Serguéi Prokófiev: Danza de la fatalidad en Romeo y Julieta, Op. 64
La música no debe ser solo una expresión de los sentimientos, sino también un reflejo del alma humana, capaz de capturar la esencia de la vida en su totalidad: la alegría, el sufrimiento, la tragedia y la belleza.


Serguéi Prokófiev:
Danza de la fatalidad en Romeo y Julieta, Op. 64
Sabak' Che
La música no debe ser solo una expresión de los sentimientos, sino también un reflejo del alma humana, capaz de capturar la esencia de la vida en su totalidad: la alegría, el sufrimiento, la tragedia y la belleza.
— Serguéi Prokófiev
Música para una tragedia inmortal
Hay tragedias que no mueren. No porque repitan su final una y otra vez, sino porque siguen resonando en la conciencia humana, como una herida abierta que cada época vuelve a tocar. Romeo y Julieta, la obra de William Shakespeare, es una de esas tragedias. En ella, el amor no es un lugar seguro, sino un acto de rebeldía. El mundo que rodea a los amantes no solo les es hostil: está estructurado para impedirlos, para devorarlos. Y es justamente ese vértigo entre el deseo puro y la destrucción inevitable lo que ha inspirado a múltiples artistas a reinterpretarla. Uno de los más potentes fue el compositor ruso Serguéi Prokófiev, quien en 1935 transformó la tragedia literaria en una partitura sonora que no busca contar una historia, sino sentirla desde dentro.
La música de Prokófiev no traduce la obra de Shakespeare: la interpreta, la reinventa, la encarna. En su ballet Romeo and Juliet, Op. 64, las palabras se convierten en cuerpos que se mueven, en atmósferas que se expanden, en tensiones que arden. La orquesta no narra, sino que respira, gime, canta y se quiebra con los personajes. Esta versión no nos sitúa frente a la tragedia como espectadores, sino que nos sumerge en ella, haciéndonos parte del tejido emocional que une y separa a los protagonistas.
Prokófiev compuso esta obra tras regresar a la Unión Soviética, en una época donde el arte debía responder a las exigencias del régimen: claridad, disciplina, optimismo. Pero en lugar de someterse del todo, creó una pieza donde las tensiones internas del alma humana —el deseo, la violencia, la culpa, la belleza, el tiempo— aparecen sin máscara. Es un ballet que habla de amor, sí, pero también de estructuras que aplastan, de destinos sellados, de silencios irrompibles. La música no se detiene a explicar nada: simplemente avanza como el destino mismo, llevando consigo a los personajes hasta el borde del abismo.
Este ensayo no abordará la obra desde un análisis técnico ni desde un esquema estructural rígido. En su lugar, se propone escuchar con el pensamiento y pensar con el oído, siguiendo el ritmo de la música como si fuera una corriente subterránea que revela capas de sentido. Cada movimiento del ballet será una puerta hacia preguntas más profundas: ¿qué dice esta música sobre el poder? ¿Sobre el amor? ¿Sobre la imposibilidad del lenguaje? ¿Sobre lo que queda cuando el amor no vence?
Así, este texto recorrerá la partitura como quien atraviesa un laberinto emocional, dejando que la música conduzca el pensamiento. La mirada será hermenéutica, porque busca comprender los símbolos que emergen desde las notas; y filosófica, porque no le basta con describir: quiere desentrañar, aunque no resuelva. No se trata de encerrar el sentido, sino de abrirlo como se abre una herida que aún arde.
Al final del camino no nos preguntaremos solo por el destino de Romeo y Julieta, sino por el nuestro: por nuestra manera de amar, de perdernos, de recordar. Porque en la tragedia de estos jóvenes, escrita primero con tinta y luego con sonido, habla algo que sigue siendo profundamente humano.
I. El peso de la ciudad – La danza de los caballeros
Desde los primeros compases de la pieza más reconocida del ballet —la célebre "Danza de los caballeros"—, no se escucha la ciudad, se siente su peso. Los metales y las cuerdas graves no son simples sonidos: son muros, jerarquías, estructuras. La música camina con paso firme, implacable, como si no perteneciera a los hombres sino a algo más profundo: una fuerza ancestral, ciega y ordenadora, que no distingue entre justicia y poder. Es la Verona de Shakespeare transfigurada en sonido: no un lugar, sino un estado de ánimo, una arquitectura emocional hecha de orgullo, enemistad y fatalidad.
Prokófiev no retrata a los Capuleto y los Montesco como familias individuales, sino como símbolos enfrentados de una sociedad donde el odio ha sido institucionalizado. La música no se alza para glorificar la nobleza, sino para desnudar su vacío. Cada nota de esta danza tiene algo de amenaza y de ritual. No hay ternura, no hay duda. Solo un ritmo que se impone como una ley no escrita. En esta danza, los cuerpos no bailan por placer, sino por mandato: como engranajes de una máquina ancestral que exige repetirse. El poder se vuelve danza, pero es una danza de piedra.
Desde una perspectiva hermenéutica, este movimiento musical representa el conflicto fundacional de la tragedia: el mundo no está dividido entre el bien y el mal, sino entre estructuras que no se escuchan entre sí. La música no nos cuenta lo que ha pasado, sino lo que se ha vuelto inevitable. No es el retrato de un conflicto: es el conflicto mismo, desplegado ante nosotros en su lenguaje original, que no es la palabra sino el gesto, el choque, la tensión constante entre dos polos opuestos que se alimentan del odio mutuo.
Filosóficamente, aquí la música actúa como símbolo del destino colectivo. Hay algo en ella que sugiere que la tragedia de Romeo y Julieta ya estaba escrita antes de que nacieran. No porque un dios cruel lo haya decidido, sino porque la estructura del mundo al que pertenecen no permite otra salida. En ese sentido, la danza de los caballeros no es solo una coreografía de poder: es una profecía sin palabras, donde el tiempo está detenido en un ciclo de violencia.
Escuchar esta pieza es sentir cómo el amor aún no ha aparecido, pero ya ha sido condenado. Es entender que cualquier gesto de ternura deberá alzarse contra una muralla sonora que no deja espacio a lo frágil. Prokófiev, en lugar de suavizar el ambiente, lo magnifica: nos obliga a percibir cuán opresivo es el mundo en el que los amantes intentarán florecer.
Y, sin embargo, incluso aquí, bajo el dominio del bronce y la percusión, hay un momento en que la música se detiene, se abre, como si un rayo de humanidad asomara. Es breve, casi imperceptible, pero basta para anticipar que, aun en el corazón del poder, puede surgir algo inesperado. Ese instante no contradice la violencia de la danza: la resalta. Porque lo verdaderamente trágico no es solo que el mundo sea hostil, sino que en medio de su dureza, lo bello aún intente nacer.
II. La fragilidad del instante – El primer encuentro
En un mundo gobernado por la dureza, hay instantes que no deberían ocurrir. Son excepciones a la regla, grietas en el muro, momentos donde algo distinto —casi milagroso— logra brotar. El encuentro entre Romeo y Julieta es uno de esos momentos. No ocurre en un vacío, sino en el mismo corazón de la ciudad enemiga, durante un baile que representa todo lo que los separa: el linaje, la violencia, el nombre. Y sin embargo, en ese espacio marcado por la hostilidad, la música de Prokófiev se transforma. Lo que antes era peso, ahora se convierte en leve suspensión, como si el tiempo mismo dudara de seguir su curso habitual.
La partitura cambia de tono: se suaviza, se desliza, respira. Los metales ceden lugar a las cuerdas, las percusiones se atenúan. El ritmo ya no impone, sugiere. Es como si de pronto apareciera el recuerdo de algo olvidado: la ternura, la posibilidad de un contacto sin guerra. Lo que Prokófiev logra aquí no es describir el amor como sentimiento, sino encarnarlo como lenguaje. No hay palabras, pero hay un entendimiento. No hay diálogo, pero sí una melodía compartida. La música dice: aquí ocurre algo que no cabe en este mundo.
Desde una mirada hermenéutica, este instante representa un símbolo radical: el amor como revelación. No es una elección consciente ni una consecuencia de lo previo, sino un fenómeno que irrumpe, que desestabiliza todo lo anterior. Romeo y Julieta no se enamoran porque se buscan, sino porque algo más fuerte que ellos los encuentra. La música de Prokófiev da cuerpo a ese hallazgo con una delicadeza que contrasta con la brutalidad anterior. Aquí no hay conflicto, hay sorpresa. La mirada de uno sobre el otro no se posa con deseo, sino con asombro. Como quien ha estado ciego y de pronto ve.
Filosóficamente, este momento plantea una pregunta esencial: ¿qué es lo que realmente tiene valor en un mundo que lo ha olvidado? Lo que Prokófiev insinúa es que lo verdadero no grita, no domina, no impone: suscita silencio, pausa, escucha. En un entorno estructurado por el odio, la aparición del amor es un acto subversivo. No busca el enfrentamiento directo, pero lo amenaza en su base. Porque donde hay amor, la lógica de la enemistad pierde sentido. El primer encuentro es entonces un punto de quiebre: la partitura ya no podrá volver a ser la misma, ni los personajes tampoco.
Pero esta escena no es solo luz. También hay en ella una fragilidad insoportable. La música, aunque hermosa, no se instala: aparece, se eleva, y luego se esfuma. No es una certeza, sino una promesa. Hay algo profundamente humano en esta transitoriedad: todo lo que amamos está hecho de tiempo, y por tanto, de pérdida. Prokófiev no lo oculta. Al contrario, lo subraya con esa melancolía que late incluso en los momentos más líricos. Como si la música ya supiera lo que va a pasar. Como si el amor estuviera condenado no por ser imposible, sino por ser demasiado real en un mundo que no lo soporta.
Aquí, el instante no es resistencia: es belleza que se atreve a existir, aunque sea por un segundo. Y eso basta. Porque aunque el destino de los amantes sea trágico, este momento inaugural no lo borra nada. El primer encuentro no cambia el mundo, pero lo revela: muestra lo que el mundo podría ser si se dejara tocar por lo sagrado de lo humano. Y en ese sentido, esta escena no es menor: es el núcleo delicado de toda la tragedia, el instante que justifica incluso su final.
III. El tiempo suspendido – El balcón, la esperanza
Hay momentos en la vida en los que el tiempo no desaparece, pero deja de avanzar como siempre. Se convierte en una especie de espacio líquido, donde las horas no pesan, y lo que ocurre parece no obedecer a ninguna ley salvo la del deseo. El encuentro en el balcón entre Romeo y Julieta es uno de esos momentos. No hay testigos. No hay ruido de ciudad. No hay padre, ni nombre, ni guerra. Solo dos voces, dos cuerpos, dos almas suspendidas entre la noche y el amanecer. Y Prokófiev, al musicalizar esta escena, no busca dramatizar el amor. Lo protege. Lo rodea de un silencio lleno de significados.
La música se torna íntima, como si en lugar de sonar hacia afuera, lo hiciera hacia dentro. Las cuerdas suaves y los vientos apenas marcados no proyectan un espectáculo: susurran. Es una música que no declara, sino confiesa. El ritmo ya no marcha, flota. No hay grandilocuencia, sino recogimiento. Aquí, el amor no necesita imponerse porque se basta a sí mismo. Lo que se dice —aunque no haya palabras— es lo que no puede decirse en ninguna otra parte. Es un momento de desnudez compartida, donde por primera vez no hay máscaras, ni nombres, ni papeles sociales. Solo el “tú” y el “yo”, en el espacio sagrado del nosotros.
Desde un enfoque hermenéutico, esta escena se convierte en una epifanía del amor verdadero, entendido no como pasión transitoria, sino como revelación existencial. El balcón es más que un espacio físico: es un umbral. No se está del todo adentro ni del todo afuera. No es la noche completa ni el día aún. Es una franja de ambigüedad luminosa, como lo es también el amor en este punto: algo que existe sin haber sido aún puesto a prueba, algo que se pronuncia pero aún no se ha enfrentado al mundo. La música de Prokófiev no da respuestas: escucha la pregunta que se hacen los cuerpos cuando se sienten por primera vez fuera del miedo.
Filosóficamente, este instante nos obliga a pensar el amor como un acto de esperanza. No es ingenuidad. Es audacia. Amar aquí no es solo sentir: es elegir, contra toda evidencia, que el otro importa más que la historia a la que pertenecemos. Romeo y Julieta, al encontrarse en el balcón, no desafían aún al sistema con armas o fugas. Lo hacen con palabras suaves, con gestos vulnerables, con esa forma de entrega que no grita, pero resiste. Y Prokófiev los acompaña sin interferir. Su música no guía, acompaña. No cubre, revela. Es un acompañamiento amoroso a la revelación de la juventud que aún cree en el milagro de decir “te amo” sin ironía.
Pero hay también algo inquietante en esta belleza. Porque si el amor necesita de esta suspensión del tiempo para ser dicho, entonces ¿qué pasará cuando el tiempo regrese? ¿Qué será del “nosotros” cuando vuelvan el padre, el apellido, la ciudad? La música, aunque luminosa, no promete eternidad. Solo da lugar al momento. Y en eso radica también su dolor: la belleza es frágil, y lo sabe. Este amor necesita hablar bajo la luna porque el sol, cuando llegue, lo pondrá a prueba. Y aun así, se dice. No por ilusión, sino por una forma de coraje profundamente humana: la de amar aun sabiendo que puede no durar.
El balcón es, entonces, un lugar sin tiempo. Pero también, y por eso mismo, el centro desde el que todo lo que sigue se vuelve inevitable. El amor ha sido pronunciado, y como todo lo que se nombra en voz alta, ya no puede ser negado. La música lo entiende: lo envuelve, lo guarda, lo deja flotar. Porque si el mundo no es aún lugar para ese amor, al menos por esta noche, la música sí lo es.
IV. La violencia y lo sagrado – El destino toma forma
El amor, por puro que sea, no basta para deshacer las estructuras del odio. Y lo sagrado, cuando irrumpe en un mundo desacralizado, provoca una reacción brutal. Así ocurre en Romeo y Julieta, y Prokófiev lo comprende con una precisión estremecedora: lo que era ligereza se convierte ahora en peso, lo que flotaba cae. La música, que hasta ahora había insinuado el milagro de la ternura, se vuelve tensa, grave, inexorable. Ya no se trata de un conflicto personal, sino de algo que supera a los personajes: el destino —ese viejo y temido dios— ha comenzado a caminar.
Los timbales retumban como si se anunciara un juicio. Las cuerdas agudas, antes delicadas, se tensan como si estuvieran a punto de romperse. Y los metales, con su estruendo solemne, dan forma a lo que no se puede evitar: la violencia que surge no del azar, sino del orden mismo de las cosas. La tragedia no ocurre porque alguien falla, sino porque todo el sistema está diseñado para impedir lo que acaba de brotar. El amor de Romeo y Julieta, en su pureza, ha revelado la corrupción de la ciudad. Y la ciudad, al verse desenmascarada, responde con sangre.
Desde una mirada hermenéutica, este momento representa la colisión entre dos lenguajes incompatibles: el del poder y el del amor, el de la ley del linaje y el de la promesa del encuentro. La música de Prokófiev es implacable: ya no hay vacilación, ya no hay refugios. Todo lo que era posible en la noche ha sido arrojado al día, donde los ojos vigilan, donde las palabras pesan, donde los gestos tienen consecuencias. Mercucio muere. Tebaldo muere. Y con ellos, muere también una parte del mundo. Lo sagrado ha sido profanado, y el precio será devastador.
Filosóficamente, esta es la sección donde se revela la tensión fundamental entre el deseo de lo humano y las estructuras que lo niegan. El amor, en tanto apertura hacia el otro, es una forma de trascendencia, una afirmación de sentido. Pero el mundo que habitan Romeo y Julieta está construido para reproducir la muerte: duelos, venganzas, honor, nombre, familia. Cada valor es una cadena, y toda libertad es vista como amenaza. Prokófiev lo sabe, y lo expresa sin ambigüedad. La música se vuelve ritual de destrucción, pero no sin dolor: su dramatismo no es espectáculo, es duelo. Llora lo que se pierde, incluso mientras lo representa.
En esta escena, la tragedia comienza a ser irreversible. No solo por los cuerpos que caen, sino por la certeza que se instala: el amor ya no puede sobrevivir en ese mundo. La esperanza del balcón ha sido herida de muerte. Y sin embargo, el gesto de amar sigue siendo sagrado. Porque incluso cuando se sabe imposible, no se retira. Romeo mata a Tebaldo no por odio, sino por desesperación, por impotencia, por no saber qué hacer con el dolor. Y Julieta, al enterarse, no deja de amar. Lo que Prokófiev nos muestra no es la caída del amor, sino su permanencia en medio del derrumbe. Como un fuego que, aunque pequeño, se niega a extinguirse.
Este momento es el centro de gravedad de toda la obra. Todo gira en torno a él. Lo anterior se prepara para este punto. Lo que sigue será su consecuencia. Y la música lo hace sentir sin decirlo: el destino ha tomado forma, pero no como un dios que castiga, sino como un orden ciego que no tolera la belleza. La tragedia no es castigo: es el resultado de un mundo que ha perdido la capacidad de acoger lo humano. Y frente a eso, el amor sigue ardiendo, silencioso, herido, pero fiel a sí mismo.
V. El descenso – Exilio, desesperación y pérdida
Después del estallido, viene el silencio pesado. No es calma, sino vacío. Como si tras la violencia algo hubiera sido arrancado del mundo, y ahora todo lo que queda es una ausencia que suena más fuerte que cualquier grito. Romeo está desterrado. Julieta, prisionera de su sangre. El amor ya no tiene un lugar donde habitar. Y la música, que antes florecía, ahora se arrastra. Prokófiev traduce el dolor no como explosión, sino como eco prolongado. Lo que sentimos no es furia, sino desorientación, tristeza muda, un frío que avanza sin cesar.
El exilio de Romeo no es solo geográfico: es ontológico. Está fuera del mundo que lo contenía, fuera de sí mismo. Ha perdido a su amigo, a su honra, y ahora también al rostro de Julieta. Su cuerpo se mueve, pero su alma se ha quedado atrás. La música lo dice con frases quebradas, con armonías suspendidas, con silencios más densos que las notas. No hay clímax, solo hundimiento. Y en Julieta, el descenso es aún más cruel, porque su prisión está adornada de deberes, palabras dulces que ocultan amenazas, consejos que traicionan. Su cuarto es una celda. Su cama, un altar para el sacrificio.
Desde una mirada hermenéutica, esta sección refleja la pérdida del horizonte simbólico. Nada tiene ya un sentido claro. Los nombres, los lugares, las promesas se han vuelto trampas. Lo que antes significaba refugio —el hogar, el apellido, la familia— ahora es jaula. La música, al volverse introspectiva, nos sumerge en esa sensación de desarraigo. Ya no hay melodías completas, sino fragmentos que se repiten sin resolución. El amor, aunque vivo, no encuentra un lenguaje que lo sostenga. Y así, los amantes no solo sufren por lo que les han quitado, sino por no saber cómo seguir siendo lo que eran.
Filosóficamente, este descenso expresa la fragilidad de la identidad cuando se rompe el vínculo con el otro. Romeo y Julieta, separados, comienzan a disolverse. Porque el amor no era solo un deseo: era una forma de comprenderse, una forma de estar en el mundo. Sin el otro, la propia imagen se desdibuja. Esta es la tragedia lenta que Prokófiev captura: no solo la imposibilidad del reencuentro, sino la lenta desaparición del sentido. Cada nota arrastrada, cada pausa incómoda, cada disonancia habla de una interioridad que se descompone, que ya no sabe a dónde ir.
Y sin embargo, aun en esta oscuridad, hay una llama que no se apaga. La decisión de Julieta de tomar una pócima, de fingir la muerte para reencontrarse, no es un acto de desesperación ciega: es un acto de fidelidad. Es la forma extrema de afirmar que el amor vale más que la vida domesticada. Y Prokófiev lo sabe. La música no se entrega al todo es perdido, sino que insinúa —con timidez, con dolor— que aún queda una esperanza, aunque sea frágil, aunque cueste todo. En medio del exilio y la pérdida, el amor aún busca su forma de ser dicho.
En esta parte, el descenso no es solo una caída: es una peregrinación por el sufrimiento humano, una bajada al mundo donde las pasiones no encuentran cuerpo y los cuerpos no encuentran consuelo. Pero como en toda tragedia auténtica, la música no nos abandona al abismo: nos lleva a habitarlo, a comprenderlo, a acompañar a los que caen sin soltarlos. Y eso, en el fondo, es un gesto de resistencia. Porque incluso en la desesperación, la belleza sigue pronunciando el nombre del amor.
VI. El final como revelación – Muerte, redención y sentido
En las tragedias verdaderas, la muerte no es un cierre: es una verdad que se encarna. En Romeo y Julieta, la música de Prokófiev no presenta la muerte como un colapso, sino como una transfiguración. El final no es solo el fin de dos vidas, sino la manifestación brutal de lo que el mundo ha perdido. Los cuerpos caen, pero lo que realmente muere es la posibilidad de redención del mundo que los rechazó. Y la música, entonces, no se limita a llorarlos. Los eleva. Los vuelve símbolo. Los hace eternos.
Desde las primeras notas de este tramo final, se percibe un tono distinto. Ya no hay tensión, sino una calma que no es paz, sino certeza. Es la calma que sigue al sacrificio. La cuerda que ya no se tensa porque ha sido rota. Romeo entra al sepulcro, y la música no lo acompaña con dramatismo, sino con una dignidad fúnebre, como si reconociera que no hay mayor nobleza que morir por fidelidad. No hay rabia en sus gestos. Hay decisión. Y en Julieta, el mismo gesto: no es una víctima, es una sacerdotisa. La muerte no las somete: las consagra.
La muerte de los amantes no destruye el amor, sino que lo afirma hasta el extremo. Desde una lectura hermenéutica, se revela aquí la inversión simbólica definitiva: la muerte, que era castigo, se vuelve acto de sentido. Y el mundo que los expulsa, al ver los cuerpos juntos, finalmente comprende. Pero es tarde. Los Capuleto y los Montesco entienden lo que han hecho solo cuando ya no puede deshacerse. Y eso es precisamente lo que Prokófiev hace audible: no solo el dolor por la pérdida, sino la culpabilidad que nace cuando ya no hay remedio. La música se pliega, se arrodilla, no ante el destino, sino ante la verdad que se ha revelado en medio de la sangre.
Filosóficamente, estamos ante una redención paradójica. Porque aunque los amantes mueren, lo que ellos encarnaron —la promesa del amor como acto libre, como forma de comunión— no muere. Su sacrificio transforma el mundo. Y Prokófiev no lo dice con himnos triunfales, sino con una tristeza que purifica. La música llora, pero en su llanto hay una belleza que redime. Es el reconocimiento de lo que fue, y de lo que pudo ser. Es la conciencia de que algo sagrado ha tocado la tierra, aunque solo por un instante. Y que ese instante basta para cambiarlo todo.
No hay moraleja en este final. Solo revelación. La música no dicta lecciones, no juzga. Solo muestra. Deja que el silencio posterior diga lo que ninguna nota puede decir. Porque después del sacrificio, ya no se puede seguir como antes. Y en ese sentido, la tragedia no es derrota, sino revelación. No hubo un final feliz. Hubo un final verdadero. Y eso, en este mundo de máscaras y palabras vacías, vale más que la felicidad.
El amor de Romeo y Julieta no sobrevivió al mundo, pero sobrevivió en el mundo. Porque ahora sabemos qué era, cuánto costaba, qué había que destruir para que existiera. Prokófiev no lo narra: lo hace sentir. En su música, la muerte es una puerta. Y detrás de esa puerta, el amor permanece, incorruptible, como una llama silenciosa que nos sigue recordando —más allá del tiempo, más allá de toda desesperanza— que alguna vez fuimos capaces de amar así.
Escuchar Romeo and Juliet, Op. 64 de Serguéi Prokófiev es, más que asistir a una historia, atravesar una experiencia existencial profunda. Cada acto, cada danza, cada silencio, nos habla no solo del destino de dos jóvenes enamorados, sino del drama eterno de lo humano: amar en un mundo que no siempre lo permite. La música de Prokófiev no acompaña simplemente una narración, sino que la encarna, la revela, la vuelve universal. Así, lo que en Shakespeare era palabra, aquí se vuelve vibración, peso, carne sonora.
Este ensayo ha seguido ese trayecto, no desde la técnica ni el análisis formal, sino desde una escucha que se deja afectar, que busca sentido en los pliegues del sonido. Lo que emerge es una verdad trágica: el amor, cuando es auténtico, pone en jaque todo lo demás. El orden social, las normas, los nombres, las fronteras. Y por eso, muchas veces, es condenado. Pero justo en ese sacrificio se vuelve sagrado. Porque nos recuerda lo que somos capaces de sentir, y también lo que el mundo teme perder cuando ese amor se afirma.
Dance of the Knights nos mostró el peso del poder, la frialdad de la costumbre. El encuentro amoroso nos abrió a lo inefable. La tensión, la violencia, el descenso y la muerte nos llevaron por los caminos de la pérdida, del duelo, del abismo. Pero al final, lo que permanece no es la muerte, sino la luz que arde incluso cuando todo se apaga. Prokófiev no nos ofrece consuelo fácil, pero sí una forma de trascendencia: comprender que el amor, cuando es verdadero, no necesita sobrevivir para vencer.
Este viaje musical, hermenéutico y filosófico no busca respuestas definitivas, sino una resonancia duradera. Porque mientras la música siga tocándose —y escuchándose con el corazón abierto—, Romeo y Julieta no habrán muerto del todo. Y nosotros, los que escuchamos, quizás también recordemos, aunque sea por un instante, quiénes éramos cuando aún creíamos en el poder absoluto del amor.
Bibliografía
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Shakespeare, William. Romeo y Julieta. Traducción de Ángel-Luis Pujante. Editorial Cátedra.
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