William Faulkner (Estados Unidos) - Una rosa para Emilia
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.


Indice:
Cuento: William Faulkner (Estados Unidos) - Una rosa para Emilia
Ensayo: Una rosa para Emilia: Transgresión, memoria y la fatalidad de un Sur inmóvil
Bibliografía
Una rosa para Emilia
William Faulkner
(Estados Unidos)
(Cita)
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal—, le eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris, hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
La siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del sheriff para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el Mayor volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña osatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No les hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del sheriff, firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la señorita Emilia—. Quizá él se considera sheriff. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos…
—Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emilia…
—Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —Exclamó llamando al negro—. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia, venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsela en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el Mayor Juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —dijo el Mayor.
—¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, Lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas…
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo, esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un penique de más o de menos…
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia. Y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en su rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre…
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que le hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir noblesse oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja Lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo, que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó, cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
—Necesito un veneno —dijo.
— ¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. El droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el “Elks Club” que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Ernilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los baptistas
—la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iníciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionado de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando, podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia, había engordado, y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años, la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas, con sus cajas de pintura y sus pinceles a que la señorita Emilia les enseñara a pintar, según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta de nuestra presencia, eso nadie podía decirlo; y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
IV
El negro encontró a las primeras señoras que llegaron a la casa, en la puerta principal, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció; atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera, a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre, colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el porche estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba…
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada, que apenas si se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos, aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos…
El hombre yacía en la cama…
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, le había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía y sobre él y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo…
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada, ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestra nariz aquella débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
Una rosa para Emilia:
Transgresión, memoria y la fatalidad de un Sur inmóvil
B. Itzamaná
Faulkner, el sur profundo y la memoria de lo perdido
William Faulkner es un narrador de los fantasmas. No los que habitan en castillos góticos, sino los que se arrastran por las calles polvorientas del sur estadounidense, vestidos con trajes anticuados, llenos de orgullo y silencios heredados. En su cuento Una rosa para Emilia, publicado en 1930, estos espectros toman forma en personajes, casas, olores, y sobre todo, en una mujer: Emilia Grierson. En ella se condensa la esencia de un mundo que se niega a morir, incluso cuando todo a su alrededor cambia con violencia y rapidez. Emilia es tanto un personaje como una ruina viva, una especie de vestigio o monumento a una época extinta.
La obra nos sitúa en el ficticio condado de Yoknapatawpha, espacio recurrente en la narrativa de Faulkner, en el que el sur estadounidense funciona como un microcosmos de la historia, la culpa y el tiempo detenido. La historia de Emilia, narrada a través de una voz colectiva que representa a la comunidad, no es solo una anécdota excéntrica de una mujer aislada, sino una representación densa y simbólica de temas como la resistencia al cambio, la represión, la vigilancia social, y la manera en que el pasado configura (o deforma) la identidad.
Este ensayo busca explorar Una rosa para Emilia, interrogando los símbolos, estructuras narrativas, y conflictos éticos que se presentan en el relato. A lo largo de las secciones se analizarán conceptos como el tiempo cíclico y detenido, la necrofilia como metáfora extrema del apego, el papel de la colectividad como voz del juicio moral, y la figura de Emilia como una mezcla perturbadora entre víctima y transgresora. A esta mirada se sumará una dimensión estética y cultural, reconociendo que el estilo de Faulkner no solo construye un mundo, sino que también interpela al lector desde la ambigüedad y la ruptura con las formas narrativas convencionales.
Una rosa para Emilia no es un cuento cerrado ni moralizante. Más bien, se trata de una ofrenda: algo que se coloca en silencio, como se deja una flor sobre una tumba. El gesto puede ser de respeto, de horror, o incluso de ironía. Y este ensayo, en su intento de interpretar, no busca agotar los sentidos posibles, sino aproximarse a ese lugar misterioso en el que el lenguaje de Faulkner sigue hablando con una voz tan antigua como inquietante.
El tiempo detenido: estructuras narrativas y muerte simbólica
En Una rosa para Emilia, el tiempo no transcurre de manera lineal ni predecible. William Faulkner disloca la cronología del relato, alternando recuerdos, rumores y escenas que se superponen como capas de polvo sobre los muebles de la casa de Emilia. Esta estructura fragmentada no es casual: responde a una concepción del tiempo que no es progresiva, sino circular, suspendida, casi como una fotografía que se resiste al desgaste. En este sentido, el tiempo en Faulkner no es solo un recurso formal, sino una dimensión filosófica y emocional. Es el tiempo de la memoria, del duelo no resuelto, de lo que se niega a desaparecer.
La muerte en el cuento no es un hecho puntual, sino una presencia constante. Desde el inicio, con el fallecimiento de Emilia, hasta el descubrimiento final del cadáver de Homer Barron, el relato entero parece construido sobre un cementerio simbólico. Pero más allá de estas muertes concretas, hay una muerte más radical: la del tiempo mismo. Emilia vive como si el calendario se hubiese detenido tras la muerte de su padre. Rechaza los cambios sociales, se niega a pagar impuestos, mantiene cerradas las ventanas, y habita una casa que se convierte poco a poco en mausoleo. Es una forma de vida que consiste, literalmente, en no dejar morir el pasado. Pero al hacerlo, también impide que algo nuevo pueda nacer.
Faulkner convierte el tiempo en una especie de materia densa, deformada. Las frases extensas, los bucles narrativos, y la repetición de ciertos eventos vistos desde ángulos distintos, revelan que el cuento no se trata tanto de lo que ocurre, sino de cómo se recuerda. La historia está narrada por una voz plural que representa al pueblo, y su relato está lleno de conjeturas, sospechas y silencios. Esta colectividad no cuenta los hechos con certeza, sino que los reconstruye como quien arma una leyenda. En este punto, el tiempo se vuelve también mítico: no es el tiempo del reloj, sino el de la tradición oral, el del relato que se transmite para advertir, explicar o condenar.
Esta estructura temporal sugiere que la historia de Emilia no puede leerse como una simple narración de sucesos, sino como una expresión simbólica del conflicto entre la permanencia y el cambio, entre el peso de lo heredado y la erosión del presente. Filosóficamente, el cuento plantea una paradoja: cuanto más se niega el paso del tiempo, más violentamente regresa en forma de descomposición, de muerte, de revelación. Emilia se aferra a un mundo que ya no existe, y en su esfuerzo por preservarlo, lo transforma en un espectáculo macabro. La rosa, esa flor que no aparece nunca en el relato pero da título a todo el cuento, bien puede ser el símbolo de ese tiempo detenido: una belleza marchita ofrecida no al amor, sino al recuerdo petrificado.
La casa, el cuerpo y la decadencia: símbolos del encierro y la resistencia
En Una rosa para Emilia, la casa de la protagonista es mucho más que un escenario. Es un personaje silencioso, un cuerpo de ladrillo y polvo que respira con dificultad, al igual que su dueña. Desde las primeras líneas del cuento, se la describe como una construcción que alguna vez fue elegante, pero que con el tiempo ha quedado sumida en el abandono, rodeada de garajes, estaciones de gasolina y nuevos edificios. Esta imagen de la casa, con su persistente olor a encierro, su estructura carcomida por el tiempo, y su negativa a adaptarse al entorno, es también una metáfora del cuerpo y la psique de Emilia: rígida, silenciosa, clausurada.
La decadencia física y simbólica es uno de los ejes más potentes del relato. Emilia vive entre muros que guardan secretos, tapizados con el polvo de las generaciones anteriores. La casa se convierte así en un receptáculo del pasado, una especie de cápsula temporal donde nada envejece ni se renueva, sino que simplemente se pudre con lentitud. Cada objeto es una reliquia, cada ventana cerrada, una negación del presente. Este ambiente, que podría parecer simplemente triste o nostálgico, adquiere una dimensión más inquietante cuando se revela, al final del cuento, que en esa misma casa reposaba un cadáver en la cama matrimonial. La muerte no está afuera: es parte del mobiliario. Es íntima. Y también, ritual.
El cuerpo de Emilia sigue un destino similar al de su casa. En su juventud, era observada como una figura altiva, símbolo de una clase aristocrática ya en decadencia. Pero a medida que pasa el tiempo, y se intensifica su reclusión, también su cuerpo parece desdibujarse en el deterioro. El cuento menciona su obesidad, su palidez, su inmovilidad. Faulkner no la presenta como una mujer viva, sino como una presencia espectral. Emilia se convierte en una especie de esfinge sureña, cuya rigidez no es fortaleza sino resistencia obstinada. Su cuerpo no es solo el contenedor de una historia personal, sino el testimonio físico de una cultura que no sabe morir con dignidad, sino que se aferra a la apariencia mientras todo se descompone por dentro.
La casa y el cuerpo son, por tanto, símbolos entrelazados del encierro. En ambos se materializa una forma de resistencia pasiva: no es que Emilia luche contra el cambio de manera activa, sino que se niega a responder, a explicar, a participar. Esta negación se convierte en poder, en una forma de control sobre los demás, e incluso sobre la muerte. Emilia no deja entrar al pueblo en su intimidad, pero tampoco deja salir nada de ella. Ni afecto, ni palabras, ni olores. Su mundo cerrado es una fortaleza, pero también una tumba.
Esta clausura puede entenderse como una expresión extrema de la voluntad de preservar la identidad a toda costa. Emilia teme tanto al cambio, a la pérdida, a la disolución del yo, que elige congelarse. Pero esta inmovilidad no es estática: se convierte en putrefacción. El cuento sugiere, con una potencia poética y terrible, que aquello que no se transforma, termina por deformarse. La resistencia al tiempo, al otro, al deseo, se paga con una vida clausurada, encerrada en una casa que es también un cuerpo, un ataúd y una memoria rancia.
Emilia Grierson: mito, monstruo y mártir
Emilia Grierson es un personaje que no pertenece del todo al mundo de los vivos. Su presencia en Una rosa para Emilia es densa, ambigua, casi litúrgica. No habla directamente, no se defiende ni se justifica. Existe más como una figura evocada que como una mujer de carne y hueso. Es el pueblo quien la nombra, la observa, la murmura. Faulkner construye así un personaje que fluctúa entre los polos del mito, el monstruo y el mártir, desafiando cualquier lectura unívoca y obligando al lector a moverse entre el juicio y la compasión.
Desde la dimensión mítica, Emilia es presentada como una reliquia del pasado. Su apellido, Grierson, está cargado de resonancias aristocráticas. Su padre, descrito como un hombre autoritario y celoso de su pureza social, aparece blandiendo un látigo en una pintura que aún decora la casa. Emilia es, en este sentido, heredera de una tradición ya caduca, pero que el pueblo sigue venerando con una mezcla de respeto y rencor. El trato especial que recibe por parte de las autoridades locales —como la dispensa de pagar impuestos— revela esa ambivalencia: es una figura venerable, pero también una carga, un símbolo de lo que no puede ni debe olvidarse. Como los mitos, Emilia se conserva a través del relato de otros, y su historia se transmite más como una leyenda que como un hecho documentado.
Sin embargo, Faulkner no la deja anclada en esa dimensión sacralizada. Poco a poco, el relato revela aspectos de Emilia que rozan lo monstruoso. El descubrimiento del cadáver de Homer Barron en su cama matrimonial, junto con un cabello gris en la almohada vecina, transforma la imagen de la solterona encerrada en una figura gótica, perturbadora. En lugar de aceptar el abandono o la muerte, Emilia elige detener el tiempo de forma radical: duerme junto al cuerpo muerto de su amante, negando la pérdida con un gesto extremo. Esta decisión, silenciosa y secreta, la sitúa fuera de los márgenes de la moral social. No por el acto en sí, sino por la negación del orden natural. Emilia no mata por placer ni por odio, sino por desesperación. No soporta el vacío, y en su intento por retener, convierte el amor en descomposición.
Pero reducirla a una figura monstruosa sería una injusticia, y Faulkner lo sabe. Por eso, también la presenta como una mártir. Su aislamiento, su mutismo, su resistencia, son también formas de sufrimiento. Emilia no es libre. Está atrapada entre las expectativas sociales de su linaje y la vigilancia constante del pueblo. La imposibilidad de amar libremente, de rehacer su vida, de ocupar un lugar propio en una comunidad que la observa pero no la abraza, va esculpiendo en ella una figura de dolor petrificado. El crimen que comete puede leerse como el grito final de una mujer que nunca tuvo voz. Y en ese grito —callado, secreto— hay algo profundamente humano: el deseo de no ser abandonada, de no desaparecer sin haber amado.
Emilia es el lugar de intersección entre los discursos del poder, el deseo y la memoria. Filosóficamente, encarna una forma trágica de resistencia: la que surge cuando no queda otra opción más que encerrarse en uno mismo y convertir el mundo en una prisión. Emilia no es simplemente culpable ni simplemente inocente. Es, como los grandes personajes literarios, una figura que nos incomoda porque refleja algo que también habita en nosotros: el miedo al olvido, la necesidad del otro, y la imposibilidad de reconciliar el pasado con el presente sin violencia.
El pueblo como voz colectiva: moral, vigilancia y complicidad
Una de las elecciones narrativas más poderosas de Faulkner en Una rosa para Emilia es el uso de una primera persona del plural: “nosotros”. Esta voz ambigua no pertenece a un individuo, sino a una comunidad entera. El pueblo se convierte así en narrador y espectador, juez y testigo, en un mismo movimiento. Este “nosotros” no tiene rostro, pero lo ve todo. Vigila desde la distancia, murmura tras las cortinas, especula sobre la vida de Emilia, y finalmente es quien reconstruye su historia como una advertencia o una ofrenda tardía. Esta voz colectiva actúa como conciencia social, pero también como reflejo de sus propias miserias.
El pueblo no es inocente. Observa a Emilia con una mezcla de fascinación, repulsión y compasión. Cuando era joven, la ve como un estandarte de dignidad sureña; cuando envejece, como una anomalía, una figura grotesca. Cada acción de Emilia es interpretada por la comunidad: su aparición con Homer Barron, su reclusión, la compra del veneno. Pero estas observaciones nunca se traducen en intervención real. Nadie se atreve a confrontarla directamente, ni a romper el velo de silencio que envuelve su existencia. El pueblo prefiere hablar entre susurros, construir conjeturas, y dejar que el tiempo resuelva lo que el coraje no puede enfrentar. Este comportamiento revela una dimensión ética profunda: la moral colectiva no siempre conduce a la acción, y muchas veces se limita a la contemplación pasiva de lo que debería haberse evitado.
Esta figura del pueblo recuerda a la noción de multitud anónima de algunos pensadores existencialistas: un colectivo que se esconde tras la seguridad del número para evitar la responsabilidad individual. Cada uno de los miembros del pueblo podría haber actuado, pero no lo hizo. ¿Por miedo? ¿Por respeto a los códigos sociales? ¿Por simple indiferencia? Faulkner no lo dice, pero el resultado es el mismo: una mujer sola, encerrada, víctima y verdugo, sostenida en su locura por la pasividad de quienes preferían observar desde afuera.
Sin embargo, esta voz también es la que, al final, decide contar la historia. El cuento entero es una reconstrucción tardía, una especie de confesión colectiva. Hay en ello un atisbo de redención. El pueblo, que no supo acompañar a Emilia en vida, intenta ahora darle un lugar en la memoria, ofrecerle —como indica el título— una rosa simbólica. No es una ofrenda de amor, sino de reconocimiento. No es una absolución, sino una forma de duelo.
El pueblo representa la tensión entre lo individual y lo social, entre el deseo de pertenecer y el miedo a desentonar. La vigilancia constante, disfrazada de preocupación, termina siendo un instrumento de control tan opresivo como el encierro físico. Emilia es víctima de su padre, sí, pero también de un entorno que no le permitió salirse del papel asignado. La colectividad se convierte así en cómplice del crimen, no por acción, sino por omisión. Y esta complicidad silenciosa resuena más allá del cuento, como una crítica a las sociedades que castigan la diferencia mientras aparentan compasión.
Amor, control y necrofilia: una lectura filosófica de la transgresión
El acto central que sacude la lectura de Una rosa para Emilia —la convivencia secreta con el cadáver de Homer Barron— no puede abordarse solo como un gesto grotesco o macabro. A través de una lente filosófica, este acto se transforma en una forma de transgresión absoluta que cuestiona las nociones de amor, posesión y poder sobre el otro. Emilia no simplemente mata: conserva. Y al conservar, desafía las barreras entre la vida y la muerte, entre el deseo y la putrefacción, entre el cuerpo amado y la ruina del tiempo.
Lo que aparece como necrofilia —el dormir junto al cadáver— es en realidad la culminación de una lucha entre el amor y el control. Emilia no mata por odio, sino para preservar. En una sociedad que le negó el derecho de elegir a su pareja, que la vigiló, la juzgó y la condenó a la soledad, su acto es una forma última de autodeterminación. Pero es también una forma de esclavizar al otro. Homer Barron, al morir, ya no puede marcharse, ya no puede rechazarla. La muerte, en este caso, no es separación, sino unión perpetua, aunque putrefacta. En esta inversión, el amor deja de ser una entrega para convertirse en apropiación absoluta: “si no eres mío en vida, lo serás en muerte”.
Podemos leer este gesto a la luz de las ideas de Georges Bataille sobre el erotismo como experiencia de lo prohibido. Para Bataille, el erotismo está íntimamente ligado con la muerte, con la ruptura de los límites que definen lo humano. En Emilia, el deseo no encuentra salida en el vínculo, sino en la interrupción radical de la voluntad del otro. El cuerpo muerto se convierte en objeto de compañía, pero también en símbolo de poder. Ella no puede soportar el abandono, y ante la imposibilidad de cambiar la realidad, la suspende, la detiene, la embalsama en su intimidad.
Esta transgresión, sin embargo, no está desprovista de patetismo. Hay en ella una ternura trágica, una desesperación que nos impide juzgar con ligereza. Emilia no es un monstruo moral, sino una mujer que ha sido despojada de todo, y que actúa desde el vacío más radical. La necrofilia, entonces, aparece como metáfora del amor imposible en una sociedad incapaz de permitir el vínculo libre, donde el control sobre el otro se impone como única vía para no desaparecer.
El crimen de Emilia se convierte en lenguaje. Al no poder hablar, amar, ni elegir, su cuerpo y su casa hablan por ella. El cadáver oculto, el olor sospechoso, la puerta clausurada, son expresiones silenciosas de su rechazo al abandono y su resistencia al olvido. Emilia no transgrede porque desee destruir, sino porque ya está destruida por dentro. Su crimen es un grito mudo contra el tiempo, contra la pérdida, contra la soledad impuesta.
Ruina, tradición y modernidad: el sur que se niega a morir
La figura de Emilia Grierson no puede desligarse del espacio que habita: su casa. Vieja, polvorienta, conservada con obstinación como si el tiempo no pasara por ella, esta residencia se yergue como símbolo de un Sur estadounidense que, tras la Guerra Civil, no logra encontrar su lugar en la modernidad. Faulkner no construye una simple historia de amor trágico: compone una elegía a una sociedad en decadencia que se resiste al cambio y queda atrapada en sus propios fantasmas.
La casa de Emilia, una “estructura de estilo victoriano” que alguna vez fue elegante, ahora se levanta entre construcciones nuevas, fábricas y aceras modernas. El entorno cambia, pero la casa permanece, como un vestigio del pasado. Esta imagen de la ruina —la mansión como un cadáver que se niega a ser enterrado— dialoga profundamente con la protagonista. Emilia y su casa son uno: símbolos de un tiempo que se niega a ceder su lugar al presente. Mientras la ciudad avanza, asfaltando calles y construyendo estructuras funcionales, Emilia y su hogar permanecen suspendidos en una especie de limbo temporal.
El cuento puede entenderse como una crítica al Sur posbélico, al ideal nostálgico de una aristocracia esclavista que se derrumbó pero que sigue viva en las memorias, las costumbres y los ritos de sus herederos. Emilia representa esa herencia. Su apellido tiene peso, su linaje es comentado como “una vez prestigioso”, y su figura es tratada con respeto forzado por las autoridades locales. Pero ese respeto no es ya convicción: es una cortesía vacía, un gesto ritual hacia algo que en el fondo ya se considera obsoleto. Ella es la última testigo de un orden que ha perdido su sentido.
El encuentro con Homer Barron, un obrero del Norte, tiene también este valor simbólico. Él representa la modernidad, la movilidad, el pragmatismo de una nueva América que no honra los apellidos sino la utilidad. Su relación con Emilia es vista con escándalo: ¿cómo una dama del Sur puede mezclarse con un trabajador del Norte? Pero esta unión nunca se consuma plenamente. La tensión entre ambos mundos es irreconciliable. Emilia, en su desesperación, termina por eliminar al intruso. La muerte de Homer es también, desde esta perspectiva, la metáfora del rechazo de un mundo nuevo por parte de un mundo viejo que no sabe cómo morir con dignidad.
La casa y su habitante funcionan como ruinas vivas. No son restos del pasado, sino cuerpos que insisten en su permanencia, aunque ya no encajen en el presente. El polvo, el encierro, los objetos detenidos en el tiempo, el silencio, todo ello es lenguaje simbólico de la negación del cambio. Faulkner nos habla de una sociedad enferma de memoria, cuya identidad depende de su negativa a ceder. Y en ese acto, se vuelve patética y peligrosa.
Lo trágico, sin embargo, es que el mundo avanza. Al final del cuento, cuando el pueblo entra en la habitación cerrada y descubre el cadáver, la verdad se revela, pero ya es demasiado tarde. El Sur ha quedado simbolizado en una cama polvorienta donde yacen juntos el cadáver del amor y el residuo de una tradición que ya no significa nada. La modernidad, aunque tardía, siempre llega. Pero lo hace sobre las ruinas.
La rosa como ofrenda, homenaje o ironía
El título Una rosa para Emilia encierra un gesto simbólico que, como todo en el universo de Faulkner, no es unívoco. ¿Qué representa esa rosa? ¿Es un tributo tardío, una flor en honor a la mujer olvidada, o una ironía amarga hacia la vida de encierro, silencio y muerte que la protagonista encarnó? La rosa puede ser muchas cosas a la vez: una ofrenda, un homenaje y una ironía. En su ambigüedad reside la fuerza de este relato que, más que una historia de crimen o amor, es un tratado narrativo sobre la memoria, la transgresión y el fracaso colectivo.
Como ofrenda, la rosa representa el intento de redención simbólica del pueblo. Después de años de abandono, juicio y vigilancia, la comunidad le dedica a Emilia el relato de su vida como forma de reconciliación. Narrar su historia es reconocerla, devolverle una voz que nunca tuvo, y tal vez, dejar constancia de que su sufrimiento no fue totalmente invisible. Esta flor invisible, sin color ni aroma, no se coloca en un ataúd, sino en la memoria literaria. El cuento entero es esa rosa: un gesto tardío, mínimo, pero cargado de significación.
Como homenaje, la rosa evoca la dignidad trágica de una figura que, a pesar de todo, resistió. Emilia fue víctima del autoritarismo paterno, del juicio social, de la soledad, de su tiempo. Pero también fue agente de su destino, aunque de modo desviado y oscuro. Al matar a Homer y conservar su cadáver, ella inscribió su voluntad en un mundo que la anulaba. Desde esta óptica, el homenaje no es a su crimen, sino a su humanidad rota, a su gesto de desesperación que, aunque inaceptable, habla de una subjetividad arrinconada y profundamente humana. Emilia no es un personaje plano: es un alma compleja atrapada entre el pasado y el presente, entre el deseo y el deber, entre el amor y el control.
Pero también la rosa puede leerse como una ironía. En la tradición romántica, la rosa simboliza el amor, la belleza y la fragilidad. Ofrecer una rosa a una mujer que convivió con la muerte, que transformó el amor en cadáver, es un gesto cruelmente contradictorio. Faulkner, al titular así su cuento, podría estar subrayando la distancia entre el ideal y la realidad, entre lo que el pueblo cree ofrecer y lo que realmente le negó a Emilia: compañía, libertad, afecto, comprensión. La rosa, entonces, no es solo flor: es juicio. Es el espejo que muestra lo que se omitió hacer, lo que se prefirió ignorar, lo que se permitió que ocurriera en nombre del respeto, la tradición o el qué dirán.
En última instancia, Una rosa para Emilia no se deja poseer por una sola lectura. Es una obra que habla desde el Sur, pero trasciende lo geográfico; que se hunde en lo íntimo, pero desborda hacia lo social; que plantea un crimen, pero encierra una crítica moral y filosófica más amplia. En ella, Faulkner condensa el drama de una mujer y, al mismo tiempo, el drama de un mundo que no supo amar, cambiar ni sanar. La rosa, como todo símbolo profundo, permanece abierta. Quizá sea esa su mayor verdad: que no clausura el sentido, sino que lo mantiene en suspenso.
Bibliografía:
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