Rosario Barros Peña (España) - La tristeza
“Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el ‘te quiero’ que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.”


La tristeza es un relato breve escrito por Rosario Barros Peña, autora española nacida en 1935. Con una prosa contenida y emocionalmente precisa, el cuento nos sitúa en el mundo íntimo de un niño que convive con el silencio y la fragilidad emocional de su madre. Barros Peña, también formada como psicóloga, logra retratar en pocas líneas el peso invisible de la tristeza en el entorno familiar. La obra destaca por su sensibilidad simbólica y su capacidad para mostrar el dolor desde la perspectiva infantil, sin caer en sentimentalismos, pero dejando una huella profunda.
Índice:
Cuento: Rosario Barros Peña (España) - La tristeza
Ensayo: El polvo que borra el amor: infancia, silencio y tristeza en el cuento de Rosario Barros Peña
Bibliografía
La tristeza
Rosario Barros Peña
(España)
(Cita)
El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.
El polvo que borra el amor:
infancia, silencio y tristeza en el cuento de Rosario Barros Peña
B. Itzamná
Abstract
Este ensayo analiza el cuento La tristeza de Rosario Barros Peña desde una perspectiva hermenéutica y psicológica, destacando la mirada infantil como conciencia narrativa que enfrenta el abandono emocional y la depresión materna. Se explora el simbolismo del polvo blanco como metáfora de la tristeza y el desgaste afectivo, así como la casa y sus objetos como espacios que reflejan la fragilidad del vínculo familiar. El acto de escribir “te quiero” en la mesa se interpreta como una resistencia silenciosa frente a la desaparición emocional y la invisibilidad. El texto concluye que el cuento, con su lenguaje sobrio y poético, revela la tensión entre el dolor y la esperanza en el contexto de una tristeza profunda y silenciada.
“Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el ‘te quiero’ que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.”
(Rosario Barros Peña - La tristeza)
La tristeza en voz baja: introducción al mundo íntimo del relato
En el cuento La tristeza de Rosario Barros Peña, nos adentramos en un universo doméstico quebrado, contenido en el silencio de una habitación y en la rutina de un niño que ha asumido responsabilidades que no le corresponden. Desde las primeras líneas, el relato nos sitúa en un clima de quietud forzada, donde lo esencial no es lo que se dice, sino lo que se calla. No hay descripciones extensas ni digresiones narrativas: hay acciones simples, pensamientos concretos y una atmósfera que se vuelve cada vez más densa, como el polvo blanco que el niño identifica con la tristeza.
Este relato, breve pero profundamente simbólico, no apela al drama explícito ni al sentimentalismo. Su potencia radica en la sutileza: una tortilla congelada, una persiana que no debe abrirse, una nota escolar que nadie lee. Es a través de esos gestos mínimos donde se revela una historia mayor, una especie de duelo sin cadáver, en el que la madre se ha ausentado emocionalmente y el hijo habita los restos de lo que alguna vez fue una vida familiar.
El recurso más notable del texto es la voz narrativa, que emerge desde la perspectiva de un niño, pero no desde la ingenuidad, sino desde una dolorosa madurez precoz. El niño no entiende del todo lo que ocurre, pero lo siente. Intuye el paso del tiempo no por el calendario ni por el reloj, sino por los platos sucios y por la capa de polvo que cubre el hogar. Este desplazamiento perceptivo es crucial: el tiempo no es un marco abstracto, es algo tangible que se acumula sobre las superficies, y con él, la tristeza.
La autora nos entrega un mundo donde el afecto parece estar suspendido, donde la luz natural se vuelve una amenaza y donde la esperanza está escrita con el dedo cada noche, como un acto de resistencia emocional. La mirada infantil no solo es el canal narrativo del cuento, sino también su brújula moral. En un entorno que ha dejado de sostenerlo, el niño intenta sostenerlo todo: a su madre, a su casa, a sí mismo. Pero lo hace sin rencor ni dramatismo, como si supiera que esa es, simplemente, su tarea.
Desde esta entrada silenciosa, La tristeza plantea ya sus grandes temas: el abandono, la resistencia emocional, la fragilidad del amor cuando no se cuida y la escritura —aunque sea sobre polvo— como último lazo afectivo. Con gestos mínimos, Rosario Barros Peña nos permite asomarnos a una forma de dolor íntimo, que no grita, pero que marca con fuerza. El análisis que sigue buscará profundizar en esa tristeza que no se dice, pero que lo llena todo.
La infancia, en este cuento, no es sinónimo de inocencia, sino de lucidez silenciosa.
Infancia frente al abismo: la mirada del niño como conciencia narrativa
La elección de una voz narrativa infantil no es un recurso decorativo en La tristeza; es el corazón desde donde late todo el relato. El niño que cuenta la historia no comprende del todo lo que ocurre a su alrededor, pero su percepción es más certera que cualquier diagnóstico adulto. Observa los signos del deterioro —una madre inmóvil, una persiana siempre cerrada, el polvo acumulado— y los interpreta con una lógica emocional que revela una verdad profunda: el dolor no siempre se manifiesta con gritos ni llanto, a veces se instala como una presencia muda que lo cubre todo.
La infancia, en este cuento, no es sinónimo de inocencia, sino de lucidez silenciosa. El niño ve lo que los demás no ven o prefieren no ver. Es testigo de un duelo sin explicación, de una ausencia viva. Su preocupación no se expresa en términos de pérdida o angustia, sino en actos cotidianos: calentar una tortilla, dejar un plato junto a la cama, escribir un "te quiero" con el dedo sobre la mesa. A través de estos gestos, el niño no solo comunica, sino que intenta preservar un vínculo que se deshace frente a él.
Resulta significativo que el niño no nombre nunca la enfermedad de su madre, ni siquiera use la palabra “depresión”. No porque no sepa, sino porque su mundo está hecho de otras palabras, de otras formas de entender lo que ocurre. En lugar de etiquetar, observa y actúa. El lenguaje que utiliza está cargado de imágenes sensoriales: el olor a sudor, la persiana cerrada, la ropa sucia, el polvo que crece. Son estas imágenes las que construyen el relato y nos permiten intuir una situación límite que se revela sin necesidad de ser explicada.
El niño no busca respuestas, sino maneras de resistir. Su conciencia narrativa está marcada por una responsabilidad que no le pertenece, pero que ha asumido como propia. No hay que olvidar que pone la nota del profesor bajo el tazón, junto a la comida que dejó. Como si entendiera que el llamado de atención escolar es insignificante comparado con el estado de su madre. Él ya sabe que está “mal”, pero no en términos académicos, sino existenciales. La escuela representa una normalidad que ha dejado de tener sentido en su mundo.
En este sentido, Rosario Barros Peña construye un narrador que es, al mismo tiempo, personaje y testigo, niño y adulto prematuro. Su voz —sencilla, directa, sin adornos— es el filtro por el que se cuela toda la tristeza del relato. Una tristeza sin nombre, pero no por eso menos palpable. Una tristeza que, paradójicamente, se vuelve más dolorosa por no ser dicha.
El polvo blanco: simbolismo, lenguaje y lo invisible
Uno de los elementos más potentes y evocadores del cuento es la imagen del polvo blanco que el niño identifica como “la tristeza”. Este símbolo, sencillo en apariencia, encierra una profundidad poética que recorre todo el relato. Lejos de ser una metáfora decorativa, el polvo funciona como una presencia viva, tangible, que avanza lenta pero constante sobre los objetos, el tiempo y los afectos. No es simplemente suciedad: es la manifestación física del dolor acumulado, del abandono, de lo que no se limpia porque ya no importa. La tristeza se ha instalado, y su signo es ese velo blanquecino que cubre todo sin prisa, pero sin pausa.
El niño, al nombrarlo, le da forma a lo que no puede explicar de otro modo. Lo define con su lógica sensorial: primero parece divertido, se puede escribir sobre él, pero al día siguiente las palabras desaparecen. Esta transición sutil —de lo lúdico a lo trágico— marca el tránsito emocional del protagonista, que empieza a entender que la tristeza no solo habita su casa, sino que la consume. El polvo borra no solo las frases, sino los vínculos, las presencias, incluso la identidad. Es un agente de desaparición.
La elección del color blanco no es casual. A diferencia de la tristeza asociada al gris o al negro, aquí aparece como una capa blanca, silenciosa, casi inocente en su apariencia. Pero es precisamente esa blancura lo que la vuelve más inquietante. El blanco es el color del vacío, de lo no dicho, de lo que ha perdido forma. Es el blanco del olvido, de la página en blanco, de lo que ha sido cubierto hasta desaparecer.
Además, el polvo tiene una cualidad particular: es casi imposible de evitar. Se deposita incluso cuando uno no lo nota, incluso cuando se hace todo lo posible por mantener el orden. De la misma manera, la tristeza se infiltra en la vida del niño sin que él la haya buscado. No ha sido llamada, pero está. Se posa sobre la mesa, sobre los muebles, sobre su madre y sobre él mismo. El niño no la combate, pero tampoco se entrega a ella. Su estrategia no es limpiar, sino escribir sobre ella: el acto de dejar un “te quiero” cada noche es un gesto de resistencia frente a la desaparición emocional.
En esta dinámica entre presencia y borramiento, el lenguaje se vuelve frágil. Las palabras escritas en el polvo desaparecen al día siguiente. El cuento nos dice, sin decirlo, que el afecto también puede desvanecerse si no se sostiene. La tristeza, como el polvo, no destruye de golpe: erosiona lentamente, desdibuja lo que estaba claro, apaga lo que brillaba. Así, Rosario Barros Peña convierte un elemento doméstico en un símbolo de altísima carga poética, que actúa en varios niveles: físico, emocional, narrativo.
El polvo blanco es la gran metáfora del relato. Es tristeza, sí, pero también es olvido, tiempo detenido, descomposición afectiva. Y sobre todo, es lo invisible que se vuelve visible cuando ya no se puede ignorar. Lo que estaba en el aire ahora está sobre la mesa.
La mujer de ojos rojos que ‘mira sin ver’ y cuyo pelo ‘ya no brilla’ refleja un cuerpo que ha dejado de responder al mundo, y una mente que habita un lugar inaccesible para él.
La madre dormida: depresión, encierro y el quiebre del vínculo
En La tristeza, la figura de la madre es un enigma silencioso que atraviesa el relato con su presencia inmóvil y ausente. La narración no explica su condición, pero la describe con imágenes que sugieren un estado profundo de depresión o agotamiento emocional. Su habitación es un espacio cerrado, casi aislado del resto de la casa y del mundo exterior, donde la luz del sol se vuelve una amenaza más que un alivio. Esta clausura física se convierte en símbolo de un encierro psicológico, donde la madre parece haberse detenido en un tiempo sin vida ni esperanza.
El niño observa a su madre con ternura y preocupación, pero también con impotencia. La mujer de ojos rojos que “mira sin ver” y cuyo pelo “ya no brilla” refleja un cuerpo que ha dejado de responder al mundo, y una mente que habita un lugar inaccesible para él. La distancia emocional entre madre e hijo se vuelve palpable: la madre no puede sostenerlo ni nutrirlo, y el niño asume un rol de cuidador invisible, solitario y silencioso.
Esta relación rota es el centro del drama del cuento. La depresión materna, aunque nunca nombrada directamente, se manifiesta en pequeños detalles —la persiana cerrada, el olor a sudor, la indiferencia hacia la luz y la vida— que construyen un espacio de vacío afectivo. Es un quiebre en el vínculo que debería ser la base de seguridad y amor para el niño, y que en cambio se convierte en una ausencia que duele con fuerza silenciosa.
La autora, con su formación en psicología, sugiere esta complejidad sin explicitarla, dejando que sea el lector quien complete la imagen. Así, la madre dormida es a la vez un personaje y una metáfora del sufrimiento invisible, del peso de la tristeza que no se expresa con palabras pero que se siente en cada gesto y en cada silencio.
El encierro físico y emocional de la madre establece una atmósfera de suspensión, donde el tiempo parece detenido y el afecto desvanecido. Esta condición crea un espacio para la voz del niño, que intenta mantener la fragilidad del vínculo con gestos sencillos, como dejar la comida junto a la cama o escribir “te quiero” sobre la mesa. Son acciones que buscan romper la quietud, que intentan reanimar un lazo que parece deshilacharse.
La casa como cuerpo: objetos, espacios y silencios
En La tristeza, la casa no es solo un escenario donde transcurre la historia, sino un espacio casi viviente que refleja y amplifica el estado emocional de sus habitantes. Más que un lugar físico, la casa funciona como un cuerpo fragmentado y silencioso, donde cada objeto y cada rincón están cargados de significado y memoria, pero también de abandono y desgaste.
Los objetos cotidianos que aparecen en el relato —el tazón de leche, la tortilla congelada, la mesa del comedor, la persiana cerrada— se convierten en símbolos que hablan de la rutina vacía y del tiempo detenido. No se trata solo de cosas materiales, sino de vestigios de una vida que persiste a duras penas en medio de la tristeza. La comida no es consumida, sino dejada a un lado; la persiana que se mantiene cerrada representa la ausencia de luz y calor, la negación del mundo exterior.
Esta concepción del espacio doméstico como un cuerpo que refleja el dolor íntimo crea una atmósfera opresiva y melancólica. La casa, como el cuerpo enfermo, está cubierta por el polvo blanco de la tristeza, que lo invade todo y lo cubre lentamente. En ese ambiente, el silencio se vuelve un personaje más: un silencio pesado, denso, que acentúa la sensación de vacío y espera.
Además, la casa funciona como un límite entre el mundo del niño y el mundo adulto, entre lo visible y lo invisible, entre lo que se dice y lo que se calla. Los objetos y espacios no solo son refugios o prisiones, sino también intermediarios en el vínculo entre madre e hijo. La mesa donde el niño escribe “te quiero” es un símbolo de resistencia, un lugar donde el amor intenta persistir frente al deterioro emocional.
Rosario Barros Peña logra que este espacio doméstico transmita la historia sin necesidad de explicaciones explícitas. La casa, con sus silencios y objetos, es el espejo de la tristeza que habita en sus paredes y en sus habitantes. Es un cuerpo que duele, que se desgasta y que espera, igual que el niño y su madre.
La escritura sobre el polvo es un símbolo de esperanza frágil pero valiosa, una señal de que, incluso en la ausencia y el abandono, queda una luz tenue que aún puede encenderse.
Escribir para no desaparecer: palabras, afectos y esperanza
En el corazón del cuento La tristeza late un acto pequeño pero cargado de significado: la escritura del niño sobre la mesa del comedor. Cada noche, el protagonista escribe con el dedo un “te quiero” sobre el polvo blanco que lo cubre todo. Este gesto simple se revela como un acto de resistencia emocional, un intento de aferrarse a lo que amenaza con desvanecerse, un rastro de afecto frente a la desaparición.
La escritura en este contexto no es solo un medio de comunicación; es una forma de existencia. En un mundo donde las palabras habladas parecen insuficientes o incluso imposibles, el niño convierte la mesa en un soporte para su esperanza y su amor. Pero la amenaza latente es clara: la tristeza, esa capa blanca y silenciosa, borrará también ese mensaje. Aquí se expresa la fragilidad del vínculo afectivo, pero también su fuerza: aun frente al desgaste, el amor persiste en pequeños gestos cotidianos.
Esta imagen poética sugiere además la importancia del lenguaje como herramienta para nombrar y enfrentar el dolor. Aunque las palabras escritas desaparezcan, su acto materializa la necesidad humana de ser vistos, de dejar una huella que trascienda la tristeza y el silencio. Escribir se convierte en un modo de no desaparecer, de resistir a la invisibilidad que amenaza al niño y a su madre.
Rosario Barros Peña, desde su sensibilidad literaria y su experiencia como psicóloga, nos invita a reconocer que el afecto puede manifestarse en formas silenciosas, que el amor no siempre es explícito pero se sostiene en gestos mínimos. La escritura sobre el polvo es un símbolo de esperanza frágil pero valiosa, una señal de que, incluso en la ausencia y el abandono, queda una luz tenue que aún puede encenderse.
Así, el cuento cierra con una nota de melancolía, pero también con un resquicio para la esperanza, un reconocimiento de la fuerza que puede tener la palabra, por pequeña y efímera que sea.
El eco de lo no dicho
La tristeza de Rosario Barros Peña se cierra con un silencio cargado de significados, un eco que queda resonando más allá de las palabras. El cuento no ofrece respuestas explícitas ni finales claros; en cambio, propone una experiencia emocional que se construye en lo que no se dice, en lo que se calla y en lo que queda suspendido entre las líneas. Esa ausencia de resolución es precisamente lo que hace su fuerza: refleja la realidad de muchas vidas marcadas por la depresión, el abandono y el dolor invisible.
El relato nos muestra cómo el silencio puede ser tanto un refugio como una prisión, y cómo la mirada infantil puede convertirse en el último vestigio de amor y resistencia. La voz del niño, tan sencilla como profunda, nos invita a mirar con atención lo que habitualmente pasa inadvertido: los pequeños actos de cuidado, las palabras escritas y borradas, el polvo que se acumula en las superficies y en el alma.
Este cuento es un recordatorio de la fragilidad de los vínculos humanos y de la importancia de la sensibilidad para reconocer el sufrimiento silencioso. Rosario Barros Peña, con una prosa sobria y llena de simbolismo, nos ofrece un espacio para la reflexión sobre la tristeza como fenómeno que atraviesa las relaciones familiares y condiciona el crecimiento y la esperanza.
Finalmente, La tristeza no es solo un relato sobre el dolor, sino también sobre la tenacidad del amor que persiste en medio de la ausencia, y sobre la posibilidad de que, aún en el polvo blanco que cubre todo, pueda quedar un rastro que mantenga viva la memoria y la esperanza.
Bibliografía
Barros Peña, Rosario. La tristeza. En: Atocha 17:15. Editorial Galaxia, 1994.
Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método. Ediciones Sígueme, 2004.
Ricoeur, Paul. La metáfora viva. Ediciones Siglo XXI, 1975.
Winnicott, D. W. El proceso de maduración y el concepto de ambiente. Ediciones Paidós, 2002.
Wolf, Muriel. “Infancia y lenguaje: voces narrativas en la literatura contemporánea”. Revista de Estudios Literarios, vol. 12, no. 3, 2019.