Sabak' Ché (México) -De ánimas a ausencias
“Los muertos no están muertos, sólo andan distraídos.” — Elena Garro, en Los recuerdos del porvenir (1963)

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# 150 | Noviembre 2025

De ánimas a ausencias
metamorfosis de la muerte en la literatura mexicana
Sabak' Ché
(México)
“Los muertos no están muertos, sólo andan distraídos.”
— Elena Garro, en Los recuerdos del porvenir (1963)
La muerte como espejo de una nación
Desde tiempos prehispánicos, México ha tejido su relación con la muerte con una mezcla de reverencia, cercanía y desdén juguetón. La muerte no ha sido, en la tradición mexicana, un punto final, sino un tránsito, un estado liminal entre el recuerdo y la permanencia. Esa convivencia —tan singular frente a las concepciones occidentales del fin— se convirtió en una de las constantes más fértiles de la literatura mexicana: un lenguaje donde los muertos no desaparecen, sino que participan en la conversación del país.
El imaginario de la muerte en México no surge únicamente del Día de Muertos ni de las calaveras que decoran los altares. Tiene raíces en los cantos nahuas, en los poemas de Nezahualcóyotl que comprendían la vida como una flor que se marchita, pero cuya belleza justifica su breve existencia:
“¿Acaso de veras se vive en la tierra? / No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí.”
— Nezahualcóyotl, Cantares mexicanos (siglo XV)
Esa conciencia de lo efímero —y de la belleza que reside precisamente en la transitoriedad— se mantuvo viva incluso después de la Conquista, transformándose con el catolicismo, el sincretismo y las revoluciones simbólicas del país. Cuando la literatura moderna mexicana empezó a definirse en el siglo XX, la muerte dejó de ser sólo un motivo poético para volverse una forma de pensar la identidad.
En ese tránsito, los autores comenzaron a preguntarse no tanto por la muerte en sí, sino por qué nos revela la forma en que la imaginamos. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1950), sostuvo que el mexicano no teme a la muerte porque convive con ella, la acaricia, la celebra, y en esa familiaridad encuentra una especie de redención. Para Paz, la muerte no es una abstracción filosófica sino una verdad social: es la máscara con la que el mexicano aprende a mirarse sin miedo.
Sin embargo, esa mirada se ha transformado con el tiempo. Lo que en Rulfo o Garro era un diálogo espiritual —una comunidad entre vivos y muertos— se ha ido desvaneciendo en la literatura contemporánea, que se acerca a la muerte desde la intimidad del duelo, la desaparición o el silencio. Antes, los muertos hablaban con nosotros; ahora, nosotros hablamos sobre ellos. La muerte sigue siendo espejo, pero uno roto, donde el reflejo se fragmenta en memoria, pérdida y archivo.
Esta metamorfosis revela tanto el cambio en la literatura como en el país mismo: una nación que ha pasado de la esperanza mítica a la conciencia crítica, del panteón colectivo al cuerpo individual, del rito al trauma. La literatura mexicana, en ese sentido, no sólo ha narrado la muerte: la ha acompañado en su evolución simbólica.
“En Rulfo, Garro, Paz y Castellanos, la muerte no es silencio: es la voz que sostiene al país cuando la historia calla.”
Ecos del panteón: la muerte en los autores clásicos
La literatura mexicana del siglo XX convirtió la muerte en una interlocutora. No fue solo tema, sino voz, geografía y destino. En los autores clásicos —Rulfo, Garro, Paz, Castellanos— la muerte no representaba la ausencia, sino la persistencia de lo humano. En sus páginas, los muertos seguían hablando porque aún tenían algo que decirle al país.
Juan Rulfo: la muerte como territorio habitado
En Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo inventó Comala, un pueblo donde los muertos murmuran. Su genialidad consistió en que esos murmullos no pertenecen al mundo de los vivos ni al del más allá, sino a un umbral. Los muertos rulfianos conservan su conciencia, sus culpas, su memoria. En ellos no hay paz, sino repetición eterna de lo no resuelto.
Comala es una alegoría del México posrevolucionario: un país que prometió renacer, pero quedó suspendido entre la esperanza y el desencanto. En palabras de Carlos Monsiváis, Rulfo “no narra la muerte: la organiza como sistema social” (Días de guardar, 1970). Su narrativa no se limita a la dimensión espiritual: convierte el panteón en una metáfora política y moral.
“—¿A qué viene usted por aquí?
—Vengo a ver a Pedro Páramo.
—Ah… como si usted también estuviera muerto.”
— Juan Rulfo, Pedro Páramo (1955)
En Rulfo, la muerte no interrumpe la vida: la continúa. La frontera entre ambos mundos se diluye hasta formar un mismo rumor colectivo.
Elena Garro: la muerte como tiempo encantado
Si Rulfo construye un cementerio, Garro construye un reloj suspendido. En Los recuerdos del porvenir (1963), la narradora —el propio pueblo de Ixtepec— habla desde una temporalidad donde pasado, presente y futuro coexisten. Ese desdoblamiento convierte a la muerte en una forma de recordar.
Garro otorga voz al tiempo y al territorio, de modo que la muerte se vuelve memoria viva. En su universo, lo fantástico no niega la historia, sino que la ilumina. La violencia política, las pasiones y los amores se perpetúan en un ciclo que impide el olvido. Por eso, los muertos no desaparecen: habitan la reminiscencia, el sueño, la palabra.
Como señala Patricia Rosas Lopátegui, “en Garro, los fantasmas son los guardianes de la verdad histórica” (Elena Garro y la escritura híbrida, 2011). La muerte no es castigo ni consuelo: es resistencia ante la amnesia.
Octavio Paz: la muerte como identidad
En El laberinto de la soledad (1950), Octavio Paz no narra, sino interpreta la muerte. Su ensayo más célebre se volvió una suerte de espejo nacional: una teoría poética y antropológica sobre la manera en que el mexicano enfrenta el fin.
Paz sostiene que el mexicano celebra la muerte porque la asume como parte natural de la existencia:
“El mexicano la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja; es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.”
— Octavio Paz, El laberinto de la soledad (1950)
Esa familiaridad es, para Paz, herencia de un pueblo que ha vivido entre catástrofes, pero que aprendió a transformar el miedo en ritual. La muerte es, entonces, una pedagogía: enseña a vivir sin ilusiones, con la conciencia de lo perecedero. En su visión, la muerte deja de ser tragedia para convertirse en estética, una manera de reconciliarse con la fugacidad.
Rosario Castellanos: la muerte como conciencia y resistencia
En la obra de Rosario Castellanos, la muerte adquiere un tono ético. En Balún Canán (1957) y en su poesía, la muerte aparece vinculada al dolor histórico de las mujeres y los pueblos indígenas. Castellanos no representa la muerte como misterio metafísico, sino como resultado de la desigualdad, el silencio y la exclusión.
Su escritura es un diálogo con los muertos anónimos: los invisibilizados de la historia. En el poema Meditación en el umbral, afirma:
“No, no he muerto todavía, pero estoy cansada / de ser testigo de mi propio entierro.”
— Rosario Castellanos, Poesía no eres tú (1972)
En Castellanos, la muerte es símbolo de opresión, pero también de lucidez: es la conciencia de que toda vida debe afirmarse contra la indiferencia.
La muerte como comunidad narrativa
En estos autores, la muerte no separa: integra. Rulfo escucha las voces del campo que no fue redimido; Garro mantiene encendida la lámpara del recuerdo; Paz convierte la muerte en emblema nacional; Castellanos la enfrenta como responsabilidad moral.
Juntos construyen una cartografía donde la muerte no destruye, sino ordena la memoria colectiva. En su tiempo, el mexicano no hablaba de la muerte como pérdida, sino como forma de continuidad: una ética de la permanencia.


Del mito al duelo: la relectura contemporánea de la muerte
Si en los autores clásicos la muerte era voz y territorio —una presencia con la que se convivía—, en la literatura mexicana contemporánea se vuelve ausencia y fractura. Los muertos ya no hablan: se buscan. Los relatos ya no convocan fantasmas, sino huellas. La muerte contemporánea se narra desde el duelo, la pérdida y la imposibilidad de comprender. Es, más que una certeza metafísica, una experiencia íntima y política del vacío.
Este cambio no significa un abandono de la tradición, sino una reescritura. Las generaciones recientes heredan el diálogo con la muerte, pero lo desplazan del ámbito colectivo al personal, del mito al trauma, de la comunión al archivo. En este tránsito, la literatura mexicana no pierde su relación con la muerte: la vuelve más silenciosa, más abstracta, pero también más profunda.
Cristina Rivera Garza: la muerte como archivo y resistencia
En la obra de Cristina Rivera Garza, la muerte se convierte en una forma de escritura. Su narrativa y su ensayo no buscan representar el más allá, sino darle lugar a los desaparecidos. En Nadie me verá llorar (1999), el fotógrafo Joaquín Buitrago retrata a los desheredados del Porfiriato; en El invencible verano de Liliana (2021), la autora reconstruye la vida de su hermana asesinada, usando cartas, fragmentos y documentos judiciales.
En ambos casos, el gesto literario es el mismo: la escritura como acto de duelo y de justicia. Rivera Garza entiende la literatura como un espacio de resistencia al olvido, una forma de devolver presencia a quienes fueron borrados por la historia o la violencia.
“El duelo es político cuando se escribe. Escribir es una manera de impedir que nos arrebaten a los muertos.”
— Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana (2021)
A diferencia de Rulfo, cuyos muertos hablaban, los muertos de Rivera Garza ya no tienen voz; por eso, ella escribe por ellos. La muerte contemporánea se vuelve archivo, documento, reconstrucción del vacío.
Julián Herbert: la desmitificación íntima de la muerte
En Canción de tumba (2011), Julián Herbert narra la agonía de su madre con una crudeza y ternura que desarman cualquier idealización. A través de una mezcla de crónica, ensayo y ficción, el autor se enfrenta a la muerte sin adornos simbólicos: la reduce a su realidad corporal, afectiva, inevitable.
Herbert desmantela el mito de la “muerte mexicana” alegre y colorida, mostrando en su lugar la vulnerabilidad del hijo ante el cuerpo enfermo de la madre. La muerte ya no es una fiesta, sino un proceso de acompañamiento y despojo.
“Nunca supe cómo despedirme. Sólo aprendí a quedarme viendo el hueco que dejaba.”
— Julián Herbert, Canción de tumba (2011)
Su texto revela el paso de una muerte colectiva a una muerte privada, donde la experiencia del fin ya no une a la comunidad, sino que confronta al individuo con su propio límite.
Verónica Gerber Bicecci: la estética de la ausencia
En la obra de Verónica Gerber Bicecci, la muerte se manifiesta a través de la desaparición del lenguaje. En Conjunto vacío (2015), la protagonista intenta representar su duelo con diagramas, líneas y espacios en blanco. La palabra ya no basta: necesita del silencio, del vacío visual, del trazo.
Gerber Bicecci propone una poética del hueco, donde la ausencia se convierte en estructura narrativa. Su escritura no busca llenar el vacío, sino habitarlo. Si los muertos de Rulfo hablaban desde la tierra, los de Gerber lo hacen desde la nada.
“El vacío no está en el mundo, sino en el intento de dibujarlo.”
— Verónica Gerber Bicecci, Conjunto vacío (2015)
En esta estética, la muerte se desplaza hacia el terreno conceptual: ya no es mito ni rito, sino experiencia del lenguaje que falla. La literatura contemporánea mexicana, en consecuencia, no representa la muerte; la traduce en silencio.
Del rumor al vacío
El recorrido entre los autores clásicos y los contemporáneos revela una transformación profunda: la muerte dejó de ser una interlocutora y se convirtió en una ausencia que pide ser escrita.
Mientras Rulfo daba voz a los muertos, Rivera Garza busca sus rastros; mientras Garro suspendía el tiempo, Gerber lo interrumpe; mientras Paz convertía la muerte en emblema nacional, Herbert la devuelve a la intimidad doméstica.
Esta metamorfosis refleja una evolución del imaginario mexicano: del mito al duelo, del rito al archivo, del cementerio colectivo al espacio interior. Lo que permanece es la necesidad de narrar: escribir sigue siendo la manera mexicana de hablar con la muerte, aunque ahora lo hagamos desde el eco y no desde el diálogo.
“En la literatura mexicana contemporánea, el altar se ha vuelto espejo: los vivos ya no ofrendan a los muertos, se buscan entre ellos.”
Entre la comunidad y el individuo: un tránsito simbólico
La forma en que la literatura mexicana ha narrado la muerte es también la forma en que ha narrado su propio país. En el paso de los autores clásicos a los contemporáneos, no sólo cambia la estética: cambia la posición del sujeto frente a la comunidad, y con ella, la comprensión del morir. Antes, la muerte era un acontecimiento compartido, una ceremonia pública. Ahora, es un proceso íntimo, privado, incluso silencioso. La evolución literaria de la muerte refleja la transformación social de México: del pueblo al individuo, de la voz coral al monólogo interior.
La muerte como vínculo colectivo
Durante gran parte del siglo XX, la muerte en la literatura mexicana funcionó como principio de cohesión comunitaria. En Pedro Páramo, los muertos no están solos: forman una colectividad que murmura, que se reconoce en su condena. En Los recuerdos del porvenir, el pueblo entero —vivos y muertos— comparte un mismo destino suspendido. Incluso en la reflexión de Octavio Paz, la relación del mexicano con la muerte es una relación de grupo, de identidad nacional: la muerte como elemento común, una pedagogía compartida.
Esa muerte colectiva sostenía una idea de comunidad basada en la memoria. Recordar a los muertos era reafirmar la pertenencia a un linaje simbólico. La literatura prolongaba esa tradición: escribir era un acto de comunión, una forma de mantener unido el tejido entre los vivos y los ausentes.
“La muerte es la fiesta del pueblo porque en ella todos son iguales.”
— Octavio Paz, El laberinto de la soledad (1950)
En esa frase late un sentido de horizontalidad: la muerte como democracia absoluta, como espacio donde se borran las jerarquías de la vida. La literatura replicaba ese gesto, convirtiéndose en altar, en canto colectivo.
El duelo como experiencia individual
Pero la modernidad y sus crisis desplazaron ese imaginario. En la literatura contemporánea, la muerte se experimenta en soledad. Los nuevos autores ya no buscan al muerto como parte del pueblo, sino como parte del yo. El duelo se convierte en una práctica íntima: cada quien se enfrenta a su pérdida sin mediaciones rituales ni certezas simbólicas.
Cristina Rivera Garza reconstruye la muerte de su hermana desde el archivo y la memoria personal; Julián Herbert asiste al deterioro de su madre; Verónica Gerber Bicecci convierte su ausencia familiar en un diagrama del vacío. En todos los casos, la comunidad ha desaparecido como mediadora del sentido. La muerte ya no une: fragmenta. Ya no funda una tradición: la pone en duda.
Esta mutación no es solo estética, sino política. La literatura del siglo XXI surge en un país marcado por la violencia, las desapariciones y el desamparo institucional. Ante ello, la representación de la muerte se vuelve un acto de resistencia íntima, una forma de sostener la memoria individual cuando la colectiva se desmorona. Escribir sobre la muerte hoy equivale a reclamar la posibilidad de narrar en medio del silencio social.
Del altar al espejo
El tránsito de la comunidad al individuo implica también una transformación simbólica: el altar —espacio de encuentro— se convierte en espejo, donde el escritor se ve reflejado en su propio duelo.
La literatura mexicana ha pasado del “nosotros” al “yo”, pero ese yo no es egoísta: es vulnerable, consciente de su aislamiento. Lo que antes se resolvía con rituales ahora se resuelve con escritura. La tumba se traslada de la tierra a la página.
“Cada escritor mexicano escribe su propio Día de Muertos: no con flores, sino con palabras.”
Esta frase podría resumir el nuevo pacto simbólico: la escritura reemplaza al ritual; la memoria individual reemplaza al mito colectivo. Sin embargo, en ese desplazamiento no se pierde el sentido original. La necesidad de recordar persiste; solo cambia su escenario.
La soledad del duelo moderno
La literatura mexicana ha pasado de ser un panteón comunal a ser un archivo personal. Lo que antes era voz compartida, hoy es eco interior. Pero en ambos casos, la escritura sigue cumpliendo la misma función: acompañar a los muertos, impedir su desaparición total.
El tránsito de la comunidad al individuo no representa una ruptura definitiva, sino una reconfiguración del vínculo. Los autores contemporáneos, aunque escriban desde la intimidad, continúan dialogando con una tradición de memoria, pero ya sin mediadores míticos. Si antes la muerte era un mito fundacional, hoy es una experiencia que exige ser comprendida en la fragilidad del yo.


La palabra como altar: escritura, memoria y resurrección
En la tradición mexicana, recordar equivale a mantener con vida. Cada altar de muertos, cada flor de cempasúchil o calavera escrita, encarna esa convicción: la memoria vence al olvido y, por tanto, derrota provisionalmente a la muerte. En la literatura, esa lógica se transforma en un gesto estético y espiritual: escribir se vuelve un acto de resurrección simbólica.
A lo largo del siglo XX y XXI, la palabra ha sustituido al rito como el espacio donde los muertos son convocados. Ya no se les llama con incienso y veladoras, sino con frases, archivos, metáforas. La escritura ocupa el lugar del altar: un territorio donde los ausentes vuelven a hablar, aunque sea en el lenguaje de la ficción o la evocación.
La literatura como ritual moderno
Juan Rulfo lo intuyó: narrar era abrir la tumba para escuchar lo que queda dentro. En Pedro Páramo, las voces se entrecruzan como letanías de un novenario, como si cada palabra fuera una oración colectiva. Elena Garro, por su parte, confirió a la memoria la estructura de un milagro narrativo: el tiempo que se detiene para permitir que los muertos participen de nuevo en la vida.
Los autores contemporáneos, aunque ya no convoquen espectros, replican el mismo gesto ritual, pero en un tono más íntimo. Cristina Rivera Garza reconstruye la vida de su hermana con fragmentos de cartas, documentos y recuerdos; su escritura es un altar hecho de papeles, una ofrenda para que la memoria no se apague. Julián Herbert, en Canción de tumba, escribe para que su madre —y, con ella, toda una generación— no muera dos veces: una por el cuerpo, otra por el olvido.
En todos estos casos, la literatura mexicana convierte la palabra en acto ritual, una acción que no busca consuelo sino presencia. Al escribir, los autores participan de un proceso similar al de quienes levantan altares el 2 de noviembre: intentan traer de vuelta, por un momento, a quienes ya no están.
“Escribo para que mis muertos sigan teniendo casa.”
— Cristina Rivera Garza, Dolerse. Textos desde un país herido (2011)
El lenguaje como resurrección simbólica
La escritura no revive cuerpos, pero revive sentidos. Cada vez que un lector entra en Comala o en Ixtepec, los muertos de Rulfo y Garro vuelven a hablar. Cada vez que alguien lee un poema de Castellanos o un fragmento de Rivera Garza, una memoria se actualiza. El texto es, en ese sentido, una forma de vida prolongada.
Octavio Paz afirmaba que “toda palabra es una reconciliación con la muerte” (El arco y la lira, 1956). En esa afirmación se resume la función esencial de la literatura mexicana: transformar la finitud en permanencia simbólica. El lenguaje, al nombrar lo que se ha perdido, crea un espacio donde el tiempo deja de avanzar, donde la muerte, aunque no se niega, se demora.
Los autores contemporáneos amplían esa conciencia: si antes la palabra era eco de los muertos, ahora es su sustituto. En tiempos de desapariciones y silencios forzados, escribir sobre la muerte equivale a resucitar el testimonio, a negarse a la desaparición completa del otro.
La escritura como ofrenda colectiva
Aunque cada autor viva la muerte desde su singularidad, la literatura mexicana mantiene un hilo común: su fe en la palabra como gesto colectivo. El lector, al leer, también ofrenda. Al recordar a los muertos de la literatura, recordamos a los nuestros. El libro se convierte, entonces, en una extensión del altar doméstico: ambos son espacios donde el pasado y el presente se encuentran.
Esta dimensión comunitaria, aunque transformada, sigue viva. En la época digital, donde la muerte circula en pantallas y archivos, la literatura conserva su poder ritual: su capacidad de detener el tiempo, de reunir voces dispares en una misma memoria compartida.
Así, cada narrador, cada poeta, cada lector, participa —consciente o no— de una ceremonia: la de devolver presencia a lo ausente. En México, escribir sobre la muerte no es sólo una tradición literaria; es una forma de sobrevivir espiritualmente a la pérdida.
El altar verbal
La palabra en la literatura mexicana es altar y epitafio. No adorna la muerte: la honra. No la disfraza: la entiende. Al escribir, los autores levantan altares de papel donde los muertos continúan respirando. Por eso, incluso cuando los nuevos escritores hablan desde el vacío, su escritura sigue siendo un acto de fe: la convicción de que la muerte puede ser contenida, al menos un instante, en la memoria del lenguaje.
“Mientras haya palabras en México, la muerte no se irá: seguirá cambiando de rostro, pero nunca de casa.”
La permanencia de la muerte en la imaginación mexicana
Hablar de la muerte en la literatura mexicana es hablar de su identidad más persistente. Desde los murmullos de Comala hasta las páginas silenciosas de Rivera Garza, la muerte ha acompañado a los escritores como una interlocutora fiel. A veces lo hace con voz y rostro; otras, con vacío y ausencia. Pero siempre está ahí, como una conciencia que da forma al país y a su palabra.
El tránsito que hemos recorrido —de los muertos hablantes a las muertes mudas— no es un abandono del mito, sino su transformación. México sigue escribiendo sobre la muerte porque sigue preguntándose por el sentido de su existencia. Si en Rulfo la muerte era una multitud que no podía descansar, en Herbert es un cuerpo que se apaga; si en Garro era una dimensión mágica donde el pasado persistía, en Gerber Bicecci es una ausencia que se dibuja con líneas vacías. Pero en ambos extremos, la pregunta es la misma: ¿cómo seguimos vivos en medio de tanto desaparecer?
La literatura mexicana ha encontrado, en la muerte, un modo de pensar el tiempo y la identidad. Octavio Paz lo dijo con lucidez: “la muerte mexicana no es la nada; es el otro lado de la vida” (El laberinto de la soledad, 1950). Esa frase podría leerse hoy con otra tonalidad: la muerte no es el otro lado, sino la otra forma de presencia. En los relatos, los poemas y las crónicas contemporáneas, los muertos no se oponen a los vivos: los acompañan en la tarea de recordar, de testimoniar, de resistir.
En este sentido, la literatura mexicana ha hecho de la muerte un espejo de su historia. Lo que en el siglo XX fue símbolo de comunidad, hoy es emblema de resistencia individual; lo que antes celebraba el ciclo natural de la vida, hoy confronta el silencio impuesto por la violencia y la desaparición. Sin embargo, el impulso sigue siendo el mismo: contar para no olvidar, escribir para seguir vivos.
La muerte, al final, no es el tema de la literatura mexicana, sino su condición. Cada generación la reinterpreta, la nombra de nuevo, le da cuerpo o la desdibuja, pero ninguna logra despojarse de ella. Como si la nación misma necesitara narrar su duelo perpetuo para sostener su identidad.
El escritor mexicano, desde Rulfo hasta nuestros días, no se limita a observar la muerte: la acompaña, la interroga, la convierte en palabra. En ese gesto, se consuma la más profunda de las continuidades: la certeza de que, mientras haya literatura, los muertos seguirán hablando, aunque sea en el silencio de la página.
Bibliografía
· Arreola, Juan José. Confabulario. Fondo de Cultura Económica, 1952.
· Garro, Elena. Los recuerdos del porvenir. Joaquín Mortiz, 1963.
· Gerber Bicecci, Verónica. Conjunto vacío. Almadía, 2015.
· Herbert, Julián. Canción de tumba. Random House, 2011.
· Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Fondo de Cultura Económica, 1950.
· Paz, Octavio. El arco y la lira. Fondo de Cultura Económica, 1956.
· Rivera Garza, Cristina. Dolerse. Textos desde un país herido. Surplus Ediciones, 2011.
· Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Fondo de Cultura Económica, 1955.
· Rulfo, Juan. El llano en llamas. Fondo de Cultura Económica, 1953.
· Segovia, Tomás. Antología poética. Fondo de Cultura Económica, 2003.
· Castellanos, Rosario. Poesía no eres tú. Joaquín Mortiz, 1972.
· Poniatowska, Elena. La noche de Tlatelolco. Era, 1971.

