Raymond Carver (Estados Unidos) - Vecinos

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria.

Indice:

Cuento: Raymond Carver (Estados Unidos) - Vecinos
Ensayo:
Detrás de la puerta: el deseo de ser otro en Vecinos de Raymond Carver
Bibliografía

Vecinos

Raymond Carver
(Estados Unidos)

(Cita)

Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.

Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Divertíos! — dijo Bill a Harriet.
—Desde luego — respondió Harriet — Divertíos también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré — respondió Arlene.
—¡Divertíos! dijo Bill.
—Por supuesto — dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo — Y gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros — dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones — dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche — Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones — y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? — dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty — dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño — dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano — dijo ella.
Se encogió de hombros. No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
—Vámonos a la cama — dijo él.
—¿Ahora? — rió ella — ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido — La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso — dijo él — Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja—dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? — dijo Arlene — Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad — dijo ella.
—Tuve que ir al baño — dijo él.
—Tienes tu propio baño — dijo ella.
—No me pude aguantar — dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa — dijo ella — Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella — Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
—Es divertido — dijo ella — Sabes, ir a la casa de alguien más así. — Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
—¡Jolines! — dijo ella — Jooliines — cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos — Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró —¿No es eso tonto? — No lo creo — dijo él — Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo — dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando — sonrió él — ¿Dónde?
—En un cajón — dijo ella.
—No bromeas — dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán — e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
—Pudiera suceder — dijo él — Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … — pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave — dijo él — Dámela.
—¿Qué? — dijo ella — Miró fijamente a la puerta.
—La llave — dijo él — Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! — dijo ella — Dejé la llave dentro.
—Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes — le dijo al oído — Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.

Detrás de la puerta: el deseo de ser otro en Vecinos de Raymond Carver

B. Itzamaná

Raymond Carver y el minimalismo de la inquietud

Raymond Carver es uno de esos escritores que hablan en voz baja, pero cuyas palabras resuenan largo tiempo en la conciencia del lector. Su estilo seco, contenido y casi escueto ha sido definido como “realismo sucio” o “minimalismo”, pero detrás de esa economía de lenguaje se esconde una densidad emocional poderosa y perturbadora. En Carver, lo cotidiano nunca es solo cotidiano. Cada silencio, cada gesto, cada frase truncada parece cargar con un mundo interior que amenaza con desbordarse.

Publicada originalmente en Will You Please Be Quiet, Please? (1976), la colección que incluye Vecinos, esta historia breve encarna a la perfección la estética de Carver: una trama simple, personajes comunes, un escenario doméstico, pero todo ello atravesado por una tensión latente, una incomodidad sutil que crece lentamente hasta volverse insoportable. Sus personajes suelen estar al borde de algo: de una revelación, de una crisis, de una pérdida o de un descubrimiento, pero casi siempre quedan atrapados en esa orilla, incapaces de dar el salto o de volver atrás.

En Vecinos, esa inquietud se cuela por la rendija de una puerta entreabierta. Un matrimonio aparentemente estable, los Millers, acepta cuidar el apartamento de unos vecinos mientras estos están de viaje. Lo que comienza como un favor inocente pronto se convierte en una fascinación inquietante. Al acceder al espacio íntimo de los otros, los protagonistas descubren no solo objetos y rutinas ajenas, sino también una versión de sí mismos que desconocían. El relato se convierte así en una exploración de la identidad, el deseo y los límites de lo que creemos ser.

Desde una perspectiva hermenéutica, Vecinos puede leerse como una puesta en escena del conflicto entre lo conocido y lo desconocido, entre el yo y el otro. Y si incorporamos una lectura desde la teoría del deseo —particularmente inspirada en los planteamientos de René Girard sobre el deseo mimético—, el cuento revela cómo los Millers proyectan en la vida de sus vecinos una forma de escape, una promesa de plenitud que no encuentran en su propia existencia. Pero este deseo, al no poder ser consumado plenamente, se convierte en una experiencia vacía y desconcertante.

Así, Carver logra que una historia aparentemente banal se transforme en una inquietante parábola sobre la fragilidad de nuestra identidad y sobre esa necesidad humana —tan desesperada como silenciosa— de vivir otras vidas, aunque solo sea por un momento.

La rutina como cárcel: los Millers antes del desliz

Antes de cruzar la puerta del apartamento vecino, los Millers son presentados como una pareja común. No hay grandes dramas ni conflictos explícitos entre ellos, pero sí una sensación difusa de desgaste, de tiempo detenido. La narración nos los muestra atrapados en una rutina sin brillo, en una vida donde el deseo parece haber sido domesticado por la costumbre. No hay pasión, ni misterio, ni siquiera curiosidad. Solo una inercia gris que lo cubre todo.

Este tipo de vida, tan parecida a la de muchos, es precisamente la que Carver sabe retratar con una precisión inquietante. No necesita mostrar discusiones ni tragedias. Basta con señalar los pequeños hábitos, las frases cortas, los silencios compartidos para que el lector perciba el vacío. En este sentido, Vecinos comienza con una atmósfera de monotonía que, aunque discreta, es profundamente opresiva. Los Millers no son infelices en el sentido dramático del término, pero tampoco parecen del todo vivos. Es esta mediocridad emocional, esta neutralidad existencial, lo que prepara el terreno para el desliz.

Desde una lectura hermenéutica, podríamos decir que esta rutina funciona como una prisión invisible: no hay barrotes, pero tampoco puertas abiertas. La existencia de los Millers está marcada por lo previsible, por lo conocido, por la repetición. Y como en todo relato que se adentra en el deseo, es precisamente en ese territorio asfixiante donde comienza a gestarse la necesidad de ruptura.

La oportunidad de cuidar el apartamento de los Stone aparece como una grieta en esa cárcel de lo cotidiano. Lo que en principio parece un simple encargo, una tarea sin importancia, se convierte lentamente en un umbral simbólico. Aceptar la llave del vecino es aceptar, sin saberlo, una posibilidad: la de explorar una vida distinta, ajena, que poco a poco se revela como más excitante, más libre, más deseable. Y así comienza el juego de sustitución.

Aquí puede comenzar a operar una lectura desde la teoría del deseo mimético de René Girard: el deseo no nace de nosotros de forma espontánea, sino que se origina al ver lo que desean o poseen otros. Los Millers no sabían que deseaban algo distinto, hasta que vieron de cerca el estilo de vida de los Stone. No es que la vida de los vecinos sea objetivamente mejor, sino que en su diferencia se vuelve objeto de idealización. Así comienza la apropiación simbólica.

Lo interesante es que Carver no nos presenta todo esto con explicaciones psicológicas ni largas introspecciones. Lo muestra a través de acciones mínimas, gestos discretos: mirar dentro del refrigerador ajeno, probarse una prenda que no es propia, sentarse a leer un libro que alguien dejó a medio terminar. Lo aparentemente banal se vuelve, en manos del autor, una forma de transgresión.

Cruzar el umbral: el apartamento como espejo del deseo

En Vecinos, el apartamento de los Stone no es solo un escenario: es una frontera, un lugar de tránsito entre el yo y el otro. Cruzar su umbral implica, sin que los personajes lo adviertan del todo, una transformación. Es el punto donde la realidad cotidiana comienza a difuminarse, y donde lo prohibido —o simplemente lo ajeno— adquiere una atracción irresistible.

Desde el momento en que los Millers entran al departamento, el cuento comienza a girar alrededor de una serie de pequeños gestos de exploración, casi inocentes al principio: mirar las cosas, abrir cajones, husmear entre objetos personales. Sin embargo, estas acciones pronto revelan un impulso más profundo. No se trata solo de curiosidad, sino de una especie de fascinación por lo que el otro representa. En este caso, los Stone simbolizan algo que los Millers han perdido o nunca han tenido: vitalidad, sensualidad, libertad. Y ese deseo se activa no por la observación directa de los vecinos, sino por su ausencia, por la posibilidad de habitar sus huellas.

Desde una lectura hermenéutica, el espacio del apartamento se convierte en un texto a ser leído: cada objeto, cada prenda, cada botella abierta es una frase de una vida que no les pertenece, pero que los seduce. Leer ese espacio es también reinterpretarse a sí mismos, confrontar lo que no se dice en su propio hogar. La disposición de los muebles, las fotos, los libros abiertos: todo parece hablar de un modo distinto de habitar el mundo, más espontáneo, más aventurero, menos contenido. Y esa diferencia, lejos de repelerlos, los atrae.

Aquí también puede aplicarse la idea del “espacio otro” que Michel Foucault asocia con la heterotopía: un lugar real, pero que funciona como espejo deformante de la norma. El apartamento ajeno se vuelve una heterotopía para los Millers, porque al entrar en él, no solo se enfrentan a otro mundo, sino a la posibilidad de ser otros. Es un espacio donde las reglas cambian, donde lo moralmente cuestionable se vuelve excitante, y donde las fronteras entre lo propio y lo ajeno comienzan a borrarse.

Lo inquietante del relato es que esa transformación ocurre sin rupturas violentas ni discursos explícitos. Carver construye la tensión a partir de lo cotidiano, del gesto más simple: probar una bebida, ponerse una prenda interior que no es suya, quedarse más tiempo del necesario. Cada cruce de límite es sutil, pero significativo. Cada paso que los Millers dan dentro de ese espacio los aleja un poco más de lo que eran antes.

Y así, lo que comienza como una sustitución funcional (cuidar el apartamento) se convierte en una apropiación simbólica: vivir, aunque sea por un instante, la vida del otro.

Habitar al otro: cuerpos prestados, vidas ajenas

Lo más perturbador del cuento no es que los Millers entren al apartamento de los Stone, sino que poco a poco comienzan a convertirse en ellos. Esa transformación no ocurre mediante grandes decisiones ni diálogos reveladores, sino a través de una serie de gestos mínimos pero profundamente simbólicos: probar la comida de la alacena, leer sus revistas, fumar sus cigarrillos, acostarse en su cama, usar su ropa interior. Esos actos, aparentemente triviales, se cargan de un poder simbólico que revela el corazón del deseo mimético: querer no solo lo que el otro tiene, sino ser el otro.

Aquí ya no se trata solo de desear algo ajeno, sino de encarnar esa otredad. Lo que antes era fascinación se convierte ahora en juego, en representación, casi en ritual. Cada uno de los Millers se entrega, por separado, al intento de probarse la piel de los Stone, como si al hacerlo pudieran escapar momentáneamente de sí mismos. Hay algo de teatral en todo ello, una especie de performance privada y secreta donde los personajes ensayan otros papeles, otras formas de estar en el mundo.

Desde la hermenéutica, este juego de sustituciones puede interpretarse como una búsqueda de sentido: el yo cotidiano, encerrado en su rutina y su falta de deseo, necesita una narración nueva. Y esa nueva historia se proyecta sobre los cuerpos de otros, sobre sus gestos, sus objetos, sus placeres. En este punto, el cuento se vuelve casi alegórico: el ser humano, incapaz de sostenerse en su propio vacío, necesita ficcionarse, habitar otras vidas, aunque solo sea por un rato.

También resulta interesante cómo Carver presenta esta apropiación de lo ajeno no como una transgresión agresiva, sino como algo casi inevitable. No hay malicia en los Millers, sino un impulso oscuro pero profundamente humano. El deseo, en este cuento, no es una pulsión violenta ni sexual en sentido estricto, sino una especie de nostalgia anticipada de lo que nunca se tuvo. El deseo es falta, pero también ilusión.

La incorporación de la teoría del deseo mimético de Girard cobra aquí un sentido más complejo: no solo deseamos lo que el otro tiene, sino que creemos que si ocupamos su lugar, seremos más plenos, más reales. El deseo, entonces, no se satisface con el objeto, porque su verdadera naturaleza es fantasmática. Así, la experiencia de los Millers se vuelve profundamente ambigua: por un lado, excitante; por otro, desconcertante. Porque mientras más se acercan a lo que anhelan, más se vacían de sí mismos.

El cuerpo, en este juego, se convierte en una frontera porosa: ya no es solo el espacio físico del otro lo que se invade, sino también su identidad. Ponerse la ropa interior de otra persona, mirar su reflejo en el espejo, dejarse llevar por ese gesto íntimo, implica una desposesión parcial de la propia subjetividad. Carver sugiere que desear es también desdibujarse.

El deseo de escapar: otredad, carencia y vacío

El clímax de Vecinos no es una explosión, sino un silencio. Una especie de despertar inquieto en medio de una ensoñación que se torna pesadilla sorda. Tras habitar el mundo de los Stone con creciente audacia, los Millers terminan frente a una puerta cerrada, sin llave, sin entrada. Han ido demasiado lejos —y demasiado adentro— en su deseo de escapar, y ahora se enfrentan a una especie de vértigo: no pueden volver a lo anterior, pero tampoco saben cómo sostener la ilusión que han construido.

Ese final abrupto, donde la pareja queda detenida frente a la puerta del apartamento, es uno de los grandes logros del cuento. No solo porque introduce un cierre abierto, sino porque encierra, en ese instante detenido, una revelación: el deseo no solo no se sacia, sino que devora. La carencia no se resuelve con la apropiación simbólica del otro, sino que se intensifica. Cuanto más se desea, más profundo se vuelve el vacío.

Desde una lectura hermenéutica, podemos decir que el deseo que moviliza a los Millers no es tanto un deseo por los Stone, sino por lo que los Stone simbolizan: un ideal de vida que no está en ninguna parte, una promesa de plenitud que se disuelve al ser tocada. El apartamento se convierte en un santuario profanado, y ellos, en impostores sin papel. Han cruzado una frontera que ya no pueden deshacer.

Aquí el deseo mimético alcanza su punto más trágico. Como plantea René Girard, el deseo del otro conduce inevitablemente al conflicto, porque se funda en la rivalidad y en la ilusión. Los Millers no solo desean lo que el otro tiene, sino que al intentar encarnarlo, destruyen la distancia que hacía posible el anhelo. El otro pierde su misterio, y el deseo, al perder su objeto, se revela como vacío. Ya no hay nada que desear, y eso es lo más desesperante.

Este desenlace también puede leerse desde la metáfora de la máscara: al intentar ponerse la piel del otro, el yo termina por disolverse. ¿Quiénes son ahora los Millers? ¿Qué queda de ellos después de ese juego de sustitución? No hay respuesta. Solo el gesto suspendido ante la puerta cerrada, la espera de algo que no llega. En esa escena final se condensa todo el cuento: el intento de escapar de uno mismo y la imposibilidad de lograrlo sin pagar un precio.

En última instancia, Vecinos no trata sobre una infidelidad, ni sobre la tentación, ni siquiera sobre la curiosidad. Trata sobre el vértigo de la otredad, sobre el deseo como reflejo y como pérdida. Carver nos muestra que a veces, lo más peligroso no es querer demasiado, sino desear lo que no se puede sostener.

El espejo y la puerta: lectura final y ecos simbólicos

Vecinos es un cuento breve, pero sugiere una profundidad insondable. En él, Raymond Carver traza con una prosa contenida una de las tensiones más íntimas del ser humano: la lucha entre lo que se es y lo que se desea ser. Y lo hace a través de dos símbolos que condensan el drama: el espejo y la puerta.

El espejo aparece en varias formas a lo largo del relato: el reflejo de los Millers en la vida de los Stone, los gestos de imitación, el uso de la ropa ajena como disfraz. Reflejarse no es solo ver, es imaginar lo que se podría ser. El espejo, en ese sentido, es un instrumento de deseo, pero también de falsedad: lo que devuelve no es la realidad, sino una imagen, un simulacro. Y ese simulacro se vuelve fascinante cuando se lo mira desde la carencia.

La puerta, por otro lado, simboliza la frontera. Durante casi todo el cuento, la puerta del apartamento ajeno está abierta, como una invitación, una posibilidad. Pero en el momento final, esa misma puerta se cierra. El acceso al otro se vuelve imposible, y los personajes quedan afuera, en el umbral. Ya no son los de antes, pero tampoco pueden seguir siendo lo que pretendían ser. Están en un intersticio: suspendidos entre dos vidas, dos identidades, dos deseos.

Ese instante —ese quedarse mirando la puerta cerrada, sin saber qué hacer— condensa el sentido último del cuento: el deseo como abismo. No hay salida fácil ni catarsis. Solo una conciencia súbita de lo artificial de nuestras aspiraciones. Carver nos habla del vacío sin necesidad de nombrarlo, del desasosiego que emerge cuando se rompen las estructuras que nos sostienen, aunque hayan sido pequeñas y grises.

La brevedad del texto se convierte así en un espejo de la vida misma: no necesitamos grandes tragedias para extraviarnos, basta un leve desplazamiento, una interrupción del ritmo habitual, para que surjan preguntas que no pueden responderse. ¿Quién soy cuando no soy yo? ¿Qué veo cuando me reflejo en otro? ¿Qué queda después del deseo?

Vecinos no responde, pero insinúa. Nos deja en esa tensión, como a los Millers, frente a una puerta cerrada, sabiendo que lo que hay del otro lado ya no es accesible, o tal vez nunca lo fue realmente.

Bibliografía

Carver, R. (1984). ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (J. Zulaika, Trad.). Editorial Anagrama. (Obra original publicada en 1976)

Gadamer, H.-G. (2001). Verdad y método (A. Agud & R. de Agapito, Trads.). Ediciones Sígueme. (Obra original publicada en 1960)

Girard, R. (2003). Mentira romántica y verdad novelesca (J. Llovet, Trad.). Editorial Anagrama. (Obra original publicada en 1961)

Compagnon, A. (1999). El demonio de la teoría: literatura y sentido común (M. T. Gallego & A. Martín-Gamero, Trads.). Editorial Lumen. (Obra original publicada en 1998)

Ricoeur, P. (2002). Del texto a la acción: ensayos de hermenéutica II (A. Neira, Trad.). Ediciones Caparrós. (Obra original publicada en 1986)

Bloom, H. (1995). El canon occidental (D. Alou, Trad.). Editorial Anagrama. (Obra original publicada en 1994)