Adair Zepeda (México) - Los pasillos de la muerte

El día de muertos, el día de los muertos, trascurre con demasiada facilidad, incluso con una soltura fastidiosa, ajeno de la forma cotidiana en que transcurre el temprano otoño.

8/26/2025

Fotografía:

Mimeógrafo #147
Agosto 2025

Los pasillos de la muerte

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Adair Zepeda
(México)

[Premio Nacional de cuento Gabriel Borunda 2021]

El día de muertos, el día de los muertos, trascurre con demasiada facilidad, incluso con una soltura fastidiosa, ajeno de la forma cotidiana en que transcurre el temprano otoño. Las horas se secundan a lo largo de día sin mayor explicación que el movimiento del planeta sobre su eje, algo menos preciso que otras fechas (o cuando menos eso aparenta), y no es precisamente una aclaración de nada. No sé qué día sea exactamente este, pero intuyo que deben ser uno de los primeros de noviembre, o incluso el último de octubre; no creo que importe en realidad, y últimamente no pongo mucha atención a esos detalles. La gente anda por las calles atestadas, cargada de ramos de flores anaranjadas de cempaxúchitl dentro de envoltorios de papel estraza grueso y con bolsas de plástico. La mayoría viene caminando en la misma dirección, un poco al norte de la ciudad. Vienen de la plaza improvisada que se ha instalado en un terreno baldío, dónde se levantan las carpas del mercado temporal de Muertos como cada año. El calor se anuncia desde lejos, desde la hoguera invisible de la multitud que espera por delante; yo me detengo a mirar el remolino interminable de personas desplazándose por las orillas del mercado, vibrando como una colmena alrededor de los pasillos. Avanzo a sus entrañas coloridas, hasta que me pierdo en la multitud.

A decir verdad, tiene mucho de peculiar un mercado como este. Se instala en la superficie del terreno y ancla las carpas en una geométrica sucesión ordenada, rectangular, con las gruesas cuerdas que se anudan en los enormes soportes de acero enclavados en la tierra. Los puestos son estructuras metálicas con planchas de madera cubiertas con un mantel de tela, de un metro y medio de largo la mayoría, con un pequeño techo improvisado en la mayoría de los casos, y amplias entradas a los corredores por los extremos y a la mitad del mercado. Dentro de cada uno de esos puestos se dispersa la mercancía que traen los vendedores desde sus pueblos, agrupándose por entre los pasillos por formas y tipo, hasta que saturan por completo las mesas; algunos incluso colocan anaqueles improvisados para distribuir su mercancía por niveles de interés público, simulando los altares que se han de colocar en las casas. Todas las semanas del año se pueden encontrar en todos los pueblos del país mercados itinerantes con estas mismas características, pero sólo los de día de muertos se llenan con un aura tan misteriosa e imprecisa. El movimiento de la gente es constante, y aun así parece correr a otra velocidad a la que registran los ojos. El olor que escapa de los dulces se pierde entre el incienso y el copal. Y las pequeñas figuras de la muerte se adueñan de todos los rincones, desde ilustraciones hasta esculturas de hueso y resina.

Las pequeñas calaveras de dulce enfrentan los cuadros de papel picado que reproducen alguna escena congelada en el tiempo, decoradas con cruces y lápidas, simulando una cena o un baile e incluso a un hombre entregando la leche como se hacía antaño. Un mercado que rinde tributo a la muerte misma es forzosamente algo que carece de veracidad, y al mismo tiempo, se vuelve más genuino que ninguno otro. Las cuencas de los pequeños cráneos de azúcar o chocolate se rellenan de hojuelas metálicas brillantes, y pierden la agresividad del vacío hasta parecer de nuevo humanas, vivas, y las reconocemos como algo bueno. Entonces los niños revolotean alrededor de los puestos, pululan al ras de las mesas, pidiendo nombres específicos para colocar entre las flores de confitería que adornan las sienes lisas. El recuerdo inevitable de la muerte se vuelve simpático, soportable, hasta que el juego se desborda con las lámparas sobre los espectros de masa que rezan en silencio al lado de tumbas de azúcar y los espectros de tamarindo.

Al final de uno de los pasillos se acumulan las macetas de flores bajo las lonas remendadas, y la gente se mueve a su alrededor como en un carrusel brillante por el rocío de los aspersores con que los vendedores las mantienen frescas; es más común encontrarlas ahora así que por ramilletes, quizá por la practicidad del envase y la sensación de vitalidad, pese a que están programadas para no llegar más allá de la temporada. Cuando paso cerca de ellas puedo juntar las palmas de las manos y recoger del aire su esencia más prístina, beberla y reconocer esa fragancia intoxicadora que nos despierta de un sueño antes de reconocer que permanecemos en otro. La flor de las veinte flores se corona con ese misterio del campo húmedo que revive en su fragancia, en la tierra y el polen que se hunden en el pecho, en su sabor a tiempo y distancia, a profundidades que sólo el espíritu se enfrenta en el botón anudado y compacto. Me detengo, no sé cuánto tiempo, a respirar ese aroma. Recuerdo el olor de la tierra de los cementerios, el calor particular que se sentía en el aire, en los caminos revueltos de terrones resecos en los que se podía recolectar filones de obsidiana por el camino como si fueran cualquier cosa, a veces tan parecidos a la punta de una flecha. Los cuerpos que dormitan el olvido deben oler a eso, más allá de la putrefacción de la carne, como a resina y humedad, a mujer soñada que espera en algún sitio, a trozo de cristal nacido en las entrañas del mundo hace tanto tiempo. El suelo de este mercado improvisado es de tezontle rojo. Se necesita poner mucha atención, pero los pedazos por los que no ha cruzado nadie más se mueven por el peso de los pies, y hay un extraño regocijo en encontrarlo, incluso en el crujido de las piedritas al chocar unas con otras, su novedad mineral. Mientras me adentro de nuevo por el pasaje entre los puestos, percibo los pétalos de cempaxúchitl cayendo como una llovizna sobre toda la gente, más callada que nunca.

El paso entre las personas imita una corriente que serpentea, siguiendo la fila que se abre en ambas direcciones para curiosear los puestos. La gente se detiene o se incorpora por ratos, pero el flujo no se detiene nunca. Algunos de los niños lucen los accesorios de los disfraces que han de usar este año, luciéndolos para sus madres, mientras que otros muerden un pedazo de fruta cristalizada o beben algún refresco. Los rostros se siguen sin orden, sin forma, maquillados o limpios, con una especie de ceremonia personal que se repite en todos. De sólo seguirles el paso se van revelando los puestos a cada lado, y cada uno parece una isla improvisada que se separa de las demás. Debe ser una especie de fantasía surgida por la decoración, por las cortinas y colgajos que lo llenan todo.

En las mesillas improvisadas que se apiñan en algunos de los puestos, incluso por fuera de los pasillos unificados del mercado, rebosan las canastas y charolas de pan. Son piezas exclusivas de la temporada, y se les reconoce por las figuras repetidas que se ven en todas las mesas cada año. Son panes deliciosos, y la codicia por comerlos crece por la brevedad de su disponibilidad temporal. Las galletas son las que más variedad tienen, desde conejitos hasta formas óseas más complicadas, pasando por diversos espíritus y animales, e incluso coronas fúnebres, seguidas por los fantasmas de azúcar glass decorados con azúcar pintada de rosa para las facciones del rostro de las encaladillas. Pero los más encantadores son los suaves panes de muerto, con las tiras de masa por encima apuntando en las cuatro direcciones de la tierra, coronados por un botón redondo que representa el cráneo y su gusto a mantequilla espolvoreada con azúcar fina. El aroma del pan se realza con el calor de los hornos, bullendo en la guayaba y la ralladura de limón, en la naranja y la nuez condimentada con un toque de canela. El simbolismo de esos panes es evidente, expuesto a la suposición más simple de la figura humana y el orden cósmico. La imagen de la muerte, hasta su delicada ingesta, se reproduce en todo lo que está a la vista. No sé si en algún lugar la harina de esos panes se mezcle realmente con polvo de huesos, pero sería una gran historia para andar contando por allí; ¿acaso sabría de forma distinta, o podríamos reconocer a través de esa masa modificada la nostalgia de los recuerdos como algo más tangible? No lo sé. Sólo digo.

El lento marchar por entre los pasillos parece una peregrinación, sobre todo cuando los incensarios dejan elevar por el aire la resina y el copal quemado desde las copas de cerámica. Algunos tienen fragancias y aceites más novedosos, con mecanismos traídos de Medio oriente o Asia, que pese a todo no pueden competir con el blanquizco humo que va llenando el aire desde el suelo. Las personas parecen volverse más silenciosas mientras atraviesan esas nubes, y se alejan dentro de la misma silenciosa multitud anónima. Los ojos se llenan con esa bruma que va transformando la luz de los focos en pequeños fantasmas sin rostro, como imágenes que se nutren de su entorno y van tejiendo breves historias de las que nadie se percata por completo, pero que yacen allí por un momento genuino antes de desintegrarse. Los cristales de gramaje controlado reposan en bolsas con distintos tipos de inciensos y maderas, y se acumulan con discreción ante la multitud curiosa, penetrando el estómago reluciente de las figuras de cerámica recocida y de las veladoras de vidrio.

Alguno de los puestos rebosa con discos de música. El colosal laberinto de puestos, el mosaico impreciso que se establece cada año, me lleva entre los peatones anónimos. La festividad del día guarda su propia ceremonia, sus rituales que se han ido depurando desde los antiguos cantos gregorianos y el soplo de las caracolas hasta las más alegres melodías que recuerdan una época ingenua de la humanidad, donde el terror de algunos personajes de comedias americanas se ganó la memoria de las personas como piezas propias de temporada. Algunos de los dulces muestran figuras extranjeras, de películas o relatos de terror importados por la conectividad entre regiones del mundo y la mercadotecnia. Sin embargo, se complementan, expanden el universo dentro del que la tradición se impone a la fiesta, hasta convivir de una manera peculiarmente ordenada. Cada nuevo cambio generacional va aportando un poco de su historia, y la marea del tiempo se encarga de unificarlo todo.

Cerca de un puesto de dulces tradicionales me doy cuenta de que mi alma es del mismo color que el acitrón, más no puedo asegurar que su sabor sea semejante salvo en el tono opaco y turbio; ni cuando menos dulce. Las láminas de plástico del celofán rojo brillan con las lámparas de halógeno que mantienen el almíbar suave, escurriendo en la tonalidad pintoresca del coco rallado o de los higos cristalizados, hasta que las barras de dulce de leche se acomodan con la gracia de una exhibición de joyería, postradas con alguna fruta o semilla en se centró. Siento el sabor de esos dulces en la punta de la lengua apenas verlos, y me lleno del aroma meloso de todo el puesto. Continuo por los pasillos, andando entre la marea infinita. Algunas de las mujeres ya las he visto más de una vez, y las recuerdo y reconozco a través de sus facciones despreocupadas. Al final de uno de los pasillos hay una sección de comida y postres. Algunas personas se detienen allí, y piden ordenes complicadas de antojitos o de buñuelos sumergidos en miel de agave. Yo sigo la marcha, buscando cualquier excusa para distraerme.

La tarde sigue su paso. Los nubarrones se anuncian desde el este por el pie de las montañas del valle, y van viajando a la par de las aves que revuelven las copas de los árboles para encontrar sus nidos. Las tardes que anteceden el otoño son todas tormentosas, oscuras y lentas. El sol, o lo que queda de su ojo alargado por el horizonte, se extingue con lentitud, como un bracero semiasfixiado. Conforme la luz se va opacando, los niños comienzan a emerger de las puertas, escoltados por sus madres y hermanos, a la vuelta de las calles; incluso de las puertas de los centros comerciales salen toda clase de figuras, místicas o comerciales, trayendo la tradición de la mano con la novedad de la imaginación de las historias modernas. Las efigies de esa fantasía se vuelven dulces recordatorios que se tornan multitud, y van adueñándose de la noche con cierta alegría.

No puedo evitar sonreír al pensar en la visión tan poco ortodoxa, y que debe desquiciar a alguno que otro pragmático observador de las tradiciones, de la calaverita prehispánica y el traje hollywoodense, de la muerte escapada del Mictlán que tan a gusto se codea por los espectros de Halloween, que se van de la mano por las floridas sendas de las casas que mantienen las puertas abiertas. Todo es cambio, incluso la muerte; o a lo mejor la muerte es el cambio más evidente, el más duradero. Quizá en algún momento era importante esconderse de los espectros de la noche, pasar como uno de ellos, pero aquí, ahora, en una comunión entre lo desconocido y los que viven, una fiesta vuelta carnaval coronada por el detalle de las ceremonias nostálgicas por los que han pasado por la vida hasta perderla.

Supongo que es parte de la noche, y de la melancolía que escapa de todas las personas, pero incluso a mí me dan ganas de pedir mi propia calavera, de perderme entre los rostros enmascarados y los trajes complicados. Que la desentierren del olvido y la coloquen en algún sitio del mercado, quizá un altar de exhibición o el tributo colectivo para la memoria que se ha secado y se ha tragado a tantos de un sólo tajo, y que quede acomodada entre los papeles de colores con los restos de Posadas, tan cerca de los montículos de azúcar que se pueda temer a las hormigas, viendo caer los pétalos anaranjados uno a uno. Probar la sal y el fuego de las llamas, y descansar en cualquier casa abierta a los visitantes.

La noche avanza y el aire se llena de una atmósfera rancia y espesa, hasta volverse caliente. El cielo cobra el mismo gris que los muertos que caminan por el aire, o incluso dentro de la memoria de los vivos. Recuerdo que alguien me contó alguna vez una historia sobre las nubes en esta época del año, pero no recuerdo a esa persona, ni su nombre ni su historia. Las nubes tenían que ver con la lluvia, y la lluvia con el llanto, y el llanto era el lamento de las almas olvidadas, de quienes no tenía un camino iluminado para guiarse por la tierra y que vagaban sin destino. Era una bella historia. Era parte de la magia que se transmite por contagio y que llena los huesos de todos, incluso sin saberlo.

A la distancia aparecen lumbreras pobretonas que se alejan y crecen, que titilan, y que parecen formar un camino por la ciudad, hasta las puertas de las casas y las iglesias. Ojalá esta vez no se olviden de mis cigarros, lo único que realmente extraño de entre todo lo que no he olvidado. Para lo demás, me basta con pasear por el mercado, entre la gente, entre el ruido y el calor que bulle de la vida y se derrama sobre la muerte. Las puertas se han abierto este día, y uno a uno nos sumamos a la multitud irreconocible, llenándolo todo, siéndolo todo, cuando menos, por unos días. La noche parece más larga, más reconocible, y avanzo por las calles entre los que viven y los que les vigilan. Siento el calor de la casa de los que me han amado, el magnético río que me guía por la superficie de la tierra.

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