa “gloria de nuestra literatura”— se convierte en un artefacto que el campo necesita exhibir de forma constante, como si su prestigio acumulado actuara por sí mismo, sin necesidad de obra reciente ni esfuerzo creativo. Bioy expone así la paradoja de la consagración: una vez alcanzada, exige mantenimiento; una vez sostenida, desgasta; una vez institucionalizada, impone su peso sobre quienes aún no la poseen.

La figura del viejo escritor estalla en múltiples dimensiones. Por un lado, simboliza la perduración de una voz que ya no escribe con la vitalidad de otros tiempos, pero que continúa recibiendo premios por inercia. Por otro, encarna el modo en que el reconocimiento puede transformarse en una carga física: “¿Usted cree que voy a sobrevivir?”, dice el anciano, exhausto, consciente de que cada premio lo acerca más al agotamiento. En este punto, Bioy roza la sátira más aguda: la consagración no eleva, sino que enferma; no abre caminos, sino que multiplica obligaciones. Es una gloria que pesa.

El cuento convierte al prestigio en un mecanismo burocrático, repetitivo, casi mecánico: las instituciones se imitan entre sí, los premios son rituales automáticos, la figura premiada se vuelve indispensable para mantener un orden que nadie cuestiona abiertamente. Aquí, la ironía de Bioy tiene un filo claro: critica un sistema donde el valor se mide más por la acumulación de reconocimientos que por la obra misma. El anciano no es un creador en pleno ejercicio, sino un símbolo viviente que las instituciones trasladan de un país a otro como se transporta un trofeo o un fósil valioso.

Este desgaste no solo afecta al consagrado; impregna al campo entero. La fatiga se vuelve estructural. El cuento sugiere que la literatura, cuando se organiza en torno al prestigio más que a la creación, produce cuerpos cansados y jóvenes frustrados, ritmos artificiales y ceremonias interminables. El investigador profesional que narra la historia observa esta maquinaria con desconcierto: no encuentra crimen, sino un sistema que opera por sí mismo, sin necesidad de conspiraciones. Lo verdaderamente inquietante no es que los viejos vuelen, sino que todos asuman ese movimiento absurdo como natural.

Bioy, con su humor elegante, no denuncia; expone. Deja que la escena hable: el anciano, tembloroso, recibiendo premio tras premio sin descanso; los jóvenes escritores que lo ven como un obstáculo insalvable; la sociedad literaria que perpetúa un orden donde la gloria es una forma de inmovilidad disfrazada de honor. En este sentido, el campo literario aparece no solo como un espacio de poder, sino también como un escenario de fatiga acumulada, un tránsito constante entre ceremonias que no transforman nada y que, sin embargo, determinan el destino de todos sus participantes.

“La pesquisa no desentraña un crimen: solo ilumina un sistema que se vuelve misterioso porque nadie se atreve a explicarlo.”

La parodia de la pesquisa: cuando la sospecha construye el absurdo

El relato de Bioy Casares adopta la forma de una investigación policial, pero solo para desmontarla desde dentro. La estructura de la pesquisa se convierte en un juego irónico donde cada paso conduce no a una revelación siniestra, sino a una acumulación creciente de desconcierto. El diputado, cargado de sospechas y buena voluntad, interpreta la repetición de un anciano en distintos vuelos como una señal de crimen organizado. La sospecha nace de una observación trivial —haber visto dos veces al mismo viejo deteriorado— y de ahí se expande hasta imaginar una red internacional dedicada al tráfico de órganos, una hipótesis extravagante sustentada únicamente por el miedo, la ignorancia y el deseo de protagonismo propio del personaje.

Esta desproporción entre la evidencia mínima y la teoría maximalista es uno de los motores humorísticos del cuento. Bioy no ridiculiza la investigación policial en sí misma, sino su uso desmedido, su tendencia a convertir coincidencias en conspiraciones. En este punto, el relato dialoga con la tradición del policial paródico rioplatense, donde la lógica del detective se deshilacha ante la falta de crimen real. El investigador profesional al que la comisión delega el caso, lejos de encontrar pistas, se topa con una realidad que se convierte en caricatura: todos parecen saber algo, pero nadie dice nada; todos repiten una misma frase como si se tratara de una consigna secreta; y lo que al principio se presenta como misterio se transforma en una revelación risible.

La propia voz narrativa contribuye a esta parodia. El investigador, que intenta desempeñar su labor con seriedad, termina atrapado en un laberinto de respuestas automáticas, rumores y exageraciones. Sus preguntas no conducen a la verdad, sino al reflejo distorsionado del campo literario: un espacio donde la información circula como un eco y donde los prejuicios pesan más que los hechos. Cuando el adolescente afirma que el anciano es “una de las glorias de nuestra literatura”, la frase adquiere un efecto dominó: todos, como si una autoridad invisible los vigilara, repiten la misma afirmación, revelando que la gloria literaria es un consenso más que una valoración.

La pesquisa se vuelve entonces un desmontaje del propio acto de investigar. El detective no descubre un secreto, sino un sistema que se autopropulsa, donde las instituciones literarias generan su propio misterio. La sospecha inicial del diputado, en lugar de disolverse por completo, muta: ya no se trata del tráfico de órganos, sino del funcionamiento interno del prestigio, del modo en que la comunidad literaria reproduce sus ídolos sin cuestionarlos. El absurdo, más que un accidente narrativo, se convierte en un método crítico. Bioy revela que la solemnidad del policial es, en ciertas circunstancias, tan arbitraria como los rituales del campo literario.

Lo que queda al final es una comprensión distinta del misterio. No hay crimen, sino una forma extraña de circulación simbólica. El viejo no es una víctima, ni un impostor, ni un eslabón de una red secreta: es un sobreviviente cansado que viaja porque no puede rechazar los homenajes que otros le imponen. La pesquisa, que parecía destinada a resolver una intriga, solo llega a mostrar la comicidad inherente a un sistema donde el prestigio se perpetúa incluso cuando su beneficiario no tiene ya fuerzas para sostenerlo.

El investigador, al final, no descubre una verdad oculta, sino la evidencia de lo absurdo. Y ese absurdo, más que un chiste, es una crítica: la sospecha puede construir realidades imaginarias si el contexto está dispuesto a aceptarlas; y el campo literario, en su solemnidad y su vanidad, es terreno fértil para que una simple coincidencia se convierta en alegoría.

Premios, prestigio y desgaste: el escritor como reliquia viva

En El caso de los viejitos voladores, los premios literarios no funcionan como celebración, sino como condena. Bioy Casares transforma el acto solemne del reconocimiento en una carga física y simbólica que erosiona al escritor hasta volverlo casi una figura museística, un objeto ceremonial incapaz de rechazar los homenajes. El anciano protagonista, debilitado y fatigado, se desplaza de un país a otro como un trofeo viviente que las instituciones exhiben para reafirmar su propio prestigio. Es un hombre usado, no leído; condecorado, no escuchado. Su figura revela la paradoja central del cuento: el prestigio promete inmortalidad, pero exige una energía vital que ningún cuerpo envejecido puede brindar.

La acumulación compulsiva de premios funciona como una crítica directa a la lógica de la consagración institucional. El viejo no es premiado por su obra reciente —ni siquiera por su obra—, sino por “otros que ya lo premiaron”, como él mismo admite. Su celebridad se convierte en un circuito autorreferencial, un eco que se multiplica sin necesidad de prueba: si alguien lo premió, todos los demás deben hacerlo también, como si el prestigio se propagara por contagio. Bioy subraya así el carácter arbitrario y gregario del campo literario, donde el reconocimiento no siempre responde a criterios de calidad, sino al deseo de alinearse con una tradición, de no quedar fuera del consenso.

El humor del cuento emerge precisamente de esta exageración lúcida. El viejo no viaja porque quiera; viaja porque debe. Cada premio sirve como argumento para el siguiente, cada ceremonia añade un eslabón a la cadena de obligaciones que lo arrastran por el mundo. “¿Usted cree que voy a sobrevivir?”, pregunta, consciente de que la consagración es también una forma de desgaste. El prestigio, en vez de protegerlo, lo expone; en vez de elevarlo, lo deteriora. Se vuelve un tipo de trabajo incesante, agotador, que no deja espacio para la escritura ni para el descanso. El escritor consagrado es un mártir involuntario, atrapado en un ritual que no puede interrumpir sin traicionar expectativas ajenas.

En este contexto, Bioy sugiere que la gloria literaria no siempre beneficia a quienes la reciben. La consagración —esa aspiración tan codiciada por los jóvenes escritores— se revela como una trampa, una promesa que solo muestra su verdadera naturaleza cuando ya es demasiado tarde para escapar. Los premios, lejos de nutrir al escritor, lo secan; lejos de iluminar su obra, la oscurecen bajo la sombra de una figura pública que debe sostenerse incluso cuando su salud y su voluntad declinan. El anciano no teme a la muerte por vejez, sino por exceso de homenajes.

Así, la figura del escritor consagrado se vuelve una reliquia viva, un cuerpo frágil que carga con expectativas que lo trascienden. El cuento exhibe esta dimensión absurda con una claridad que solo el humor permite: el prestigio no es un lugar de llegada, sino un gesto perpetuo, un movimiento incesante que no conduce a ninguna obra nueva. Es, en última instancia, un proceso que consume al escritor mientras lo exhibe.

“El prestigio que levanta a uno es el mismo que deja a muchos otros sin lugar donde pararse.”

La juventud desplazada: tensiones, celos y estructuras cerradas

Entre las capas de humor y absurdo que Bioy Casares despliega en El caso de los viejitos voladores, emerge un conflicto generacional que no se presenta de forma trágica, sino como una herida que late bajo la comedia. Los jóvenes escritores que aparecen en el relato no enfrentan al viejo desde la admiración o el respeto, sino desde la frustración: lo ven como un obstáculo, como una presencia que monopoliza todos los espacios posibles. No es que el anciano escriba mejor, ni que su obra sea particularmente buscada; simplemente ya está ahí, instalado en el centro del sistema literario, tan firmemente que, para los jóvenes, disputar su lugar resulta inútil.

La queja del escritor joven es reveladora: los periódicos no aceptan textos nuevos, los reportajes siempre se conceden a los mismos y los premios parecen heredarse por inercia. Esta estructura repetitiva genera un ambiente en el que la juventud no puede ingresar, porque el prestigio acumulado funciona como una barrera invisible que protege a quienes ya lo poseen. Bioy, con su ironía habitual, muestra cómo la literatura puede transformarse en un territorio que favorece la permanencia antes que la renovación, la repetición antes que la exploración.

No obstante, el cuento evita la caricatura fácil. Los jóvenes no son héroes, ni el viejo es un villano. Bioy expone la tensión sin moralizar. De hecho, el anciano mismo se burla de la situación: señala que la acumulación de premios le deja “cansado, vanidoso y sin escribir”, ofreciendo así un resquicio temporal que los jóvenes podrían aprovechar si no estuvieran paralizados por el desánimo. Esta afirmación es irónica, pero también cruelmente realista: el campo literario no se abre solo; requiere astucia, paciencia y una comprensión profunda de sus ritmos. Bioy sugiere que, si existe una injusticia, es también una que los jóvenes no siempre saben enfrentar.

A través de esta dinámica, el cuento retrata una estructura cerrada donde la tradición se convierte en un peso y la novedad en una amenaza. La juventud no aparece como promesa, sino como energía contenida, frustrada por un sistema que valora más la visibilidad que la calidad. El humor, en este punto, actúa como un mecanismo de defensa y revelación: nos permite mirar el conflicto sin caer en el melodrama, pero también nos obliga a reconocer su realidad. Porque en el fondo, la historia de los viejitos voladores no es solo la fábula de un anciano saturado de premios, sino también la de una generación que intenta entrar en un espacio donde todo parece ocupado.

En esta tensión, Bioy encuentra una verdad incómoda: el prestigio que sofoca al viejo es el mismo que aplasta a los jóvenes. Ambos son víctimas de un sistema que nadie controla y que todos reproducen. Y al mostrar esta paradoja con ironía, el cuento resuena aún hoy, en un mundo literario donde la visibilidad sigue dominada por nombres que, por tradición o por costumbre, se mantienen en un espacio que dificulta la aparición de nuevas voces.

El humor como bisturí: Bioy y la crítica desde la risa

El humor en Bioy Casares nunca es un simple ornamento: es un mecanismo de precisión, un bisturí que corta sin estridencias y que revela lo que de otro modo quedaría oculto bajo capas de solemnidad. En El caso de los viejitos voladores, la risa funciona como la llave que abre las puertas del sistema literario para mostrarnos su funcionamiento interior. Allí donde otros autores optarían por la denuncia frontal o el dramatismo, Bioy elige la ligereza, pero una ligereza estratégica, capaz de cuestionar la autoridad sin destruirla, de poner en evidencia el artificio sin caer en el cinismo.

El humor permite reconfigurar el sentido de lo que observamos. El diputado que sospecha de una red internacional dedicada al robo de órganos no es solo un personaje ridículo: es el símbolo de un pensamiento contemporáneo que convierte cualquier signo en una alarma, cualquier coincidencia en una conspiración. Bioy juega con esa credulidad, pero no para burlarse del personaje individual, sino para exponer la facilidad con la que una sociedad puede construir narrativas desproporcionadas. La exageración humorística —ver tráfico ilegal allí donde solo hay un viejo fatigado por premios— muestra cómo la imaginación colectiva se nutre de temores y fantasías antes que de hechos.

Este uso del humor, cercano a la ironía clásica, permite que la crítica emerja sin violencia. Bioy no ridiculiza la literatura; ridiculiza los rituales que la rodean. No se burla del escritor viejo; se burla del sistema que lo utiliza como fetiche. La risa, en este sentido, no destruye: desarma. Vuelve visibles las convenciones, exagera lo rutinario hasta volverlo extraño, ilumina lo absurdo en aquello que la costumbre ha vuelto natural. La repetición casi hipnótica de la frase “es una de las glorias de nuestra literatura”, sostenida por personajes que reaccionan como autómatas, es una muestra clara de este mecanismo. El humor revela el automatismo social: cómo unas pocas palabras pueden sustituir al pensamiento.

Bioy también usa la risa para humanizar lo que la solemnidad suele congelar. El viejo escritor, lejos de ser una figura trágica, aparece como un hombre vulnerable, resignado a una fama que lo excede. Su humor resignado —“¿Usted cree que voy a sobrevivir?”— convierte el drama en una escena de complicidad con el lector. Se ríe de sí mismo y de su condición, transformando el deterioro en un comentario sobre la absurda mecánica del prestigio. Esa capacidad de reír desde el límite físico acentúa el contraste entre su fragilidad corporal y la exigencia institucional que lo mantiene en movimiento.

El cuento demuestra que la risa puede ser un camino hacia el núcleo más serio de la literatura. Bioy no busca demoler el sistema literario, sino exponerlo, revelar sus grietas con una claridad que solo el humor permite. La crítica se vuelve más aguda precisamente porque evita la gravedad solemne. La risa permite ver mejor, mirar sin miedo, comprender sin escándalo. En lugar de la denuncia estridente, Bioy ofrece una sonrisa que desarma, una ironía que ilumina, una comedia que, bajo su suavidad, guarda una lucidez incisiva.

“El viejo vuela sin llegar a ninguna parte: un tránsito perpetuo que sirve al prestigio, pero no a la vida.”

Vuelos, cuerpos y metáforas del tránsito: entre el deterioro y la consagración

En El caso de los viejitos voladores, el viaje no es un acto de desplazamiento sino una forma de condena. Cada vuelo que emprende el anciano lo aleja no solo de su hogar, sino también de cualquier posibilidad de reposo o creación. La imagen del viejo subiendo y bajando de aviones, traspasando fronteras en estado casi terminal, convierte al cuerpo en un territorio vulnerado por la exigencia simbólica del prestigio. El tránsito aéreo, que suele asociarse a la libertad o la modernidad, aparece aquí como un movimiento impuesto, mecánico, desprovisto de sentido personal. El cuerpo deteriorado se vuelve vehículo de un ritual ajeno.

Bioy utiliza la figura del vuelo para ironizar sobre la movilidad en el campo literario: no es la obra la que viaja, ni las ideas, ni siquiera la voz del escritor, sino su presencia física reducida al ceremonial de aceptar premios. Cada viaje es un recordatorio de que el reconocimiento no es estático, sino una obligación que se renueva una y otra vez. El anciano, ya sin fuerzas, continúa desplazándose porque la maquinaria institucional necesita ponerlo en circulación. El tránsito aéreo se convierte así en una metáfora precisa: la consagración no eleva, sino que desgasta; no abre horizontes, sino que obliga a repetir trayectos que ya no tienen significado.

El deterioro corporal intensifica esta metáfora. El viejo aparece cada vez más débil, más pálido, más frágil, como si cada vuelo lo despojara de una capa de vida. Su cuerpo es un mapa del desgaste acumulado, pero también un recordatorio de que la fama no detiene el tiempo. Bioy articula aquí una crítica sutil: el sistema literario exige movilidad constante incluso cuando el cuerpo ya no puede sostenerla. El prestigio, lejos de adaptarse a la realidad del escritor, lo empuja hacia una especie de perpetua exposición. El anciano no viaja para vivir, sino para cumplir. No transita el mundo: lo sobrevuela sin descanso, como un mensajero perdido que transporta un honor que ya no necesita.

A la vez, esta metáfora del vuelo ilumina la relación entre el escritor y su propia obra. El viejo ya no escribe; está demasiado ocupado viajando para hacerlo. Viajar para recibir premios por libros antiguos le impide crear libros nuevos. Es una paradoja cruel: el reconocimiento del pasado obstruye la posibilidad del futuro. El tránsito constante lo mantiene suspendido, sin pertenecer a ningún lugar, sin tiempo para la reflexión o la escritura. Bioy parece advertir que la literatura corre el riesgo de convertirse en una práctica sin obra si se privilegia la figura pública del autor por encima de su trabajo silencioso.

En el fondo, estos vuelos interminables son la metáfora última del cuento: el movimiento sin dirección, la consagración sin creación, el tránsito constante que no conduce a ninguna parte. El viejo se desplaza, pero no avanza; se eleva, pero no asciende; cruza fronteras, pero no llega a ningún destino. Viaja para sostener un ritual que se ha emancipado de su sentido original. Y esa imagen del cuerpo fatigado en vuelo es una de las formas más delicadas y punzantes que Bioy encuentra para hablar de la tensión entre el prestigio y la vida, entre la obra y la institución, entre el deseo de ser leído y la exigencia de ser visto.a

Una fábula sobre la inmortalidad y el peso del reconocimiento

En la última curva del relato, El caso de los viejitos voladores revela su verdadera naturaleza: una fábula sobre la ilusión de la inmortalidad y sobre el costo que implica sostenerla. El viejo escritor, convertido en emblema cultural, encarna esa contradicción esencial del prestigio: para permanecer en la memoria colectiva debe someterse a una serie de rituales que lo desgastan al punto de quebrarlo. La inmortalidad simbólica exige, paradójicamente, un sacrificio físico. Bioy Casares construye así un personaje atrapado entre dos horizontes: por un lado, el deseo ajeno de preservarlo como leyenda viva; por otro, su propio deterioro, que lo arrastra lentamente hacia el límite del cuerpo.

Esta tensión entre gloria y agotamiento funciona como un espejo del sistema literario, pero también como una reflexión sobre el paso del tiempo y la fragilidad de quienes producen obras que sobreviven a su propia existencia. El viejo no es un mito voluntario: es un mito impuesto. Su vida se ve condicionada por la expectativa colectiva de que siga ocupando un lugar que ya no puede sostener por sí mismo. En este sentido, Bioy plantea una crítica delicada pero firme: la cultura tiende a glorificar figuras a las que, en el fondo, no les permite ser humanas. El escritor consagrado deja de ser persona para convertirse en función, en símbolo, en presencia obligatoria.

A través de este anciano que vuela casi sin aliento, Bioy sugiere que la inmortalidad literaria no está hecha de reconocimientos públicos, sino de la persistencia de la obra en la sensibilidad de los lectores. Pero el cuento muestra cómo la sociedad confunde esa inmortalidad interior, silenciosa y profunda, con la acumulación visible de premios y homenajes. De este modo, la figura del escritor termina subordinada a un aparato simbólico que necesita alimentarse de su cuerpo y de su tiempo para mantenerse vigente. Cuanto más se honra al viejo, menos vida le queda para vivir y, sobre todo, para escribir.

En este punto, la fábula se vuelve universal. El cuento deja de hablar solo del campo literario para adentrarse en una reflexión más amplia: la necesidad humana de conservar aquello que considera valioso, incluso al precio del propio sujeto. El viejo escritor es un sacrificio involuntario a esa obsesión por la permanencia. Su desgaste encarna la paradoja del reconocimiento: la sociedad honra al escritor, pero, al hacerlo, lo consume. Su figura se transforma en un recordatorio de que toda consagración exige un tributo, y de que la búsqueda de la inmortalidad puede convertirse en un viaje extenuante del que nadie regresa indemne.

Bioy, sin embargo, evita la tragedia; su ironía salva al cuento del pesimismo cerrado. Al final, lo que prevalece no es la muerte del viejo, sino la lucidez de la mirada que comprende lo absurdo del mecanismo. La fábula deja abierta la posibilidad de repensar el prestigio, de cuestionar sus rituales, de devolver al escritor un espacio donde no tenga que volar sin descanso para sostener una gloria que, en última instancia, no le pertenece del todo.

Bibliografía

Bioy Casares, Adolfo. Historias de amor. Buenos Aires: Emecé, 1972.
Borges, Jorge Luis y Adolfo Bioy Casares. Borges. Barcelona: Destino, 2006.
Campra, Rosalba. “Lo fantástico: una isotopía de la transgresión.” En Teorías de lo fantástico, editado por David Roas, Madrid: Arco/Libros, 2001.
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Roas, David. Tras los límites de lo real: Una definición de lo fantástico. Madrid: Páginas de Espuma, 2011.
Sarlo, Beatriz. La máquina cultural: Maestras, traductores y vanguardias. Buenos Aires: Ariel, 1998.