Sabak’ Che (México) - Las ruinas que habitamos: Ciudad, arte y abandono
Las ciudades no solo se levantan: también se derrumban. Bajo la piel de concreto y vidrio que cubre el presente, laten esqueletos de otras épocas, de sueños rotos, de mundos que ya no son.


Mimeógrafo #147
Agosto 2025
Las ruinas que habitamos:
Ciudad, arte y abandono
Sabak’ Che
(México)
Cita
El murmullo de las ruinas
Las ciudades no solo se levantan: también se derrumban. Bajo la piel de concreto y vidrio que cubre el presente, laten esqueletos de otras épocas, de sueños rotos, de mundos que ya no son. Las ruinas urbanas —ese teatro de lo que alguna vez fue— no son solo escombros ni residuos de la historia; son relatos vivos, heridas abiertas, susurros que el progreso intenta silenciar.
Caminar por una ciudad es también caminar por sus olvidos. Entre muros derruidos, lotes baldíos, pasillos carcomidos por la humedad y estaciones clausuradas, emerge una belleza extraña: una estética del abandono que no busca agradar, sino resistir. Y es ahí, en medio de lo roto, donde el arte encuentra un lenguaje propio. Las ruinas no son mudas; son lienzos que gritan.
Este ensayo se adentra en esas grietas que la modernidad no puede sellar. Busca escuchar lo que dicen las paredes pintadas, los edificios que ya no albergan más que el polvo, los espacios tomados por artistas, colectivos o solitarios grafiteros que entienden que crear sobre una ruina es, en el fondo, una forma de no rendirse. De reapropiarse del paisaje y devolverle sentido a lo olvidado.
Porque en las ruinas no solo habita el pasado: también se gesta una posibilidad. Una poética. Una política. Una forma de mirar la ciudad con los ojos abiertos, incluso cuando todo parece derrumbarse.
Las grietas son también aperturas. Por ahí se cuela la mirada del artista, del habitante sensible, del transeúnte que no quiere pasar de largo.
Cartografía del abandono: Las grietas de la ciudad
No toda ciudad se define por sus avenidas luminosas ni por sus edificios nuevos. También se dibuja —y quizás más profundamente— por sus huecos, por sus zonas muertas, por los silencios entre tanto ruido. El abandono es una forma de geografía no oficial: una red invisible de lugares que la urbanización olvida, margina o considera prescindibles. Son territorios de nadie y, a la vez, de todos.
Podemos leer la ciudad como una cartografía emocional: hay calles que duelen, muros que lloran, fachadas que imploran ser vistas. Cada baldío es la historia de un derrumbe; cada estructura corroída es un testimonio de la precariedad urbana y social. La gentrificación, la migración forzada, los fracasos de políticas públicas o los desastres naturales dejan su marca en el concreto. Pero lo que queda no es solo ruina: es posibilidad de reapropiación simbólica.
Las grietas son también aperturas. Por ahí se cuela la mirada del artista, del habitante sensible, del transeúnte que no quiere pasar de largo. El abandono, en ese sentido, no es solo una tragedia: es un síntoma. Una señal de que algo no está cerrado. De que la ciudad, como cuerpo vivo, también enferma, también cicatriza mal, también supura.
Habitar estas grietas —no para explotarlas sino para escucharlas— es un acto de sensibilidad política y poética. Frente al modelo de ciudad-mercancía que borra todo lo que no produce rentabilidad, estas ruinas se alzan como espacios de resistencia muda, de memoria, de insurrección silenciosa.


El arte como huella: Pintar sobre la herida
Donde la ciudad deja una herida, el arte deja una huella. En las paredes desmoronadas, en los túneles húmedos, en los pilares sin techo, la mano del artista —solitario o colectivo— actúa como un sismógrafo del abandono. No para cubrirlo, sino para hablar desde él. Para decir lo que ya no dicen las instituciones, lo que callan los anuncios, lo que ocultan las remodelaciones que limpian la ciudad a fuerza de olvido.
El grafiti, el esténcil, los murales efímeros, las instalaciones hechas con materiales de desecho: todo gesto artístico en una ruina es también un acto de reapropiación simbólica. Se pinta no sobre un muro virgen, sino sobre una fractura. Se interviene una historia truncada, y con ello se le da continuidad desde el arte. Hay una carga poética y política que desafía el sentido utilitario del espacio.
Cada imagen pintada en una ruina es un testamento: de que alguien estuvo ahí, de que alguien vio lo que otros no quieren ver. El arte urbano, lejos de embellecer la decadencia, la convierte en testigo. Las ruinas, entonces, dejan de ser un silencio y se transforman en lenguaje. En memoria viva. En protesta. En oración. En grito.
La ciudad, entendida como territorio en disputa, se vuelve también una galería al aire libre. Pero no una galería institucional: sino una hecha de cicatrices. En ella no se paga entrada. No hay curadores. Solo hay sobrevivientes que toman el aerosol, el pincel, el carbón o el cuerpo y lo convierten en mensaje.
Un espacio en desuso no es un lugar muerto, sino un campo fértil para la imaginación social.
Espacios tomados, espacios hablados
Hay lugares que no se alquilan ni se venden: se toman. No por imposición, sino por necesidad y deseo. Las ruinas urbanas —esos esqueletos de edificios, fábricas, cines o escuelas abandonadas— a veces se transforman en trincheras culturales. Lo que la ciudad descartó, otros lo habitan con arte, palabra y cuerpo. Es entonces cuando el abandono deja de ser vacío y se vuelve presencia.
Los colectivos artísticos, los grupos comunitarios, los activistas barriales entienden que un espacio en desuso no es un lugar muerto, sino un campo fértil para la imaginación social. Tomar un espacio no es solo ocuparlo físicamente, sino hacer que hable. A través de la danza, del teatro, de los talleres, de las proyecciones clandestinas o los festivales independientes, se le devuelve a la ruina una voz que la ciudad había dejado de escuchar.
Muchas veces estas ocupaciones no tienen permisos ni reconocimientos institucionales. Y es precisamente en esa marginalidad donde se potencia su libertad. Son actos poéticos, pero también profundamente políticos: desafían la idea de que el arte debe encerrarse en museos o galerías, y que la cultura debe responder a criterios de rentabilidad.
Habitar lo abandonado no es solo un gesto de reciclaje simbólico; es una declaración de principios. Decir: “Aquí también se puede vivir. Aquí también se puede crear. Aquí también late algo.” Las ruinas tomadas por el arte se convierten en territorios autónomos, donde las reglas se reinventan y el tiempo se desacelera. Son espacios hablados, es decir, espacios con alma.


Arquitectura fantasma: Lo que permanece sin ser visto
No toda arquitectura está hecha para ser habitada. Hay estructuras que, aunque vacías, siguen formando parte del alma de la ciudad. Son edificios fantasma: torres sin ventanas, casonas hundidas entre maleza, estaciones que ya no reciben trenes. Persisten como testigos mudos de otro tiempo, como cicatrices que la ciudad no termina de borrar. No desaparecen del todo, pero tampoco están del todo presentes. Son umbrales entre lo que fue y lo que podría haber sido.
Estas arquitecturas no funcionales se convierten en símbolos. Hablan de lo que se cayó —económicamente, políticamente, espiritualmente— y de lo que la modernidad prefiere ignorar. Cada grieta en sus muros es una línea del tiempo. Cada rincón oscuro guarda ecos de historias suspendidas. En ellas no hay habitantes, pero sí memorias. En su abandono resuena la pregunta de lo que la ciudad decide dejar atrás.
El artista, el poeta, el observador sensible, no ve solo ruina: ve posibilidad. Ve relato. Las estructuras abandonadas invitan a mirar distinto. A detenerse. A imaginar. En algunos casos, la arquitectura fantasma se convierte en soporte para el arte: pantallas de cine improvisadas, escenarios para performance, lienzos para intervenciones. En otros, simplemente se deja estar, y eso también es un acto estético: permitir que lo ruinoso respire, que el polvo cuente su historia.
Lo invisible no siempre está ausente. A veces se encuentra justo ahí, frente a nosotros, bajo una capa de indiferencia o rutina. La arquitectura fantasma es una forma de resistencia: no cede, no se adapta, no se vende. Se mantiene. Y en su persistencia, nos recuerda que no todo en la ciudad está al servicio de la utilidad. Hay espacios que solo existen para recordarnos que lo que se cae, también puede sostener.
Las ruinas tomadas por el arte interrumpen la lógica de la propiedad y del consumo. Devuelven a la comunidad aquello que le fue negado.
De lo olvidado a lo posible: Estética, política y memoria
Toda ruina guarda una promesa. Aunque nacen del abandono, las estructuras quebradas, los muros vencidos y los espacios derruidos también abren caminos hacia lo posible. Donde la ciudad ve un estorbo, el arte ve una semilla. En esa tensión entre olvido y creación se juega una batalla silenciosa: ¿quién tiene derecho a imaginar futuros en los márgenes?
La intervención artística en espacios olvidados no es un simple acto decorativo ni una forma de “rescatar” la ruina para volverla rentable. Es una operación ética y estética que cuestiona los modos en que entendemos la memoria. Pintar sobre una pared desmoronada no es cubrirla: es leerla, rescribirla, dotarla de sentido. Es un gesto que dice: esto no ha muerto, esto aún habla.
Además, en esa reapropiación simbólica hay una dimensión política potente. Las ruinas tomadas por el arte interrumpen la lógica de la propiedad y del consumo. Devuelven a la comunidad aquello que le fue negado. Y al hacerlo, no solo transforman el espacio físico: transforman las subjetividades, las formas de vivir el barrio, de caminar la ciudad, de estar juntos.
La memoria no se guarda en vitrinas. Se vive, se pisa, se roza. Y cuando el arte irrumpe en lugares donde la ciudad ya no mira, lo que está haciendo es sostener un hilo de continuidad con todo aquello que podría haber sido sepultado. Porque toda ruina puede ser también una pregunta. Y todo gesto artístico sobre ella, una respuesta.


Habitar la ruina es no renunciar a la ciudad
La ruina no es el final de algo, sino su transformación. En cada edificio abandonado, en cada muro agrietado o lote vacío, la ciudad nos entrega un espejo incómodo, un reflejo de sus fracturas, de sus ausencias, pero también de sus resistencias. Y cuando el arte decide habitar esos espacios, no lo hace por nostalgia ni por romanticismo decadente, sino por urgencia. Por deseo de significar allí donde todo parecía haber perdido sentido.
Habitar la ruina es negarse a aceptar el olvido. Es decir que la ciudad también es nuestra cuando está rota, cuando no brilla, cuando se desborda de historias que no caben en los planes de desarrollo urbano. Es convertir el abandono en territorio fértil. Es apostar por la belleza que no se compra, por la memoria que no se exhibe, por la voz que no busca aplausos sino escucha.
En tiempos en los que todo se quiere limpiar, rentabilizar, ordenar, el arte en las ruinas se vuelve acto de rebeldía y de ternura. Un modo de cuidar lo que quedó atrás. De sostener con imágenes, palabras o gestos lo que otros llaman desecho. Porque, al final, lo que se habita con sentido nunca está del todo perdido.
Y así, entre cascotes y polvo, la ciudad respira otra vez.
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